Había comenzado a llover. Bosch se metió en el aparcamiento de su casa y paró el motor. Le apetecía tomarse un par de cervezas para contrarrestar los efectos de la cafeína. La jueza Baker les había servido un café mientras revisaba las órdenes de registro. Las había examinado tan minuciosamente que a Bosch le había dado tiempo de tomarse dos cafés.
La jueza había firmado por fin todas las órdenes y Bosch ya no necesitaba la cafeína. A la mañana siguiente él y su equipo se dedicarían a «cazar y contrastar», según palabras de Kiz, una frase para designar la fase de la investigación en que las teorías y corazonadas de un caso culminan en pruebas contundentes y cargos contra uno o varios sospechosos, o bien se desintegran.
Bosch entró por la puerta de la cocina en busca de la cerveza. Pensaba en Kate Kincaid y en la táctica que emplearía con ella al día siguiente. Enfocaba su encuentro con la mujer con la confianza del jugador de fútbol americano que ha asimilado todos los documentales y las estrategias de su rival y espera impaciente medirse con él al día siguiente en el terreno de juego.
La luz de la cocina estaba encendida. Bosch dejó su maletín sobre la encimera y abrió el frigorífico. No quedaba ni una cerveza.
– ¡Mierda! -masculló.
Sabía que había dejado cinco botellines de Anchor Steam en el frigorífico. Al volverse vio cinco chapas de botellines sobre la encimera.
– ¡Frankie! -gritó mientras se dirigía hacia el fondo de la casa-. ¡No me digas que te has bebido todas las cervezas!
Nadie respondió. Bosch atravesó la sala de estar y el comedor. La casa estaba tal cual la había dejado un rato antes, como si Sheehan no se hubiera instalado en ella. Bosch observó la terraza trasera a través de la puerta de cristal. La luz de la terraza estaba apagada y no había señal de su antiguo compañero. Bosch recorrió el pasillo y se acercó a la puerta del cuarto de invitados. No oyó nada. Al consultar su reloj comprobó que aún no eran las once.
– ¿Frankie? -murmuró Bosch.
Pero sólo oyó el ruido de la lluvia batiendo sobre el tejado. Golpeó la puerta con los nudillos.
– ¿Frankie? -preguntó alzando la voz.
Nada. Bosch giró el pomo de la puerta y la abrió. Las luces de la habitación estaban apagadas, pero la luz del pasillo iluminó la cama y Bosch vio que no estaba ocupada. El detective accionó el interruptor de la pared y encendió la lámpara de una de las mesillas de noche. La bolsa en la que Sheehan había metido sus cosas se hallaba en el suelo, vacía. Su ropa aparecía en un montón sobre la cama.
Su curiosidad dio paso a una ligera inquietud. Retrocedió por el pasillo y echó un vistazo a su habitación y a los baños. No había ni rastro de Sheehan.
De regreso a la sala de estar, comenzó a pasear arriba y abajo pensando en lo que habría hecho Sheehan. No tenía coche. No era probable que hubiera bajado la colina andando para dirigirse al centro de la ciudad. ¿Adónde habría podido ir a aquellas horas? Bosch descolgó el teléfono y pulsó el botón de rellamada para comprobar si Sheehan había pedido un taxi. A Bosch le pareció que sonaba más de siete tonos, pero no estaba seguro. Después del primer timbrazo respondió la voz somnolienta de una mujer.
– ¿Sí?
– ¿Con quién hablo?
– ¿Quién es?
– Lo siento. Soy el detective Harry Bosch del Departamento de Policía de Los Ángeles. Trato de rastrear una llamada hecha desde…
– ¡Harry! Soy Margie Sheehan.
– Ah… Margie… -contestó Bosch. «Debí de imaginar que habría llamado a su mujer», pensó.
– ¿Ocurre algo, Harry?
– No, nada, Margie. Estoy tratando de dar con Frankie y he supuesto que habría pedido un taxi por teléfono. Siento haberte…
– ¿Que no das con él? -preguntó Margie con tono preocupado.
