Chastain aparcó el coche frente a un moderno rascacielos llamado The Place. Antes de que él y Bosch se hubieran apeado del vehículo salió el portero de noche para advertirles que no podían aparcar allí. Bosch le explicó que Howard Elias había sido asesinado a menos de una manzana y que tenían que registrar su apartamento para cerciorarse de que no había otras víctimas o alguien que necesitara ayuda. El portero respondió que no había problema, pero insistió en acompañarlos. Bosch le ordenó en un tono que no admitía discusión que aguardara en el vestíbulo hasta que llegaran otros policías.
El apartamento de Howard Elias se hallaba en la planta número veinte. El ascensor se movía con rapidez, pero el silencio en que se mantuvieron Bosch y Chastain hizo que el viaje les pareciera largo.
Cuando llegaron al apartamento 20E, Bosch llamó a la puerta y pulsó el timbre. Al no obtener respuesta, el detective abrió su maletín en el suelo y sacó las llaves de la bolsa de pruebas que le había entregado Hoffman.
– ¿Crees que deberíamos esperar a tener la orden de registro? -preguntó Chastain.
Bosch lo miró, al tiempo que cerraba el maletín.
– No.
– Lo que le dijiste al portero de que a lo mejor hay alguien en el apartamento que necesita ayuda ha sido un poco fuerte, ¿no?
Bosch empezó a probar las llaves en las dos cerraduras de la puerta.
– ¿Recuerdas lo que dijiste hace un rato de que tendría que confiar en ti? Pues aquí es donde empiezo a confiar en ti, Chastain. No tengo tiempo para esperar la orden de registro. Voy a entrar. Un caso de homicidio es como un tiburón. O sigue avanzando o se ahoga.
Bosch abrió la primera cerradura.
– Tú y tus jodidos peces. Primero me largas la metáfora de los peces que se pelean en una pecera y ahora la de los tiburones.
– Tú observa y con el tiempo hasta es posible que aprendas a capturar una pieza, Chastain.
Después de soltar esa frase, Bosch hizo girar la segunda cerradura. Miró a Chastain, le guiñó el ojo y abrió la puerta.
Los dos policías entraron en una sala de estar de tamaño mediano en la que había unos elegantes sillones de cuero, una estantería de cerezo, unos amplios ventanales y una terraza con una magnífica vista que abarcaba desde la zona sur hasta los edificios municipales.
Todo estaba ordenado a excepción del número del viernes del Times, abierto sobre el sofá de cuero negro, y una taza de café vacía que reposaba en una mesa de cristal.
– ¿Hay alguien aquí? -preguntó Bosch para asegurarse de que el apartamento estaba vacío-. Somos la policía.
Nadie respondió.
Bosch puso el maletín sobre la mesa del comedor, lo abrió y sacó unos guantes de látex y una caja de cartón.
Preguntó a Chastain si quería unos guantes de goma, pero el detective de Asuntos Internos rechazó el ofrecimiento.
– No pienso tocar nada -dijo.
Los dos hombres empezaron a recorrer el apartamento, cada uno por su lado, para llevar a cabo una rápida inspección preliminar. Las restantes habitaciones estaban tan ordenadas como la sala de estar. El apartamento constaba de dos dormitorios, uno de ellos muy espacioso y con una terraza que daba al oeste. La noche era despejada y Bosch alcanzó a ver hasta Century City. Más allá de esas torres, las luces descendían en Santa Mónica hasta el mar. Chastain entró en la habitación y se detuvo detrás de Bosch.
– Esto no tiene pinta de oficina -comentó Chastain-. El segundo dormitorio parece un cuarto de invitados. Quizás Elias lo empleaba para ocultar a sus testigos.
– Es posible.
Bosch examinó los objetos colocados sobre el escritorio. No había fotografías ni ninguna otra cosa de carácter personal. Tampoco sobre las mesitas de noche. Parecía la habitación de un hotel y en cierto aspecto lo era, pues al parecer Elias sólo la utilizaba para quedarse las noches en que debía preparar un caso. A Bosch le sorprendió que la cama estuviera hecha. Elias ultimaba los preparativos de un importante juicio, en el que trabajaba día y noche, y sin embargo se había tomado la molestia de hacerse la cama aquella mañana, cuando al parecer tenía que regresar por la tarde al apartamento. Qué raro, pensó Bosch. O había hecho la cama porque iba a alojarse otra persona en el apartamento o se la había hecho alguien.
