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Frente al Parker Center se había organizado una vigilia a la luz de las velas y una procesión fúnebre. La multitud portaba dos ataúdes de cartón -uno ostentaba la palabra JUSTICIA y otro ESPERANZA- mientras marchaba arriba y abajo de la plaza. Otros llevaban unas pancartas que decían JUSTICIA PARA LA GENTE DE TODOS LOS COLORES y JUSTICIA PARA ALGUNOS ES INJUSTICIA PARA TODOS.

Unos helicópteros de varios canales de televisión sobrevolaban la escena, y en tierra había al menos seis equipos de televisión. Eran casi las once y todos ellos se disponían a emitir información en directo desde la cabeza de la manifestación.

Frente a la puerta de entrada un nutrido contingente de policías vestidos de uniforme y con cascos antidisturbios se hallaban preparados para defender el cuartel general de la policía en caso de que la multitud abandonara la actitud pacífica y pasara a la violencia. En 1992 una manifestación pacífica había acabado invadiendo el centro urbano y destruyendo todo cuanto halló a su paso. Bosch se dirigió apresuradamente hacia la puerta del vestíbulo, sorteando el desfile de manifestantes, y se coló a través de una abertura en la línea de defensa humana, manteniendo en alto su placa.

Una vez en el interior del edificio pasó frente al mostrador de la entrada, detrás del cual había cuatro policías que también llevaban casco, atravesó el vestíbulo y se dirigió hacia la escalera. Bajó al sótano y echó a andar por el pasillo hacia el almacén donde guardaban las pruebas.

Al entrar reparó en que no había visto un alma desde que había pasado el mostrador de la entrada. El lugar parecía desierto. De acuerdo con el plan de emergencia, todo el personal disponible del turno A se hallaba en las calles.

Bosch miró a través de la ventanilla de tela metálica, pero no reconoció al policía que estaba de turno. Era un viejo veterano con un hermoso bigote blanco que contrastaba con su rostro congestionado por la ginebra.

En el Parker, a los policías que estaban para el desguace los trasladaban al sótano. El hombre se levantó del taburete y se acercó a la ventanilla.

– ¿Qué tiempo hace? Aquí no hay ventanas.

– Está un poco nublado y amenaza una tormenta de las gordas.

– Ya. Imagino que Tuggins y los suyos estarán ahí fuera.

– No podían faltar.

– Los muy cabrones. Me pregunto si se sentirían más cómodos si no hubiera policías. Dudo de que les gustara vivir en la selva.

– Esa no es la cuestión. Quieren que haya policías. Pero no quieren policías asesinos. ¿Quién puede reprochárselo?

– Algunos se merecen que los maten.

Bosch no replicó. Ni siquiera sabía por qué estaba discutiendo con aquel viejo. La placa que indicaba su nombre decía HOWDY [2]. Bosch hizo un esfuerzo por reprimir la carcajada. Aquel nombre tan cómico relajó la tensión y la ira que había acumulado a lo largo del día.

– ¡Es mi nombre, joder!

– Lo siento. No me río de ti, sino de otra cosa.

– Ya.

Howdy señaló por encima del hombro de Bosch un pequeño mostrador sobre el que reposaban unos formularios y unos lápices sujetos con unos cordeles.

– Si quieres llevarte algo tienes que rellenar el formulario y anotar el número del caso.

– No sé el número del caso.

– Aquí hay pruebas de un millón de casos. Di un número a ver si aciertas.

– Quiero ver el registro de salidas.

– De acuerdo -dijo el viejo policía-. ¿Te envía Garwood?

– Sí.

– ¿Por qué no lo has dicho desde el principio?

Bosch no respondió. Howdy se agachó para tomar algo que Bosch no alcanzó a ver. Luego le tendió una tablilla con sujetapapeles a través de una abertura en la ventanilla de tela metálica.

– ¿Qué fecha te interesa consultar? -preguntó el hombre.

– No estoy seguro -respondió Bosch-. Hace un par de días.

– Aquí tienes las salidas de una semana. Te interesa consultar las salidas, no las entradas, ¿verdad?

– Así es.

Bosch llevó la tablilla al mostrador donde se hallaban los formularios para examinarla sin que Howdy observara lo que hacía. Encontró lo que andaba buscando en la hoja superior. A las siete de la mañana Chastain había sacado una caja con unas pruebas. Bosch tomó un formulario y empezó a rellenarlo. Al ponerse a escribir observó que el lápiz era un Black Warrior número 2, la marca que solía utilizar el Departamento de Policía de Los Ángeles.

Bosch se acercó de nuevo a la ventanilla con la tablilla y el formulario y los introdujo por la abertura.

– A lo mejor esa caja aún está en el carro de devolución -dijo Bosch-. Ha entrado esta mañana.

– No, ya está colocada en su lugar. Aquí somos muy ordenados, detective Friendly [3] -repuso el viejo policía mientras leía el nombre que Bosch había anotado en el formulario.

Bosch asintió sonriendo.

– Ya lo sé.

