Cuando Bosch abandonó Brentwood y subió la colina hasta The Summit eran casi las dos. Mientras conducía bajo la lluvia pensó en el rostro de Kate Kincaid. Bosch no había tardado ni diez segundos en llegar a la habitación de Stacey después de oír la detonación, pero la mujer ya estaba muerta. Había utilizado una pistola del veintidós, se había introducido el cañón en la boca y se había volado los sesos. La muerte había sido instantánea. La reculada de la pistola había hecho que ésta cayera al suelo. No se apreciaba un orificio de salida de la bala, como solía ocurrir con una pistola del veintidós. Kate Kincaid parecía dormida. Se había cubierto con la manta rosa del lecho de su hija y presentaba una expresión serena. Ni el más experto embalsamador le habría conferido mejor aspecto.
Frente a la residencia de los Kincaid estaban aparcados varios automóviles y furgonetas. Bosch tuvo que dejar su coche tan lejos de la casa que cuando llegó a la puerta tenía la gabardina empapada. Lindell le aguardaba fuera.
– Esto se ha ido a la mierda -dijo el agente del FBI a modo de saludo.
– Ya.
– ¿Crees que deberíamos haberlo previsto?
– No lo sé. Es difícil adivinar lo que va a hacer la gente.
– ¿A quién dejaste allí?
– Al forense y a unos agentes de Robos y Homicidios que se encargan del caso.
Lindell asintió.
– Yo ya he visto lo que tenía que ver. Enséñame lo que tienes aquí.
Los dos hombres entraron en la casa y Lindell condujo a Bosch hasta el gigantesco salón donde había conversado con los Kincaid la tarde del día anterior. Enseguida vio los cadáveres. Sam Kincaid ocupaba el mismo sofá en el que Bosch le había visto por última vez. D. C. Richter estaba en el suelo junto a la ventana que daba al valle de San Fernando. En aquellos momentos no se divisaba una vista de avión, sino un panorama triste y plomizo. El cadáver de Richard yacía en un charco de sangre. El tapizado del sofá había embebido la sangre de Kincaid. Unos técnicos estaban trabajando en la habitación, en la que habían instalado unas luces. Bosch observó que habían colocado unos marcadores de plástico en el suelo y sobre los muebles, donde habían localizado unos casquillos del calibre veintidós.
– En Brentwood encontraste una pistola del veintidós, ¿no es así?
– Sí, es la que usó la señora Kincaid.
– ¿No se te ocurrió registrarla antes de empezar a hablar con ella?
Bosch miró enojado al agente del FBI.
– ¿Estás de broma? La mujer se sometió voluntariamente al interrogatorio. Por si no lo sabes, la primera regla es evitar que el sujeto se sienta como un sospechoso antes de empezar a interrogarle. No la registré, y habría sido un error…
– Lo sé, lo sé. Perdona, no debí preguntártelo. Es que…
Lindell no terminó la frase, pero Bosch sabía adónde quería ir a parar.
– ¿Ha aparecido el viejo? -preguntó para cambiar de tema.
– ¿Jack Kincaid? No, enviamos a unos agentes a su casa. Tengo entendido que se lo ha tomado muy mal. Ha llamado a todos los políticos a quienes dio dinero. Debe de pensar que el ayuntamiento o el alcalde son capaces de devolverle la vida a su hijo.
– Él sabía lo que era su hijo. Seguramente lo supo desde un principio. Por eso ha hecho esas llamadas. No quiere que la prensa lo publique.
– No sé cómo va a evitarlo. Hemos encontrado unas cámaras de vídeo digitales y demás material. No nos será difícil relacionar a Sam Kincaid con la web de Charlotte. De eso estoy seguro.
– Ya veremos. ¿Dónde está Irving?
– Viene de camino.
Bosch se acercó al sofá y se inclinó con las manos apoyadas en las rodillas para examinar de cerca al difunto zar de los automóviles. Tenía los ojos abiertos y la mandíbula crispada en una última mueca. Lindell había estado en lo cierto al decir que no había sido una muerte agradable. Bosch recordó la expresión de la esposa de Kincaid en el momento en que ésta se había suicidado. No había comparación.
– ¿Cómo crees que ella logró acabar con los dos? -preguntó Bosch observando los cadáveres mientras Lindell respondía a su pregunta.
– Si le disparas a un tío en los cojones es difícil que se te rebele. Por la sangre que Kincaid tiene en la entrepierna, yo diría que su mujer le disparó primero en los huevos, y que eso le permitió hacerse con el control de la situación.
Bosch asintió de nuevo.
– ¿Richter no iba armado?
– No.
– ¿Habéis encontrado un arma de nueve milímetros?
– No, todavía no. -Lindell dirigió a Bosch otra mirada de frustración.
– Tenemos que encontrar esa pistola del nueve -dijo Bosch-. La señora Kincaid consiguió que confesaran lo que le habían hecho a la niña pero no dijo nada sobre Elias. Hay que dar con la pistola del nueve para relacionarlos con el asesinato de Elias y acabar con este asunto.
