25

El zar de los automóviles de Los Ángeles y su esposa se habían mudado a una lujosa urbanización cerca de Mulholland Drive llamada The Summit. Estaba rodeada por una verja electrónica y habitada por millonarios que vivían puerta con puerta en unas espectaculares mansiones con vistas desde las colinas de Santa Mónica sobre la cuenca septentrional del valle de San Fernando. Los Kincaid se habían trasladado desde Brentwood a estas colinas custodiadas por una verja electrónica después del asesinato de su hija, una medida demasiado tardía para la pequeña.

Bosch y Edgar habían llamado para anunciar su visita y al llegar a la caseta del guarda, éste los dejó pasar. Después de subir por la serpenteante carretera llegaron a una mansión construida al estilo francés provenzal en unos terrenos situados en lo alto de la urbanización. Una sirvienta latina abrió la puerta y los condujo a un salón más grande que la casa de Bosch. Había dos chimeneas y tres ambientes, amueblados de distinta forma. Bosch no alcanzaba a comprender el motivo de tanta ostentación. La pared norte del salón era prácticamente una cristalera a través de la cual se divisaba una amplia vista del valle. Bosch también tenía una casa en la colina, pero la diferencia en el panorama era de unos quinientos metros de altitud y unos diez millones de dólares de capital. La sirvienta les comunicó que los Kincaid se reunirían con ellos enseguida.

Bosch y Edgar se acercaron a la ventana, tal como se suponía que debían hacer. Los ricos te hacen esperar para que tengas tiempo de admirar todo lo que poseen.

– Vistas de avión-comentó Edgar.

– ¿Qué?

– Así llaman a las vistas que contemplas desde una mansión en lo alto de una colina.

Bosch asintió. Unos años atrás, Edgar y su mujer se habían dedicado a vender terrenos para completar los ingresos del matrimonio, hasta que su trabajo de policía corrió el riesgo de convertirse en una actividad secundaria.

Bosch contempló las colinas de Santa Susana, al otro lado del valle. Distinguió Oat Mountain, que se alzaba sobre Chatsworth. Recordó que hacía muchos años había ido allí con sus compañeros de la academia de policía. Pero no era una hermosa vista pues el valle estaba cubierto por una espesa capa de smog. Desde la casa de los Kincaid, debido a la altura, se divisaba justamente ese panorama.

– Ya sé lo que estás pensando. Una fantástica panorámica del smog.

Bosch se volvió. Un hombre risueño y una mujer de semblante inexpresivo habían entrado en el salón. Detrás de ellos aparecía otro hombre vestido con un traje oscuro. Bosch reconoció al primero por haberlo visto en televisión. Sam Kincaid, el de los automóviles. Era más bajo de lo que el detective había supuesto. Más sólido. Su intenso bronceado era natural, no fruto de un hábil maquillaje y su mata de pelo negro también parecía auténtica. En televisión daba la impresión de que era un peluquín. Lucía una camisa de jugar al golf, como las que llevaba siempre en sus espacios publicitarios. Como las que solía lucir su padre hacía una década cuando era él quien aparecía en la televisión.

La mujer tenía unos cuarenta años, algo más joven que Kincaid, y se conservaba estupendamente gracias a las sesiones semanales de masaje y a las visitas a los salones de belleza de Rodeo Drive. Fijó la vista en el panorama, sin mirar a Bosch ni a Edgar. Tenía una mirada como ausente y Bosch supuso que Katherine Kincaid aún no se había recuperado de la trágica muerte de su hija.

– Pero ¿saben lo que les digo? -dijo Sam Kincaid sin dejar de sonreír-. No me importa ver el smog. Mi familia lleva tres generaciones vendiendo coches en esta ciudad. Desde 1928. Eso representa muchos años y muchos coches. Ese smog me lo recuerda continuamente.

Parecía una frase ensayada, como si la utilizara con todos sus visitantes para romper el hielo. El zar de los automóviles avanzó con la mano tendida.

– Sam Kincaid. Esta es mi esposa, Kate.

Bosch le estrechó la mano, se identificó y luego presentó a Edgar. Por la forma en que Kincaid observó a Edgar antes de estrecharle la mano, Bosch dedujo que su compañero era el primer negro que ponía los pies en aquel salón, sin contar a los que se encargaban de servir los canapés y las bebidas.