– No te inquietes. Le propuse que pasara esta noche en mi casa y he tenido que salir. Al regresar he visto que no está aquí y trato de localizarlo. ¿Te ha llamado esta noche?
– Sí, hace un rato.
– ¿Parecía deprimido o preocupado?
– Me contó lo que le hicieron. Me dijo que iban a inculparlo.
– Pero ha quedado libre de cargos. Por eso se ha instalado en mi casa. Hemos pensado que lo mejor es que se oculte aquí unos días, hasta que todo esto pase. Lamento haberte despertado…
– Dijo que regresarían a por él.
– ¿Qué?
– Francis cree que no le van a dejar tranquilo. No se fía de nadie del departamento. Excepto de ti, Harry. Sabe que eres un buen amigo.
Bosch guardó silencio. No sabía qué decir.
– Procura dar con él, Harry, por favor. Llámame en cuanto averigües su paradero. A la hora que sea.
Bosch contempló la terraza a través de la puerta de cristal y divisó algo sobre la barandilla. Se acercó a la pared y encendió la luz exterior. Vio cinco botellines de color ámbar alineados sobre la barandilla.
– De acuerdo, Margie. Dame tu número de teléfono.
Bosch anotó el número. Cuando se disponía a colgar, Margie dijo:
– Francis me ha dicho que te habías casado y que ya estás divorciado.
– Aún no estoy divorciado pero…, ya sabes.
– Lo comprendo. Cuídate, Harry. Busca a Francis y cuando des con él llámame o dile que me llame él.
– De acuerdo.
Bosch colgó el teléfono, abrió la puerta corredera y salió a la terraza. Los botellines de cerveza estaban vacíos. Se volvió hacia la derecha y vio el cadáver de Francis Sheehan tendido en la tumbona. El cojín situado sobre su cabeza y el muro que se alzaba junto a la puerta corredera estaban cubiertos de pelo y sangre.
– ¡ Joder! -murmuró Bosch en voz alta.
Se acercó. Sheehan tenía la boca abierta. En ella se había acumulado un poco de sangre, que se había derramado sobre el labio inferior. En la coronilla tenía un orificio de salida de bala del tamaño de un platito de café. La lluvia le había aplastado el cabello, mostrando la horrible herida. Bosch retrocedió un paso y observó las tablas de la terraza. Frente a la pata izquierda de la tumbona había una pistola.
Bosch se acercó para examinar el cadáver de su amigo. Soltó una bocanada de aire con el mismo ruido que produciría un animal.
– Frankie -susurró.
Una pregunta le cruzó la mente, pero no la formuló en voz alta.
¿Soy yo el culpable de esto?
Bosch observó cómo el forense cubría el rostro de Frankie Sheehan con un plástico mientras dos agentes sostenían unos paraguas. Luego dejaron los paraguas y colocaron el cadáver en una camilla, lo cubrieron con una manta verde, lo metieron en la casa y lo condujeron hacia la puerta. Los agentes pidieron a Bosch que se hiciera a un lado para dejarles pasar. Mientras Bosch observaba cómo se dirigían hacia la puerta se sintió nuevamente abrumado por un angustioso sentimiento de culpabilidad. Alzó la vista hacia el cielo y comprobó que por suerte no había ningún helicóptero sobrevolando la casa. Los avisos se habían hecho por teléfono y no por radio, lo cual significaba que la prensa aún no tenía noticia del suicidio de Frankie Sheehan. Bosch pensó que el último insulto contra su ex compañero habría sido que un helicóptero sobrevolara la casa y filmara el cadáver en la terraza.
– ¿Detective Bosch?
Bosch se volvió. Desde la puerta corredera, Irving le pidió que se acercara. Bosch entró en la casa y lo siguió hasta el comedor. El agente Roy Lindell se hallaba de pie junto a la mesa.
