La lluvia siguió cayendo durante la mañana del lunes, entorpeciendo la entrada de Bosch en Brentwood y obligándole a conducir a paso de tortuga. No era una lluvia torrencial, pero en cuanto caían cuatro gotas Los Ángeles se paralizaba.
Se trataba de un misterio que Bosch no lograba explicarse. Una ciudad definida en gran parte por la cantidad de coches que tenía, y sin embargo los conductores no sabían hacer frente a la mínima inclemencia meteorológica. Mientras conducía sintonizó la KFWB. Daban más información sobre los atascos del tráfico que sobre los incidentes violentos o disturbios que se hubieran producido durante la noche. Lamentablemente, las previsiones del tiempo anunciaban que el cielo se despejaría al mediodía.
Bosch llegó con veinte minutos de retraso a su cita con Kate Kincaid. La casa de la que supuestamente habían secuestrado a Stacey Kincaid era una inmensa mansión estilo rancho con las contraventanas negras y el tejado de pizarra gris. Había una amplia zona de césped que se extendía desde la calle hasta la casa, y un camino asfaltado que discurría frente a la fachada y que conducía hasta el garaje situado en el jardín, junto a la mansión. Bosch vio un Mercedes Benz aparcado junto al porche de la entrada. La puerta principal estaba abierta.
Al llegar al umbral saludó en voz alta y oyó a Kate Kincaid invitándole a pasar. La encontró en la sala de estar, sentada en un sofá cubierto con una sábana blanca. Todos los muebles estaban cubiertos con sábanas. La habitación parecía acoger una reunión de voluminosos y pesados fantasmas. Kate notó la sorpresa de Bosch.
– Cuando nos mudamos no nos llevamos ningún mueble -le explicó-. Queríamos partir de cero. Sin recuerdos.
Bosch observó que Kate Kincaid iba vestida de blanco, con una blusa de seda y un pantalón de lino. También ella parecía un fantasma. Su bolso de cuero negro, que reposaba en el sofá contiguo, contrastaba con la ropa de la mujer y las sábanas que cubrían los muebles.
– ¿Cómo está, señora Kincaid?
– Llámeme Kate.
– Muy bien, Kate.
– Me siento bien. Mejor de lo que me he sentido en mucho tiempo. ¿Y usted?
– Regular. He pasado una mala noche. Y no me gusta que llueva.
– Lo siento. Parece que no ha dormido.
– ¿Le importa que eche un vistazo antes de que empecemos a hablar?
Bosch llevaba en el maletín una orden de registro de la casa, pero prefirió no sacarla todavía.
– Por supuesto que no -respondió Kate-. La habitación de Stacey da al pasillo que queda a su izquierda. Es la primera puerta a la izquierda.
Bosch dejó el maletín en el suelo enlosado de la entrada y echó a andar por el pasillo, tal como Kate Kincaid le había indicado. Los muebles del cuarto de Stacey no estaban tapados. Las sábanas blancas que los habían cubierto se hallaban amontonadas en el suelo. Daba la impresión de que alguien -probablemente la madre de la desgraciada niña- había visitado de vez en cuando la habitación. La cama estaba sin hacer. La colcha rosa y las sábanas a juego estaban arrugadas, sin duda no porque alguien hubiera dormido en la cama sino más bien porque alguien se había tumbado en ellas y las había apretujado contra su pecho. Bosch se sintió turbado al contemplarlas.
El detective se detuvo en el centro de la habitación, con las manos enfundadas en los bolsillos de la gabardina, y examinó las cosas de la niña. Había unos animalitos de peluche, unas muñecas y una estantería con libros de cuentos.
No se veían pósteres de películas, ni fotos de jóvenes estrellas de la televisión o cantantes de moda. Parecía la habitación de una niña mucho más pequeña de lo que era Stacey Kincaid en el momento de su muerte. Bosch se preguntó si la habrían decorado sus padres o si a ella le gustaría así, como si el rodearse de los objetos de su pasado la librara de los horrores del presente. Ese pensamiento hizo que Bosch se sintiera aún peor que al contemplar las ropas arrugadas de la cama.