– La estamos buscando. Si alguien encuentra una pistola del nueve, seremos los primeros en saberlo.
– ¿Has enviado a algunos agentes a registrar el domicilio, el coche y la oficina de Richter? Estoy convencido de que fue el autor material de los disparos.
– Estamos en ello, pero no te hagas muchas ilusiones.
Bosch trató de adivinar los pensamientos del agente del FBI pero no lo consiguió. Intuía que éste le ocultaba algo.
– ¿A qué viene eso?
– Edgar consiguió esta mañana su historial de la academia de policía.
– Sabemos que no consiguió ingresar en el cuerpo. ¿Has averiguado el motivo?
– Al parecer estaba ciego de un ojo. El izquierdo. Richter trató de ocultarlo. Y lo consiguió hasta que tuvo que demostrar su puntería con las armas de fuego. Era incapaz de acertar en el blanco. Así fue como se enteraron del defecto que padecía. Y lo echaron.
Bosch asintió. Pensó en los disparos certeros efectuados en Angels Flight y comprendió que este nuevo dato sobre Richter alteraba la situación. Richter no podía ser el asesino.
El ruido de un helicóptero interrumpió sus reflexiones. Al mirar por la ventana vio un helicóptero del Canal Cuatro sobrevolando la mansión, a unos cincuenta metros de distancia. A través de la lluvia distinguió al cámara apostado en la puerta corredera.
– Malditos buitres -comentó Lindell-. Ni la lluvia consigue que se queden en casa.
El agente del FBI se acercó a la puerta junto a la que había un panel de interruptores de luz y otros controles electrónicos. Oprimió un botón redondo y mantuvo el dedo sobre él. Bosch percibió el rumor de un motor eléctrico y observó una persiana automática que iba cayendo sobre las ventanas.
– Debido a la verja electrónica no pueden acercarse a esta casa por tierra -dijo Bosch-, así que lo hacen por aire.
– Me tiene sin cuidado. Ya veremos si se salen con la suya.
A Bosch también le tenía sin cuidado. Miró de nuevo los cadáveres. A juzgar por el color y el leve hedor que emanaban, dedujo que los dos hombres llevaban muertos varias horas. Se preguntó si Kate Kincaid habría permanecido todo ese tiempo en la casa con los cadáveres o bien habría ido a Brentwood y habría dormido en el lecho de su hija.
Bosch se inclinó por la segunda hipótesis.
– ¿Han fijado ya la hora de la muerte? -preguntó.
– Sí. El forense la sitúa entre las nueve y las doce de anoche. Dijo que la sangre indica que quizá permanecieron vivos durante un par de horas entre el primer disparo y el último. Todo hace suponer que la señora Kincaid deseaba obtener cierta información y ellos se negaron a dársela… al principio.
– Su marido confesó. No sé si Richter también, aunque lo más probable es que la señora Kincaid no se molestara en interrogarle. Pero su marido le contó todo lo que le hizo a Stacey. Y ella lo mató. Los mató a los dos. El hombre que aparece con la niña en las imágenes de la web no era Sam Kincaid. Pide al forense que tome unas fotografías del torso de Richter para que podamos compararlas. Quizá fuera él.
Lindell señaló los dos cadáveres.
– Lo haré. ¿Qué opinas? ¿Que la señora Kincaid los mató y luego fue a acostarse?
– Seguramente no. Creo que pasó la noche en la casa de Brentwood. Me dio la impresión de que alguien había dormido en la cama de la niña. La señora Kincaid tenía que verme y contarme la historia antes de llevar a cabo su plan.
– Su suicidio fue el remate.
– Sí.
– Qué fuerte…
– Vivir con el fantasma de su hija, con los remordimientos por haber dejado que su marido le hiciera lo que le hizo, debió de ser aún más fuerte. El suicidio era más fácil.
– No estoy de acuerdo. No dejo de pensar en Sheehan y de preguntarme qué oscuro tormento le llevó a quitarse la vida.
– Espero que nunca lo descubras. ¿Dónde está mi gente?
– En el despacho. Lo están registrando.
– Si quieres algo me encontrarás allí.
Bosch se dirigió por el pasillo hacia el despacho. Edgar y Rider lo estaban registrando en silencio. Los objetos que querían llevarse a la comisaría estaban amontonados sobre el escritorio. Bosch los saludó con una inclinación de cabeza y ellos hicieron lo propio. La investigación había dado un giro radical. No habría acusados, ni juicio. Ellos mismos tendrían que explicar los hechos. Y todos sabían que los medios se mostrarían escépticos y que la gente quizá no los creyera.
Bosch se acercó al escritorio. Había varios aparatos conectados al ordenador, unas cajas con discos utilizados para almacenar datos, una pequeña videocámara y un aparato de montaje.
