Uno de los hombres de Asuntos Internos era un latino llamado Raymond Fuentes. Bosch lo envió con Edgar a la dirección que figuraba en el carné de identidad de Catalina Pérez para comunicar su muerte a la familia y averiguar algunos datos referentes a ella. Era el aspecto menos importante de la investigación, puesto que todo indicaba que Elias era el principal objetivo. Edgar intentó protestar, pero Bosch le cortó. Más tarde, en un aparte, Bosch explicó a Edgar que necesitaba distribuir a los hombres de Asuntos Internos de forma ordenada para poder controlarlo todo. De modo que Edgar acompañó a Fuentes. Y Rider fue con otro hombre de Asuntos Internos, Loomis Baker, a entrevistar a Eldrige Peete en Parker Center y llevarlo de nuevo a la escena del crimen. Bosch quería que el encargado del funicular le repitiera lo que había visto, y que maniobrara el funicular tal como había hecho antes de descubrir los cadáveres.
Los únicos que quedaban eran Bosch, Chastain y el último hombre de Asuntos Internos, Joe Dellacroce. Bosch también envió a Dellacroce a Parker Center para que preparara una orden de registro del despacho de Elias. Luego informó a Chastain de que ambos se dirigirían a casa de Elias para comunicar a su familia el luctuoso suceso.
Cuando el grupo se hubo dispersado, Bosch se acercó a la furgoneta que se hallaba en la escena del crimen y pidió a Hoffman las llaves que habían encontrado en el cadáver de Howard Elias. Hoffman rebuscó en la caja en la que había depositado las bolsas con las pruebas y sacó una bolsa en la que habría un llavero con más de una docena de llaves.
– Lo hemos encontrado en un bolsillo delantero del pantalón -le explicó Hoffman.
Bosch examinó durante unos momentos las llaves. Supuso que pertenecían a la casa, al despacho y a los coches del abogado. Observó que del llavero colgaba la llave de un Porsche y la de un Volvo. Bosch decidió que cuando los investigadores terminaran las tareas que les había asignado, enviaría a alguien a que localizara el coche de Elias.
– ¿Llevaba algo más en los bolsillos?
– Sí. En el bolsillo delantero izquierdo había una moneda de veinticinco centavos.
– ¿Veinticinco centavos?
– Es lo que cuesta un viaje en Angels Flight. Probablemente la iba a gastar en eso.
Bosch asintió.
– Y en el bolsillo interior de la chaqueta había una carta.
Bosch había olvidado que Garwood la había mencionado.
– Enséñamela.
Hoffman rebuscó de nuevo en la caja y sacó una bolsa de plástico con más pruebas. Esta contenía un sobre. Bosch tomó la bolsa de manos de la técnica y examinó el sobre sin sacarlo. La dirección estaba escrita a mano y correspondía al despacho de Elias. No tenía remite. En la esquina inferior izquierda, el remitente había escrito PERSONAL Y CONFIDENCIAL. Bosch trató de descifrar el código postal, pero en la furgoneta había poca luz y no llevaba encima el encendedor.
– Son tus barrios, Harry -dijo Hoffman-. Hollywood. Fue enviada el miércoles. Elias probablemente la recibió el viernes.
Bosch volvió la bolsa del revés y examinó la parte posterior del sobre. Había sido abierto por arriba con un abrecartas. Bosch imaginó que lo habría abierto Elias o su secretaria, probablemente en el despacho del abogado, antes de que éste lo guardara en el bolsillo de la chaqueta. Era imposible averiguar si alguien había examinado con posterioridad el contenido.
– ¿Quién ha abierto el sobre?
– Nosotros no. No sé lo que ocurriría antes de que llegáramos aquí. Tengo entendido que los primeros detectives vieron el nombre en el sobre e identificaron el cadáver. Pero ignoro si alguien leyó la carta.
Bosch tenía una gran curiosidad por averiguar el contenido de aquel sobre, pero comprendió que aquél no era el lugar ni el momento oportuno para abrirlo.
– Me llevo esto también.
– De acuerdo, Harry. Pero antes firma el impreso conforme te llevas el sobre y las llaves.
Hoffman sacó el impreso de su maletín y Bosch se guardó el sobre y las llaves. En ese momento apareció Chastain, dispuesto para abandonar el lugar del crimen.
– ¿Quieres conducir o prefieres que lo haga yo? -preguntó Bosch mientras cerraba el maletín-. Llevo un blanco y negro. ¿Y tú?
– Yo conduzco uno de los vehículos viejos. Es un trasto, pero al menos no me reconocen como poli por la calle.
– Estupendo. ¿Tienes una sirena?
– Claro. Los de Asuntos Internos de vez en cuando también tenemos que responder a alguna llamada.