– Hablemos de esto -dijo Irving-. La patrulla está fuera con una mujer que dice que es su vecina. Adrienne Tegreeny.
– Sí.
– ¿Sí, qué?
– Vive en la casa de al lado.
– Dice que esta noche ha oído tres o cuatro disparos procedentes de la casa. Pensó que era usted y no llamó a la policía.
Bosch asintió.
– ¿Ha disparado alguna vez un arma en la casa o en la terraza?
Bosch dudó unos instantes antes de responderle.
– Jefe, aquí no se trata de mí. Digamos que la mujer ha podido pensar que yo había efectuado los disparos.
– Bien. Al parecer el detective Sheehan había bebido más de la cuenta y disparó su arma. ¿Cómo interpreta usted lo ocurrido?
– ¿Quiere una interpretación? -le preguntó Bosch con la vista fija en la mesa.
– ¿Fortuito o intencionado?
– Ah.
Bosch sintió deseos de soltar una carcajada pero se reprimió.
– No creo que exista duda al respecto -dijo-. Sheehan se suicidó.
– Pero no dejó ninguna nota.
– No, sólo unas cervezas y unos disparos efectuados al aire. Ésa fue su nota. Era lo único que tenía que decir. No es el primer policía que se suicida de esa forma.
– Había quedado en libertad. ¿Por qué cree que lo hizo?
– A mí me parece bastante claro…
– Pues haga el favor de aclarárnoslo a nosotros.
– Esta noche telefoneó a su esposa. Yo he hablado con ella hace un rato. Me ha dicho que aunque habían dejado a Sheehan en libertad, él estaba convencido de que volverían a detenerlo.
– ¿Por los resultados de balística? -preguntó Irving.
– No creo que se refiriera a eso. Sheehan sabía que necesitaban un chivo expiatorio a quien acusar de estos crímenes. Un policía.
– ¿Y por eso se suicidó? Esto no tiene sentido, detective.
– Sheehan no mató a Elias. Ni a la mujer.
– Ahora mismo ésta es sólo su opinión. El único hecho que tenemos es que al parecer este hombre se mató la noche anterior al día en que íbamos a conseguir los resultados de balística. Y usted, detective, me convenció para que le soltáramos y pudiera hacerlo.
Bosch apartó la vista de Irving y trató de contener la ira que hervía en su interior.
– El arma -dijo Irving-. Una vieja Baretta del veinticinco. El número de serie fue borrado con ácido. No sabemos quién es su dueño. Es un arma ilegal. ¿Era suya, detective Bosch?
Bosch denegó con la cabeza.
– ¿Está seguro, detective? Me gustaría resolver este asunto aquí y ahora, sin necesidad de una investigación interna.
Bosch miró a Irving.
– ¿Qué insinúa? ¿Que yo le di el arma para que se suicidara? Yo era amigo suyo, el único amigo que le quedaba. La pistola no es mía, ¿vale? Fuimos a su casa para que recogiera unas cosas. Debió de hacerse con ella entonces. Puede que yo le ayudara, pero no le di la pistola.
Bosch e Irving se miraron fijamente a los ojos por un momento.
– Olvida algo, Bosch -terció Lindell, interrumpiendo aquel momento de tensión-. Registramos la casa de Sheehan y no encontramos ningún arma de fuego.
Bosch se volvió hacia Lindell.
– Será que sus hombres no la vieron -dijo-. Sheehan vino aquí con esa pistola en su bolsa, porque el arma no es mía.
Bosch se alejó de los dos hombres antes de que pudiera estallar y decir algo que le supusiera una reprimenda por parte del departamento. Se sentó en una de las poltronas de la sala de estar. Estaba empapado por la lluvia, pero le tenía sin cuidado estropear los muebles. Miró con mirada ausente a través de la puerta corredera de cristal.
Irving entró en la sala, pero no se sentó.
– ¿A qué se refería cuando dijo que usted le ayudó a hacerlo?
