24

– Llegan con retraso. Estaba a punto de marcharme a casa.

Jenkins Pelfry era un hombre alto y corpulento, con el torso musculoso y la piel tan oscura que era difícil distinguir los rasgos de su rostro. Estaba sentado sobre la pequeña mesa de la secretaria en la antesala de sus oficinas, ubicadas en el edificio de Union Law Center. A su izquierda, en un anaquel, había un pequeño televisor sintonizado a un canal informativo. La imagen que aparecía en la pantalla estaba tomada desde un helicóptero que sobrevolaba un sector de la ciudad.

Bosch y Edgar habían llegado con cuarenta minutos de retraso a su cita.

– Lo lamento, señor Pelfry -dijo Bosch-. Hemos tenido un pequeño problema de camino hacia aquí. Le agradezco que nos haya esperado.

– Por suerte para ustedes, no me di cuenta de lo tarde que era. Estaba mirando la televisión. Las cosas tienen mal aspecto. Parece que allí se ha organizado un pequeño tumulto.

Pelfry señaló el televisor con una de sus manazas. Al contemplar la pantalla, Bosch se percató de que la escena que filmaba el helicóptero correspondía al lugar donde el francotirador había disparado contra ellos. Bosch observó que las aceras de Western estaban atestadas de curiosos que contemplaban las idas y venidas de los policías que registraban cada uno de los edificios del barrio. Momentos después llegaron más agentes de policía con cascos antidisturbios.

– Esos no deberían estar ahí. Están provocando a la gente. ¡Largaos de ahí, tíos, que os van a machacar!

– Eso ya se intentó la última vez -comentó Edgar-. Pero no funcionó.

Los tres hombres siguieron contemplando la televisión en silencio. Al cabo de unos minutos Pelfry extendió la mano y apagó el aparato.

– ¿En qué puedo ayudarles? -preguntó, volviéndose hacia los detectives.

Bosch se identificó y le presentó a su compañero.

– Supongo que ya sabe por qué estamos aquí. Trabajamos en el caso de Howard Elias y sabemos que usted hizo algunas indagaciones por encargo suyo en relación con el asunto del Black Warrior. Queremos que nos ayude, señor Pelfry. Si averiguamos quién lo hizo, quizá logremos calmar los ánimos de la gente.

Bosch señaló la pantalla apagada del televisor para subrayar sus palabras.

– Quieren mi ayuda -dijo Pelfry-. Sí, yo trabajaba para Eli, siempre le llamé Eli. Pero no sé en qué puedo ayudarles.

Bosch miró a Edgar, y su compañero asintió con un leve gesto de cabeza.

– Señor Pelfry, lo que hablemos aquí debe ser confidencial. Mi compañero y yo estamos siguiendo una pista que indica que la persona que mató a Stacey Kincaid también asesinó a Elias. Es posible que éste descubriera la verdad. Si usted sabe lo que sabía él, quizás esté en peligro.

Pelfry soltó una breve y sonora carcajada. Bosch miró a Edgar y luego a Pelfry.

– No se ofenda, pero ésta es la mentira más burda que he oído en mi vida -dijo Pelfry.

– ¿Cómo dice?

Pelfry señaló de nuevo el televisor. Bosch observó que la parte inferior de su mano era muy blanca.

– Mire, según Canal Cuatro han empezado a tomar medidas de una celda para meter en ella a un poli, a uno de sus compañeros.

– ¿A qué se refiere?

– En estos momentos están interrogando a un sospechoso en Parker.

– ¿Han dicho su nombre?

– No, pero lo saben. Han informado de que es uno de los policías que intervino en el caso del Black Warrior. El jefe del equipo, para más detalles.

Bosch se quedó estupefacto. El jefe del equipo era Frankie Sheehan.

– Esto es impo… ¿Puedo usar su teléfono?

– Por supuesto. A propósito, ¿sabe que tiene unos trozos de cristal en el pelo?

