Cuando Bosch traspasó la puerta de cristal del Parker Center asistió al comienzo de la fabricación y empaquetado de un acontecimiento mediático. En la plaza se hallaban apostados media docena de equipos de televisión y un montón de periodistas dispuestos a transmitir informes en directo como preámbulo al reportaje sobre la rueda de prensa. Junto a la acera estaban aparcadas numerosas furgonetas de televisión con sus antenas preparadas. Era sábado, por lo general el día menos interesante desde el punto de vista informativo. Pero el asesinato de Howard Elias constituía un asunto de gran envergadura. Una historia que ocuparía los titulares de la prensa durante mucho tiempo. Las cadenas locales iban a transmitir en directo al mediodía. Y entonces empezaría el espectáculo. La noticia del asesinato de Elias recorrería la ciudad como el viento más caluroso de Santa Ana, alterando los nervios de los ciudadanos y transformando frustraciones silenciosas en acciones sonoras y malévolas. El departamento -y la ciudad- confiaba en la forma en que esas personas jóvenes y guapas interpretaran y transmitieran la información que les habían proporcionado. Confiaban en que sus informes no atizaran las brasas de las tensiones de la comunidad. Confiaban en que mostraran prudencia, integridad y sentido común, que se limitaran a informar sobre los hechos conocidos sin aderezarlos con conjeturas ni datos de su propia cosecha. Pero Bosch sabía que esas esperanzas tenían tantas posibilidades de plasmarse en realidad como había tenido Elias de salir con vida al encontrarse con el asesino en Angels Flight, hacía poco más de doce horas.
Bosch dobló hacia la izquierda y se dirigió hacia el aparcamiento de los empleados, evitando que las cámaras detectaran su presencia. No quería aparecer en los informativos a menos que fuera imprescindible.
Consiguió que nadie reparara en su presencia y subió al coche. Diez minutos más tarde aparcó en zona prohibida frente al Bradbury, detrás de otra furgoneta de la televisión. Al apearse echó un vistazo a su alrededor, pero no vio a nadie de la prensa. Supuso que se habían dirigido a la terminal de Angels Flight para filmar un reportaje sobre el caso.
Después de subir en el viejo ascensor hasta el piso superior, Bosch abrió la puerta de hierro forjado y salió al descansillo, donde se topó con Harvey Button, su productor y un cámara. Se produjo un tenso silencio mientras Bosch trataba de esquivarlos.
– ¿Detective Bosch? -preguntó el productor-. Soy Tom Chainey, del Canal Cuatro.
– Estupendo.
– ¿Podemos hablar unos minutos sobre el…?
– No. Que tengan un buen día. -Bosch logró zafarse y echó a andar hacia el despacho de Elias.
– ¿Está seguro? -insistió Chainey a sus espaldas-. Hemos recabado bastante información sobre el caso y creo que resultaría conveniente para ambos que pudiéramos confirmarla. No queremos causar ningún problema. Siempre es mejor trabajar en equipo, ¿no cree?
Bosch se detuvo y se volvió para mirarlo.
– No -respondió-. Si quiere transmitir una información que no ha sido confirmada, allá usted. Pero yo no voy a confirmar nada. Y ya tengo un equipo.
Bosch se volvió sin esperar respuesta y se dirigió hacia la puerta en la que aparecía el nombre de Howard Elias. No volvió a oír una palabra de Chainey ni Button.
Cuando entró en el despacho, Bosch vio a Janis Langwiser sentada ante la mesa de la secretaria, examinando un expediente. Junto a la mesa había tres cajas llenas de archivos que Bosch no había visto anteriormente.
– Hola, detective Bosch -dijo Langwiser, alzando la vista.
– ¿Esas cajas son para mí?
– Es la primera partida -respondió Langwiser-. Oiga, lo que hizo antes no tuvo ninguna gracia.
– ¿A qué se refiere?
– Cuando me dijo que la grúa se iba a llevar mi coche. Fue una mentira, ¿no?
Bosch se había olvidado de aquello.
– No era mentira -replicó-. Había aparcado en lugar prohibido. Más pronto o más tarde la grúa se le habría llevado el coche -Bosch sonrió pese a darse cuenta de que a Langwiser no le gustaba la broma-. Tenía que hablar a solas con la inspectora Entrenkin -agregó, sonrojándose-. Lo siento.
Antes de que Langwiser pudiera responder, Carla Entrenkin entró en la habitación con un expediente en la mano.
Bosch señaló las tres cajas que estaban en el suelo.
– Parece que el trabajo está muy adelantado -observó.
– Eso espero. ¿Puedo hablar con usted un momento?
– Desde luego. Pero primero quisiera saber si los del Canal Cuatro se han presentado por aquí y han tratado de sonsacarles información.
