Kiz Rider buscó el número de teléfono de la página web del Ama Regina en el directorio contenido en un CD-ROM en el ordenador de la sala de patrulla. El teléfono estaba asignado a una dirección en North Kings Road, West Hollywood. Eso no significaba que fueran a encontrar a la mujer en esa dirección, pues la mayoría de prostitutas, masajistas que trabajaban de noche y otras mujeres con exóticas profesiones utilizaban un sofisticado sistema de contacto para impedir que la ley les echara el guante.
Bosch, Rider y Edgar aparcaron el coche en el cruce de Melrose y Kings, y Bosch llamó con su móvil a ese número.
Al cabo de cuatro tonos respondió una mujer.
– ¿El Ama Regina? -preguntó Bosch, haciéndose pasar por un posible cliente.
– Sí, ¿quién es?
– Me llamo Harry. ¿Está usted disponible esta noche?
– ¿Hemos tenido alguna sesión?
– No. He visto su página web y he pensado…
– ¿Qué ha pensado?
– Me gustaría tener una sesión con usted.
– ¿Sabe de qué va el tema?
– No compren…
– ¿Qué es lo que le gusta?
– Pues no sé. Quisiera probarlo.
– Supongo que sabe que no hay sexo, ningún contacto físico. Yo estimulo la imaginación de la gente con jueguecitos mentales. Nada ilegal.
– Ya.
– ¿Dispone de un número de teléfono seguro al que yo pueda llamarle?
– ¿Seguro?
– Que no sea un teléfono público -respondió la mujer bruscamente-. Tiene que ser el número de un titular.
Bosch le dio el número de su móvil.
– Vale. Le llamaré dentro de un minuto.
– De acuerdo.
– Preguntaré por tres-seis-siete. Ese es usted. Usted para mí no es una persona. No tiene un nombre. Es simplemente un número.
– Tres-seis-siete. Entendido.
Bosch cerró el móvil y miró a sus compañeros.
– Dentro de un minuto sabremos si ha funcionado.
– Te felicito, Harry. Has utilizado un tono amable y sumiso -observó Rider.
– Gracias. He hecho lo que he podido.
– Yo creo que has hablado como un poli -terció Edgar.
– Ya veremos qué pasa.
Bosch puso el coche en marcha para hacer algo. Rider bostezó, y él hizo lo propio. Al cabo de unos segundos, Edgar se unió al coro de bostezos.
Sonó el teléfono. Ama Regina preguntó por el número que había asignado a Bosch.
– Puede venir a verme dentro de una hora. Tendrá que hacerme una donación de doscientos dólares por una sesión de una hora. En efectivo y por adelantado. ¿Ha comprendido?
– Sí.
– ¿Sí, qué?
– Sí, Ama Regina.
– Muy bien.
Bosch miró a Rider, que ocupaba el asiento del pasajero, y le guiñó el ojo. Ella sonrió.
Regina dio a Bosch la dirección y número de apartamento. Bosch encendió la luz del interior del coche y examinó las notas de Rider. La dirección que le había facilitado Regina coincidía con la que tenía Rider, pero el número de apartamento era distinto. Bosch aseguró a Regina que acudiría puntualmente y colgó.
– Hemos quedado citados para dentro de una hora. Esa tía utiliza un apartamento distinto dentro del mismo edificio.
– ¿Qué vamos a hacer hasta entonces? -preguntó Edgar.
– Quiero ir a casa y dormir un rato.
Bosch enfiló Kings Road y recorrió media manzana hasta que dieron con la dirección. Se trataba de un pequeño bloque de apartamentos de madera y estuco. Como no vio ningún aparcamiento, dejó el coche en una zona roja situada frente a una boca de incendio y se apeó. No le importaba que el apartamento de Regina diera a la fachada y que ésta viera el sedán de la policía aparcado enfrente. No iban a arrestarla. Lo único que querían de ella era información.
Los apartamentos seis y siete, con puertas contiguas, estaban situados en la parte posterior del edificio. Bosch supuso que la mujer que se hacía llamar Ama Regina vivía en un apartamento y trabajaba en el otro. Llamaron a la puerta del apartamento de trabajo pero nadie respondió.
Edgar llamó de nuevo, más fuerte, y propinó un par de patadas a la puerta. Por fin oyeron una voz procedente del interior.
– ¿Quién es?
– La policía. Abra la puerta.
Nada.
– Vamos, Regina, queremos hacerle unas preguntas. Eso es todo. Abra la puerta o romperemos la cerradura. ¿Y entonces qué va a hacer?
Era una amenaza absurda. No tenía ningún poder legal para irrumpir en el apartamento si la mujer se negaba a abrir la puerta.
Bosch oyó por fin que descorría unos cerrojos. Cuando se abrió la puerta contempló el airado rostro de la mujer que aparecía en la foto que había hallado en el despacho de Elias.
– ¿Qué quiere? Enséñeme alguna identificación.
Bosch le mostró su placa.
– ¿Podemos pasar?