Bosch se pasó la mano por el cabello y se acercó a la mesa sobre la que reposaba el teléfono. Mientras marcaba el número de la sala de conferencias de Irving, Pelfry no le quitó el ojo de encima.

– Quiero hablar con Lindell.

– Yo soy Lindell.

– Soy Bosch. ¿Qué es lo que han dicho por el Canal Cuatro sobre un sospechoso?

– Estoy en ello. Alguien se ha ido de la lengua. Sólo puedo decirte que yo informé a Irving y de pronto me entero de que lo han dicho por televisión. Creo que fue él mismo quien filtró la noticia, no Chas…

– Me tiene sin cuidado. ¿Qué insinúas, que lo hizo Sheehan? Esto es im…

– Yo no digo eso. Lo dice la persona que ha filtrado la noticia, y creo que esa persona es el subdirector.

– ¿Habéis detenido a Sheehan?

– Sí, lo tenemos aquí y estamos hablando con él. Una declaración estrictamente voluntaria. Sheehan piensa que va a librarse. Pero de momento disponemos de todo el día para interrogarle. Ya veremos.

– ¿Por qué Sheehan? ¿Por qué lo habéis detenido a él?

– Creí que lo sabías. Esta mañana era el primero en la lista de sospechosos de Chastain. Hace cinco años, Elias lo acusó. Sheehan se cargó a un tío cuando fue a detenerlo por asesinato. Le metió cinco balas. La viuda se querelló contra él y le dieron cien mil dólares de indemnización, aunque yo creo que Sheehan disparó contra él para defenderse. Tu amigo Chastain investigó el hecho y lo exculpó.

– Recuerdo el caso. Sí, Sheehan disparó contra él para defenderse. Pero eso el jurado no lo tuvo en cuenta. Fue poco después de lo de Rodney King.

– Mucho antes de que el caso fuera juzgado, Sheehan amenazó a Elias. Durante una declaración, delante de los abogados, de la viuda y, lo más importante, de la secretaria, que la transcribió palabra por palabra. Esa declaración estaba en uno de los expedientes que Chastain y su equipo revisaron ayer. Sheehan amenazó a Elias de que el día menos pensado, alguien se le acercaría por detrás y lo mataría como a un perro. O algo por el estilo. Sus palabras se ajustan con bastante precisión a lo que ocurrió en Angels Flight.

– Pero hombre, si eso ocurrió hace cinco años…

Bosch observó que tanto Edgar como Pelfry no le quitaban ojo.

– Ya lo sé, Bosch. Pero ¿quién era el detective que investigó el caso del Black Warrior, que Elias iba a llevar ante los tribunales? Frank Sheehan. Aparte de eso, utiliza una Smith & Wesson de nueve milímetros. Y otra cosa, examinamos su expediente. Durante once años Sheehan ha obtenido la máxima puntuación como tirador. Y los disparos en Angels Flight eran obra de un tirador experto. De modo que teniendo en cuenta todos esos datos, Sheehan es el principal sospechoso. Así que lo estamos interrogando.

– Eso de la máxima puntuación como tirador no prueba nada. Dan esos premios como rosquillas. Ocho de cada diez policías lo han obtenido. Y ocho de cada diez policías usan una Smith & Wesson de nueve milímetros. A todo esto, Irving, o quienquiera que haya filtrado las noticias a la prensa, lo arroja a los lobos, sacrificándolo como pasto para los medios a fin de impedir que arda la ciudad.

– Sólo es un sacrificio si Sheehan no lo hizo.

A Bosch le sentó muy mal el tono cínico de Lindell.

– Tómatelo con calma -le espetó-, porque te garantizo que Frankie no es el asesino.

– Tú y Frankie sois amigos, ¿no?

– Fuimos compañeros. Hace mucho.

– Es curioso, porque Frankie no parece sentir un gran afecto por ti. Mis chicos me han informado de que lo primero que ha dicho cuando lo han detenido ha sido «Me cago en Harry Bosch». Por lo visto piensa que lo has traicionado. No sabe que hemos leído su declaración. O no recuerda haberla hecho.