– En efecto -respondió Langwiser-. Y antes que ellos aparecieron los del Canal Nueve.
– ¿Hablaron con ellos?
Langwiser miró brevemente a Entrenkin y luego clavó la vista en el suelo, sin responder.
– Hice una breve declaración -respondió Entrenkin-. Una declaración aséptica, explicando mi papel en el caso. ¿Podemos hablar ahí dentro?
Entrenkin se apartó de la puerta y Bosch entró en la sala de los archivos. Sobre la mesa había otra caja de cartón con expedientes. Entrenkin cerró la puerta. Luego arrojó el expediente sobre la mesa del pasante, cruzó los brazos y adoptó una expresión seria.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Bosch.
– Tom Chainey acaba de comunicarme que en la rueda de prensa anunciaron que How…, que el señor Elias se había dejado la cartera y el reloj en su despacho, en el escritorio. Supuse que cuando esta mañana les pedí que desalojaran el despacho había quedado claro que…
– Lo lamento. Lo olvidé.
Bosch depositó su maletín sobre la mesa, lo abrió y sacó las bolsas que contenían la cartera y el reloj.
– Ya los había guardado en las bolsas y en mi maletín antes de que usted llegara esta mañana. Me olvidé de ese asunto y al marcharme me lo llevé. ¿Quiere que vuelva a dejar esos objetos donde los encontré?
– No. Sólo quiero una explicación. No sé si creerme la historia que acaba de contarme.
Se produjo un largo silencio, durante el cual ambos se miraron directamente a los ojos.
– ¿Era eso de lo que quería hablarme? -preguntó Bosch.
Entrenkin se volvió hacia la mesa y el expediente que había estado examinando.
– Pensé que nuestra relación sería más fluida.
– Mire -respondió Bosch cerrando su maletín-, usted tiene sus secretos. Permita que tenga los míos. El caso es que a Howard Elias no le robaron la cartera y el reloj. A partir de ahí podemos hacer todas las deducciones que usted quiera, ¿de acuerdo?
– Si lo que pretende decirme es que había gente implicada en esta investigación que trataba de manipular las pruebas, yo…
– Yo no pretendo decirle nada.
Bosch observó una expresión de rabia en los ojos de Entrenkin.
– Usted no debería formar parte de este departamento. Lo sabe tan bien como yo.
– Esa es otra historia. En estos momento tengo cosas más impor…
– Sabe que hay gente que piensa que no existe nada más importante que un departamento de policía en el que la integridad de sus miembros está fuera de toda duda.
– Parece que estuviera dando una rueda de prensa, inspectora. Voy a llevarme estos expedientes. Más tarde regresaré para recoger la próxima partida.
Bosch se dirigió hacia la puerta que comunicaba con recepción.
– Creí que era usted distinto -comentó Entrenkin.
Bosch se volvió hacia ella.
– No puede saber si soy distinto porque no sabe nada de mí. Más tarde hablaremos.
– Falta otra cosa.
Bosch se detuvo y la miró.
– ¿A qué se refiere? -preguntó.
– Howard Elias tomaba notas de todo. En su escritorio guardaba un bloc de espiral donde anotaba todo lo que tenía que hacer. Ese bloc ha desaparecido. ¿Sabe usted dónde está?
Bosch regresó junto a la mesa y volvió a abrir su maletín. Sacó el bloc y lo arrojó sobre la mesa.
– Aunque no me crea, ya lo había guardado en mi maletín cuando apareció usted y nos echó de aquí.
– Le creo. ¿Lo ha leído?
– Una parte. Antes de que usted llegara.
Entrenkin observó a Bosch durante un buen rato.
– Lo examinaré, y si no contiene material comprometido se lo devolveré más tarde. Gracias por entregármelo.
– De nada.
Cuando Bosch llegó al local de Philippe el Original, los otros ya estaban allí y habían empezado a comer. Se hallaban sentados ante una de las mesas largas situadas al fondo. Estaban solos. Bosch decidió resolver el asunto antes de ponerse en la cola ante el mostrador para pedir la comida.
– ¿Qué tal te ha ido? -preguntó Rider cuando Bosch se sentó en el banco junto a ella.
– Me parece que tengo la piel demasiado clara para el gusto de Irving.
– Que le den por el culo -replicó Edgar-. Yo no ingresé en el cuerpo para participar en esos tejemanejes.
– Ni yo tampoco -apostilló Rider.
– ¿De qué estáis hablando? -inquirió Chastain.
– De relaciones raciales -contestó Rider-. Es lógico que no te hayas enterado.
– Oye, yo…
– Dejadlo estar, chicos -terció Bosch-. Hablemos del caso, ¿vale? Tú primero, Chastain. ¿Has terminado con el edificio de apartamentos?