Bosch alzó la vista y le miró.
– Anoche me tomé una copa con él. Sheehan me contó algunas cosas. Me confesó que se había extralimitado con Harris, que todo lo que Harris afirmó en su querella contra la policía (las cosas que le habían hecho) era cierto. Sheehan estaba seguro de que Harris había asesinado a la niña, de eso no le cabía la menor duda. Pero lamentaba lo que había hecho. Me dijo que mientras estuvo en la habitación con él perdió el control y se convirtió en uno de esos monstruos a los que él había perseguido durante todos estos años. Lo lamentaba sinceramente. Vi que le reconcomía. Anoche le dije que se quedara en mi casa…
Bosch sintió que se le formaba un nudo en la garganta. No se le había ocurrido, no había visto lo evidente. Había estado demasiado preocupado con el caso, con Eleanor, con la casa vacía, con otras cosas aparte de Frankie Sheehan.
– ¿Y? -preguntó Irving, instándole a que continuara.
– Y destruí lo único en lo que Sheehan había creído durante estos meses, lo único a lo que se había aferrado para no hundirse. Le dije que habíamos exonerado de todos los cargos a Michael Harris. Le dije que se equivocaba respecto a Harris y que nosotros podíamos probarlo. No pensé en las consecuencias que eso le podía acarrear. Sólo pensé en mi caso.
– ¿Y cree que eso le llevó a suicidarse? -inquirió Irving.
– A Sheehan le ocurrió algo con Harris en aquella sala. Algo malo. A partir de entonces perdió a su familia, perdió el caso… Creo que el único hilo que le ataba a la vida era su convencimiento de que Harris era culpable. Cuando averiguó que estaba equivocado, cuando yo irrumpí en su mundo y le dije que se había equivocado, ese hilo se rompió.
– Eso son tonterías, Bosch -dijo Lindell-. Te respeto a ti y respeto tu amistad con ese hombre, pero no ves lo que nosotros vemos. Está más claro que el agua. Ese hombre se suicidó porque era el asesino y sabía que volveríamos a detenerlo. Su suicidio es una confesión.
Irving miró a Bosch, esperando que el detective replicara a Lindell. Pero Bosch no dijo nada. Estaba cansado de luchar contra sus argumentos para defender el suyo.
– Estoy de acuerdo con el agente Lindell en ese punto -dijo por fin el subdirector.
Bosch asintió. Era lógico. Ellos no conocían a Sheehan como lo conocía él. Aunque él y su ex compañero no habían mantenido una amistad estrecha en los últimos tiempos, sí habían sido lo suficientemente amigos como para que Bosch supiera que Lindell e Irving se equivocaban. Sin duda habría sido más fácil para Bosch estar de acuerdo con ellos. De este modo se habría librado de su sentimiento de culpabilidad. Pero no podía estar de acuerdo.
– Concédame la mañana -dijo Bosch.
– ¿Qué? -preguntó Irving.
– Procure que la prensa no se entere de esto durante medio día. Seguiremos adelante con las órdenes de registro y el plan para mañana por la mañana. Concédame un tiempo para ver cómo se desarrollan los acontecimientos y qué dice la señora Kincaid.
– Suponiendo que esté dispuesta a hablar.
– Hablará. Se muere de ganas de hacerlo. Concédame la mañana para ver qué consigo de mi entrevista con ella. Si no logro relacionar a los Kincaid con la muerte de Elias, haga lo que considere oportuno con respecto a Frankie Sheehan. Dígale a todo el mundo lo que cree saber.
Irving reflexionó unos momentos antes de acceder.
– Creo que es lo más prudente -dijo-. Para entonces ya tendremos los resultados de balística.
Bosch asintió en señal de agradecimiento. Luego contempló de nuevo la terraza a través de la puerta corredera. La lluvia había arreciado. El detective miró su reloj. Era ya muy tarde y aún tenía que hacer una cosa más antes de irse a dormir.