Bosch colgó el teléfono. Estaba estupefacto. Frankie Sheehan creía que Bosch había utilizado en contra de él la conversación que habían mantenido la noche anterior. Creía que Harry le había entregado a los federales. Eso a Bosch le sentó peor que enterarse de que su viejo compañero y amigo estaba siendo interrogado por un caso de asesinato.

– Tengo la impresión de que usted no está de acuerdo con Canal Cuatro -observó Pelfry.

– En efecto, no estoy de acuerdo.

– ¿Sabe una cosa? Quizá me equivoque, pero esos trozos de cristal que tiene en el pelo me dicen que ustedes son los tipos que fueron tiroteados en Western.

– ¿Y qué? -inquirió Edgar.

– Eso está a pocas manzanas de donde asesinaron a Stacey Kincaid.

– ¿Y?

– Si ustedes venían de allí, me pregunto si se encontraron con mis amigos Rufus y Andy.

– Sí, nos encontramos con ellos y averiguamos que el cadáver fue arrojado en el solar tres días después de que la niña fuera asesinada.

– De modo que están siguiendo mis pasos…

– En efecto. Algunos. Anoche visitamos al Ama Regina.

Bosch había salido de su estupor, pero dejó que Edgar conversara con Pelfry mientras él se mantenía en un discreto segundo plano.

– Entonces ¿no es una pura mentira lo que han dicho acerca de quién mató a Eli?

– Por eso estamos aquí.

– ¿Qué más quieren saber? Eli no solía mostrar sus cartas. Era muy reservado. Yo nunca sabía en qué esquina del rompecabezas estaba trabajando, no sé si me entienden.

– Háblenos de las matrículas -terció Bosch, poniendo fin a su silencio-. Sabemos que Elias y usted consiguieron que el gerente de Hollywood Wax les entregara los recibos correspondientes a setenta y cinco días. ¿Por qué?

Pelfry observó a los detectives durante unos instantes, como para ganar tiempo.

– Acompáñenme -dijo por fin.

Pelfry los condujo a un despacho situado al fondo.

– No quería enseñarles esto -dijo-, pero ahora…

Pelfry alzó las manos para señalar las cajas que cubrían todas las superficies horizontales del despacho. Eran bajas como las que contienen cuatro paquetes de seis refrescos. Dentro había unos montones de recibos separados por unas cartulinas y fechados.

– ¿Son los recibos de Hollywood Wax? -preguntó Bosch.

– Así es. Eli iba a presentarlos en el tribunal como prueba. Me pidió que los guardara aquí hasta que los necesitara.

– ¿Qué es lo que Elias pretendía demostrar con ellos?

– Creí que ya lo sabían.

– No estamos tan bien informados como usted, Pelfry.

– Jenkins. O Jenks. Casi todo el mundo me llama Jenks. No sé exactamente qué significan esos recibos, ya les he dicho que Eli no solía enseñarme sus cartas, aunque me lo imagino. Cuando Eli consiguió una orden judicial para examinar esos recibos, me entregó una lista de números de matrículas y me dijo que examinara estos recibos para comprobar si en algunos de ellos figuraban los números de esas matrículas.

– ¿Los examinó?

– Sí, me llevó casi una semana.

– ¿Y?

– En uno de ellos figura el número de una de esas matrículas.

Pelfry se acercó a una de las cajas y señaló un grupo de recibos clasificados con una cartulina que indicaba la fecha del 12 de junio.

– Es éste.

Pelfry sacó el recibo y se lo mostró a Bosch. Edgar se acercó para echarle un vistazo. El recibo correspondía a un servicio especial. Indicaba que el coche que había que lavar era un Volvo blanco, el número de la matrícula y el precio del servicio, 14,95 dólares.

– ¿El número de la matrícula constaba en la lista que le dio Elias? -preguntó Bosch.

– Sí.

– ¿Es la única matrícula que se correspondía con uno de los números de los recibos?

– En efecto.

– ¿Sabe a quién pertenece ese coche?