Bosch se fijó en el cepillo que había sobre la mesa y observó unos pelos rubios entre las cerdas. Eso le animó un poco. Sabía que podrían utilizar los pelos del cepillo, en caso de que encontraran pruebas en el maletero de un coche y tuvieran que relacionarlas con la niña asesinada.
Se acercó a la ventana y miró a través de ella. Era una ventana corredera y en el alféizar observó unas manchas del polvo negro que se utilizaba para conseguir las huellas dactilares. Junto al cerrojo había unas marcas en la madera hechas con un destornillador o un instrumento parecido. Descorrió el cerrojo y abrió la ventana.
Bosch contempló al jardín trasero a través de la lluvia. Había una piscina en forma de habichuela, cubierta con un plástico. El agua de lluvia se había acumulado sobre el plástico. Bosch pensó de nuevo en la niña. Se preguntó si se lanzaría a la piscina para escapar y sumergirse hasta el fondo para desahogarse gritando.
Más allá de la piscina había un seto que rodeaba el jardín trasero. Medía unos tres metros de altura y garantizaba la intimidad en el jardín. Bosch reconoció el seto por haberlo visto en las imágenes del ordenador en la web de Charlotte.
Cerró la ventana. La lluvia siempre le entristecía. Y lo que menos necesitaba era algo que incidiera más aún en su bajo estado de ánimo. Tenía el fantasma de Frankie Sheehan en la cabeza, un matrimonio fracasado sobre el que no tenía tiempo para pensar, y las terribles imágenes de una niña con aspecto de haberse perdido en el bosque.
Bosch sacó una mano del bolsillo para abrir el armario ropero. Las prendas de la niña seguían allí. Unos vestidos de alegres colores que pendían de unos colgadores de plástico. El detective los examinó hasta dar con el vestido blanco con el estampado de banderitas. También recordaba haberlo visto en la web.
Bosch salió al pasillo y echó una ojeada a las otras habitaciones. Una de ellas parecía el cuarto de invitados, que Bosch reconoció como la habitación que aparecía en las fotos de la página web. Aquí era donde Stacey Kincaid había sido violada y filmada. Bosch no se detuvo en ella. En el otro extremo del pasillo había un baño, la habitación del matrimonio y otro dormitorio, que había sido transformado en una biblioteca y un despacho.
Bosch regresó a la sala de estar. Kate Kincaid seguía sentada en el mismo lugar. El detective recogió su maletín y entró en la habitación.
– Estoy un poco mojado, señora Kincaid. ¿Le importa que me siente?
– Claro que no. Pero llámame Kate.
– De momento prefiero mantener un tono más formal, si no le importa.
– Como guste, detective.
Bosch estaba enojado con ella, por lo que había ocurrido en aquella casa y por haber mantenido el secreto. Durante su recorrido por la vivienda había visto lo suficiente para confirmar lo que Kizmin Rider había expresado la noche anterior.
Bosch se sentó en uno de los sillones cubiertos con una sábana, frente al sofá, y colocó el maletín sobre sus rodillas.
Lo abrió y empezó a examinar su contenido, que Kate Kincaid no podía ver desde el lugar que ocupaba en el sofá.
– ¿Ha encontrado algo que le haya llamado la atención en la habitación de Stacey? -preguntó la señora Kincaid.
Bosch alzó la vista por encima del maletín y observó unos instantes a Kate Kincaid.
– No -contestó-. Sólo he echado un vistazo. Me imagino que la policía registró la casa a fondo y que por tanto no encontraré nada de interés. ¿Le gustaba a Stacey bañarse en la piscina?
Bosch siguió revisando el contenido de su maletín mientras Kate le explicaba que su hija había sido una excelente nadadora. En realidad Bosch no hacía nada importante; se limitaba a llevar a cabo el plan que había estado ensayando mentalmente toda la mañana.
– Stacey era capaz de nadar dos largos de piscina sin sacar la cabeza para respirar -dijo Kate Kincaid.