Hoffman entregó a Bosch un bolígrafo y éste anotó sus iniciales junto a la descripción de las pruebas que se llevaba.
– Entonces conduce tú.
Los dos detectives echaron a andar a través de California Plaza hacia el lugar donde estaban aparcados los vehículos.
Bosch sacó el busca del cinturón y se cercioró de que funcionaba. Se encendió la luz verde de la batería. No había dejado de responder a ninguna llamada urgente. Alzó la vista y contempló los altos edificios que les rodeaban, preguntándose si podrían interferir con una llamada de su esposa, pero recordó que hacía un rato había recibido la llamada de la teniente Billets. Bosch se colocó de nuevo el busca en el cinturón e intentó pensar en otra cosa.
Chastain lo condujo hasta un destartalado LTD granate que tenía unos cinco años. Al menos no está pintado de blanco y negro, pensó Bosch.
– Está abierto -dijo Chastain.
Bosch se dirigió a la puerta de la derecha y subió al coche. Sacó su móvil del maletín y llamó a la central de información. Pidió un informe sobre Howard Elias al Departamento de Vehículos y le dieron la dirección del difunto, así como su edad, expediente de conductor y matrículas del Porsche y el Volvo registrados a nombre de su esposa. Elias había cumplido cuarenta y seis años. Su expediente de conductor era impecable. Bosch supuso que el abogado había sido el conductor más prudente de la ciudad. Lo último que hubiera deseado Elias habría sido llamar la atención de un coche patrulla de la Policía de Los Ángeles. El detective pensó que en esas condiciones casi no merecía la pena conducir un Porsche.
– Baldwin Hills -dijo después de cerrar el móvil-. Su nombre es Millie.
Chastain arrancó y puso la sirena. Condujo con rapidez a través de las calles desiertas hacia la autopista 10.
Bosch guardó silencio durante un rato, pues no sabía cómo romper el hielo con Chastain. Los dos hombres eran enemigos naturales. Chastain había investigado a Bosch en dos ocasiones. Pero Bosch había sido declarado inocente de los cargos las dos veces, aunque sólo después de que Chastain se viera obligado a retirarlos. Chastain demostraba una inquina contra Bosch que parecía afán de venganza. El detective de Asuntos Internos no había mostrado ningún entusiasmo a la hora de limpiar el nombre de su compañero. Lo único que le interesaba era despellejarlo.
– Sé lo que pretendes, Bosch -dijo Chastain cuando enfilaron la autovía hacia el oeste.
Bosch se lo quedó mirando. Por primera vez se dio cuenta de que ambos guardaban un gran parecido físico. Pelo oscuro con algunas canas, bigote poblado, ojos castaño oscuro y un cuerpo delgado y musculoso. Eran casi idénticos, pero Bosch nunca había pensado que Chastain proyectara el mismo encanto físico que él. Chastain tenía un porte distinto. Bosch siempre se movía como un hombre que teme verse acorralado, como un hombre que no permitiría que nadie lo acorralara.
– ¿Qué es lo que pretendo?
– Nos has dispersado. Para controlar mejor la situación.
Chastain aguardó inútilmente a que Bosch respondiera.
– Pero al fin y a la postre, si queremos hacer esto bien, tendrás que fiarte de nosotros.
– Ya lo sé -dijo Bosch tras una breve pausa.
Elias vivía en Beck Street, Baldwin Hills, un pequeño barrio de viviendas de clase media situado al sur de la autopista 10, cerca de La Ciénaga Boulevard. Era un barrio conocido como el Beverly Hills negro, porque allí se afincaban las familias negras y prósperas que no querían que su fortuna les obligara a alejarse de su comunidad.
Mientras Bosch reflexionaba sobre ello, pensó que si había algo que le gustaba de Elias era que no se hubiera trasladado Brentwood, Westwood ni al auténtico Beverly Hills. Había permanecido en la comunidad en la que se había criado.
Gracias al escaso tráfico que habría a aquella hora y a que Chastain conducía por la autopista a ciento cincuenta sólo tardaron quince minutos en llegar a Beck Street. La casa era un imponente edificio colonial de ladrillo con cuatro columnas de mármol blanco que sostenían un pórtico de dos pisos. Desprendía un aire de plantación sureña y Bosch se preguntó qué habría pretendido demostrar Elias cuando se construyó la mansión.
Bosch no vio ninguna luz en las ventanas y la farola del pórtico también estaba apagada. El detalle le chocó. Si ésa era la casa de Elias, ¿por qué no había dejado una luz encendida para cuando regresara?
En el camino de acceso había aparcado un coche que no era ni un Porsche ni un Volvo. Era un viejo Camaro, recién pintado y con las llantas también recién cromadas. A la derecha de la casa había un garaje independiente del edificio principal, con capacidad para dos automóviles, pero la puerta estaba cerrada. Chastain se detuvo en el camino de acceso, detrás del Camaro.