Bosch miró al hombre que permanecía de pie debajo del arco de la entrada. Kincaid se apresuró a presentarlo:

– D. C. Richter, mi jefe de seguridad. Le pedí que se reuniera con nosotros. Espero que no le moleste.

A Bosch le chocó la presencia del jefe de seguridad, pero no dijo nada. Saludó a Richter con una breve inclinación de cabeza, y el hombre le devolvió el gesto. Era alto y delgado, aproximadamente de la edad de Bosch, con el pelo corto y canoso y peinado con gel. También lucía un pequeño pendiente, un aro de oro, en la oreja izquierda.

– ¿Qué podemos hacer por ustedes, caballeros? -inquirió Kincaid-. Debo reconocer que no me esperaba esta visita. Suponía que con lo que está pasando ustedes estarían en la calle, tratando de controlar a esos animales.

Se produjo un tenso silencio. Kate Kincaid clavó la vista en la alfombra.

– Estamos investigando la muerte de Howard Elias -dijo Edgar-. Y la de su hija.

– ¿La de mi hija? No le comprendo.

– ¿Podemos sentarnos, señor Kincaid? -preguntó Bosch.

– Desde luego.

Kincaid los condujo hacia una zona del salón presidida por dos sofás situados en torno a una mesa de café, con superficie de cristal. A un lado había una chimenea en la que casi cabía un hombre de pie; al otro estaba la cristalera, a través de la cual se divisaba una espléndida vista del valle. Los Kincaid se sentaron en uno de los sofás, y Bosch y Edgar ocuparon el otro. Richter permaneció de pie, detrás del sofá en el que estaban los Kincaid.

– Hemos venido para informarles de que hemos reabierto la investigación de la muerte de Stacey -les explicó Bosch-. Debemos comenzar de nuevo.

Los Kincaid se quedaron con la boca levemente abierta en un gesto de perplejidad.

– Mientras investigábamos el asesinato de Howard Elias, ocurrido la noche del viernes -continuó Bosch-, descubrimos cierta información que creemos que exonera a Michael Harris. Nosotros…

– ¡Imposible! -bramó Sam Kincaid-. Harris es el asesino. Hallaron sus huellas en la casa, en nuestra antigua casa. ¿Va a decirme que el Departamento de Policía de Los Ángeles cree ahora que su propia gente colocó las pruebas?

– No, señor. Lo que digo es que ahora tenemos una explicación razonable de esas pruebas.

– Pues me encantaría oírla.

Bosch sacó papeles doblados del bolsillo de la chaqueta y los abrió. Uno era una fotocopia del recibo del lavado de coche que había hallado Pelfry. El otro era una fotocopia de la tarjeta de fichar de Harris, proporcionada también por Pelfry.

– Señora Kincaid, usted conduce un automóvil blanco de la marca Volvo cuyo número de matrícula es uno-B-H-seis-seis-ocho, ¿de acuerdo?

– No -intervino Richter.

Bosch lo miró un momento y luego observó de nuevo a la mujer.

– ¿Condujo ese vehículo este verano?

– Conduje un automóvil blanco Volvo, sí -respondió la señora Kincaid-. No recuerdo la matrícula.

– Mi familia es propietaria de once concesionarios y tiene participación en otras seis en este condado -aclaró su esposo-. Chevrolet, Cadillac, Mazda, un montón de marcas. Incluso tenemos un concesionario Porsche. Pero no poseemos ninguna franquicia de Volvo. Y ya ve, ése es precisamente el coche preferido de mi esposa. Decía que era más seguro para Stacey y luego termina… ya qué más da.

Sam Kincaid se cubrió la boca con la mano y guardó silencio. Bosch esperó unos momentos antes de proseguir.

– Les aseguro que ése es el número de la matrícula. El coche estaba registrado a su nombre, señora Kincaid. El 12 de junio del año pasado ese coche, el Volvo, fue lavado en Hollywood Wax and Shine, en Sunset Boulevard. La persona que lo conducía pidió un servicio especial, que comprendía pasar el aspirador y limpiar el interior del coche. Éste es el recibo.