– Sí. No encontramos nada.
– Pero averiguamos ciertos datos sobre la mujer -intervino Fuentes.
– Ah, sí, es verdad.
– ¿Qué mujer?
– La otra víctima. Catalina Pérez. Un momento.
Chastain tomó una agenda que había junto a él sobre el banco. La abrió por la segunda página y echó un vistazo a las notas.
– Apartamento 909. Pérez era la asistenta. Iba los viernes por la noche, o sea que había salido de allí.
– Pero ella subía en el funicular -observó Bosch-. ¿No trabajaba hasta las once?
– No. Trabajaba de seis a diez y media, luego tomaba el funicular hasta la parada del autobús, subía en él y se iba a casa. Sólo que al salir debió de mirar en el bolso y se dio cuenta de que se había olvidado la agenda, donde anotaba su horario de trabajo y números de teléfono. Sabemos que anoche la sacó en el apartamento porque su patrono, un tal señor D. H. Reilly, cambió su número de teléfono y le dio el nuevo. Pero Catalina Pérez se dejó la agenda en la mesa de la cocina. Tenía que regresar por ella para consultar su horario de trabajo. Esa señora…
Chastain tomó de nuevo la agenda, que estaba metida en una bolsa de plástico y catalogada como prueba.
– Fíjate en su horario de trabajo. Trabajaba como una mula. Echaba horas en las casas todos los días y muchas noches. Ese tal Reilly dijo que Catalina Pérez sólo disponía del viernes por la noche para ir a limpiar a su casa. Era muy trabajadora…
– De modo que se dirigía a recoger su agenda cuando se la cargaron -dijo Edgar.
– Eso parece.
– La vieja canción -comentó Rider con un tono que no pretendía ser burlón.
– ¿A qué te refieres? -preguntó Chastain.
– Déjalo.
Todos permanecieron en silencio durante un rato. Bosch pensó que a Catalina Pérez le había costado la vida el haberse olvidado la agenda. Sabía que Rider se estaba refiriendo a lo injusta que es la vida. Una frase que la detective empezó a utilizar después de un año de trabajar en el Departamento de Homicidios para resumir las malas jugadas, coincidencias y caprichos del destino que a menudo le costaban la vida a uno.
– Bien -dijo Bosch-. Ahora ya sabemos lo que hacían las víctimas en el funicular. ¿No habéis hallado nada más en el edificio?
– Nadie vio ni oyó nada -respondió Chastain.
– ¿Habéis hablado con todos los inquilinos?
– En cuatro apartamentos no contestaron. Pero todos se encontraban al otro lado de la ciudad, lejos de Angels Flight.
– De momento los dejaremos aparcados -dijo Bosch-. Kiz, ¿has hablado con la esposa y el hijo?
Rider estaba masticando el último bocado de un sandwich y alzó el dedo hasta que hubo tragado.
– Sí, con los dos juntos y por separado. No he averiguado nada de interés. Los dos están convencidos de que lo hizo un policía. Yo no…
– Eso ya lo sabemos -terció Chastain.
– Déjala hablar -dijo Bosch.
– No me ha dado la impresión de que sepan gran cosa sobre los casos de Elias ni las posibles amenazas que hubiera recibido. Elias no trabajaba en su casa. Cuando abordé el tema de la fidelidad, Millie me dijo que creía que su marido le era fiel. Así fue como se expresó. Dijo «creo que me era fiel». Lo cual me chocó. Si no hubiera dudado, habría dicho «me era fiel», no «creo que me era fiel», ¿comprendes?
– ¿Piensas que Millie estaba al corriente de las aventuras de su marido?
– Es posible. Pero también pienso que lo consentiría, en el caso de que lo supiera. El hecho de ser la esposa de Howard Elias conllevaba un gran prestigio social. Muchas esposas en esa situación optan por hacerse las ciegas para mantener intacta la imagen, la vida que llevan.
– ¿Y el hijo?
– Está convencido de que su padre era un buen hombre. Su muerte le ha afectado mucho.
Bosch asintió. Admiraba la habilidad de Rider para entrevistar a la gente. La había visto en acción y sabía que no se dejaba amedrentar por nada ni nadie. Él la había utilizado en una forma parecida a como había pretendido utilizarla Irving durante la rueda de prensa. Bosch la había enviado a entrevistar de nuevo a la esposa y al hijo de Elias porque sabía que lo haría bien. Pero también porque era negra.
– ¿Les has hecho la pregunta A?
– Sí. Los dos estaban en casa anoche. Ninguno de ellos salió. Uno es la coartada del otro.
– Estupendo -observó Chastain.