– Bonito coche -observó-. Yo no lo dejaría fuera toda la noche, ni siquiera en un barrio como éste. Está demasiado cerca de la selva.
Quitó la llave del contacto y abrió la puerta.
– Esperemos aquí un momento -dijo Bosch.
Abrió el maletín, sacó el móvil y llamó de nuevo a comisaría para confirmar que ésa era la dirección de la casa de Elias. No se habían equivocado. Luego pidió que comprobaran la matrícula del Camaro. El vehículo estaba a nombre de Martin Luther King Elias, un joven de dieciocho años. Bosch dio las gracias y colgó.
– ¿Es ésta la casa? -preguntó Chastain.
– Eso parece. El Camaro debe de ser el coche de su hijo. Pero no da la impresión de que esta noche estén esperando a Elias.
Bosch abrió su puerta y se apeó; Chastain también descendió del automóvil. Al acercarse a la puerta, Bosch vio el tenue resplandor del timbre. Al pulsarlo oyó el sonido de una campanilla en el interior de la casa.
Bosch y Chastain tuvieron que pulsar el timbre otras dos veces antes de que la luz del pórtico se encendiera. Poco después oyeron una voz de mujer entre somnolienta y alarmada.
– ¿Quién es? -preguntó.
– ¿Es usted la señora Elias? -inquirió Bosch a su vez-. Somos policías. Queremos hablar con usted.
– ¿La policía? ¿Por qué quieren hablar conmigo?
– Se trata de su marido, señora. ¿Podemos pasar?
– Antes de que les abra la puerta tienen que identificarse.
Bosch sacó su placa y la sostuvo en alto, pero se dio cuenta de que la puerta no tenía mirilla.
– Vuélvase -dijo la mujer-. Está en la columna.
Al volverse, Bosch y Chastain vieron la cámara instalada en una de las columnas. Bosch se acercó a ella y mostró su placa.
– ¿Puede verla? -preguntó alzando la voz.
La puerta se abrió. Al volverse, Bosch vio a una mujer vestida con una bata blanca y la cabeza envuelta en un pañuelo de gasa.
– No es preciso que grite -dijo la mujer.
– Lo siento.
La mujer abrió la puerta un palmo, pero no les invitó a pasar.
– Howard no se encuentra en casa. ¿Qué quieren?
– ¿Nos permite entrar, señora Elias? Queremos…
– No, no pueden entrar. Ésta es mi casa. Ningún policía ha puesto jamás los pies aquí. Howard no lo consentiría. Ni yo tampoco. ¿Qué quieren? ¿Le ha ocurrido algo a Howard?
– Me temo que sí, señora. Sería preferible que…
– ¡Dios mío! -gritó la mujer-. ¡Lo habéis matado! ¡La policía lo ha matado!
– Señora Elias -empezó a decir Bosch, lamentando no haber acudido mejor preparado para responder a la reacción de la mujer-. Permítanos entrar para explicarle…
La mujer volvió a interrumpirle, esta vez profiriendo un grito que parecía el rugido de una fiera salvaje. Era un grito de angustia. La mujer agachó la cabeza y se apoyó en el quicio de la puerta. Bosch temió que fuera a desmayarse y la sujetó por los hombros. La mujer se apartó de él, como si fuera un monstruo.
– ¡No me toque! ¡Asesinos! ¡Han matado a mi Howard! ¡Howard!
La última palabra fue un grito que resonó en todo el barrio. Bosch se volvió, imaginando que la calle estaría ya atestada de curiosos. Era preciso aplacar a la mujer, hacerla entrar en casa y evitar que gritara. La esposa de Elias no cesaba de gemir y chillar como una posesa. Chastain permanecía inmóvil, como paralizado por la escena que se desarrollaba ante él.
Cuando Bosch se disponía a sujetar de nuevo a la mujer para tranquilizarla percibió un movimiento detrás de ésta, y un joven se abalanzó hacia él.
– ¿Qué pasa, mamá? ¿Qué ocurre?
La mujer se volvió y cayó en brazos del joven.
– ¡Martin! ¡Martin! ¡Han matado a tu padre!
Martin Elias alzó la vista sobre la cabeza de su madre y la clavó en Bosch. Su boca formó la angustiosa mueca de dolor y desesperación que tantas veces había visto Bosch en su vida. De pronto se dio cuenta de su error. Debería haberse presentado en casa de Elias con Edgar o Rider. Mejor con Rider. Ella habría logrado calmar a la mujer. Su dulzura y el color de su piel habrían conseguido más que Bosch y Chastain juntos.