Bosch cerró el maletín y la miró. Kate sonrió al recordar a su hija. Bosch sonrió también, pero de manera forzada.
– ¿Le importaría deletrear la palabra inocencia, señora Kincaid?
– ¿Cómo dice?
– La palabra inocencia. ¿Me la quiere deletrear?
– ¿Tiene esto algo que ver con Stacey? No veo por qué.
– Haga lo que le pido, por favor. Deletree esa palabra.
– No se me da bien deletrear palabras. Siempre guardaba un diccionario en el bolso para responder a Stacey cuando me preguntaba cómo se escribía una palabra. Ya sabe, uno de esos libritos…
– Vamos, señora Kincaid, inténtelo.
Kate Kincaid se detuvo unos momentos para reflexionar. La expresión de su rostro mostraba un desconcierto total.
– I, ene, o, una ese o una ce, no estoy segura…
Kate miró a Bosch con expresión inquisitiva. Bosch meneó la cabeza y abrió de nuevo su maletín.
– Es una ce, no una ese.
– Ya le dije que suelo equivocarme.
Kate Kincaid sonrió. Bosch sacó un objeto, cerró el maletín y lo depositó en el suelo. Luego se levantó, se acercó al sofá y entregó a Kate una funda de plástico que contenía una de las cartas anónimas que había recibido Howard Elias.
– Fíjese -dijo-. Escribió usted mal la palabra inocencia.
Kate contempló la carta en silencio durante mucho rato. Luego aspiró profundamente y repuso sin mirar a Bosch:
– Tendría que haber utilizado mi pequeño diccionario, pero escribí esta nota apresuradamente.
Bosch experimentó una gran sensación de alivio al comprender que Kate Kincaid no iba a ofrecer resistencia. Ella esperaba este momento, sabía que antes o después iba a ocurrir. Quizá por eso había dicho que se sentía mejor de lo que se había sentido en mucho tiempo.
– Entiendo -dijo Bosch-. ¿Quiere contármelo todo, señora Kincaid?
– Sí -respondió ella-. Se lo voy a contar todo.
Bosch colocó pilas nuevas en la grabadora, la puso en marcha y la depositó sobre la mesa de café, orientando el micrófono hacia arriba para que captara su voz y la de Kate Kincaid.
– ¿Está preparada? -preguntó.
– Sí -contestó ella.
Bosch se identificó, dijo quién era ella, la fecha, la hora y el lugar donde iba a celebrarse la entrevista. Luego le leyó sus derechos de un formulario que había sacado del maletín.
– ¿Comprende los derechos que acabo de leer, señora Kincaid?
– Sí.
– ¿Desea hablar conmigo, señora Kincaid, o prefiere llamar a su abogado?
– No.
– ¿No, qué?
– No deseo llamar a mi abogado. Un abogado no puede ayudarme. Deseo hablar.
Bosch se detuvo unos instantes mientras pensaba en cómo evitar que cayera algún pelo en la tarta.
– Yo no puedo asesorarle desde el punto de vista legal. Pero cuando dice que un abogado no puede ayudarla, no sé si esto constituye una renuncia de sus derechos. ¿Me comprende? Porque quizás un abogado pudiera…
– Detective Bosch, no quiero un abogado. Comprendo perfectamente mis derechos y no quiero un abogado.
– De acuerdo, entonces tiene que firmar este papel, en la parte inferior, y aquí, donde pone que no solicita que esté presente su abogado.
Bosch colocó el formulario sobre la mesa de café y observó a Kate Kincaid mientras lo firmaba. Luego comprobó que la firma era correcta, lo firmó él mismo en calidad de testigo y lo guardó en el maletín. A continuación se instaló cómodamente en el sillón y miró a Kate. Pensó en comentarle la posibilidad de que renunciara a sus derechos como cónyuge de un sospechoso, pero decidió no hacerlo. Era mejor que se ocupara de ello la oficina del fiscal del distrito, cuando llegara el momento oportuno.
– Entonces ya podemos empezar -le dijo Bosch-. ¿Quiere contarme lo sucedido, señora Kincaid, o prefiere que le formule unas preguntas?
