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A Bosch le llevó veinticinco minutos llegar a la comisaría de la calle Setenta y siete. Tardó más de lo habitual debido a que la patrulla de carreteras de California había cerrado la interestatal 110 en ambos sentidos.

La 110 conducía desde el centro urbano hasta South Bay, al sur de Los Ángeles. Durante los últimos disturbios, unos francotiradores habían disparado contra los automóviles que circulaban por ella, y otros grupos de incontrolados habían arrojado bloques de hormigón desde los pasos peatonales sobre los coches que circulaban por debajo. La patrulla de carreteras de Los Ángeles había recomendado a los conductores que se desviaran por la interestatal de Santa Mónica que enlazaba con la de San Diego y conducía hacia el sur. Era un trayecto más largo pero más seguro, puesto que evitaba la zona caliente.

Bosch circuló durante todo el trayecto por las calles de superficie. Casi todas estaban desiertas y no tuvo que detenerse ante ningún semáforo ni señal de stop. Era como conducir a través de una población fantasma. Sabía que algunas de las zonas más conflictivas estaban siendo atacadas por los grupos de incontrolados y evitó circular por ellas.

Bosch pensó en las imágenes que proyectaban los medios de comunicación y en las que él veía con sus propios ojos. La mayoría de los ciudadanos se habían atrincherado en sus casas, esperando que pasara la tormenta.

Eran gentes de bien, que permanecían encerradas en sus hogares contemplando la televisión y preguntándose si las imágenes que veían en la pantalla correspondían realmente a su ciudad.

Cuando Bosch llegó a la comisaría de la Setenta y siete, comprobó que la fachada aparecía también curiosamente desierta. Vio un autocar de la academia de policía atravesado frente a la entrada, a modo de escudo contra disparos y otros ataques. Pero no se veían ni manifestantes ni policías.

En cuanto Bosch se detuvo ante la puerta, en zona de aparcamiento prohibido, Chastain salió de la parte trasera del autobús y se dirigió apresuradamente hacia él. Iba de uniforme, con el arma en la cadera. Al acercarse, Bosch bajó el cristal de la ventanilla.

– ¿Dónde te has metido, Bosch? Dijiste que tardarías quince minutos.

– Ya lo sé. Sube.

– No, Bosch. No voy a ninguna parte contigo hasta que me digas qué coño estás haciendo aquí. Estoy de guardia.

– Quiero hablar sobre Sheehan y el informe de balística. Sobre el caso Wilbert Dobbs.

Chastain retrocedió un paso, como si el nombre de Dobbs le hubiera impresionado. Bosch observó la cinta de experto tirador que Chastain lucía en el uniforme, debajo de su placa.

– No sé de qué me hablas, pero el caso de Sheehan está cerrado. Frankie ha muerto, Elias ha muerto. Todo el mundo ha muerto. Y ahora tenemos… La ciudad entera ha estallado.

– ¿Y quién tiene la culpa?

Chastain miró a Bosch como si intentara adivinar sus pensamientos.

– ¿A qué viene esto, Bosch? Estás cansado, necesitas dormir. Todos estamos agotados.

Bosch abrió la puerta del coche y se apeó. Chastain retrocedió otro paso y alzó la mano derecha hasta apoyar el pulgar en la parte superior del cinturón, junto a la pistola. Existían unas normas no escritas de enfrentamiento. Esta era una de ellas. Bosch comprendió que pisaba terreno peligroso. Pero estaba preparado.

Bosch se volvió y cerró la puerta del coche. Mientras Chastain observaba ese gesto, Bosch metió la mano rápidamente dentro de la chaqueta, desenfundó su pistola y apuntó a Chastain antes de que el detective de Asuntos Internos pudiera reaccionar.

– De acuerdo, lo haremos como tú quieras. Coloca las manos en el techo del coche -dijo Bosch.

– Pero ¿qué coño…?

– ¡Coloca las manos en el techo del coche!

Chastain alzó las manos.

– Vale, vale… No hace falta que te pongas así, joder.

Chastain se acercó al coche y apoyó las manos en el techo. Bosch se acercó por detrás y le sacó la pistola de la funda.

La introdujo en la suya y retrocedió un paso.

– Imagino que es inútil que te cachee para comprobar si llevas otra pistola, la usaste para matar a Frankie Sheehan, ¿no es cierto?

– No sé de qué cojones me estás hablando.

– No importa.

Bosch apoyó la mano derecha en la espalda de Chastain, le quitó las esposas del cinturón y le esposó los brazos a la espalda.