– Hijo -dijo Chastain abandonando su inercia-, debemos entrar y hablar con ustedes.
– ¡No me llame hijo! ¡No soy su maldito hijo!
– Señor Elias -dijo Bosch con tono firme. Todos, inclusive Chastain, se volvieron hacia él. Bosch prosiguió con voz más suave-: Es preciso que atienda a su madre, Martin. Tenemos que explicarles lo ocurrido y hacerles unas preguntas. Es inútil que nos quedemos aquí afuera discutiendo y gritando.
Bosch aguardó unos momentos. La mujer sepultó el rostro en el pecho de su hijo y rompió a llorar. Martin retrocedió, llevándose a su madre con él, para dejar pasar a Bosch y a Chastain.
Durante los quince minutos siguientes, Bosch y Chastain permanecieron sentados en el elegante salón con la esposa y el hijo de Elias, relatándoles lo que sabían sobre el crimen y la forma en que iban a llevar a cabo la investigación.
Bosch sabía que para ambos, Chastain y él representaban a un par de nazis anunciando que iban a investigar los crímenes de guerra, pero también sabía que era un trámite imprescindible, que debían asegurar a la familia de la víctima que la investigación sería exhaustiva y enérgica.
– Señora Elias, sé que piensan que a su marido lo ha matado la policía -dijo Bosch-. En estos momentos no sabemos quién es el culpable. No hemos tenido tiempo de investigar el móvil. Nos hallamos en la fase de recabar datos. Pero no tardaremos en ponernos a analizar la información que hayamos reunido y a interrogar a cualquier policía que pudiera tener algún motivo, por remoto que fuera, para hacer daño a su marido. Sé que hay muchos que entran en esta categoría. Le doy mi palabra de que los interrogaremos a fondo, sin pasar nada por alto.
Bosch aguardó. Madre e hijo permanecían sentados muy juntos en un sofá tapizado con un alegre motivo floral. El hijo no cesaba de cerrar los ojos, como un niño que intenta librarse de un castigo. Empezaba a desmoronarse bajo el peso de la tragedia. Había comprendido que no volvería a ver a su padre.
– Sabemos que son momentos terribles para ustedes -dijo Bosch suavemente-. Quisiéramos dejarles en paz, no tener que hacerles unas preguntas justamente ahora. Pero eso no es posible.
Bosch esperó unos momentos. Ni la esposa ni el hijo de Elias protestaron.
– Lo que más nos extraña es el motivo por el que el señor Elias se encontraba en Angels Flight. Debemos averiguar por qué…
– Se dirigía al apartamento -contestó Martin sin abrir los ojos.
– ¿Qué apartamento?
– Tenía un apartamento cerca del despacho. Se alojaba en él cuando estaba ocupado con un caso o preparando un juicio.
– ¿Iba a ir esta noche al apartamento?
– Sí. Había permanecido en él toda la semana.
– A veces citaba a los policías para que fueran a declarar -dijo la esposa-. Se presentaban en su despacho después del trabajo, de modo que mi marido se quedaba a dormir en el apartamento.
Bosch guardó silencio, confiando en que el hijo o la madre aportaran algún otro dato sobre el particular. Pero no dijeron nada.
– ¿Solía llamarle su marido para comunicarle que iba a quedarse en el apartamento? -preguntó Bosch.
– Sí, siempre telefoneaba.
– ¿Cuándo fue la última vez que la llamó?
– Hace unas horas. Dijo que iba a trabajar hasta tarde y que tenía que dedicar el sábado y el domingo a preparar un juicio que iba a celebrarse el lunes. Añadió que procuraría estar de regreso el domingo a la hora de cenar.
– ¿De modo que no le esperaban esta noche?
– No -replicó Millie Elias con tono desafiante, como si considerara ofensiva la pregunta de Bosch.
El detective asintió como para asegurar a la esposa de Elias que no había pretendido insinuar nada. Luego le pidió las señas del apartamento y la mujer le dijo que se hallaba en un condominio llamado The Place, en Grand Street, frente al Museo de Arte Moderno. Bosch anotó las señas y ya no volvió a guardar el bloc.
– Señora Elias -dijo Bosch-, ¿recuerda usted con más exactitud cuándo habló con su marido por última vez?
– Poco antes de las seis. Es la hora en que suele llamarme para decirme que se queda en el apartamento, para que yo sepa cuántos vamos a ser en la cena.
– ¿Y usted, Martin? ¿Cuándo habló con su padre por última vez?
Martin abrió los ojos.
– No lo sé. Hará un par de días. Pero ¿eso qué tiene que ver con lo que ha ocurrido? Usted sabe bien quién lo hizo. Alguien con una placa.