– Tenemos mucho material Harry -dijo Rider-. Habríamos atrapado a Kincaid por su implicación en la red de pedófilos. Tiene un zip con todas las imágenes de la web secreta, y esta cámara con la que seguramente filmó los vídeos de Stacey.
Rider, que llevaba puestos unos guantes, alzó la cámara para mostrársela a Bosch.
– Es digital. Grabas una película, conectas la cámara aquí y vuelcas el material. Luego lo almacenas en tu ordenador y lo subes a la red de pedófilos. Todo esto desde la intimidad de tu hogar. Es tan sencillo como…
Rider no terminó la frase. Bosch se volvió para ver qué había distraído a su compañera y descubrió a Irving en la puerta de la habitación. Detrás de él estaban Lindell y el teniente Tulin, el ayudante de Irving. Este entró en el despacho, entregó su gabardina mojada a Tulin y le pidió que esperara en otra habitación de la casa.
– ¿Qué habitación, jefe?
– La que sea.
Cuando Tulin ya hubo salido, Irving cerró la puerta. En el despacho sólo estaban Irving, Lindell y el equipo de Bosch.
Bosch sabía lo que iba a ocurrir. Había llegado el jefe. La investigación pasaría por un ciclo de decisiones y declaraciones públicas en función de los intereses del departamento, no de la verdad. Bosch cruzó los brazos y aguardó.
– Se acabó el registro -dijo Irving-. Recojan lo que hayan encontrado y márchense.
– Pero jefe -protestó Rider-, todavía no hemos registrado toda la casa.
– No importa. Quiero que se lleven los cadáveres, y después que se largue la policía.
– Señor -insistió Rider-, aún no hemos encontrado el arma. La necesitamos para…
– Y no la encontrarán.
Irving avanzó hasta el centro de la estancia. Echó un vistazo en derredor suyo y luego fijó la vista en Bosch.
– Me equivoqué al hacerle caso, detective. Espero que la ciudad no tenga que pagar por ese error.
Bosch no se dio prisa en replicar. Irving lo miró directamente a los ojos.
– Sé lo que piensa sobre esto, jefe…, en términos políticos. Pero debemos continuar el registro de esta casa y de otros lugares relacionados con los Kincaid. Tenemos que hallar el arma para demostrar…
– Ya se lo he dicho, no van a encontrar el arma. Ni aquí ni en ningún sitio relacionado con los Kincaid. Todo esto, detective, es sacar las cosas de quicio, lo cual ya ha costado tres muertes.
Bosch no sabía a qué venía todo aquello, pero por si acaso se puso a la defensiva.
– Yo no lo llamaría sacar las cosas de quicio -dijo señalando el material apilado sobre el escritorio-. Kincaid estaba envuelto en una importante red de pedófilos y nosotros…
– Su misión era resolver el caso de Angels Flight. Es evidente que les he dado demasiada libertad, y éste es el resultado.
– Este asunto está relacionado con Angels Flight. Por eso tenemos que hallar el arma. Así podremos relacionar…
– ¡Ya tenemos el arma, joder! ¡La encontramos hace veinticuatro horas! ¡También teníamos al asesino! Digo que lo teníamos porque lo dejamos escapar y ya no podemos atraparlo.
Bosch miró sorprendido a Irving, que tenía el rostro congestionado de rabia.
– Hace menos de una hora completaron el análisis de balística -dijo Irving-. Las tres balas extraídas del cadáver de Howard Elias eran idénticas a las disparadas en el laboratorio de armas de fuego con la Smith and Wesson de nueve milímetros del detective Francis Sheehan. El detective Sheehan mató a esas personas en el funicular. Y punto. Algunos de nosotros creíamos en esa posibilidad pero nos dejamos convencer por usted, detective Bosch. Ahora esa posibilidad es un hecho, pero el detective Sheehan ya no está.
Bosch estaba tan estupefacto que no podía articular palabra.
– Esto lo hace por el viejo -consiguió decir al cabo de unos instantes-. Por Kincaid. Usted prefiere…
Rider agarró a Bosch del brazo para impedir que se suicidara profesionalmente. Pero Bosch se soltó y señaló la sala de estar, donde se hallaban los cadáveres.
– … traicionar a uno de los suyos con tal de proteger a esa gente. ¿Cómo ha sido capaz de hacerlo? ¿Cómo ha podido hacer ese trato con ellos? ¿No le remuerde la conciencia?
– ¡Se equivoca! -gritó Irving. Luego, más calmado, repitió-: Se equivoca, y yo podría hundirlo por lo que acaba de decir.
Bosch guardó silencio pero sostuvo la mirada del subdirector.
– La ciudad demanda justicia para Howard Elias -dijo Irving-. Y también para la mujer que murió asesinada en Angels Flight. Usted les ha privado de ese derecho, detective. Permitió que Sheehan se nos escapara. Arrebató a la gente de Los Ángeles el derecho a que se haga justicia, y no se lo van a agradecer. ¡Todos vamos a pagar las consecuencias!