Bosch descartó la posibilidad de una asistenta, pues ésta habría recogido el periódico y la taza de café que había en la sala de estar. No, la cama la había hecho el propio Elias, o alguien que compartía el apartamento con él.
Quizá fuera un golpe de intuición fruto de los muchos años que llevaba dedicado a analizar las costumbres humanas, pero en aquellos momentos Bosch estaba convencido de que había una mujer mezclada en el asunto.
Abrió el cajón de la mesita de noche sobre la que reposaba el teléfono y encontró una agenda. Al hojearla reconoció muchos nombres, en su mayoría de abogados que conocía de referencias o personalmente.
Bosch se detuvo al ver un nombre. Carla Entrenkin. También era una abogada especializada en derechos civiles, mejor dicho, lo había sido hasta hacía un año, cuando la Comisión de Policía la nombró inspectora general del Departamento de Policía de Los Ángeles. Bosch observó que Elias tenía anotado el número de teléfono de su despacho y de su casa. El teléfono particular aparecía escrito con una tinta más oscura, como si hubiera sido añadido con posterioridad al número de teléfono del despacho.
– ¿Has encontrado algo interesante? -preguntó Chastain.
– No -respondió Bosch-. Sólo los números de teléfono de algunos abogados.
Bosch cerró la agenda cuando Chastain se acercó para echarle un vistazo y volvió a guardarla en el cajón.
– La dejaremos hasta que consigamos la orden de registro -dijo Bosch.
Los dos detectives aún siguieron registrando el resto del apartamento durante unos veinte minutos, examinando cajones y armarios, mirando debajo de las camas y detrás de los cojines de los sofás, pero no hallaron nada que les llamara la atención.
– He encontrado dos cepillos de dientes -dijo de pronto Chastain desde el baño del dormitorio principal.
– Interesante.
Bosch se encontraba en la sala de estar, examinando los libros de la estantería. Descubrió uno que había leído hacía años, Yesterday Will Make You Cry, de Chester Himes. Al notar la presencia de Chastain se volvió apresuradamente.
Chastain se hallaba en el pasillo que conducía a los dormitorios, con una caja de condones en la mano.
– Estaban ocultos en el fondo de un estante, debajo del lavabo.
Bosch se limitó a asentir con la cabeza.
En la cocina había un teléfono de pared provisto de un contestador automático. La lucecita parpadeante indicaba que alguien había dejado un mensaje. Al oprimir el botón, Bosch oyó una voz de mujer.
– Hola, soy yo. Creí que ibas a llamarme. Espero que no te hayas dormido.
Eso era todo. El mensaje había sido recibido a las doce y un minuto de la noche. A esa hora Elias ya había muerto.
Chastain, que había entrado en la cocina desde la sala de estar al oír la voz en el contestador automático, miró a Bosch y se encogió de hombros. Bosch rebobinó la cinta para escuchar de nuevo el mensaje.
– No parece la voz de su mujer -comentó Bosch.
– Parece de una mujer blanca -dijo Chastain.
Bosch estaba de acuerdo. Escuchó el mensaje por tercera vez, concentrándose en el tono acariciante e íntimo de la voz femenina. La hora de la llamada y el convencimiento de la mujer de que Elias reconocería su voz reforzaban aquella impresión.
– Unos condones ocultos en el baño, dos cepillos de dientes, el mensaje de una mujer misteriosa en el contestador automático -observó Chastain-. Parece que tenemos una amante involucrada en el caso, lo cual no deja de ser interesante.
– Es posible. Alguien ha hecho la cama esta mañana. ¿Has encontrado algún objeto femenino en el armario del baño?
– No.
Chastain regresó a la sala de estar. Cuando Bosch hubo terminado de registrar la cocina, se tomó un respiro y salió a la terraza de la salita. Consultó su reloj, apoyado en la barandilla. Eran las 4.50. Acto seguido se quitó el busca del cinturón para comprobar si se le había desconectado sin darse cuenta.