A continuación se colocó delante de Chastain y le obligó a sentarse en el asiento posterior del sedán, detrás del conductor. Luego se puso al volante, sacó la pistola de Chastain de su funda, la guardó en su maletín y volvió a enfundar su pistola. Por último ajustó el retrovisor para ver bien a Chastain y oprimió el botón que cerraba automáticamente las puertas traseras del vehículo.

– No te muevas para que yo pueda verte en todo momento.

– Pero ¿qué coño te pasa? ¿Adónde me llevas?

Bosch metió la directa y arrancó. Enfiló hacia el oeste hasta llegar a Normandie, donde dobló hacia el norte.

Transcurrieron casi cinco minutos antes de que se dignara responder a la pregunta de Chastain.

– Vamos al Parker Center -dijo-. Cuando lleguemos allí me contarás lo de los asesinatos de Howard Elias, Catalina Pérez… y Frankie Sheehan.

Bosch sintió que la rabia le atenazaba la garganta. Pensó en uno de los mensajes no verbales que le había transmitido Garwood. Éste quería que se hiciera justicia en las calles, y en aquellos momentos Bosch también.

– De acuerdo, regresemos al Parker -dijo Chastain-. Pero no sabes lo que dices. ¡Estás loco! El caso está cerrado, Bosch. ¡A ver si te enteras!

Bosch recitó la lista de derechos constitucionales que evitaban que un detenido se autoinculpara y preguntó a Chastain si los había entendido.

– Que te den por el culo.

Bosch siguió adelante, echando un vistazo al retrovisor cada pocos segundos.

– Eres policía. Ningún juez creerá que no conocías tus derechos.

Bosch aguardó unos instantes y observó a su detenido por el retrovisor antes de proseguir.

– Tú eras la fuente de Elias, tú le proporcionabas la información que precisaba para un caso. Tú…

– Te equivocas.

– … traicionaste al departamento. Eres el tipo más despreciable que me he echado a la cara, Chastain. ¿No era ésa una de tus expresiones favoritas? Eres un gusano, un pedazo de mierda…, un hijo de puta.

Bosch vio unas barricadas que la policía había levantado en la calle. A unos doscientos metros divisó unas luces azules parpadeantes y el resplandor de un fuego, lo cual indicaba que se acercaban al lugar donde los salvajes habían atacado a los bomberos y prendido fuego al camión.

Al llegar a las barricadas dobló hacia la derecha, y en cada cruce miró hacia el norte en busca de una salida. En aquella zona se sentía fuera de su elemento. Nunca había trabajado en ninguna de las divisiones del departamento en South Central y no conocía bien el lugar. Temía perderse si se alejaba mucho de Normandie, pero al mirar a Chastain por el retrovisor no manifestó su preocupación.

– ¿Quieres contármelo, Chastain, o prefieres seguir mudo?

– No tengo nada que contarte. Disfruta de tus últimos momentos con placa. Lo que haces es un suicidio. Te estás suicidando, Bosch, como tu amigo Sheehan.

Bosch pisó el freno y el coche se detuvo bruscamente. Desenfundó la pistola y se volvió en el asiento, apuntándole con ella.

– ¿Qué has dicho?

Chastain lo miró aterrorizado, temiendo que Bosch estuviera a punto de perder el control.

– Nada, hombre. Sigue conduciendo. Cuando lleguemos al Parker aclararemos este asunto.

Bosch volvió a acomodarse en el asiento y arrancó. Cuatro manzanas después volvió de nuevo hacia el norte, confiando en haber dejado atrás la zona caliente y en poder tomar por Normandie.

– Hace un rato he estado en el sótano del Parker -dijo.

Bosch miró por el retrovisor para ver si su comentario había hecho mella en Chastain. Pero éste permanecía impasible.

– He examinado las pruebas del caso Wilbert Dobbs, y el registro de salida. Tú las sacaste esta mañana, tomaste las balas de la nueve reglamentaria de Sheehan, las que disparó contra Dobbs hace cinco años, y enviaste tres de ellas a balística diciendo que eran las balas extraídas del cuerpo de Howard Elias durante la autopsia. Te lo montaste para hundirlo. Pero el que estás hundido eres tú, Chastain.

Bosch miró por el retrovisor. Chastain había mudado de expresión, acusando el mazado recibido. Bosch se apresuró a rematar la jugada.