Por el rostro de Martin empezaron a deslizarse unos gruesos lagrimones. Bosch deseó estar en otra parte, en cualquier otro sitio.
– Si ha sido un policía, Martin, tiene usted mi palabra de que daremos con él. No se librará del castigo.
– Seguro -contestó Martin sin siquiera mirar a Bosch-. El poli nos da su palabra. Pero ¿quién coño se ha creído que es?
Bosch se detuvo unos instantes para reflexionar antes de proseguir.
– Quiero formularles unas últimas preguntas -dijo-. ¿Tenía el señor Elias un despacho aquí, en su casa?
– No -respondió el hijo-. Aquí no traía trabajo.
– De acuerdo. Otra pregunta. ¿Mencionó su padre en los últimos días o semanas que alguien le hubiera amenazado?
– No -respondió Martin sacudiendo la cabeza-. Pero siempre decía que los policías acabarían con él. Fueron los policías…
Bosch asintió, no en señal de conformidad sino para indicar que estaba convencido de que Martin creía lo que decía.
– Una última pregunta. En Angels Flight asesinaron también a una mujer. Todo indica que su padre y ella no iban juntos. Se llamaba Catalina Pérez. ¿Les dice algo ese nombre?
Bosch observó a la madre y al hijo, pero ambos denegaron con la cabeza.
– He terminado -dijo Bosch levantándose-. Les dejamos tranquilos. Pero otros detectives o yo mismo tendremos que hablar de nuevo con ustedes. Probablemente dentro de unas horas.
Ni la madre ni el hijo reaccionaron.
– Señora Elias, ¿tiene usted una foto de su marido que pueda dejarnos?
La mujer miró a Bosch.
– ¿Por qué quiere una foto de Howard? -preguntó sorprendida.
– Es posible que tengamos que enseñársela a algunas personas durante la investigación.
– Todo el mundo conoce a Howard y sabe qué aspecto tenía.
– No lo dudo, señora, pero en algunos casos necesitamos una foto de la víctima. ¿Sería usted tan…?
– Martin, tráeme el álbum que está en el cajón de la sala de estar.
Martin salió de la habitación. Bosch sacó una tarjeta de visita del bolsillo y la depositó en la mesa de café de cristal y hierro forjado.
– Aquí tiene usted el número de mi busca por si necesita algo de mí. ¿Quiere que avisemos a un pastor amigo de la familia?
Millie Elias miró de nuevo a Bosch.
– Al reverendo Tuggins, en la iglesia metodista.
Bosch se arrepintió al instante de su ofrecimiento. Martin apareció con el álbum de fotos. Su madre empezó a hojearlo, llorando en silencio al contemplar las fotografías de su esposo. Bosch se lamentó de no haber aplazado aquel momento hasta la siguiente entrevista con Millie Elias. La mujer se detuvo por fin al llegar a un primer plano de Howard Elias. Parecía convencida de que era la mejor foto de su marido que podía entregarle a la policía. La sacó de la cubierta de plástico y se la dio a Bosch.
– ¿Me la devolverán?
– Desde luego, señora Elias. Yo me encargaré personalmente de ello.
Bosch se despidió con un gesto de la cabeza y se dirigió hacia la puerta, preguntándose si podría olvidarse de llamar al reverendo Tuggins.
– ¿Dónde se encuentra mi esposo? -preguntó de pronto la viuda.
Bosch se volvió.
– Han trasladado su cuerpo al depósito de cadáveres, señora Elias. Les daré su número de teléfono y la llamarán para hacer los arreglos pertinentes.
– ¿Y el reverendo Tuggins? ¿Quiere utilizar nuestro teléfono para llamarlo?
– No es necesario, señora. Nos pondremos en contacto con él desde el coche. No se moleste en acompañarnos a la puerta.
Antes de abandonar la casa, Bosch echó un vistazo a la colección de fotografías enmarcadas que colgaban en la pared del vestíbulo. Eran fotos de Howard Elias junto a los líderes negros más importantes de la comunidad de la ciudad, así como muchos otros personajes célebres y líderes nacionales. Aparecía fotografiado con Jesse Jackson, la congresista Maxine Waters y Eddie Murphy, entre otros muchos. En una fotografía Elias estaba flanqueado por el alcalde Richard Riordan y el concejal Royal Sparks. Bosch sabía que Sparks se había aprovechado de la indignación ciudadana por los atropellos de la policía para ascender en su carrera política. Sparks sin duda echaría de menos a Elias para que atizara el fuego del malestar, pensó Bosch. Estaba seguro también de que Sparks utilizaría el asesinato del abogado en beneficio propio. Bosch se preguntó cómo era posible que las causas más nobles acercaran a los hábiles oportunistas a los micrófonos.