Howdy se montó en un carrito de golf y desapareció en las entrañas del gigantesco almacén. Al cabo de un par de minutos apareció de nuevo. Tras aparcar el carrito, se dirigió hacia la ventanilla con una caja rosa sellada con cinta adhesiva, abrió la ventanilla de tela metálica con una llave y entregó la caja a Bosch.

– Conque detective Friendly -comentó en tono irónico-. ¿Te envían a las escuelas para que les digas a los chicos que no consuman drogas y no se junten con pandillas de gamberros?

– Algo parecido.

Howdy guiñó el ojo a Bosch y cerró la ventanilla. Bosch llevó la caja a una pecera para poder examinarla tranquilamente.

La caja contenía pruebas de un caso cerrado, la investigación de la muerte en un tiroteo de Wilbert Dobbs hacía cinco años a manos del detective Francis Sheehan. Aquella misma mañana había sido sellada con cinta adhesiva. Bosch utilizó una pequeña navaja que colgaba de su llavero para cortar la cinta y abrir la caja. Le llevó más tiempo abrir la caja que hallar lo que andaba buscando.

Bosch se abrió paso entre la multitud de manifestantes como si no existieran. Ni los veía ni oía sus cánticos de «Sin justicia no hay paz». Algunos profirieron insultos contra él, pero Bosch no hizo caso.

Sabía que uno no conquistaba la justicia portando pancartas ni ataúdes de cartón, sino defendiendo lo que era justo, sin apartarse de esa senda. Y sabía también que la justicia auténtica no tenía en cuenta ningún color salvo uno, el color de la sangre.

Antes de subirse en el coche abrió su maletín y rebuscó entre los papeles hasta hallar la hoja de servicio que había redactado el domingo por la mañana. Llamó al busca de Chastain y marcó el número de su móvil.

Luego permaneció sentado en el coche durante cinco minutos, esperando la llamada de Chastain mientras contemplaba a los manifestantes. Varios equipos de televisión abandonaban sus puestos y se dirigían apresuradamente con sus trastos hacia las furgonetas; los helicópteros ya habían abandonado el lugar. Bosch consultó su reloj y comprobó que eran las once menos diez. Algo gordo debía de haber ocurrido para que los medios de comunicación se marcharan a toda prisa antes de transmitir sus informaciones. Bosch encendió la radio, que estaba sintonizada en la KFWB, y oyó una noticia que transmitía un locutor con voz tensa y temblorosa:

– «… obligaron a apearse del camión y empezaron a apalearlos. Algunos de los presentes trataron de impedir la agresión, pero los jóvenes atacantes les obligaron a retroceder. Luego los bomberos fueron dispersados y salvajemente agredidos por varios grupos de atacantes hasta que aparecieron unas unidades de policía para rescatar a las víctimas, que fueron trasladadas en coches patrulla al hospital más cercano, el Daniel Freeman. La multitud prendió fuego al camión de los bomberos después de intentar volcarlo infructuosamente. La policía acordonó enseguida la zona y logró aplacar por fin los ánimos de la multitud. Aunque consiguieron detener a varios agresores, otros huyeron hacia los barrios residenciales que rodean Normandie Boule…»

El teléfono de Bosch comenzó a sonar. Apagó la radio y abrió el móvil.

– Bosch.

– Soy Chastain ¿qué quieres?

Bosch percibió unas voces y el sonido de la radio, lo que indicaba que Chastain no se encontraba en casa.

– ¿Dónde estás? Tenemos que hablar.

– Esta noche no puedo. Estoy de guardia. Ya sabes, doce horas de trabajo y doce de descanso.

– ¿Dónde te encuentras?

– En la maravillosa zona sur de Los Ángeles.

– ¿Estás en el turno A? Creí que todos los detectives estaban en el B.

– Todos menos los de Asuntos Internos. Nos han asignado el turno de noche. Mira, Bosch, no puedo entretenerme hablando de…

– ¿Dónde estás? Iré a reunirme contigo.

Bosch hizo girar la llave del contacto y empezó a hacer marcha atrás.

– Estoy en la comisaría de la Setenta y siete.

– Voy para allá. Sal y reúnete conmigo dentro de quince minutos.

– Imposible. Estoy desbordado, Bosch. Tengo que procesar los datos de las detenciones y acaban de comunicarme que traen a una docena de salvajes que han atacado un camión de bomberos. Cuando intentaban apagar un fuego en la zona, esos animales se les echaron encima. ¡Esto es increíble, joder!

– Siempre lo es. Nos veremos frente a la comisaría dentro de quince minutos, Chastain.

– ¿Es que no me entiendes, Bosch? Las cosas se han desmadrado y vamos a encerrar a esa pandilla de salvajes. No tengo tiempo de hablar contigo. Tengo que organizarlo todo para encarcelar a esos tíos. ¿Quieres que me coloque delante de la puerta de la comisaría para que uno de esos cabrones me pegue un tiro? ¿A qué vienen estas prisas, Bosch?

– Frank Sheehan.

– ¿Qué?

– Nos vemos dentro de quince minutos. Espérame en la puerta de la comisaría, Chastain, o entraré a por ti. No creo que eso te guste.

Chastain empezó a protestar, pero Bosch cerró el móvil.

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