10

El Bradbury, construido hacía más de un siglo, constituía la polvorienta joya del centro urbano. Su belleza era antigua pero más resplandeciente y seductora que todas las torres de cristal y mármol que se alzaban como gigantes en torno a él, como protegiendo a una hermosa criatura. Su estilo florido y sus superficies de baldosas habían resistido la traición del hombre y de la naturaleza. Había sobrevivido a terremotos y disturbios, épocas de abandono y deterioro, y a una ciudad que con frecuencia no se molestaba en salvaguardar las raíces y la escasa cultura que poseía. Bosch creía que no existía una construcción más bella en la ciudad, pese a los motivos que le habían hecho penetrar en su interior a lo largo de los años.

Aparte de los bufetes de Howard Elias y otros abogados, el Bradbury albergaba en sus cinco plantas varias oficinas estatales y municipales. Las tres grandes oficinas situadas en el tercer piso estaban arrendadas a la División de Asuntos Internos del Departamento de Policía de Los Ángeles y eran utilizadas para celebrar en ellas las reuniones convocadas por la Junta de Derechos, los tribunales disciplinarios ante los cuales debían comparecer los policías que habían cometido algún delito. La División de Asuntos Internos había arrendado ese espacio debido a la creciente ola de quejas contra policías que se había producido en la década de los noventa, que había dado lugar a más acciones disciplinarias y más intervenciones de la Junta de Derechos. En los tiempos que corrían se convocaban numerosas reuniones disciplinarias, en ocasiones hasta dos o tres diarias. Puesto que en el Parker Center no había suficiente espacio para este torrente de casos de desmanes policiales, Asuntos Internos había arrendado ese lugar en el cercano edificio Bradbury.

Para Bosch, la División de Asuntos Internos era la única mácula que empañaba la belleza del edificio. Bosch se había visto obligado a comparecer dos veces ante la Junta de Derechos en el Bradbury. En ambos casos había tenido que declarar, escuchar a los testigos y a un investigador de Asuntos Internos -en una ocasión había sido Chastain- exponer los hechos y las pruebas del caso, tras lo cual se había paseado nervioso bajo el gigantesco lucernario del atrio mientras los tres capitanes decidían en privado su suerte. Bosch había sido declarado inocente en ambas ocasiones y, tras sus obligadas visitas al Bradbury, había llegado a enamorarse del edificio con sus suelos de baldosas mexicanas, sus adornos de hierro forjado y pintorescos buzones de correos. En cierta ocasión incluso se había molestado en leer la historia del edificio en las oficinas de Conservación de Edificios Históricos, donde había descubierto uno de los misterios más extraños de Los Ángeles: el Bradbury, pese a su esplendor, había sido proyectado por un delineante que cobraba cinco dólares a la semana. George Wyman no estaba licenciado en arquitectura y no había diseñado ningún edificio cuando esbozó el proyecto del edificio en 1892, pero su diseño se plasmó en una construcción que había de perdurar más de un siglo y despertar la admiración de numerosas generaciones de arquitectos. Lo más curioso del caso era que Wyman no volvió a proyectar ningún edificio importante, ni en Los Ángeles ni en ninguna otra ciudad.

Era ese tipo de misterios que le gustaban a Bosch. Le fascinaba la idea de que un hombre dejara su impronta en una sola obra, la única oportunidad que se le había brindado. Bosch se identificaba con George Wyman, pese al siglo que les separaba. El detective creía que todo el mundo tenía una oportunidad en su vida. Desconocía si él ya había tenido la suya; era difícil saberlo hasta que uno era viejo y hacía balance de su vida. Pero le daba la impresión de que la gran ocasión de su vida aún no se le había presentado.

Debido a las numerosas calles de una sola dirección y a los semáforos que impedían a Dellacroce y a Rider circular con rapidez, Bosch y Chastain, que iban a pie, llegaron al Bradbury antes que ellos. Al acercarse a la pesada puerta de cristal de la entrada, vieron a Janis Langwiser apearse de un pequeño deportivo rojo que estaba indebidamente aparcado junto a la acera, frente al edificio. La abogada llevaba un bolso de cuero colgado al hombro y sostenía un vaso de plástico con la etiqueta de una bolsita de té colgando por el borde.