También había varias fotografías familiares. En algunas la víctima aparecía junto a su esposa en actos sociales. Había fotos de un sonriente Elias con su hijo, una de ellas a bordo de una barca con un pez espada. Otra les mostraba posando junto a un blanco de papel con varios orificios de bala. En la diana se veía la efigie de Daryl Gates, un ex jefe de la policía contra el que Elias se había querellado en varias ocasiones. Bosch recordó que esas dianas, creadas por un artista local, se habían hecho muy populares hacia el ocaso del tumultuoso mandato de Gates.
Bosch se inclinó hacia adelante para examinar la fotografía y tratar de identificar las armas que sostenían Elias y su hijo, pero era una foto muy pequeña.
Chastain señaló una foto en la que aparecían Elias y el jefe de la policía en un acto oficial, unos presuntos adversarios sonriendo ante la cámara.
– Parecen la mar de amigos -murmuró Chastain.
Bosch se limitó a asentir y salió de la casa.
Chastain descendió por la colina y enfiló de nuevo la autopista. Él y Bosch permanecieron en silencio, asimilando el sufrimiento que habían llevado a aquella familia y el hecho de haber sido culpados por ella.
– Siempre disparan contra el mensajero -comentó Bosch.
– Me alegro de no trabajar en Homicidios -dijo Chastain-. No me importa que otros policías se cabreen conmigo. Pero eso ha sido tremendo.
– Lo llaman hacer el trabajo sucio, me refiero a comunicar a la familia la muerte de su pariente.
– Deberían llamarlo joder a la gente. Estamos intentando averiguar quién mató a ese tío y nos dicen que fuimos nosotros. Menuda mierda.
– No me lo he tomado al pie de letra, Chastain. Las personas que reciben una noticia así tienen derecho a meterse con nosotros. Dicen cosas hirientes porque están sufriendo.
– Ya. Cuando veas a ese chico en las noticias de las seis no te inspirará tanta simpatía. Conozco la historia. ¿Adónde vamos? ¿Quieres que regresemos a la escena del crimen?
– Vamos primero al apartamento de Elias. ¿Sabes el número del busca de Dellacroce?
– De memoria no. Mira tu lista.
Bosch abrió su bloc y consultó el número del busca de Dellacroce. Luego pulsó el número en su teléfono y lo almacenó.
– ¿Qué me dices de Tuggins? -le preguntó Chastain-. Si lo llamas pondrá South Central en pie de guerra.
– Ya. Déjame que lo piense.
Bosch llevaba meditando sobre esa decisión desde el momento en que Millie Elias había mencionado el nombre de Presten Tuggins. Los pastores ejercían tanta influencia como los políticos sobre la comunidad cuando ésta tenía que dar una respuesta a un acontecimiento social, cultural o político. En el caso de Presten Tuggins, su influencia era aún mayor. Encabezaba un grupo de pastores asociados que constituían una fuerza capaz de seducir a la prensa. Tanto podía controlar a toda la comunidad como desencadenar un terremoto. Era preciso manejar a Presten Tuggins con guantes de seda.
Bosch rebuscó en sus bolsillos y sacó la tarjeta que Irving le había dado hacía un rato. Cuando se disponía a llamar a uno de los números que figuraban en ella, sonó el teléfono que tenía en la mano.
Era Dellacroce. Bosch le dio las señas del apartamento de Elias en The Place y le dijo que preparara otra orden de registro. Dellacroce protestó porque ya había despertado a un juez para enviarle por fax la orden de registro del despacho de Elias y no le apetecía volver a hacerlo.
– Bienvenido a Homicidios -dijo Bosch, y colgó el teléfono.
– ¿Qué pasa? -preguntó Chastain.
– Nada. Una tontería.
Bosch marcó el número de Irving. El teléfono sólo sonó una vez antes de que Irving soltara su nombre completo y rango. A Bosch le chocó que el jefe se mostrara tan despabilado, como si no estuviera durmiendo.
– Soy Bosch, jefe. Me dijo que lo llamara si…
– ¿Qué ocurre?
– Hemos comunicado la muerte de Elias a su viuda y a su hijo. Esto… bueno…, la viuda me pidió que llamara a su pastor.
– ¿Dónde está el problema?
– El pastor es Preston Tuggins. He pensado que quizá sería mejor que alguien con más autoridad se pusiera en contacto…
– Buena idea. Me ocuparé de ello. Es posible que el jefe quiera hacerlo personalmente. Iba a llamarlo ahora. ¿Algo más?
– De momento no.
– Gracias, detective.
Irving colgó. Chastain le preguntó qué le había dicho, y Bosch le refirió la conversación.
– Este caso… -comentó Chastain-. Tengo el presentimiento de que las cosas van a ponerse feas.
– Y que lo digas.