Bosch lo depositó en la mesa de café, delante de los Kincaid. Ambos se inclinaron para mirarlo. Richter también se acercó a echar un vistazo.

– ¿Alguno de ustedes recuerda haber llevado el coche allí?

– Nosotros no lavamos nuestros coches -contestó Sam Kincaid-. Y no acudimos a talleres públicos de lavado. Cuando quiero que me laven un coche lo llevo a uno de nuestros concesionarios. No tengo que pagar para que…

– Ya recuerdo -le interrumpió su mujer-. Lo llevé yo. Llevé a Stacey al cine, a El Capitán. Cerca del aparcamiento donde dejamos el automóvil estaban haciendo obras, estaban instalando un tejado nuevo en el edificio junto al garaje. Cuando salimos del cine observé que el coche tenía algunas manchas que parecían de alquitrán. Como era blanco, las manchas destacaban mucho. Así que cuando pagué el tíquet pregunté al empleado del aparcamiento dónde podía llevarlo para que me lo lavaran, y él me indicó el taller de Sunset Boulevard.

Kincaid observó a su esposa como si ésta acabara de soltar un eructo en el baile de beneficencia.

– De modo que lo llevó allí -dijo Bosch.

– Sí. Ahora lo recuerdo.

La señora Kincaid miró a su esposo y luego a Bosch.

– El recibo indica el doce de junio -dijo Bosch-. ¿Cuántos días hacía que su hija había comenzado las vacaciones de la escuela?

– Fuimos al cine al día siguiente de que empezaran las vacaciones, para celebrarlo. Llevé a mi hija a comer y al cine. Era una película sobre dos hombres que no logran dar con un ratón que tienen en casa. Era divertida… El ratón resulta ser más listo que ellos.

Los ojos de la señora Kincaid expresaban los recuerdos que guardaba de la película y de su hija. Luego volvió a fijarlos en Bosch.

– De modo que la escuela ya había cerrado -observó el detective-. ¿Es posible que su hija se dejara los libros de la escuela en el Volvo, en la parte posterior del coche?

Kate Kincaid asintió lentamente.

– Sí. Recuerdo que un día, durante el verano, le dije que sacara los libros del coche porque se deslizaban sobre el asiento mientras yo conducía. Pero no lo hizo. Por fin los saqué yo misma y los llevé a su habitación.

Bosch se inclinó de nuevo hacia adelante y depositó la otra fotocopia sobre la mesa.

– Michael Harris trabajaba el verano pasado en Hollywood Wax and Shine. Ésta es la tarjeta de fichar correspondiente a la semana que comprende el 12 de junio. El día que usted llevó el Volvo para que lo lavaran trabajó la jornada completa.

Sam Kincaid se inclinó hacia adelante y examinó la fotocopia.

– ¿De modo que durante todo este tiempo nosotros…? -empezó a decir Kincaid, pero se detuvo-. ¿Insinúa usted que ese hombre, Harris, al pasar el aspirador por el interior del Volvo debió de tocar el libro de mi hijastra, lo tomó o tocó sin querer? Posteriormente mi esposa trasladó el libro a la habitación de Stacey, y cuando la raptaron…

– La policía encontró las huellas en el libro -concluye Bosch-. Sí, eso es lo que pensamos.

– ¿Porqué no dijeron eso durante el juicio? ¿Por qué…?

– Porque existían unas pruebas que vinculaban a Harris con el asesinato -respondió Edgar-. Stacey fue hallada a menos de dos manzanas del apartamento de Harris. Eso le apuntaba directamente. Su abogado decidió que la mejor defensa era ir a por los policías que habían investigado el caso. Arrojar dudas sobre la autenticidad de las huellas, poniendo en entredicho la honestidad de los policías No se molestó en investigar la verdad.

– Y los policías tampoco -apostilló Bosch-. Tenían las huellas dactilares. Así que cuando hallaron el cadáver en el barrio donde vivía Harris, fue un caso cerrado. La opinión pública quedó muy impresionada desde el principio, y esto incidió en la investigación. A partir del momento en que hallaron el cadáver y relacionaron el crimen con Harris, la investigación dio un giro. La policía dejó de centrarse en la búsqueda de la niña para perseguir un objetivo específico. Pero no investigaron la verdad de lo ocurrido.