– Creí que habíamos quedado citados para dentro de una hora -dijo en tono jovial.

Bosch consultó su reloj. Había transcurrido una hora y diez minutos desde que habían hablado por teléfono.

– Si quiere me puede demandar por incumplimiento -respondió Bosch sonriendo.

Después de presentarle a Chastain, Bosch ofreció a Langwiser un informe más detallado de la investigación. En el preciso momento en que terminó aparecieron Rider y Dellacroce, quienes aparcaron sus respectivos vehículos delante del de Langwiser. Bosch trató de abrir la puerta del edificio, pero estaba cerrada. Sacó el llavero que había pertenecido a Elias y consiguió abrir al segundo intento. Los cinco penetraron en el atrio del edificio. Al alzar la vista se sintieron sobrecogidos por la belleza del lugar. Por la claraboya se filtraban los primeros rayos violáceos y grises del amanecer.

A través de unos altavoces ocultos sonaba música clásica. Era una música subyugante y triste que Bosch no logró identificar.

– El adagio de Barber -dijo Langwiser.

– ¿Qué? -preguntó Bosch con los ojos clavados en el techo del edificio.

– La música.

– Ah.

Un helicóptero de la policía pasó por encima del edificio; se dirigía hacia Piper Tech para el cambio de turno. La imagen rompió el hechizo y Bosch bajó la mirada. Un guardia de seguridad vestido de uniforme se dirigió hacia ellos.

Era un joven negro con el pelo cortado casi al cero y unos asombrosos ojos verdes.

– ¿En qué puedo ayudarles? El edificio está cerrado.

– Policía -respondió Bosch mostrándole la placa-. Tenemos una orden judicial para registrar el despacho 505.

Bosch hizo una señal a Dellacroce, quien sacó la orden judicial del bolsillo de la chaqueta y se la entregó al guardia.

– Ese es el despacho del señor Elias -dijo el guardia.

– Ya lo sabemos -replicó Dellacroce.

– ¿Qué ocurre? -preguntó el guardia-. ¿Por qué tienen que registrar el despacho del señor Elias?

– En estos momentos no se lo podemos decir -contestó Bosch-. Pero queremos que usted responda a un par de preguntas. ¿Cuándo comienza su turno? ¿Estaba usted aquí cuando el señor Elias se marchó anoche?

– Sí, estaba aquí. Trabajo de seis a seis. Les vi marcharse hacia las once de la noche.

– ¿Se refiere a que al señor Elias le acompañaba alguien?

– Le acompañaban dos hombres. Cuando se hubieron marchado cerré la puerta con llave. El edificio se quedó desierto, sólo estaba yo.

– ¿Conoce usted a los hombres que le acompañaban?

– Uno era el ayudante o como se llame del señor Elias.

– ¿Secretario? ¿Pasante?

– Sí, el pasante. Un joven estudiante que le ayudaba con los casos.

– ¿Sabe cómo se llama?

– No, nunca se lo he preguntado.

– ¿Y el otro individuo?

– A ése no lo conozco.

– ¿Lo había visto antes por aquí?

– Sí, las dos últimas noches se marcharon juntos. Y en un par de ocasiones lo vi entrar y salir solo.

– ¿Ocupa un despacho en el edificio?

– Que yo sepa, no.

– ¿Era cliente de Elias?

– ¿Cómo quiere que lo sepa?

– ¿Es negro, blanco?

– Negro.

– ¿Qué aspecto tiene?

– No me fijé en él.

– Pero dijo que le había visto por aquí en otras ocasiones. ¿Qué aspecto tiene?

– Normal.

Bosch estaba perdiendo la paciencia, aunque no sabía muy bien por qué. El guardia parecía esforzarse. Una de las tareas rutinarias de la policía era buscar testigos que a la hora de la verdad eran incapaces de describir a personas a quienes habían tenido ocasión de ver con toda nitidez. Bosch tomó la orden judicial de la mano del guardia y se la devolvió a Dellacroce. Langwiser pidió que se la mostraran y empezó a leerla mientras Bosch continuaba interrogando al guardia.

– ¿Cómo se llama?