– Tú mataste a Elias -dijo en voz baja, esforzándose en apartar la vista del retrovisor y fijarla en la calzada-. Iba a obligarte a subir al estrado para denunciarte. Iba a interrogarte sobre los auténticos resultados de tu investigación porque tú se lo habías contado. El caso era demasiado importante. Elias sabía que si lo ganaba conseguiría un gran prestigio, y decidió prescindir de ti. Estaba dispuesto a sacrificarte con tal de ganarlo. Tú perdiste los papeles. O puede que seas un tipo frío y calculador. El viernes por la noche seguiste a Elias y cuando subió el funicular de Angels Flight lo asesinaste. Luego te diste cuenta de que había otra persona en el coche, Catalina Pérez, y tuviste que matarla también. ¿Me equivoco, Chastain?

Chastain no respondió. Al llegar a un cruce, Bosch se detuvo y miró hacia la izquierda. Vio una zona iluminada y dedujo que era Normandie.

No vio barricadas ni luces azules, de modo que dobló hacia la izquierda y se dirigió hacia allí.

– Tuviste suerte -continuó-. El caso Dobbs encajaba a la perfección. Al examinar los expedientes comprobaste que Sheehan había amenazado a Elias y eso acabó de redondear el asunto. Investigaste el caso y te las ingeniaste para tener acceso a las pruebas de la autopsia. Eso te dio la oportunidad de hacerte con las balas, que cambiaste por otras. Claro que las marcas de identificación en los proyectiles eran distintas, pero esa discrepancia sólo aparecería si se celebraba un juicio, si juzgaban a Sheehan.

– ¡Cállate, Bosch! No quiero seguir escuchándote. No quiero…

– ¡Me importa un carajo lo que quieras! ¡Vas a escucharme te guste o no, pedazo de mierda! Este es Frankie Sheehan que te habla desde la tumba. ¿Lo entiendes? Querías cargarle el muerto a Sheehan pero tu plan no daría resultado si lo juzgaban porque la policía científica declararía que esas marcas no se correspondían con las que ella había observado en las balas, que se había producido un cambio. De modo que tuviste que asesinar también a Sheehan. Anoche nos seguiste. Vi los faros de tu coche. Nos seguiste y mataste a Frankie Sheehan. Te lo montaste de forma que pareciera que estaba borracho y se había suicidado, con muchas cervezas y muchos disparos. Pero yo sé cómo lo hiciste. Le metiste una bala y luego disparaste un par de balas más apretando su mano alrededor de la culata. Todas las piezas encajaban. Pero he descubierto tu montaje.

Bosch sintió que la furia le ahogaba. Alzó el brazo y le pegó un manotazo al retrovisor para no contemplar el rostro de Chastain. Casi habían llegado a Normandie. La calle estaba despejada.

– Conozco la historia -dijo Bosch-. No puedes engañarme. Pero quiero hacerte una pregunta. ¿Por qué te convertiste en el soplón de Elias? ¿Te pagaba por tus servicios, o lo hiciste porque odiabas tanto a los policías que querías hundirlos a toda costa?

Chastain siguió callado. Al llegar a una señal de stop, Bosch miró hacia la izquierda y divisó de nuevo las luces azules y las llamas. Habían rodeado el cordón establecido por la policía. Las barricadas estaban situadas a una manzana;

Bosch frenó para observar la escena. Vio coches patrulla detrás de las barricadas. En la esquina había una pequeña licorería con la vitrina hecha añicos; del marco de la misma colgaban unos fragmentos de cristal. El suelo de la fachada estaba sembrado de botellas rotas y otros restos del ataque perpetrado por los asaltantes.

– ¿Ves esto, Chastain? ¿Ves este desastre? El culpable…

– Bosch…

– … eres tú. Todo esto…

– … ¡Estamos atrapados!

– … es obra tuya.

Al percatarse del terror que denotaba la voz de Chastain, Bosch se volvió hacia la derecha. En aquel instante un trozo de hormigón atravesó el parabrisas y aterrizó en el asiento. A través de la lluvia de cristal, Bosch vio a una multitud que se precipitaba hacia el coche. Unos jóvenes con el rostro tenso y enfurecido avanzaban en bloque hacia ellos. Una botella voló por los aires hacia el coche. Bosch la vio con tal nitidez que incluso le dio tiempo a leer la etiqueta.

Southern Comfort. ¡Qué ironía!

La botella atravesó el boquete del parabrisas y estalló sobre el volante, rociando la cara y los ojos de Bosch con un chorro de alcohol y cristales. Bosch soltó automáticamente el volante para cubrirse el rostro, pero fue demasiado tarde.