– ¿Son del Departamento de Policía de Los Ángeles? Esto es West Hollywood, guapo. Están fuera de su jurisdicción.
La mujer trató de cerrar la puerta, pero Edgar se lo impidió con su musculoso brazo. Luego abrió la puerta de par en par y entró en el apartamento con cara de pocos amigos.
– No me gusta que me den con la puerta en las narices, Ama Regina.
Edgar pronunció su nombre con el tono de quien no está dispuesto a someterse ante nadie. Regina retrocedió para dejarle pasar. Bosch y Rider siguieron a Edgar. Entraron en un recibidor tenuemente iluminado en el que había una escalera que conducía a un nivel superior y descendía hacia otro inferior. Bosch se acercó a la escalera y miró hacia abajo a la izquierda, pero estaba oscuro. El tramo de escalera que ascendía daba acceso a una habitación iluminada.
Bosch comenzó a subir.
– Oiga, no pueden irrumpir en mi casa sin más ni más -protestó la mujer, aunque con poca convicción-. Necesitan una orden de registro.
– No necesitamos nada, Ama Regina, usted nos ha invitado a pasar. Yo soy Harry, el cliente tres-seis-siete. Acabamos de hablar por teléfono, ¿lo recuerda?
La mujer los siguió escaleras arriba. Bosch se volvió para contemplarla detenidamente. Llevaba una bata negra transparente sobre un corsé de cuero y ropa interior de seda negra. Lucía unas medias negras y zapatos con unos tacones vertiginosos. Llevaba los ojos exageradamente delineados con lápiz negro y unos labios pintados de escarlata.
Era la triste caricatura de una deprimente fantasía masculina.
– Hace mucho que fue carnaval -comentó Bosch-. ¿De qué va disfrazada?
Regina hizo caso omiso de la pregunta.
– ¿Qué quieren?
– Hemos venido a hacerle unas preguntas. Siéntese. Quiero enseñarle una fotografía.
Bosch señaló un sofá de cuero negro y la mujer se sentó en él a regañadientes. El detective depositó su maletín sobre la mesa de café y lo abrió. Luego hizo un gesto con la cabeza a Edgar y se puso a buscar la foto de Elias.
– ¿Y ése dónde va? -protestó Regina.
Edgar se había dirigido a otra escalera que conducía a un ático.
– A asegurarse de que usted no oculta a alguien en un armario que pueda atacarnos -respondió Bosch-. Haga el favor de mirar esta fotografía.
Bosch deslizó la foto sobre la mesa y la mujer la observó sin tocarla.
– ¿Reconoce a ese hombre?
– ¿A qué viene esto?
– ¿Lo reconoce?
– Por supuesto.
– ¿Es un cliente?
– Mire, yo no tengo que decirle nada sobre…
– ¿Es UN CLIENTE? -gritó Bosch, haciéndola callar.
Edgar bajó del ático y atravesó la sala de estar. Echó un vistazo a la pequeña cocina, pero no vio nada de interés y bajó hasta el recibidor. Bosch le oyó descender hacia el nivel inferior que estaba a oscuras.
– No es un cliente, ¿vale? Ya he respondido a su pregunta. ¿Quieren hacer el favor de marcharse?
– Si no es un cliente, ¿cómo es que lo ha reconocido?
– ¿De qué coño está hablando? ¿No ha visto hoy los informativos de la tele?
– ¿Quién es ese hombre?
– Es el tipo al que asesinaron en…
– Harry -dijo Edgar desde el nivel inferior.
– ¿Qué?
– Baja un segundo.
Bosch se volvió hacia Rider.
– Ocúpate tú. Habla con ella.
Bosch bajó la escalera, y al llegar al recibidor se dirigió hacia la izquierda. De la habitación inferior emanaba un resplandor rojo. Cuando se reunió con Edgar éste lo miró con ojos como platos.
– ¿Qué pasa? -preguntó Bosch.
– Echa un vistazo.
Al atravesar la habitación, Bosch vio que se trataba de una alcoba. Una de las paredes estaba totalmente cubierta por un espejo. Enfrente había una cama de hospital cubierta con unas sábanas que parecían de plástico y provista de unas correas. Junto a la cama había un sillón y una lámpara de pie con una bombilla roja.
Edgar condujo a Bosch hacia un vestidor. Del techo pendía otra bombilla roja. A ambos lados del vestidor se veían unas barras para colgar ropa, que estaban vacías. Pero en un extremo del vestidor había un hombre de pie, desnudo, y con las piernas separadas, los brazos alzados y esposado por las muñecas a una de las barras. Las esposas estaban chapadas en oro y ostentaban unos artísticos dibujos. El hombre tenía los ojos vendados y un pañuelo rojo metido en la boca para amordazarle. En su pecho se veían unos arañazos causados por unas uñas largas y afiladas. Y entre las piernas una botella de Coca-Cola de litro llena que colgaba de una correa de cuero sujeta con un nudo corredizo a la punta del pene.
– Joder! -exclamó Bosch.
– Le he preguntado si necesita ayuda pero me ha respondido que no con la cabeza. Supongo que es un cliente.