– Robert Courtland. Estoy en lista de espera para ingresar en la academia.

Bosch asintió. Casi todos los guardias de seguridad de la ciudad esperaban conseguir algún día un puesto en la policía. Bosch pensó que si Courtland, un negro, aún no había ingresado en la academia, sería porque habría algún problema en su solicitud. El departamento hacía los posibles por atraer a grupos minoritarios a sus filas. Si Courtland aún estaba en la lista de espera sería por algún motivo. Bosch supuso que quizás habría confesado que había fumado marihuana. O tal vez no reunía los mínimos requisitos en materia de instrucción o tenía antecedentes como delincuente juvenil.

– Cierre los ojos, Robert.

– ¿Qué?

– Cierre los ojos y relájese. Piense en el hombre que vio. Dígame qué aspecto tiene.

Courtland obedeció al detective, y unos instantes después le ofreció una mejor descripción del tipo, aunque escueta.

– Tiene aproximadamente la misma estatura que el señor Elias. Pero llevaba la cabeza afeitada. Y lucía una perilla.

– ¿Una perilla?

– Sí, una minúscula barbita justo debajo del labio. -El joven abrió los ojos-. Esto es todo.

– ¿Seguro? -preguntó Bosch con un tono amistoso y jovial-. ¿Cómo quiere que le admitan en la policía, Robert? Necesitamos algo más. ¿Qué edad tenía ese tipo?

– No sé. Treinta o cuarenta años.

– Eso nos ayuda mucho. Una diferencia de diez años. ¿Era delgado? ¿Gordo?

– Delgado pero musculoso. Un tipo de buena planta.

– Creo que está describiendo a Michael Harris -terció Rider.

Bosch la miró. Harris era el demandante en el caso del Black Warrior.

– Encaja con su descripción -dijo Rider-. El caso comienza el lunes. Probablemente se quedaron trabajando hasta tarde, preparando el caso para presentarlo ante el tribunal.

Bosch asintió.

– Tenemos un problema con esta orden de registro -observó Langwiser mientras seguía leyendo el documento.

Todos se volvieron hacia ella.

– Puede retirarse, Robert -le dijo Bosch a Courtland-. No le necesitamos más. Gracias por su ayuda.

– ¿Está seguro? ¿Quiere que suba con ustedes para abrirles la puerta del despacho?

– No, tenemos la llave. Nos las arreglaremos.

– De acuerdo. Si necesitan algo, estoy en el despacho de seguridad, detrás de la escalera.

– Gracias.

Courtland empezó a retirarse, pero de pronto se detuvo y se volvió.

– Es mejor que no suban los cinco en el ascensor al mismo tiempo. Es mucho peso para ese trasto.

– Gracias, Robert -respondió Bosch.

El detective esperó a que el guardia hubiera desaparecido antes de volverse hacia Langwiser.

– Señorita Langwiser, quizá no haya visitado muchas escenas de crímenes -dijo-. Pero permítame un consejo. Jamás diga delante de una persona que no es policía que hay un problema con una orden de registro.

– De verdad que lo siento.

– ¿Qué tiene de malo esa orden de registro? -inquirió Dellacroce, molesto de que cuestionaran su profesionalidad-. El juez no vio ningún defecto. Dijo que era correcta.

Langwiser observó el documento de tres páginas que sostenía en la mano y lo agitó, haciendo que las hojas se estremecieran como las alas de una paloma que ha sido abatida.

– Creo que en un caso como éste conviene que estemos muy seguros de lo que hacemos, antes de entrar en ese despacho y ponernos a registrar sus archivos.

– Tenemos que examinar esos archivos -dijo Bosch-. Es ahí donde hallaremos a la mayoría de sospechosos.

– Lo comprendo. Pero son unos archivos confidenciales que se refieren a querellas contra el departamento de policía. Contienen información privilegiada que sólo puede ver un abogado y su cliente. ¿No lo entiende? Si abre un solo archivo, habrá violado los derechos de los clientes de Elias.