Bosch repetía con frecuencia el nombre de Kate Kincaid para que cuando reprodujeran la cinta delante del jurado no hubiera confusión respecto a quiénes pertenecían las voces.
– Mi marido mató a mi hija. Supongo que eso es lo que usted quiere saber en primer lugar. Por eso ha venido aquí.
Bosch se quedó perplejo un momento, y luego asintió.
– ¿Cómo lo sabe?
– Durante mucho tiempo sospeché…, luego lo supe con certeza debido a unas cosas que oí. Por fin mi marido me lo dijo. Se lo pregunté directamente y él confesó.
– ¿Qué le dijo su marido exactamente?
– Dijo que fue un accidente, pero uno no estrangula a alguien accidentalmente. Dijo que la niña le había amenazado con contarle a sus amigas lo que él… lo que él y sus amigos le hacían. Dijo que trató de impedírselo, de convencerla de que no lo hiciera, y la situación se le fue de las manos.
– ¿Dónde ocurrieron los hechos?
– Aquí. En esta casa.
– ¿Cuándo?
Kate le dio la fecha del supuesto secuestro de su hija. Parecía darse cuenta de que Bosch tenía que hacerle unas preguntas que tenían respuestas claras para completar el relato del crimen.
– ¿Su marido había abusado sexualmente de Stacey?
– Sí.
– ¿Él se lo confesó?
– Sí.
Kate Kincaid rompió a llorar y abrió el bolso para sacar un pañuelo de papel. Bosch dejó que se tranquilizara. El detective se preguntó si la mujer lloraba debido al dolor, a un sentimiento de culpabilidad o bien a causa del alivio que experimentaba por haber contado por fin la historia. Bosch suponía que era una mezcla de las tres cosas.
– ¿Cuánto hacía que su marido abusaba sexualmente de Stacey? -preguntó al cabo de unos minutos.
Kate Kincaid dejó caer el pañuelo en el regazo.
– No lo sé. Llevábamos casados cinco años antes de que…, antes de que la niña muriera. No sé cuándo empezó todo.
– ¿Cuándo se dio usted cuenta de la situación?
– Prefiero no responder a esa pregunta, si no le importa.
Bosch la observó. Kate bajó la vista. La pregunta constituía la base de su sentimiento de culpabilidad.
– Es importante, señora Kincaid.
– Un día mi hija me lo contó. -Kate sacó otro pañuelo del bolso para enjugarse un nuevo torrente de lágrimas-. Fue un año antes de… Me dijo que él le hacía unas cosas que no estaban bien… Al principio no la creí. Pero se lo pregunté a mi marido. Él lo negó, por supuesto. Y yo le creí. Supuse que Stacey tenía problemas para adaptarse a la nueva situación, al hecho de tener un padrastro, y que era una forma de rebelarse.
– ¿Y más tarde?
Kate no respondió. Se miró las manos y agarró el bolso con fuerza.
– ¿Señora Kincaid?
– Más tarde noté ciertas cosas. Unos detalles insignificantes. Stacey no quería que yo me fuera y la dejara a solas con él. Ahora, al echar la vista atrás, comprendo sus motivos. Pero entonces no eran tan evidentes. Una noche mi marido fue a la habitación de Stacey para darle las buenas noches y observé que tardaba en regresar al salón. Fui a ver qué ocurría y comprobé que la puerta estaba cerrada con llave.
– ¿Llamó usted a la puerta?
Kate permaneció inmóvil y en silencio un buen rato antes de negar con la cabeza.
– ¿Quiere eso decir que no?
Bosch se lo preguntó para que constara en la cinta.
– No. No llamé a la puerta.
Bosch decidió seguir interrogándola. Sabía que con frecuencia las madres de víctimas de un incesto y abusos sexuales no se percataban de lo evidente ni tomaban las medidas oportunas para salvar a sus hijas de esa situación. Kate Kincaid vivía en esos momentos un infierno personal y su decisión de exponer a su marido -y a ella misma- al ridículo público y a un juicio siempre le parecería un acto insuficiente y demasiado tardío. Tenía razón. Un abogado no podía ayudarla.