– Bien, Kiz -dijo Bosch-. ¿Alguien quiere añadir algún comentario?
Bosch se inclinó sobre la mesa para observar los rostros de sus compañeros. Nadie dijo nada. Todos habían terminado de comerse sus sándwiches.
– No sé si os habéis enterado de lo que se ha dicho en la rueda de prensa, pero el jefe ha llamado a la caballería. Mañana por la mañana el FBI intervendrá en el caso. Tenemos una reunión a las ocho en la sala de conferencias privada de Irving.
– ¡Mierda! -exclamó Chastain.
– ¿Qué coño van a hacer ellos que no podamos hacer nosotros? -preguntó Edgar.
– Tal vez nada -respondió Bosch-. Pero el hecho de que el jefe lo anunciara durante la rueda de prensa seguramente contribuirá a mantener la paz. Al menos de momento. En todo caso, esperemos hasta mañana para ver cómo se desarrollan los acontecimientos. Todavía disponemos del resto del día. Irving me ordenó oficiosamente que suspendiera toda investigación hasta que se presenten los agentes del FBI, pero no pienso hacerle caso. Así que sigamos trabajando.
– Sí, no podemos dejar que el tiburón se ahogue, ¿verdad? -comentó Chastain.
– Así es, Chastain. Ninguno de nosotros ha podido dormir mucho esta noche. Creo que lo mejor será que algunos sigamos trabajando y nos vayamos a casa temprano, mientras los otros se van a casa a echar un sueñecito para regresar esta noche descansados. ¿Estáis conformes?
Todos guardaron silencio.
– De acuerdo, vamos a distribuir el trabajo. En el maletero de mi coche hay tres cajas con expedientes de Elias. Quiero que vosotros, los de Robos y Homicidios, os los llevéis a la sala de conferencias de Irving, los examinéis detenidamente y anotéis los nombres de policías y cualquier otra persona que haya que investigar. Quiero que preparéis una lista. En cuanto hayamos obtenido una coartada válida, tacharemos de la lista el nombre de la persona. Quiero que todo esto esté a punto para cuando lleguen mañana los agentes del FBI. Una vez que lo hayáis terminado, podéis iros a casa.
– ¿Tú qué vas a hacer? -preguntó Chastain.
– Nosotros iremos a hablar con la secretaria y el pasante de Elias. Luego me iré a casa a dormir un rato. Si puedo. Esta noche hablaremos con Harris e investigaremos el asunto de Internet. Quiero averiguar de qué se trata antes de que aparezcan los del FBI.
– Ándate con cuidado con Harris.
– Lo haré. Ese es uno de los motivos por los que esperaremos hasta esta noche. Si no metemos la pata, los medios de comunicación ni siquiera se enterarán de que hemos hablado con ese tío.
Chastain asintió.
– ¿Esos expedientes que tenemos que examinar son nuevos o antiguos?
– Antiguos. Entrenkin comenzó por los casos cerrados.
– ¿Cuándo podremos echar una ojeada al expediente del Black Warrior? Es el más importante. Los otros no sirven para nada.
– Confío en poder recogerlo hoy mismo. Pero te equivocas, los otros también son importantes. Es preciso examinar todos los expedientes que haya en ese despacho. Basta que nos saltemos un expediente para que un abogado nos lo meta por el culo durante el juicio. ¿Entendido? De modo que hay que revisarlos todos.
– De acuerdo.
– Además, ¿por qué te interesa tanto el expediente del Black Warrior? ¿No investigaste a los tipos implicados en el caso?
– Sí, ¿y qué?
– ¿Qué vas a averiguar en ese expediente que no sepas ya? ¿Crees que puedes haber pasado algo por alto?
– No, pero…
– Pero ¿qué?
– Es el caso del momento. Creo que ese expediente tiene que contener algo importante.
– Bien, ya veremos. Vayamos por partes. De momento dedícate a examinar los expedientes antiguos y procura que no se te escape nada.
– Descuida. Es que me jode perder el tiempo de esta forma.
– Bienvenido a Homicidios.
– Vale, vale.
Bosch sacó del bolsillo una pequeña bolsa marrón con varias copias de la llave que le había dado Irving, y que el detective había mandado hacer en Chinatown antes de ir al restaurante. Bosch volcó sobre la mesa las llaves que contenía la bolsa.
– Que cada uno se lleve una llave. Son de la puerta de la sala de conferencias de Irving. Una vez que hayáis guardado los expedientes allí, quiero que esa puerta permanezca siempre cerrada con llave.
Cada uno fue tomando una llave salvo Bosch, que había metido la original en su llavero. Acto seguido se levantó y miró a Chastain.
– Vamos a buscar los expedientes que tengo en el coche.