Chastain iba a añadir algo más, pero en aquel preciso momento sonó el busca de Bosch. Al comprobar el número vio que no era una llamada de su casa, sino otra vez de Grace Billets. Había olvidado llamarla. Bosch la llamó y la teniente respondió al instante.
– Me extrañaba que no llamaras.
– Perdone. He estado muy liado y me olvidé.
– ¿Qué demonios pasa? Irving no ha querido decirme a quién han asesinado, sólo que Robos y Homicidios y Central no pueden hacerse cargo del caso.
– Se trata de Howard Elias.
– ¡Joder, Harry! Siento que te haya caído a ti.
– No se preocupe. Ya nos las arreglaremos.
– Vigilarán todos tus movimientos. Y si ha sido un policía… tienes todas las de perder. ¿Has logrado enterarte de si Irving está dispuesto a llegar al fondo del asunto, al margen de las repercusiones que eso pueda tener?
– No está claro.
– ¿No puedes hablar?
– Eso es.
– Aquí tampoco está claro. Irving me ha dicho que sacará a tu equipo de la rotación, pero me ha asegurado que esta circunstancia durará sólo hasta el viernes. Luego me ha dicho que hablara con él sobre el asunto. Ahora que conozco la identidad de la víctima, supongo que eso quiere decir que dispones de tiempo hasta el viernes antes de que Irving te envíe de nuevo a Hollywood y tengas que llevarte el caso de Howard Elias y trabajar en él a ratos perdidos.
Bosch asintió, pero no dijo nada. La información encajaba con las otras maniobras de Irving. El subdirector había formado un equipo numeroso para trabajar en el caso, pero por lo visto sólo le concedía una semana para dedicarse a él a jornada completa. Quizá confiaba en que la atención de los medios situaría el caso en un nivel más manejable y acabaría desapareciendo en uno de los expedientes de casos sin resolver. Pero Bosch se dijo que si eso era lo que pretendía Irving lo tenía claro.
Billets y Bosch siguieron hablando durante unos minutos, hasta que Billets se despidió con una advertencia.
– Cuidado, Harry. Si es cosa de un policía, uno de los chicos de Robos y Homicidios…
– ¿Qué?
– Ándate con cuidado.
– Lo haré.
Bosch cerró el móvil y miró por la ventanilla, listaban a punto de llegar al cruce con la 110. No tardarían en regresar a California Plaza.
– ¿Tu teniente? -preguntó Chastain.
– Sí. Quería que la informara del caso.
– ¿Qué pasa entre ella y Rider? ¿Siguen comiéndose el pastelillo mutuamente?
– Eso no me incumbe, Chastain. Ni a ti tampoco.
– Sólo era una pregunta.
Los dos hombres guardaron silencio durante un rato. A Bosch le había molestado la pregunta de Chastain. Sabía que lo que el detective de Asuntos Internos pretendía era recordarle que conocía secretos, que quizás estuviera fuera de su elemento en lo referente a una investigación de homicidios, pero que conocía muchas historias sobre policías y que no debían subestimarlo. Bosch lamentó haber llamado a Billets en presencia de Chastain.
Al darse cuenta de que había metido la pata, Chastain rompió el silencio abordando un tema menos delicado.
– Cuéntame lo del asunto de los huevos duros -dijo.
– No tiene mayor importancia. Un caso como tantos otros.
– No recuerdo haber leído la historia en la prensa.
– Fue un golpe de suerte, Chastain. En este caso también nos vendría bien un golpe de suerte.
– Cuéntamelo, hombre. Tengo curiosidad, sobre todo ahora que somos compañeros. Me gustan las historias sobre golpes de suerte. Quizá se repita.
– Fue un caso rutinario de suicidio. La patrulla nos llamó para que acudiéramos y nos hiciéramos cargo de él. Todo empezó cuando una madre se sintió angustiada porque su hija no había aparecido en el aeropuerto de Portland. La chica tenía que asistir a una boda y no se presentó. La familia la esperaba en el aeropuerto. La madre llamó a una patrulla para que se pasara por el apartamento de su hija y comprobara si estaba allí. Era un pequeño apartamento situado en Franklin, cerca de La Brea. De modo que fue un agente, pidió al conserje que le abriera la puerta y encontraron a la chica. Llevaba muerta un par de días, desde la mañana en que debía viajar a Portland.
– ¿Qué había ocurrido?
– Daba la impresión de que había ingerido unas pastillas y luego se había cortado las venas en la bañera.
– La patrulla dijo que era un suicidio.
– Eso parecía. Había una nota, estaba escrita en una hoja de un cuaderno. Decía que la vida era una mierda, que se sentía sola y todo esto. Era una nota bastante embarullada, muy triste.
– ¿Cómo lograste resolverlo?