– Lo único que pretendemos es dar con el asesino de ese hombre. Los casos que tuviera pendientes nos tienen sin cuidado. Confío en que el nombre del asesino no se encuentre en esos archivos y que no se trate de un policía. Pero ¿y si lo fuera, y Elias conservara copias o notas de sus amenazas en esos archivos? ¿Y si a través de sus pesquisas Elias hubiera averiguado algo sobre una persona que aclare el asesinato? Como verá, es imprescindible que examinemos esos archivos.

– Todo eso es comprensible. Pero si posteriormente un juez dictamina que el registro fue ilegal, usted no podrá utilizar nada de lo que encuentre ahí. ¿Está dispuesto a correr ese riesgo? -Langwiser se volvió hacia la puerta-. Necesito un teléfono para hacer una llamada y solventar este asunto. Aún no puedo permitirle que registre ese despacho. No sería correcto.

Bosch soltó una bocanada de aire, maldiciendo en silencio por haberse precipitado en llamar a la abogada. Debió hacer lo que tenía que hacer y cargar con las consecuencias.

– Tenga. -Bosch abrió su maletín y entregó a Langwiser su móvil.

La abogada llamó a la centralita de la oficina del fiscal del distrito y pidió que la pasaran con un procurador llamado David Scheiman; Bosch sabía que era el supervisor de la unidad de delitos graves. Cuando Scheiman se puso al teléfono, la abogada empezó a resumir la situación mientras Bosch escuchaba atentamente para asegurarse de que Langwiser no se equivocaba en los pormenores.

– Estamos perdiendo mucho tiempo, Harry -murmuró Rider-. ¿Quieres que vaya a buscar a Harris y hable con él sobre lo de anoche?

Bosch estuvo a punto de dar su conformidad, pero dudó al pensar en las posibles consecuencias.

Michael Harris había interpuesto una demanda contra quince miembros de la División de Robos y Homicidios en un caso que había sido muy ventilado por los medios y que debía iniciarse el lunes. Harris, empleado de un taller de lavado de coches con un largo historial de robos y agresiones sexuales, pedía diez millones de dólares en concepto de daños y perjuicios, porque afirmaba que los de Robos y Homicidios habían colado pruebas contra él en el caso de rapto y asesinato de una niña de doce años que pertenecía a una familia conocida y adinerada. Según Harris, los detectives se lo habían llevado por la fuerza y de forma ilegal, lo habían retenido en la comisaría y lo habían torturado por espacio de tres días para arrancarle una confesión y averiguar el lugar donde se hallaba la niña. En su demanda, Harris declaraba que los detectives, furiosos por su negativa a confesar su participación en el crimen y conducirlos al lugar donde se encontraba la niña, le habían colocado unas bolsas de plástico en la cabeza, y lo habían amenazado con asfixiarlo.

Harris afirmaba también que un detective le había metido un objeto punzante en el oído -un lápiz Black Warrior número 2- y le había perforado el tímpano. Pero Harris no confesó y al cuarto día del interrogatorio descubrieron el cadáver de la niña, en estado de descomposición, en un solar situado a una manzana del apartamento de Harris. Había sido violada y estrangulada.

El asesinato pasó a engrosar una larga lista de crímenes que habían estremecido a la opinión pública de Los Ángeles.

La víctima era una preciosa niña rubia de ojos azules llamada Stacey Kincaid. La habían secuestrado mientras dormía en la elegante mansión familiar en Brentwood, dotada del más sofisticado sistema de seguridad. El crimen supuso para los ciudadanos un angustioso mensaje: nadie estaba seguro.

Los medios habían magnificado el asesinato de la pequeña, ya espantoso de por sí. Ello se debió inicialmente a la identidad de la niña y su familia. Stacey era la hijastra de Sam Kincaid, heredero de una familia que poseía más concesionarios de automóviles en el condado de Los Ángeles de lo que se pueden contar con los dedos de las dos manos. Sam era hijo de Jackson Kincaid, el «zar de los automóviles», quien había construido el imperio familiar a partir de un concesionario Ford que su padre le había dejado después de la Segunda Guerra Mundial. Al igual que Howard Elias, Jack Kincaid había comprendido la importancia de vender su producto a través de la televisión local, y en los años sesenta empezó a anunciarse por televisión, mostrando una simpatía campechana y transmitiendo una imagen de honradez y afabilidad. Parecía tan honesto y fiable como Johnny Carson, y entraba en las salas de estar y en los dormitorios de Los Ángeles con tanta asiduidad como éste. Si Los Ángeles era considerada una «autotopía», Jack Kincaid era su alcalde oficioso.