Nadie podía ayudarla.
– Señora Kincaid, ¿cuándo empezó a sospechar de la participación de su marido en la muerte de su hija?
– Durante el juicio de Michael Harris. Yo creía que él, Harris, era el culpable. No pensé que los policías hubieran dejado sus huellas en el lugar del crimen. Incluso el fiscal me aseguró que eso era poco probable. De modo que creí que Harris era el asesino. Deseaba creerlo. Pero durante el juicio uno de los detectives, creo que se llamaba Frankie Sheehan, declaró que habían arrestado a Michael Harris en la empresa donde trabajaba.
– El taller de lavado.
– Sí. Dijo el nombre y la dirección. Y entonces recordé que yo había llevado allí el coche con Stacey. Recordé que sus libros estaban en el asiento trasero. Se lo conté a mi marido y dije que deberíamos decírselo a Jim Camp. Era el fiscal. Pero Sam me disuadió. Dijo que la policía estaba convencida de que el asesino era Michael Harris y que si yo explicaba eso, la defensa lo utilizaría para dar un nuevo giro al caso, como había ocurrido con O. J. Simpson. Dijo que la verdad no saldría a relucir y perderíamos el caso. Me recordó que habían encontrado a Stacey cerca del apartamento de Harris… Sam dijo que probablemente Harris se había fijado en ella el día que habíamos llevado el coche a lavar a ese taller y que había empezado a acosarnos…, a acosar a Stacey. Me dejé convencer por Sam. No estaba segura de que Harris no fuera el asesino. Hice lo que mi marido me ordenó.
– Y Harris se libró de la silla eléctrica.
– Así es.
Bosch se detuvo un momento, para conceder a Kate Kincaid un respiro antes de formularle la siguiente pregunta.
– ¿Qué le hizo cambiar de opinión, señora Kincaid? -preguntó-. ¿Por qué envió esas notas a Howard Elias?
– Yo seguía sospechando. Un día, hace unos meses, oí parte de una conversación que mi marido mantenía con su… su amigo.
Kate pronunció la última palabra como si fuera el peor insulto que uno pudiera proferir contra una persona.
– ¿Richter?
– Sí. Ellos creían que yo había salido. Suponían que había ido a almorzar con unas amigas al club Mountaingate. Pero yo había dejado de salir con mis amigas después de que Stacey… Ese tipo de cosas ya no me interesaban. Solía decirle a mi marido que salía a almorzar, pero en realidad iba a visitar a Stacey al cementerio…
– Comprendo.
– No, no creo que lo comprenda, detective Bosch.
Bosch asintió.
– Lo siento. Tiene usted razón, señora Kincaid. Continúe.
– Aquel día se puso a llover. Como hoy, una lluvia pertinaz, triste. De modo que me quedé sola unos momentos y regresé a casa antes de lo previsto. Supongo que no me oyeron entrar debido a la lluvia. Pero yo sí les oí a ellos. Estaban hablando en el despacho… Como seguía sospechando de mi marido, me acerqué para escuchar. No hice el menor ruido. Me acerqué a la puerta y escuché lo que decían.
Bosch se inclinó hacia adelante: era el momento crucial. Dentro de unos momentos sabría si Kate Kincaid había sido sincera con él. El detective dudaba de que dos hombres implicados en el asesinato de una niña de doce años se pusieran a hablar tranquilamente del asunto. Si Kate Kincaid insistía en que era cierto, Bosch comprendería que había mentido.
– ¿Qué dijeron?
– No se trataba de una conversación, ¿comprende? Eran comentarios breves. Me di cuenta de que estaban hablando de niñas. De distintas niñas. Eran unos comentarios asquerosos. Yo no tenía ni idea de lo bien organizado que estaba eso. Me había engañado a mí misma pensando que si mi marido le había hecho algo a Stacey habría sido por alguna debilidad, algún defecto contra el cual él luchaba. Pero estaba equivocada. Estos hombres eran unos depravados perfectamente organizados.