– Edgar y yo (Rider había tenido que ir al juzgado) estábamos a punto de cerrar el caso. Registramos el apartamento y no vimos nada que nos llamara la atención, salvo la nota. No pude hallar el cuaderno del que habían arrancado la hoja, lo cual me sorprendió. Eso no significaba que la chica no se hubiera suicidado, pero era un cabo suelto, ¿comprendes? Un elemento que no acababa de encajar.
– Así que dedujiste que alguien había entrado en el apartamento y se había llevado el cuaderno.
– Cabía esa posibilidad. No sabía qué pensar. Dije a Edgar que echara otro vistazo. Intercambiamos los papeles y registramos cosas que el otro había examinado la primera vez.
– Y diste con algo en lo que no había reparado Edgar.
– No es que no hubiera reparado en ello, sino que no le había llamado la atención. Pero a mí me extrañó.
– ¿De qué se trataba?
– En el frigorífico había una huevera.
– Ya.
– Observé que la chica había escrito en algunos de los huevos una fecha, la cual se correspondía con el día en que debía volar a Portland.
Bosch se volvió hacia Chastain para comprobar si éste mostraba alguna reacción. Pero el detective de Asuntos Internos parecía confundido, como si no acabara de entenderlo.
– Eran unos huevos duros. Los que tenían una fecha estaban cocidos. Llevé uno al fregadero y le quité la cascara. Estaba cocido.
– Vale.
Chastain seguía sin entenderlo.
– Era probable que el día que figuraba en los huevos fuera la fecha en que la chica los había cocido -dijo Bosch-. Les puso la fecha para distinguir los huevos cocidos de los otros y saber cuándo se echarían a perder. Por lógica, nadie se pone a cocer unos huevos para tenerlos listos cuando los necesite y luego se suicida. ¿Comprendes?
– De modo que fue un golpe de intuición.
– Más que eso.
– Pero sabías que había sido un homicidio.
– Lo de los huevos cambió la situación. Empezamos a ver las cosas de modo distinto. Iniciamos una investigación de homicidio. Llevó unos días, pero lo conseguimos. Unos amigos de la chica nos dijeron que había un tipo que le causaba muchos problemas. Por lo visto ella se había negado a salir con él, y no cesaba de atosigarla. Interrogamos a algunos vecinos y empezamos a sospechar del conserje del apartamento.
– ¡Mierda, debí suponer que era él!
– Hablamos con el conserje y nos dijo lo suficiente para que convenciéramos a un juez de que firmara una orden de registro. En su casa hallamos el cuaderno del que había arrancado la nota de suicidio. Era una especie de diario en el que la chica anotaba sus pensamientos y otras cosas. El tipo halló una hoja en la que la chica afirmaba que la vida era una mierda y decidió utilizarla como nota de suicidio. También encontramos otras pertenencias de la joven.
– Pero ¿por qué las conservó?
– Porque era un imbécil. Los únicos asesinos listos son los que salen en televisión. El tío había conservado las cosas de la chica porque no se le ocurrió que podríamos sospechar que no se trataba de un suicidio. Y porque su nombre figuraba en el cuaderno. La chica había escrito que el tipo no dejaba de acosarla, lo cual hacía que se sintiera halagada y temerosa al mismo tiempo. Seguramente el tipo se corría leyendo el diario de la chica. El caso es que lo conservó.
– ¿Cuándo se va a celebrar el juicio?
– Dentro de un par de meses.
– Parece un caso claro.
– Sí, pero ya veremos. También lo era el de O.J.
– ¿Qué hizo ese tipo? ¿Drogó a la chica para meterla en la bañera y cortarle las venas?
– Solía entrar en su apartamento cuando ella estaba ausente. La chica había escrito en su diario que sospechaba que alguien se metía en su apartamento. Era muy aficionada a correr, corría cinco kilómetros al día. Suponemos que el conserje aprovechaba ese rato para entrar en su apartamento. La chica guardaba unos analgésicos en el botiquín. Hacía un par de años se había lesionado jugando al tenis. Un día el conserje entró en su apartamento y vació el frasco de analgésicos en el zumo de naranja que la chica tenía en el frigorífico. Ese tipo conocía sus hábitos, sabía que después de correr le gustaba sentarse en los escalones del edificio para beberse un zumo y refrescarse. Es posible que la chica se diera cuenta de que la habían drogado y pidiera ayuda. Y entonces acudió él, que la trasladó de nuevo a su apartamento.
– ¿La violó antes de matarla?
Bosch negó con la cabeza.
– Es probable que lo intentara y no se le pusiera dura.
Los dos hombres guardaron silencio durante unos minutos.
– Eres un buen poli, Bosch -dijo Chastain-. No se te escapa detalle.
– Ojalá fuera así.