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Las entrevistas con la secretaria y el pasante de Elias resultaron tan insulsas que Bosch lamentó que sus compañeros y él mismo no hubieran utilizado ese tiempo en recuperar el sueño perdido. Tyla Quimby, la secretaria, estaba con gripe y había permanecido toda la semana encerrada en su casa, en el distrito de Crenshaw. No conocía las actividades de Howard Elias durante los días anteriores a su muerte. Aparte de la posibilidad de contagiarles la gripe, les proporcionó muy poca información. La mujer les explicó que Elias no solía comentar con ella ni con el pasante las estrategias que utilizaba en sus casos, ni tampoco otros aspectos de su trabajo. La tarea de ella consistía principalmente en abrir el correo, atender el teléfono, tratar con las visitas y clientes poco importantes y abonar los gastos de la oficina a través de una pequeña cuenta en la que Elias hacía unos depósitos todos los meses. En cuanto a las comunicaciones por teléfono, la mujer les dijo que Elias tenía una línea privada en su despacho, cuyo número conocían sus amigos y asociados, así como algunos periodistas e incluso enemigos. De modo que la secretaria no había podido informarles de si Elias había recibido alguna amenaza durante las semanas anteriores a su asesinato. Los investigadores le dieron las gracias y abandonaron su casa, confiando en que no les hubiera contagiado la gripe.

El pasante, John Babineux, tampoco fue capaz de aclararles ninguna cuestión importante de la investigación. Les confirmó que él y Michael Harris se habían quedado el viernes trabajando hasta tarde con Elias. Pero Babineux añadió que Harris y Elias habían permanecido encerrados en el despacho privado de éste durante buena parte de la tarde.

Babineux les contó que se había licenciado en la Facultad de Derecho de la Universidad del Sur de California hacía tres meses y que estudiaba por las noches, puesto que de día trabajaba de pasante para Elias, con el fin de obtener el título de abogado. Les explicó que estudiaba por las noches en el despacho de Elias porque así podía acceder a libros de derecho que necesitaba consultar para memorizar casos y códigos penales. Obviamente le resultaba más cómodo estudiar allí que en el apartamento cercano a la universidad que compartía con otros dos estudiantes de derecho. Poco antes de las once, Babineux se había marchado con Elias y Harris porque estaba cansado de trabajar. Dijo que él y Harris se dirigieron hacia sus respectivos coches, que se hallaban aparcados en una zona azul próxima al despacho, mientras Elias echaba a andar solo por la Tercera hacia Hill Street y Angels Flight.

Al igual que Quimby, Babineux describió a Elias como un hombre reservado que no solía comentar los casos en los que trabajaba ni los preparativos para un juicio. Les explicó que durante la última semana se había dedicado sobre todo a disponer las transcripciones de las numerosas declaraciones previas al juicio del caso Black Warrior. Su tarea consistía en volcar las transcripciones y demás material referente al caso en un ordenador portátil que llevarían al tribunal para que Elias pudiera consultarlo cuando tuviera que utilizar una determinada referencia o prueba durante el juicio.

Babineux no pudo proporcionar a los detectives información alguna sobre las posibles amenazas que hubiera recibido Elias; en todo caso ninguna amenaza que el abogado se hubiera tomado en serio. El pasante comentó que durante los últimos días había observado que Elias se mostraba muy optimista, pues estaba plenamente convencido de que iba a ganar el juicio del Black Warrior.

– Dijo que era pan comido -les explicó Babineux.


Mientras Bosch circulaba por la avenida Woodrow Wilson hacia su casa pensó en las dos entrevistas y se preguntó por qué Elias se había mostrado tan reservado sobre el caso que iba a presentar ante los tribunales. Eso no concordaba con su estrategia habitual de filtrar noticias a los medios o convocar ruedas de prensa multitudinarias. No dejaba de ser extraño que mantuviera tanta discreción sobre un caso que estaba convencido de que iba a ganar.

Bosch confiaba en descubrir la razón cuando Entrenkin le entregara al cabo de unas horas el expediente del Black Warrior. Hasta entonces decidió archivar el asunto.

Inmediatamente se puso a pensar en el armario ropero que había en su dormitorio. Aún no le había echado un vistazo, pues no estaba seguro de cómo iba a reaccionar si comprobaba que Eleanor se había llevado su ropa. Bosch decidió hacerlo en cuanto llegara a casa, para salir de dudas. Era el momento idóneo, pues al margen de lo que descubriera estaba demasiado cansado para hacer otra cosa que caer rendido en la cama.

Pero al doblar la última curva vio el destartalado Taurus de Eleanor, aparcado frente a la casa. Había dejado el garaje abierto para que él pudiera meter su automóvil. Bosch sintió que los músculos del cuello y de los hombros se relajaban y suspiró aliviado.