– Así que se quedó usted junto a la puerta escuchando… -dijo Bosch para retomar el tema.
– Mi marido y Richter no conversaban. Hacían comentarios. Por la forma en que se expresaban, deduje que estaban mirando algo. Tenían conectado el ordenador, oí el teclado y otros sonidos. Más tarde, cuando pude utilizar el ordenador, comprobé lo que estaban mirando. Eran imágenes de niñas de diez u once años…
– Volveremos al asunto del ordenador dentro de un momento, pero ahora cuénteme lo que oyó. ¿Por qué esos comentarios le indujeron a pensar que se trataba de algo relacionado con Stacey?
– Porque dijeron su nombre. Oí que Richter decía: «Ahí está». Mi marido pronunció entonces su nombre. Lo dijo de una forma, como si la deseara… No era la forma en que lo habría pronunciado un padre o un padrastro. Luego se quedaron callados. Comprendí que la estaban mirando. Estaba segura de ello.
Bosch pensó en lo que había visto en el ordenador de Rider la noche anterior. Le resultaba difícil imaginar a Kincaid y a Richter sentados en un despacho contemplando esas imágenes, reaccionando de forma muy distinta a como lo había hecho él.
– Richter preguntó a mi marido si había hablado con el detective Sheehan. Mi marido preguntó: «¿Sobre qué?». Richter respondió que sobre el dinero por haber colocado las huellas en el libro de Stacey. Mi marido soltó una carcajada y contestó que no le había pagado nada. Luego le contó a Richter lo que yo le había dicho durante el juicio, que había llevado el coche al taller de lavado donde trabajaba Harris. Se echaron a reír y mi marido dijo, lo recuerdo con toda claridad: «Toda mi vida he tenido mucha suerte…». Y entonces lo comprendí. Él la había matado. Ellos la habían matado.
– Y decidió usted ayudar a Howard Elias.
– Sí.
– ¿Por qué a Elias? ¿Por qué no acudió a la policía?
– Porque sabía que nunca acusarían a mi marido. Los Kincaid son una familia poderosa. Creen que están por encima de la ley, y lo están. El padre de mi marido llenó los bolsillos de todos los políticos que hay en esta ciudad. Demócratas, republicanos… Todos estaban en deuda con él. Había además otro problema. Llamé a Jim Camp y le pregunté qué ocurriría si descubrían que no había sido Harris sino otra persona quien había matado a Stacey. Me dijo que no podrían probarlo debido al primer caso. La defensa se referiría al primer juicio y alegaría que el año anterior estaban convencidos de que el culpable era otro. Eso bastaría para que el jurado tuviera una duda razonable. De modo que el caso no prosperaría.
Bosch asintió. Sabía que Kate Kincaid estaba en lo cierto. El hecho de haber colgado el crimen a Harris había fastidiado el caso.
– Creo que es un buen momento para tomarnos un respiro -dijo Bosch-. Tengo que hacer una llamada.
Bosch apagó la grabadora. Luego sacó el móvil del maletín y dijo a Kate Kincaid que mientras telefoneaba echaría un vistazo a la otra parte de la casa.
Mientras atravesaba el elegante comedor y se dirigía hacia la cocina, Bosch llamó al móvil de Lindell. El agente del FBI respondió de inmediato. Bosch habló en voz baja, confiando en que Kate Kincaid no le oyera desde el salón.
– Soy Bosch. Estamos de suerte. Tenemos a una testigo dispuesta a cooperar.
– ¿Lo estás grabando?
– Sí. Dice que su marido mató a su hija.
– ¿Y Elias?
– Aún no hemos llegado a ese tema. Quería que lo supieras para que empecéis a moveros.
– Daré la orden.
– ¿Habéis visto a alguien?
– Todavía no. Al parecer el marido aún está en casa.
– ¿Y Richter? También está implicado. Ella me lo ha contado todo.
– No estamos seguros de dónde está. Si se encuentra en casa, aún no ha salido. Pero daremos con él.
– Buena suerte.