La batería del busca no se había agotado. Eleanor no había intentado localizarle. En ese momento oyó salir a Chastain a la terraza.
– ¿Lo conocías? -preguntó Bosch sin volverse.
– ¿A quién, a Elias? Sí, algo.
– ¿Qué quieres decir?
– Pues que trabajé en casos que después él llevó ante los tribunales. Tuve que testificar. Además, Elias tenía su despacho en Bradbury y nosotros también tenemos nuestras oficinas allí. Lo veía de vez en cuando. Pero si lo que quieres saber es si alguna vez jugué al golf con ese tío, la respuesta es no. No lo conocía mucho.
– Ese tipo se ganaba la vida demandando a policías. Siempre se presentaba ante el tribunal perfectamente informado del caso que llevaba entre manos. Conocía datos confidenciales, difíciles de obtener a través de cauces legales. Algunos afirman que disponía de fuentes dentro de la misma policía…
– Yo no trabajaba de soplón para Howard Elias -replicó Chastain con dureza-. Y no conozco a nadie de Asuntos Internos que lo hiciera. Nosotros investigamos a policías. Unas veces se lo merecen y otras no. Sabes tan bien como yo que tiene que haber policías que investiguen a otros policías. Pero el hacer de soplón para Howard Elias y otros sinvergüenzas como él es lo más bajo a lo que se puede llegar. Así que gracias por sospechar de mí.
Bosch observó los ojos de Chastain llenos de rabia.
– Era una pregunta -dijo Bosch-. Quiero saber con quién trato.
Bosch contempló de nuevo la vista de la ciudad y luego se fijó en la plaza situada más abajo. Kiz Rider y Loomis Baker la cruzaban en aquel preciso momento para dirigirse hacia Angels Flight, acompañados por un hombre que Bosch supuso que sería Eldrige Peete, el encargado del funicular.
– Vale, ya me lo has preguntado -contestó Chastain-. ¿Dejamos el tema?
– Por supuesto.
Bosch y Chastain bajaron en el ascensor en silencio.
– Adelántate mientras yo busco un lugar donde mear -dijo Bosch cuando llegaron al vestíbulo-. Díselo a los otros. No tardo nada.
– De acuerdo.
El portero oyó la conversación desde su garita e indicó a Bosch que el lavabo estaba al doblar la esquina, junto a los ascensores. Bosch le dio las gracias y se encaminó hacia allí.
Un vez en el lavabo, Bosch dejó el maletín en la encimera y sacó el móvil. En primer lugar llamó a su casa. Cuando saltó el contestador automático pulsó el código para escuchar los mensajes recientes. Pero sólo oyó el que había dejado él mismo. Eleanor aún no lo había escuchado.
– ¡Mierda! -exclamó al colgar el teléfono.
Luego llamó a información y consiguió el número de la sala de póquer de Hollywood Park. La última vez que Eleanor no había vuelto a casa le había dicho que había estado allí jugando a las cartas.
Bosch llamó al número que le habían facilitado y pidió que le pasaran con la oficina de seguridad. Respondió un hombre que se identificó como el señor Jardine, y Bosch le dio su nombre y número de placa. Jardine le pidió que deletreara su nombre y repitiera el número de la placa.
Al parecer, lo estaba anotando.
– ¿Se encuentra usted en la sala de vídeos?
– Sí, ¿en qué puedo ayudarle?
– Busco a alguien y tengo motivos para sospechar que en estos momentos está jugando en una de las mesas del local. ¿Podría comprobarlo?
– ¿Qué aspecto tiene esa persona?
Bosch describió a su esposa pero no pudo indicar cómo iba vestida porque no había mirado en los armarios de su casa. Luego esperó un par de minutos mientras Jardine observaba los monitores de los vídeos conectados a las cámaras de seguridad instaladas en la sala de póquer.
– Si está aquí, yo no la veo -dijo Jardine-. No suelen venir muchas mujeres a estas horas de la noche. Y la mujer que me ha descrito no se parece a ninguna de las que se encuentran aquí. Quizás haya estado antes, a la una o a las dos, pero ahora no está.
– De acuerdo, gracias.
– Mire, si me facilita un número de teléfono daré una vuelta por el local, y si la veo lo llamaré.