Los ojos le escocían.

– ¡Larguémonos de aquí! -gritó Chastain de pronto.

En aquel momento una lluvia de proyectiles de todo tipo destrozó otros cristales del vehículo. Bosch oyó que alguien golpeaba la ventanilla de su lado y el coche empezó a oscilar violentamente. También oyó que alguien tiraba de la manecilla de la puerta y el estrépito de más trozos de cristal que caían a su alrededor. Luego oyó los gritos airados e ininteligibles de la multitud. Y unos gritos procedentes del asiento posterior, de Chastain. De pronto unas manos lo agarraron a través de la ventanilla destrozada, tirándole del pelo y de la ropa. Bosch pisó el acelerador y dio un volantazo hacia la izquierda mientras el coche arrancaba. Pese al dolor y a la visión borrosa logró mantener los ojos abiertos para no perder el control del vehículo. El coche avanzó por las calles desiertas de Normandie hacia las barricadas. Allí estaría seguro. Bosch mantuvo la mano sobre el claxon, pasó por entre las barricadas y frenó unos metros después. El coche pegó unos bandazos y se detuvo.

Bosch cerró los ojos y permaneció inmóvil. Percibió unos pasos y unas voces, pero sabía que eran policías. Estaba a salvo. Quitó la llave del contacto. Cuando abrió la puerta, enseguida le ayudaron a descender del vehículo. Oyó las voces reconfortantes de los policías.

– ¿Estás bien?

– Mis ojos…

– No te muevas. Pediré que envíen una ambulancia. Apóyate en el coche.

Bosch oyó que alguien informaba por radio de que había un policía herido que requería una inmediata atención médica. Bosch nunca se había sentido tan a salvo como en aquellos momentos. Deseaba dar las gracias a cada uno de sus salvadores. Estaba sereno y al mismo tiempo mareado, como cuando había salido ileso de los túneles en Vietnam.

Se cubrió el rostro con las manos y trató de abrir un ojo. Sintió un chorro de sangre que se deslizaba por el tabique nasal. Pero estaba vivo.

– No te toques la cara. Esa herida tiene mal aspecto -dijo alguien.

– Pero ¿qué hacías ahí solo? -preguntó otra voz.

Bosch consiguió abrir el ojo izquierdo. Ante él había un joven policía negro, y a su derecha un policía blanco.

– No estaba solo.

Bosch se asomó a la parte trasera del coche y comprobó que estaba vacía. El asiento delantero también estaba vacío.

Chastain se había largado. El maletín había desaparecido. Bosch echó un vistazo hacia la calle y la multitud. Luego se pasó la mano por los ojos para limpiarse la sangre y el alcohol que los empañaba. En el extremo de la calle vio un grupo compacto de unos quince o veinte hombres, todos ellos vueltos hacia el interior del círculo, hacia el centro de aquella masa ondulante. Bosch observó unos movimientos violentos, piernas asestando patadas, manos alzándose en el aire y descargando una lluvia de puñetazos sobre el objeto que ocupaba el centro del grupo.

– ¡Joder! -gritó el policía que estaba junto a Bosch-. ¿Es uno de los nuestros? ¿Han atrapado a un policía?

El hombre no aguardó la respuesta de Bosch. Tomó de nuevo la radio y pidió que enviaran urgentemente todas las unidades disponibles para auxiliar a un policía al que estaban atacando.

Su voz sonaba tensa, horrorizada ante lo que ocurría a una manzana de distancia. Luego los dos policías echaron a correr hacia sus coches patrulla y los vehículos partieron a toda velocidad hacia la multitud.

Bosch contempló la escena. La configuración de la multitud cambió de pronto. El objeto de su atención ya no estaba en el suelo, sino en lo que alzaron en el aire. Bosch vio el cuerpo de Chastain suspendido sobre las cabezas de la multitud, como un trofeo que pasaba de mano en mano de los vencedores. Tenía la camisa destrozada, la placa se había desprendido, las muñecas esposadas todavía.

Había perdido un zapato y un calcetín, y su pie blanco como el marfil destacaba como un hueso asomando a través de la piel. Desde donde se encontraba no alcanzó a ver si tenía los ojos abiertos. La boca sí estaba abierta. Entonces oyó un alarido, que al principio confundió con el aullido de la sirena de un coche patrulla que acudía a rescatarlo. Pero luego se dio cuenta de que había sido Chastain quien había gritado, instantes antes de caer de nuevo en el centro de la multitud y desaparecer engullido por ésta.

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