– No estoy seguro. Eli no me dijo que lo investigara. Pero me lo imagino.

– A los Kincaid.

– Efectivamente.

Bosch miró a Edgar. Por la expresión de su compañero, Bosch dedujo que no lo había captado.

– Las huellas dactilares. Para demostrar que Harris era inocente más allá de toda duda razonable, Elias tenía que explicar por qué razón las huellas de su cliente se hallaban en el libro de texto de la víctima. Si no existía ningún motivo ni explicación lógica para justificar el que Harris hubiera entrado en casa de los Kincaid y hubiera tocado el libro, podía aducir dos motivos alternativos: Uno, que las huellas habían sido colocadas por la policía. Dos, que Harris tocó el libro cuando éste se hallaba en otro lugar, fuera del dormitorio de la niña.

Edgar asintió para indicar que lo había comprendido.

– Los Kincaid enviaban su coche a lavar al taller de Hollywood Wax and Shine, donde trabajaba Harris. El recibo lo demuestra.

– Exacto. Y Elias sólo tenía que situar el libro en el coche.

Bosch se volvió hacia las cajas que reposaban en el escritorio de Pelfry y golpeó con un dedo la cartulina que ostentaba la fecha.

– El 12 de junio -dijo-. Coincide con la fecha en que comienzan las vacaciones escolares. Los niños sacan sus cosas de las taquillas y se llevan los libros a casa. Como la niña ya no tenía deberes, es posible que dejara sus libros en la parte posterior del Volvo.

– Mandan el Volvo al taller de lavado -intervino Edgar-. Imagino que el servicio especial comprende pasar el aspirador y limpiar el interior del coche.

– El empleado del taller toca el libro mientras limpia el Volvo -añadió Bosch-. Y deja sus huellas dactilares.

– El empleado era Harris -dijo Edgar. Luego miró a Pelfry y agregó-: El gerente del taller dijo que usted regresó para echar un vistazo a las tarjetas de fichar.

– Es cierto. Conseguí una copia de una tarjeta que demuestra que Harris se encontraba trabajando cuando el Volvo blanco llegó al taller de lavado. Eli me pidió que comprobara el dato sin solicitar una orden judicial. Supongo que la tarjeta de fichar era su baza principal, y Eli no quería que nadie lo supiera.

– Ni siquiera el juez que firmó las órdenes -dijo Bosch-. Parece que no se fiaba de nadie.

– Y con razón -apostilló Pelfry.

Mientras Edgar pedía a Pelfry que le mostrara la tarjeta de fichar, Bosch se enfrascó en sus pensamientos, analizando la información. Recordó que Sheehan le había dicho la noche anterior que las huellas dactilares eran muy claras porque la persona que las había dejado allí estaba sudando.

Bosch comprendió que Harris no sudaba debido al nerviosismo por haber cometido un crimen, sino porque estaba trabajando en el taller de lavado, pasando el aspirador en el momento en que dejó las huellas impresas en el libro.

Michael Harris era inocente. Sin duda.

Bosch no había estado convencido de ello hasta ese momento. Y estaba perplejo. No era un iluso. Sabía que los policías cometían errores y que personas inocentes acababan en la cárcel. Pero era un error colosal. Un hombre inocente torturado por la policía, que quería obligarle a confesarse culpable de un crimen que no había cometido. La policía, convencida de que había atrapado al culpable, había abandonado la investigación del caso dejando que el verdadero asesino escapara, hasta que un abogado especializado en derechos civiles había descubierto su identidad, lo cual le había costado la vida. Las reacciones en cadena no habían terminado ahí, pues el asesinato del abogado había llevado de nuevo la ciudad al borde de la autodestrucción.

– ¿Quién mató a Stacey Kincaid, señor Pelfry? -inquirió Bosch.

– No lo sé. Sé que no fue Michael Harris, de eso no cabe la menor duda. Pero Eli no me contó el resto, suponiendo que lo hubiera averiguado antes de que ellos lo mataran.