Sam Kincaid se quedó estupefacto.

– ¿Se imagina el odio que he acumulado durante este tiempo? -preguntó a Bosch-. Odio, rencor…, ésas han sido las únicas emociones que he sentido durante estos últimos nueve meses…

– Le comprendo bien, señor Kincaid -dijo Bosch-. Pero debemos partir de cero. Tenemos que volver a investigar el caso. Eso fue lo que había comenzado a hacer Howard Elias. Hay motivos fundados para creer que él sabía lo que acabo de contarles. Pero además sabía o sospechaba quién era el asesino de la niña. Creemos que por eso lo mataron.

Sam Kincaid lo miró perplejo.

– Pero hace un rato dijeron en televisión…

– La televisión se equivoca, señor Kincaid. Los de la televisión se equivocan y nosotros estamos en lo cierto.

Kincaid asintió. Luego alzó los ojos para contemplar la vista y el smog.

– ¿Qué quiere de nosotros? -preguntó Kate Kincaid.

– Su ayuda. Su cooperación. Comprendo que esto les ha pillado por sorpresa, y no les pedimos que lo dejen todo para colaborar con nosotros. Pero como habrán podido comprobar si ven la televisión, el tiempo apremia.

– Cuente con nuestra colaboración -dijo Sam Kincaid-. Y D. C. hará lo que ustedes le ordenen.

Bosch miró al guarda de seguridad y de nuevo a Kincaid.

– Creo que no será necesario. Sólo queremos hacerles unas cuantas preguntas más y mañana volveremos para examinar de nuevo todos los detalles del caso.

– De acuerdo. ¿Qué desea saber?

– Howard Elias averiguó lo que acabo de contarles por medio de una nota anónima que recibió por correo. ¿Sabe usted o su esposa quién pudo haberla enviado? ¿Sabía alguien que habían llevado el Volvo a lavar a Hollywood Wax and Shine?

– Sólo lo sabía yo -dijo Kate Kincaid tras un breve silencio-. No creo que lo supiera nadie más. No recuerdo haberle dicho a nadie que había llevado a lavar el coche allí. ¿Por qué iba a hacerlo?

– ¿Envió usted la nota a Howard Elias?

– No, claro que no. ¿Por qué iba a ayudar a Michael Harris? Yo creía que él era… el que se llevó a mi hija. Ahora usted me dice que es inocente, y yo le creo. Pero antes no, no habría movido un dedo para ayudarle.

Bosch observó detenidamente a la señora Kincaid, que tenía los ojos clavados en la mesa de café mientras hablaba.

Luego los alzó para contemplar el valle durante unos segundos y por fin los fijó en sus manos, que tenía crispadas sobre el regazo. En ningún momento miró a su interrogador. Bosch llevaba muchos años tratando de adivinar los pensamientos de las personas a las que entrevistaba e interrogaba. En aquel momento comprendió que Kate Kincaid había enviado la nota a Elias. Pero no se explicaba el motivo. Bosch miró a Richter y comprobó que no le quitaba ojo de encima a la señora Kincaid. El detective se preguntó si el guarda de seguridad también habría adivinado que ella había enviado la nota.

– ¿Quiénes son ahora los propietarios de la casa de Brentwood donde se cometió el crimen? -preguntó Bosch.

– Nosotros seguimos siendo los propietarios -contestó Sam Kincaid-. Aún no hemos decidido qué hacer con ella. En parte queremos venderla para no volver a pensar en ella. Pero en parte… Stacey vivió la mitad de su vida allí…

– Lo comprendo. Nos gustaría…

De pronto sonó el busca del detective. Bosch lo desconectó y prosiguió con el interrogatorio.

– Me gustaría echar un vistazo a la habitación de la niña. Mañana, a ser posible. Para entonces habré obtenido una orden del juez. Imagino que anda usted siempre muy atareado, señor Kincaid. Quizá su esposa podría reunirse conmigo allí y mostrarme la casa. La habitación de Stacey. Si no le importa.