Después de apagar el móvil, Bosch se detuvo en la puerta de la cocina y observó a Kate Kincaid. Estaba de espaldas a él, inmóvil, como si tuviera la vista fija en el sillón que él había ocupado frente a ella.
– ¿Quiere que le traiga un vaso de agua, señora Kincaid? -preguntó Bosch al entrar de nuevo en la sala de estar.
– No, gracias. Estoy bien.
Bosch puso de nuevo la grabadora en marcha y se identificó a sí mismo y anunció el tema de la entrevista. Dijo la hora exacta y la fecha.
– Le he leído sus derechos, ¿no es así, señora Kincaid?
– Así es.
– ¿Desea proseguir con la entrevista?
– No tengo inconveniente.
– Hace unos minutos me ha dicho que decidió ayudar a Howard Elias. ¿Por qué motivo?
– Iba a querellarse contra la policía en nombre de Michael Harris. Yo quería que exoneraran a Harris y que condenaran a mi marido y a sus amigos. Sabía que las autoridades probablemente no lo harían. Pero también sabía que Howard Elias no formaba parte de esa gente. No se dejaba controlar por el dinero y el poder. Sólo le interesaba la verdad.
– ¿Habló usted personalmente con el señor Elias?
– No. Temía que mi marido me estuviera vigilando. Desde el día en que le oí hablar con Richter y comprendí que había sido él, me resultaba imposible ocultar el asco que me inspiraba. Supongo que él se dio cuenta y ordenó a Richter que me vigilara. A Richter o a otras personas que trabajaban para él.
Bosch pensó que Richter tal vez la había seguido y andaba cerca. Lindell le había dicho que no sabían dónde se encontraba el jefe de seguridad. Bosch miró la puerta principal y se percató de que la había dejado abierta.
– Así que le envió usted unas notas a Elias.
– Sí, anónimas. Yo quería que acusara a esas personas, pero sin involucrarme a mí… Sé que obré mal, que fui una mala madre. Supongo que me hice la ilusión de que pondrían al descubierto a los hombres malos sin salpicar a la mujer mala.
Bosch descubrió un gran dolor en los ojos de Kate Kincaid cuando dijo eso y pensó que se echaría a llorar de nuevo, pero no lo hizo.
– Tengo que hacerle unas preguntas más -dijo-. ¿Cómo averiguó la dirección de la página web y la forma de entrar en la web secreta?
– ¿Se refiere a la web de Charlotte? Mi marido no es un hombre inteligente, detective Bosch. Es rico, lo cual siempre da un aire de inteligencia. Apuntó la dirección para no tener que memorizarla y la ocultó en un cajón de la mesa de su despacho. Yo la encontré. Sé cómo utilizar un ordenador. Fui a ese espantoso lugar… Y allí vi a Stacey.
A Bosch le extrañó que las lágrimas siguieran sin brotar. Kate Kincaid se expresaba con voz átona. Daba la impresión de que recitaba la historia por obligación. El impacto que ésta hubiera tenido sobre ella lo había archivado en su interior, impidiendo que aflorara a la superficie.
– ¿Cree usted que el hombre que aparece en las imágenes con Stacey es su marido?
– No. No sé quién es ese hombre.
– ¿Cómo puede estar segura?
– Mi marido tiene una marca de nacimiento. Una marca en la espalda. Aunque no es inteligente, como ya le he dicho, es lo bastante listo para no aparecer en esa web.
Bosch reflexionó sobre lo que acababa de oír. No dudaba de la historia que le había relatado Kate Kincaid, pero sabía que era necesario hallar pruebas lo suficientemente contundentes para acusar a Kincaid. Así como Kate desconfiaba de lograr convencer a las autoridades de lo que sabía, Bosch necesitaba presentarse en el despacho del fiscal del distrito con las pruebas suficientes para demostrar que Sam Kincaid era más allá de toda duda el autor del crimen. En esos momentos lo único que tenía era a una esposa que acusaba a su marido de una atrocidad. El hecho de que Kincaid no fuera el hombre que aparecía en las imágenes de la web con su hijastra constituía un obstáculo a la hora de corroborar la historia de Kate. Bosch pensó en los registros. En esos momentos la policía habría entrado en el domicilio y la oficina de Kincaid. Bosch confiaba en que hallaran pruebas que corroboraran la historia de su mujer.