Fuera de las cámaras, el zar de los automóviles era un empresario frío y calculador que conocía todas las artimañas políticas y eliminaba despiadadamente a cualquier rival en el negocio. Su dinastía creció rápidamente, a medida que sus concesionarios se extendían por todo el paisaje californiano. A finales de los ochenta, el reino de Jack Kincaid estaba más que consolidado y el apodo de zar de los automóviles pasó a su hijo. Pero el viejo seguía muy presente, aunque en la sombra, como quedó ampliamente demostrado cuando desapareció Stacey Kincaid y el anciano Jack regresó a la televisión, esta vez para aparecer en los informativos y ofrecer un millón de dólares de recompensa a quien devolviera a la niña sana y salva. Fue éste otro episodio surrealista en los anales del crimen en Los Ángeles. El anciano que todos estaban acostumbrados a ver desde pequeños en la pantalla de televisión había regresado a ella para suplicar lloroso por la vida de su nieta.

Pero fue en vano. La recompensa y las lágrimas del anciano no impidieron que la niña fuera asesinada. Unos transeúntes descubrieron su cadáver en un solar cercano al apartamento de Michael Harris.

El caso fue juzgado basándose única y exclusivamente en dos pruebas consistentes: las huellas dactilares de Harris halladas en el dormitorio del que se habían llevado a la niña, y el hecho de que el lugar donde habían arrojado su cadáver estuviera próximo a su apartamento. El caso mantuvo en vilo a la ciudad; todos los días pasaban un reportaje en directo del juicio en el programa Court TV y en los informativos locales de televisión. El abogado de Harris, John Penny, un tipo tan hábil como Elias a la hora de manipular a los jurados, montó una defensa basada en que la proximidad entre el lugar donde había sido arrojado el cadáver y la vivienda de Harris era mera coincidencia, y aseguró que las huellas dactilares -encontradas en los libros de texto de la niña- eran una prueba falsa introducida por el Departamento de Policía de Los Ángeles.

Todo el poder y el dinero que los Kincaid habían acumulado durante varias generaciones no consiguieron frenar la corriente de indignación contra la policía y las connotaciones raciales del caso. Harris era negro, en tanto que los Kincaid, los policías y los fiscales eran blancos. El caso contra Harris quedó irremediablemente sentenciado cuando Penny logró arrancar a Jack Kincaid un comentario que muchos consideraron racista durante su declaración sobre sus numerosos concesionarios. Después de que Kincaid hubiera descrito pormenorizadamente sus múltiples negocios, Penny le preguntó por qué no había instalado ninguno de sus concesionarios en el barrio de South Central. Antes de que el fiscal pudiera protestar por considerar la pregunta irrelevante, Kincaid respondió sin vacilar que jamás instalaría ninguno de sus negocios en una zona donde sus habitantes eran unos agitadores. Kincaid declaró que había tomado su decisión a raíz de los disturbios que habían estallado en 1965 por el caso Watts, y que se había reafirmado en ella después de los recientes disturbios de 1992.

La pregunta y la respuesta tenían poco o nada que ver con el asesinato de la niña de doce años, pero dio un giro de noventa grados al proceso. En entrevistas posteriores, los miembros del jurado dijeron que la respuesta de Kincaid simbolizaba la profunda brecha racial abierta en la ciudad. Esa respuesta hizo que la gente cambiara súbitamente de opinión, trasladando sus simpatías a Harris. El caso estaba sentenciado.

El jurado declaró a Harris inocente después de cuatro horas de deliberaciones. Penny entregó entonces el caso a su colega, Howard Elias, para que se hiciera cargo del juicio civil, y Harris pasó a ocupar su lugar junto a Rodney King en el panteón de víctimas de una violación de derechos civiles en el distrito sur de Los Ángeles. La mayoría de ellos merecía ese estatus, pero algunos héroes eran creación de los abogados y los medios. En cualquier caso, Harris había decidido sacar tajada en un juicio por violación de los derechos civiles en el que pedía una indemnización de diez millones de dólares.