La casa estaba en silencio. Dejó su maletín sobre una de las sillas del comedor y se quitó la corbata al entrar en la sala de estar. Luego avanzó por el pequeño pasillo y miró en el dormitorio. Las cortinas estaban corridas y la habitación a oscuras, salvo por un tenue resplandor de las farolas que penetraba por la ventana. Bosch contempló la silueta de Eleanor debajo de las sábanas. Su cabello castaño estaba desparramado por la almohada.

Bosch entró en la habitación, se desnudó sin hacer ruido y colocó la ropa sobre una silla. Luego, para no despertarla, fue a darse una ducha en el baño del cuarto de invitados. Diez minutos más tarde se acostó en la cama junto a su mujer.

Se tumbó de espaldas y contempló la oscuridad del techo. Notó que Eleanor no respiraba de forma lenta y acompasada como cuando dormía.

– ¿Estás despierta? -preguntó Bosch.

– Mmm-humm.

Bosch aguardó un momento.

– ¿Dónde has estado, Eleanor?

– En Hollywood Park.

Bosch no dijo nada. No quería acusarla de mentirosa. Tal vez Jardine, el guardia de seguridad, no hubiera reparado en ella cuando contempló la sala de juego a través de los monitores de vídeo. Bosch se quedó mirando el techo, sin saber qué hacer.

– Ya sé que llamaste para averiguar si yo estaba allí -dijo Eleanor-. Conocí a Tom Jardine en Las Vegas. Trabajaba en el Flamingo. Te mintió. Me dijo que habías llamado.

Bosch cerró los ojos y guardó silencio.

– Lo siento, Harry. No me apetecía discutir contigo en aquellos momentos.

– ¿Discutir?

– Ya me entiendes.

– No, no te entiendo, Eleanor. ¿Por qué no respondiste a mi mensaje cuando llegaste a casa?

– ¿Qué mensaje?

Bosch recordó que él mismo había escuchado el mensaje hacía un rato. La luz del contestador no debía de estar parpadeando cuando ella llegó a casa, y no había oído el mensaje.

– No tiene importancia. ¿Cuándo has regresado?

Eleanor alzó la cabeza de la almohada para mirar los dígitos luminosos del reloj que había en la mesilla.

– Hace un par de horas.

– ¿Qué tal te ha ido?

En realidad a Bosch le tenía sin cuidado. Lo había dicho por decir.

– Bien. Gané algún dinero, pero luego metí la pata.

– ¿Qué ocurrió?

– Me arriesgué en vez de ir a lo seguro.

– ¿A qué te refieres?

– Me sirvieron un par de ases y además tenía cuatro tréboles, el as, el tres, el cuatro y el cinco. De modo que me descarté del as de corazones y fui a por el dos de tréboles para formar una escalera de color. Con una escalera de color puedes llevarte un bote especial, que en aquel momento ascendía a unos tres mil dólares. Eso era lo que yo pretendía.

– ¿Y qué pasó?

– No conseguí el dos de trébol. No pude formar una escalera de color. Me dieron el as de picas.

– Mala suerte.

– Sí. Me descarté de un as y me dieron otro. Me quedé con la pareja de ases, pero me ganó un jugador que tenía tres dieces. El bote ascendía a unos trescientos dólares. De modo que si me hubiera quedado con el as de corazones habría formado un trío y habría ganado. Pero me equivoqué. Entonces dejé la partida.

Bosch no dijo nada. Pensó en la historia que acababa de contarle Eleanor y se preguntó si con ella trataba de decirle otra cosa. Había descartado el as de corazones para conseguir el bote especial, pero había fallado.

Tras un breve silencio, Eleanor preguntó:

– ¿Te ha llamado el jefe para que te ocupes de un caso? Cuando llegué vi que no te habías acostado.

– Así es.

– Creí que no estabas en la rotación de guardia.

– Es una larga historia y no tengo ganas de hablar de ella ahora. Quiero hablar sobre nosotros. ¿Qué ocurre, Eleanor? No podemos seguir así, esto no va bien. Algunas noches ni siquiera sé dónde estás o si te ha pasado algo. Hay algo que no funciona, que no encaja, pero no sé qué es.

Eleanor se deslizó bajo las sábanas. Apoyó la cabeza sobre el pecho de Bosch y le acarició la cicatriz que tenía en el hombro.

– Harry…

Él aguardó sin decir nada. Eleanor se colocó sobre él y empezó a mover las caderas lentamente.

– Tenemos que hablar de esto, Eleanor.