– ¿Ellos? ¿Cree que fue más de una persona? -preguntó Bosch.

– ¡Yo qué sé!

– Háblenos de Ama Regina -dijo Edgar.zzz

– ¿Qué quiere que les diga? Eli dio con una pista y me la pasó. Fui a ver a esa mujer, pero no conseguí relacionarla con el caso. Es una tía rara, pero no creo que tenga nada que ver en el asunto. Ustedes mismos lo habrán comprobado si fueron a hablar con ella. Supongo que Eli dejó de investigar esa pista cuando le dije que no hallé nada que relacionara a esa mujer con el caso.

Tras reflexionar unos momentos, Bosch meneó la cabeza.

– No estoy de acuerdo. Allí hay algo.

– Pues si Eli lo sabía, no me lo dijo.

Al subir al coche, Bosch llamó a Rider para que le informara sobre las últimas novedades.

La detective le dijo que había terminado de revisar los expedientes y no había encontrado nada que le llamara la atención y requiriera una investigación más a fondo.

– Vamos a hablar con los Kincaid -le dijo Bosch.

– ¿Tan pronto?

– Uno de ellos es la coartada de Harris.

– ¿Qué?

Bosch le explicó lo del descubrimiento de la matrícula que habían hecho Pelfry y Elias.

– O sea que una de ellas está clara -dijo Rider.

– ¿A qué te refieres?

– Ya sabemos lo que significa una de las cuatro notas misteriosas.

– Sí, supongo que sí.

– Estaba pensando en las dos primeras. Creo que están relacionadas y tengo una idea. Voy a verificarlo en el ordenador. ¿Sabes lo que es un enlace de hipertexto?

– No domino ese lenguaje, Kiz. Aún tecleo con dos dedos.

– Lo sé. Ya te lo explicaré cuando llegues. Quizás haya descubierto algo.

– De acuerdo. Suerte.

Cuando Bosch se disponía a colgar, Rider añadió de pronto:

– A propósito, Harry, te ha llamado Carla Entrenkin. Dijo que tenía que hablar contigo. Pensé en darle el número de tu busca, pero supuse que no querrás que te llame cada vez que se le ocurra algo.

– Bien. ¿Dejó algún número de teléfono?

Rider se lo dio y ambos colgaron.

– ¿Vamos a casa de los Kincaid? -preguntó Edgar.

– Sí, acabo de decidirlo. Pide por radio que verifiquen la matrícula del Volvo blanco. Quiero saber a qué nombre está registrado. Yo tengo que hacer una llamada.

Bosch marcó el número que Carla Entrenkin había dejado, y ella misma atendió la llamada al cabo de dos tonos.

– Soy Bosch.

– Detective…

– ¿Me ha llamado?

– Sí, quería disculparme por lo de anoche. Me disgustó lo que oí por televisión y…, creo que me pasé de la raya. He hecho algunas indagaciones y creo que estaba equivocada.

– Lo estaba.

– Lo siento.

– Le agradezco que me llamara. Tengo que…

– ¿Cómo va la investigación?

– Bien. ¿Ha hablado usted con Irving?

– Sí. Me ha dicho que están interrogando al detective Sheehan.

– No se precipite en sacar conclusiones.

– No lo haré. ¿Y la pista que seguía? Me han dicho que ha decidido volver a investigar el caso original. El asesinato de Stacey Kincaid.

– Podemos demostrar que Harris no la mató. Usted llevaba razón. Elias iba a probar su inocencia ante el tribunal. Harris no es culpable. Ahora tenemos que demostrar que la asesinó otra persona. Sigo pensando que fue la misma persona que mató a Elias. Lo siento, inspectora, pero tengo que colgar.

– ¿Me llamará si averigua algo importante?

Bosch reflexionó unos instantes antes de responder. Cuando trataba con Carla Entrenkin le parecía que estuviera conspirando con el enemigo.

– De acuerdo -respondió por fin-. La llamaré si averiguo algo importante.

– Gracias, detective.

– De nada.

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