Pese al veredicto y a toda la retórica que lo acompañó, Bosch no creía en las declaraciones de Harris respecto a su inocencia y a la brutalidad de la policía. Uno de los detectives al que Harris acusaba de haberlo torturado era Frankie Sheehan, el ex compañero de Bosch, y éste sabía que Sheehan era un excelente profesional incapaz de maltratar a sospechosos o detenidos. Bosch consideraba a Harris un embustero y un asesino que se había librado fácilmente de la acusación, por lo que no tendría el menor reparo en despertarlo y llevárselo a la comisaría para interrogarle sobre el asesinato de Howard Elias. Pero mientras permanecía allí charlando con Rider, Bosch comprendió que si llevaba a Harris a la comisaría correría el riesgo de aumentar la lista de desmanes que supuestamente había cometido la policía contra éste, al menos en opinión de buena parte de la opinión pública y los medios. La decisión que debía tomar no sólo era profesional sino política.

– Deja que piense un poco en ello -contestó Bosch a la pregunta de Rider.

El detective echó a andar. El caso era más peligroso de lo que había supuesto. Cualquier torpeza podía desencadenar el desastre para el caso, el departamento y la carrera de mucha gente. Bosch se preguntó si Irving era consciente de ello al asignarle la investigación y elegir el equipo que debía colaborar con él. Quizá los cumplidos de Irving no fueran sino una cortina de humo que ocultaba el motivo real: dejar a Bosch y a su equipo con el culo al aire. Bosch comprendió que su temor era un tanto paranoico. No era probable que Irving hubiera tenido tiempo de urdir semejante plan ni que se preocupara por el equipo de Bosch, teniendo en cuenta lo que estaba en juego.

Al alzar la vista, el detective se dio cuenta de que el cielo estaba más luminoso. Sería un día soleado y caluroso.

– ¿Harry?

Bosch se volvió. Era Rider.

– Ha terminado de hablar.

Bosch regresó junto al grupo.

– Esto no va a gustarle -dijo Langwiser devolviéndole el móvil-. Dave Scheiman quiere nombrar a un abogado independiente para que examine los archivos antes de que lo haga usted.

– ¿Un abogado independiente? -repitió Dellacroce.

– Un abogado nombrado por el juez para que examine los archivos, les proporcionen a ustedes lo que necesitan, y al mismo tiempo protejan los derechos de los clientes.

– ¡Mierda! -exclamó Bosch; era la gota que desborda el vaso-. ¿Por qué no nos largamos de aquí y abandonamos el caso? Si a la oficina del fiscal del distrito no le interesa aclararlo, a mí menos aún.

– Usted sabe muy bien que eso no es así, detective Bosch. Por supuesto que nos interesa aclararlo. Ese documento que tiene le permite registrar el despacho. Scheiman ha dicho que incluso puede examinar los archivos de los casos resueltos, que también son importantes. Pero no puede examinar los archivos de los casos pendientes hasta que los haya visto un abogado nombrado por el juez. Tenga presente que esa persona no es su adversario, y que le proporcionará todo cuanto usted esté autorizado a examinar.

– ¿Y eso cuándo ocurrirá? ¿La semana que viene? ¿El mes que viene?

– No. Scheiman se va a ocupar de eso esta misma mañana. Llamará al juez Houghton, le informará de la situación y le pedirá que designe a un abogado. Con un poco de suerte, el juez lo designará hoy y usted obtendrá lo que necesita de los archivos esta misma tarde. O como mucho, mañana.

– Mañana es demasiado tarde. Tenemos que movernos con rapidez.

– ¿Es que no sabe que una investigación es como un tiburón? -apostilló Chastain-. Si no avanza…

– Ya vale, Chastain -le cortó Bosch.

– Mire, Bosch -dijo Langwiser-, me aseguraré de que Dave se haga cargo de la urgencia de la situación. Entretanto, tenga paciencia. ¿Quiere que sigamos aquí plantados hablando del asunto, o subimos a la oficina para agilizar las cosas?

Bosch la miró durante un momento, irritado por el tono de la mujer. En ese instante el móvil de Harry empezó a sonar. Era Edgar, que hablaba en voz casi inaudible. Bosch se cubrió la oreja con la mano para oírle mejor.