Ella deslizó un dedo sobre sus labios, indicándole que guardara silencio. Hicieron el amor despacio. En la mente de Bosch bullían unos pensamientos ambivalentes. Él la amaba más de lo que nunca había amado a nadie. Sabía que ella le amaba a su manera. El hecho de que Eleanor formara parte de su vida le hacía sentirse plenamente satisfecho. Pero en cierto momento se había dado cuenta de que ella no sentía lo mismo que él. Era como si le faltara algo, como si su relación no acabara de llenarla, y la sensación de que iban en barcos separados hizo que Bosch se sintiera peor que nunca.

A partir de entonces su matrimonio había comenzado a ir a la deriva. Durante el verano, Bosch había estado ocupado con unas investigaciones muy complicadas, entre ellas un caso que le había exigido desplazarse durante una semana a Nueva York. Durante su ausencia Eleanor había visitado por primera vez la sala de póquer del Hollywood Park. Por aburrimiento, porque se sentía sola y no lograba un trabajo aceptable en Los Ángeles. Había regresado a los naipes, a hacer lo mismo que hacía cuando Bosch la había encontrado, y por lo visto en la mesa de juego había hallado lo que andaba buscando.

– Te quiero, Eleanor -dijo Bosch cuando terminaron de hacer el amor, abrazándola con fuerza-. No quiero perderte.

Ella le besó en los labios, y luego murmuró:

– Duerme, cariño. Descansa.

– Quédate a mi lado. No te muevas hasta que me haya dormido.

– No me moveré.

Eleanor lo abrazó. Él procuró olvidarse de todo. Al menos de momento. Ya pensaría más tarde en ello. Entonces lo único que le apetecía era dormir.

Unos minutos después soñó que subía en el funicular de Angels Flight hasta la colina. Cuando el otro coche pasó junto a él, Bosch miró por la ventanilla y vio a Eleanor sentada sola. Ella no lo miró.

Bosch se despertó una hora después. La habitación estaba más oscura, pues la luz del exterior se había desplazado de la ventana. Miró a su alrededor y comprobó que Eleanor ya se había levantado. Se incorporó en el lecho y la llamó.

– Estoy aquí -respondió ella desde la sala de estar.

Bosch se vistió y salió del dormitorio. Eleanor estaba sentada en el sofá, envuelta en el albornoz que él le había comprado en el hotel de Hawai donde habían pasado la luna de miel después de casarse en Las Vegas.

– Oye -dijo Bosch-, he pensado que… No sé.

– Estabas hablando en sueños y por eso me he venido aquí.

– ¿Qué decía?

– Mi nombre y unas cosas que no tenían sentido. Algo sobre unos ángeles que volaban.

Bosch sonrió y se sentó en un sillón situado al otro lado de la mesa de café.

– ¿Has tomado alguna vez el funicular de Angels Flight para venir al centro?

– No.

– Hay dos coches. Cuando uno sube, el otro baja. Se cruzan a medio camino. He soñado que yo subía en un coche y que tú bajabas en el otro. Nos cruzamos a medio camino, pero tú ni me miraste… ¿Qué crees que significa? ¿Que hemos tomado caminos distintos?

Eleanor sonrió con tristeza.

– Supongo que significa que eres un ángel. Tú subías.

Bosch no sonrió.

– Tengo que regresar -dijo-. Este caso va a tenerme muy ocupado durante un tiempo. Al menos eso creo.

– ¿Por qué te han llamado precisamente a ti?

Bosch tardó diez minutos en resumirle el asunto. Le gustaba hablar de sus casos con Eleanor. Además de satisfacer su ego, a veces ella hacía una sugerencia que resultaba útil o un comentario que ponía de relieve algún aspecto en el que él no había reparado. Hacía muchos años que ella había trabajado de agente del FBI. Era una etapa de su vida muy lejana, pero Bosch seguía respetando su lógica y sus dotes de investigadora.

– Harry, Harry… -dijo ella cuando él terminó de relatarle la historia-. ¿Por qué siempre te toca a ti?

– No siempre me toca a mí.

– Pues yo creo que sí. ¿Qué vas a hacer?

– Lo de siempre. Trabajar en el caso. Como todos los del equipo. Hay mucho que hacer. Tendrán que concedernos el tiempo necesario. Es un caso peliagudo.

– Te conozco. Te pondrán todos los obstáculos habidos y por haber. Seguro que es uno de esos casos en los que no conviene atrapar al culpable y llevarlo ante la justicia. Pero tú lo harás. Tú darás con el culpable aunque eso te granjee el odio de los policías de todas las divisiones.

– Todos los casos son importantes, Eleanor. Desprecio a la gente como Elias. Era un miserable que se ganaba la vida denunciando a policías que a fin de cuentas sólo cumplían con su obligación. Al menos en su mayor parte. De vez en cuando tenía un caso legítimo. En última instancia, si eres culpable de un delito debes pagar por él. Sea quien sea. Aunque se trate de un policía.

– Lo sé, Harry.