– Le daré el número de mi busca. Pero si la ve, no le diga nada. Llámeme al busca.
– Vale.
Después de facilitar al hombre el número de su busca y de colgar, Bosch pensó en llamar a las salas de juego que había en Gardena y Commerce, pero decidió no hacerlo. Si Eleanor había acudido a un club local, sin duda habría ido a Hollywood Park. O quizá a Las Vegas o a ese sitio indio en el desierto, cerca de Palm Springs. Bosch trató de no pensar en ello y de centrarse de nuevo en el caso.
Después de buscar el número en su agenda, llamó a la centralita nocturna del fiscal del distrito y pidió que le pusieran con el letrado de guardia. Le pasaron con una abogada de voz somnolienta llamada Janis Langwiser. Casualmente, era la misma que había presentado cargos en el caso de los huevos duros. La habían trasladado hacía poco a la oficina del fiscal del distrito y era la primera vez que Bosch había colaborado con ella en un caso. Recordaba que le había impresionado su sentido del humor y el entusiasmo que derrochaba en su trabajo.
– No me diga que esta vez se trata del caso de unos huevos revueltos. O de una tortilla de patatas.
– No exactamente. Siento haberla despertado, pero necesitamos que alguien nos eche una mano en una investigación que estamos a punto de iniciar.
– ¿Quién es el muerto y dónde van a llevar a cabo la investigación?
– El muerto es Howard Elias y vamos a investigar en su despacho.
La abogada soltó un silbido tan agudo que Bosch apartó el auricular de la oreja.
– ¡Caramba! -exclamó la abogada. Su voz había perdido todo rastro de somnolencia-. Esto va a ser… un bombazo. Cuénteme qué se sabe.
Cuando Bosch hubo terminado, Langwiser, que vivía a cincuenta kilómetros al norte, en Valencia, accedió a reunirse una hora después en el Bradbury con el equipo encargado de registrar el despacho de Elias.
– Hasta entonces tómese las cosas con calma, detective Bosch, y no entre en el despacho hasta que yo llegue.
– De acuerdo.
No tenía importancia, pero a Bosch le gustó que la abogada le llamara «detective». No porque fuera mucho más joven que él, sino porque a menudo los procuradores trataban a Bosch y a otros policías sin el menor respeto, como si fueran simples herramientas que podían utilizar ante los tribunales. Bosch estaba seguro de que con el tiempo Janis Langwiser acabaría convirtiéndose en una abogada dura y cínica, pero todavía mostraba ciertos detalles respetuosos.
Bosch desconectó el teléfono, pero cuando se disponía a guardarlo se acordó de otra cosa. Llamó de nuevo a información y pidió el número de teléfono de la casa de Carla Entrenkin. Unos segundos después oyó una grabación informándole que a petición del titular el número no constaba en la guía. Era de esperar, pensó Bosch.
Al atravesar Grand Street y California Plaza hacia Angels Flight, Bosch trató de no pensar en Eleanor y en dónde demonios se había metido. Pero era difícil. Le dolía pensar que a esas horas estaría en cualquier parte, sola, buscando algo que obviamente él era incapaz de darle. Bosch empezaba a pensar que su matrimonio se iría irremediablemente a pique si no conseguía proporcionar a Eleanor lo que necesitaba.
Cuando se casaron, hacía un año, Bosch había sentido una sensación de paz y felicidad que jamás había experimentado. Por primera vez en su vida pensó que existía una persona por quien valía la pena sacrificarse, dar incluso la vida por ella si era necesario. Pero al cabo de un tiempo se había visto obligado a reconocer que ella no sentía lo mismo. No era una mujer feliz ni satisfecha. Esto hacía que Bosch se sintiera amargado, culpable y a la vez aliviado en cierto modo.
El detective procuró concentrarse de nuevo en el caso. Tenía que olvidarse de Eleanor durante un tiempo. Se puso a pensar en la voz del teléfono, en los condones escondidos en el armario del baño y en la cama recién hecha. ¿Cómo había conseguido Howard Elias el número de teléfono privado de Carla Entrenkin, que Bosch había hallado en la agenda que el abogado guardaba en la mesita de noche?