– No te oigo. ¿Qué dices?

– Estoy en el dormitorio. En la mesita de noche no hay ninguna agenda telefónica. He mirado en los cajones de las dos mesitas. La agenda no está aquí.

– ¿Qué?

– La agenda telefónica no está aquí.

Bosch miró a Chastain, el cual no apartaba la vista del detective. Bosch se alejó unos pasos para que nadie oyera lo que decía.

– ¿Estás seguro? -murmuró.

– Naturalmente -respondió Edgar-. De estar aquí la habría visto.

– ¿Has sido el primero en entrar en el dormitorio?

– Sí. Nadie ha entrado antes que yo. Te puedo asegurar que no está aquí.

– ¿Te encuentras en el dormitorio de la derecha del pasillo?

– Así es, Harry. No me he equivocado de dormitorio. La agenda no está aquí.

– ¡Mierda!

– ¿Qué quieres que haga?

– Nada. Continúa registrando el apartamento.

Bosch cerró el móvil y se lo guardó en el bolsillo. Luego regresó junto a los demás, tratando de conservar la calma, como si la llamada apenas le hubiera molestado.

– Bien, subamos a ver si logramos dar con algo interesante.

El grupo se dirigió hacia el ascensor, una reliquia de hierro forjado con adornos barrocos y un acabado de metal bruñido.

– Es mejor que primero subas tú con las señoras -dijo Bosch a Dellacroce-. Nosotros subiremos después. Así distribuiremos el peso.

Bosch sacó del bolsillo el llavero de Howard Elias y se lo entregó a Rider.

– La llave del despacho debe de ser una de ésas -dijo-. De momento olvídate del otro asunto referente a Harris. Vamos a ver primero si encontramos algo interesante en el despacho de Elias.

– De acuerdo, Harry.

Cuando hubieron subido al ascensor, Dellacroce cerró la puerta de acordeón. El viejo ascensor ascendió con movimientos bruscos.

Bosch esperó hasta que sus ocupantes no pudieran verlos, y entonces se volvió hacia Chastain. Estaba que echaba chispas por todos los contratiempos que habían surgido a última hora. Dejó caer el maletín al suelo y agarró a Chastain con ambas manos por el cuello de su chaqueta.

Lo empujó contra la pared y dijo con voz furiosa:

– ¡Maldita sea, Chastain! Sólo te lo voy a preguntar una vez. ¿Dónde está la agenda telefónica?

Chastain se puso rojo y miró a Bosch con ojos desorbitados.

– Pero ¿se puede saber de qué coño me estás hablando?

Chastain sujetó las manos de Bosch para obligarle a que le soltara, pero Harry lo sostuvo con fuerza.

– La agenda telefónica que estaba en el apartamento. Sé que te la llevaste tú y quiero que me la devuelvas. Ahora mismo.

Chastain logró liberarse por fin. Se alejó de Bosch como si temiera que le diera otro arrebato y se arregló la ropa.

– ¡No te acerques! -gritó apuntándole con el dedo-. ¡Estás loco! No tengo ninguna agenda telefónica. Yo vi como tú la metías en el cajón de la mesita de noche.

Bosch avanzó hacia él.

– Tú te la guardaste cuando salí a la terraza…

– ¡Te digo que no te acerques! Yo no la tengo. Si no está allí, eso requiere decir que cuando nos fuimos alguien entró en el dormitorio y se la llevó.

Bosch se detuvo. Era una explicación obvia pero a él ni se le había ocurrido. Había pensado automáticamente en Chastain. Bosch clavó la mirada en el suelo, avergonzado por haber dejado que una vieja enemistad le nublara la razón.

Oyó abrirse la puerta del ascensor al llegar al quinto piso. Entonces alzó la vista, miró a Chastain con frialdad y le espetó:

– Si me has mentido, te juro que te hundo.

– ¡Yo no me llevé la agenda, joder! Te aseguro que te quitaré la placa por este atropello.

Bosch esbozó una sonrisa que más bien parecía una mueca.

– Adelante. Inténtalo, Chastain. Vamos a ver si eres capaz de quitármela.

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