Eleanor apartó la vista y miró a través de los ventanales. El cielo se había teñido de rojo. Las luces de la ciudad comenzaban a encenderse.

– ¿Cuántos cigarrillos te has fumado? -preguntó él por decir algo.

– Un par. ¿Y tú?

– Ninguno.

Bosch le había notado olor a tabaco. Se alegró de que no le mintiera.

– ¿Cómo te ha ido en Stocks and Bonds?

Bosch había dudado en preguntárselo. Sabía que el resultado de esa entrevista era lo que la había llevado a la sala de póquer.

– Como en las otras. Dijeron que si les interesaba ya me llamarían.

– Cuando regrese a la comisaría hablaré con Charlie.

Stocks and Bonds era una empresa situada en Wilcox, frente a la comisaría de Hollywood, que se dedicaba a perseguir a los que se fugaban estando bajo fianza. Bosch había oído decir que buscaban a un agente preferiblemente femenino, pues buena parte de los imputados que desaparecían tras depositar una fianza en la comisaría de Hollywood eran prostitutas, y una mujer tenía más probabilidades de dar con ellas. Bosch había hablado del tema con el propietario de la empresa, Charlie Scott, y éste había accedido a tener en cuenta a Eleanor para el puesto. Bosch no le había mentido sobre su historial, y le había expuesto tanto los aspectos positivos como los negativos. Por el lado positivo, Eleanor era una ex agente del FBI, y por el negativo, había estado en prisión. Scott dijo que su historial delictivo no constituía un problema, ya que el cargo no requería una licencia estatal de investigador privado, algo que Eleanor no habría podido conseguir. El problema era que él quería que sus agentes fueran armados -sobre todo tratándose de una mujer- cuando perseguían a alguien que se había fugado estando bajo fianza. A Bosch eso no le preocupaba. Sabía que la mayor parte de los agentes de la empresa no tenían licencia para llevar armas. El arte de esa profesión consistía en no aproximarse demasiado a la presa para no tener que usar el arma. Los mejores agentes localizaban la pieza desde una distancia prudencial y luego avisaban a la policía para que la detuviera.

– No te molestes en hablar con él, Harry. Supongo que quiso hacerte un favor, pero cuando me presenté se le impuso la realidad y decidió no contratarme. Déjalo correr.

– Tú lo harías estupendamente.

– Eso es lo de menos.

Bosch se levantó.

– Tengo que arreglarme -dijo.

Se dirigió al dormitorio, y después de darse otra ducha se puso un traje limpio. Cuando regresó a la sala de estar, Eleanor seguía sentada en el sofá.

– No sé a qué hora volveré -dijo, sin mirarla-. Tenemos mucho que hacer. Además, mañana llegan los del FBI.

– ¿El FBI?

– Ya se sabe, los derechos civiles y todo eso. Los ha llamado el jefe.

– ¿Para mantener la paz y el orden en el distrito sur?

– Al menos eso espera.

– ¿Conoces los nombres de los agentes que se ocuparán del caso?

– No. En la rueda de prensa que se ha celebrado hoy había un agente especial.

– ¿Cómo se llama?

– Gilbert Spencer. Pero dudo de que se ocupe directamente del caso.

Eleanor meneó la cabeza.

– No lo conozco, debe de ser posterior a mí. Seguramente ha acudido para presenciar el espectáculo.

– Sí. Ha dicho que mañana enviará a un equipo.

– Suerte.

Bosch la miró y asintió con la cabeza.

– Aún no sé el número. Si me necesitas, utiliza el busca.

– De acuerdo, Harry.

Bosch vaciló unos instantes antes de formularle la pregunta.

– ¿Vas a volver allí?

Eleanor miró de nuevo a través de los ventanales.

– No lo sé. Quizá.

– Eleanor…

– Tú tienes tu vicio, Harry, y yo el mío.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– ¿Recuerdas lo que sientes cuando empiezas la investigación de un nuevo caso? ¿Recuerdas ese cosquilleo que te produce la caza? Pues yo ya no lo siento. La sensación más parecida es la que me produce el recoger esas cinco cartas de la mesa y ver lo que tengo. Es difícil de explicar y más aún de comprender, pero me hace sentir viva de nuevo. Todos estamos enganchados a alguna droga, Harry. Yo quisiera estar enganchada a la tuya, pero no es así.

Bosch se la quedó mirando. No sabía si podría decir algo sin que su voz le traicionara. Se dirigió hacia la puerta y al abrirla se volvió. Luego salió de la habitación, pero unos segundos después regresó de nuevo.

– Me has hecho mucho daño, Eleanor. Siempre confié en conseguir que volvieras a sentirte viva.

Eleanor cerró los ojos, como si estuviera a punto de llorar.

– Lo siento mucho, Harry. No debería haberte dicho eso.

Bosch salió de la habitación y cerró la puerta tras él.

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