– Quítale la mordaza.
Bosch retiró la venda que cubría los ojos del individuo mientras Edgar le quitaba la mordaza. El hombre volvió inmediatamente el rostro hacia la derecha y trató de ocultarlo con el brazo, pero no pudo moverlo porque estaba esposado. Tenía treinta y tantos años y un cuerpo atlético. Daba la impresión de ser más que capaz de defenderse de la mujer que estaba arriba. Suponiendo que quisiera hacerlo.
– Por favor -dijo el hombre con desesperación-. Déjenme en paz. Estoy bien. Déjenme solo.
– Somos policías -contestó Bosch-. ¿Seguro que está bien?
– Pues claro que estoy bien. ¿Cree que si necesitara ayuda no la pediría? No les necesito. Esto es algo completamente consensuado y no sexual. Déjenme en paz.
– Harry -dijo Edgar-, creo que deberíamos largarnos de aquí y olvidar que hemos visto a este tipo.
Bosch asintió con la cabeza y salieron del vestidor. Al mirar a su alrededor, Bosch vio que las ropas del hombre reposaban sobre el sillón. Se acercó y miró en los bolsillos del pantalón. Luego sacó la cartera, la abrió y examinó el carné de conducir a la luz de la bombilla roja. Edgar se acercó a él por detrás y miró sobre el hombro de Bosch.
– ¿Reconoces el nombre?
– No, ¿y tú?
Bosch negó con la cabeza y cerró la cartera. Luego volvió a meterla en el bolsillo del pantalón.
Cuando volvieron al ático, Rider y Regina los miraron en silencio. Bosch creyó observar en Regina una expresión de orgullo y una leve sonrisa en sus labios, como si supiera que lo que habían visto abajo les había dejado impresionados.
Al mirar a Rider, Bosch comprendió que también ella se había percatado de la expresión que mostraban sus compañeros.
– ¿Todo en orden? -preguntó Rider.
– Sí -respondió Bosch.
– ¿Qué ocurre? -insistió ella.
Bosch eludió la pregunta y se volvió hacia la otra mujer.
– ¿Dónde están las llaves?
Regina hizo un pequeño mohín y se sacó del sujetador una diminuta llave que correspondía a las esposas, que entregó a Bosch. Bosch se la dio a Edgar.
– Suelta a ese hombre. Si luego decide quedarse aquí, allá él.
– Pero él dijo…
– Me tiene sin cuidado lo que dijera o dejara de decir. Quítale las esposas. No vamos a marcharnos de aquí dejando a un tío esposado.
Edgar bajó la escalera mientras Bosch observaba a Regina.
– ¿Por eso cobra usted doscientos dólares por hora? -preguntó.
– Mis clientes quedan más que satisfechos, se lo aseguro. Siempre repiten. ¡Qué raros son los hombres! Le aconsejo que pruebe alguna vez, detective. Quizá se divierta.
Bosch miró a la mujer durante un buen rato antes de volverse hacia Rider.
– ¿Qué has conseguido, Kiz?
– Su nombre verdadero es Virginia Lampley. Dice que conocía a Elias de verlo en televisión, no por ser un cliente. Me ha explicado que hace unas semanas se presentó el investigador de Elias y le hizo unas preguntas.
– ¿Pelfry? ¿Qué le preguntó?
– Estupideces -replicó Regina antes de que Rider pudiera contestar-. Me preguntó si sabía algo sobre la chica a la que asesinaron el año pasado. La hija del zar de los coches que aparecía en la tele. Le dije que qué coño iba yo a saber de ese asunto. El tipo se puso pesado pero yo le paré los pies. No permito que ningún hombre se pase. Al final el tío se marchó. Ustedes también están muy confundidos con respecto a mí.
– Es posible -repuso Bosch.
Durante algunos momentos nadie dijo nada. Bosch estaba todavía impresionado por lo que había visto en el vestidor y no se le ocurría ninguna otra pregunta.
– Dice que se queda.
Era Edgar, que acababa de subir de la habitación en penumbra. Devolvió la llave a Regina y ésta se la guardó de nuevo en el sujetador con unos gestos aparatosos, sin dejar de mirar a Bosch.
– Bien, vámonos -dijo éste.
– ¿No le apetece quedarse para tomarse una Coca-Cola, detective? -preguntó Virginia Lampley con una sonrisa entre picara y perversa.
– Nos vamos -contestó Bosch.
Los tres detectives bajaron la escalera en silencio, con Bosch cerrando la comitiva. Al llegar al recibidor miró hacia la habitación que estaba en penumbra. Distinguió el resplandor de la bombilla roja y la silueta del hombre sentado en el sillón en una esquina de la estancia. Aunque tenía el rostro en la sombra, Bosch se percató de que le estaba mirando.
– No se preocupe, detective -dijo Regina a sus espaldas-. Le trataré bien.
Al llegar a la puerta, Bosch se volvió para mirarla. La mujer seguía sonriendo de aquella forma tan peculiar.