Por la expresión de Kate Kincaid era evidente que le aterrorizaba la idea de volver a poner los pies en la casa de Brentwood. Pero asintió de mala gana.

– D. C. la llevará en el coche -declaró Sam Kincaid-. Puede recorrer la casa a su gusto. No necesita una orden de registro. Le damos nuestra autorización. No tenemos nada que ocultar.

– No pretendía insinuar eso, señor Kincaid. La orden de registro es necesaria para evitar posibles complicaciones. Es más bien una protección para nosotros. Si encontramos en la casa nuevas pruebas que nos conduzcan al asesino, no queremos que puedan cuestionarse los métodos empleados para conseguir esas pruebas.

– Comprendo.

– Le agradezco que me ofrezca la ayuda del señor Richter, pero creo que no será necesaria. -Bosch miró a Kate Kincaid-. Preferiría que viniera usted sola, señora Kincaid. ¿A qué hora le va bien que nos reunamos allí?

Mientras Kate Kincaid reflexionaba sobre el particular, Bosch miró el busca. La llamada procedía de una de las líneas de Homicidios. Pero después del número de teléfono aparecía un 911. Era un código de Kiz Rider: Llama inmediatamente.

– Discúlpenme -dijo Bosch-. Al parecer es una llamada importante. ¿Puedo utilizar su teléfono? Tengo el móvil en el coche, pero en estas colinas no sé si habrá cobertura…

– No faltaba más -respondió Sam Kincaid-. Puede usar el teléfono de mi despacho. Diríjase hacia el vestíbulo de entrada y tuerza a la izquierda. Es la segunda puerta a la izquierda. Allí no le molestará nadie. Nosotros le esperaremos aquí con el detective Edwards.

Bosch se levantó.

– Me llamo Edgar -dijo Edgar.

Mientras Bosch se dirigía hacia el vestíbulo de entrada sonó el busca de Edgar. Imaginó que era Rider, que le enviaba el mismo mensaje. Miró su busca y luego a los Kincaid.

– Será mejor que vaya con el detective Bosch.

– Parece que es algo muy urgente -observó Sam Kincaid-. Confío en que no se trate de un disturbio.

– Yo también -dijo Edgar.


El despacho de Kincaid podía alojar a todo el departamento de Homicidios de Hollywood. Era una habitación inmensa con unas estanterías adosadas a dos de las paredes que llegaban hasta el elevado techo. El centro de la estancia estaba ocupado por un escritorio en el que cabía otro pequeño despacho. En comparación con aquél, el de Howard Elias parecía una miniatura.

Bosch se acercó al escritorio y descolgó el teléfono que reposaba sobre él. Unos instantes después entró Edgar.

– ¿Has recibido una llamada de Kiz? -preguntó Bosch.

– Sí. Debe de haber ocurrido algo.

Bosch marcó el número y esperó. Sobre el escritorio había una fotografía colocada en un marco de oro, en la que se veía a Kincaid con su hijastra en las rodillas. La niña era una preciosidad. Bosch pensó en el comentario de Frankie Sheehan, de que parecía un ángel, incluso muerta. Bosch apartó la vista y se fijó en el ordenador, que estaba instalado en una mesita a la derecha del escritorio. En la pantalla, cubierta por un filtro, vio una serie de coches circulando a través de la misma. Edgar también se fijó en ese detalle.

– El zar de los automóviles -murmuró Edgar-. Yo lo llamaría más bien el rey del smog.

Rider atendió la llamada antes de que sonara el segundo tono.

– Soy Bosch.

– Harry, ¿has hablado ya con los Kincaid?

– En estos momentos estamos en su casa, interrogándoles. ¿Qué ocurre?

– ¿Se lo has dicho?

Bosch guardó un momento de silencio.

– ¿Decirles qué? -preguntó en voz baja.

– Sal de ahí y vuelve enseguida a la comisaría, Harry.

Bosch nunca había oído expresarse a Rider en un tono tan serio. Miró a Edgar, que enarcó las cejas en un gesto de perplejidad.

– De acuerdo, Kiz, vamos para allá. ¿Puedes explicarme el motivo?

– No. Es mejor que te lo enseñe. He encontrado a Stacey Kincaid en el más allá.

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