– En la última nota que usted envió a Howard Elias le advertía que su marido lo sabía -dijo Bosch-. ¿Se refería a que su marido sabía que Elias había hallado la web secreta?
– Sí, en aquel momento pensé que lo sabía.
– ¿Qué le indujo a pensarlo?
– La forma en que mi marido se comportaba. Estaba siempre de mal humor, recelaba de mí. Me preguntó si había utilizado su ordenador. Eso me hizo sospechar que habían descubierto que alguien había estado husmeando en su ordenador. Envié la nota a Elias, pero ahora no estoy segura de que mi marido lo supiera.
– Explíquese. Howard Elias ha muerto.
– No estoy segura de que mi marido lo matara. Me lo habría dicho.
– ¿Qué? -preguntó Bosch, desconcertado por la lógica de Kate.
– Él me lo habría dicho. Si me había confesado lo de Stacey, ¿por qué no iba a confesarme lo de Elias? Aparte de que usted mismo ha averiguado lo de la web. Si ellos sospechaban que Elias lo sabía, ¿no cree que habrían cerrado esa web o se habrían ocultado en otra parte?
– No, en el caso de que hubieran decidido asesinar al intruso.
Kate meneó la cabeza. Era obvio que no estaba de acuerdo con Bosch.
– Estoy segura de que mi marido me lo habría dicho.
Bosch no salía de su asombro.
– Espere un momento -dijo-. ¿Se refiere a la escena que tuvo con su marido y que mencionó al comienzo de esta entrevista?
En aquel momento sonó el busca del detective, y éste lo desconectó sin apartar la vista de Kate Kincaid.
– Sí.
– ¿Cuándo ocurrió?
– Anoche.
– ¿Anoche?
Bosch se quedó perplejo. Había deducido que la confesión del asesinato a la que se había referido Kate había ocurrido hacía varias semanas o incluso meses.
– Sí. Cuando ustedes se marcharon. Por las preguntas que nos hizo usted comprendí que había encontrado las notas que yo envié a Howard Elias. Sabía que más pronto o más tarde hallaría la web de Charlotte.
Bosch miró su busca. El número pertenecía al móvil de Lindell. En la minúscula pantalla aparecía el código de emergencia 911. Luego alzó la vista y contempló de nuevo a Kate Kincaid.
– Así que por fin logré reunir el valor que no había tenido durante esos meses y me encaré con él. Y él me lo confesó. Y se rió de mí. Me preguntó a qué venía que me alterara de ese modo cuando no había demostrado la menor preocupación mientras Stacey estaba viva.
El móvil de Bosch comenzó a sonar dentro de su maletín. Kate Kincaid se levantó lentamente y dijo:
– Voy a salir para que pueda usted hablar tranquilamente.
Mientras Bosch recogía el maletín del suelo observó que Kate tomaba su bolso, atravesaba la sala y se dirigía por el pasillo hacia la habitación de su desgraciada hija. Después de varios intentos logró abrir el maletín y sacar el móvil. Era Lindell.
– Estoy en la casa -dijo el agente del FBI con voz tensa debido a la adrenalina y a los nervios-. Kincaid y Richter están aquí. No es una escena agradable.
– ¿Qué pasa?
– Están muertos. Y no parece que murieran en el acto. Les dispararon en los huevos… ¿Estás aún con la esposa?
Bosch miró hacia el pasillo.
– Sí.
En el preciso instante de decir eso oyó una detonación procedente del pasillo. Bosch adivinó en el acto lo que había ocurrido.
– Será mejor que la traigas aquí -dijo Lindell.
– Bien.
Bosch cerró el móvil y lo guardó de nuevo en el maletín, sin apartar la vista del pasillo.
– ¿Señora Kincaid?
No hubo respuesta. Lo único que se oía era la lluvia.