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El plan consistía en celebrar la rueda de prensa cuanto antes, mientras seguía lloviendo, y aprovechar la circunstancia para mantener a la multitud -una multitud enfurecida- fuera de las calles. El equipo investigador fue reunido junto a la pared del fondo de la sala. El jefe de la policía y Gilbert Spencer, del FBI, presidirían la rueda de prensa y responderían a todas las preguntas. Era el procedimiento habitual en una situación tan delicada como aquélla. El jefe de la policía y Spencer sabían poco más que lo que decía el comunicado. Por tanto, podían responder fácilmente a preguntas sobre los pormenores de la investigación con comentarios como «no estoy informado del tema» o «que yo sepa no».

O’Rourke, del departamento de relaciones con la prensa, se encargó de advertir a la multitud de periodistas que se comportaran de forma responsable y de que, aunque la rueda de prensa sería breve, dentro de unos días les ofrecerían más información sobre el caso. A continuación presentó al jefe de la policía, quien ocupó su lugar detrás de los micrófonos y leyó un comunicado hábilmente redactado.

– Durante mi corto mandato como jefe de la policía ha recaído sobre mí la responsabilidad de presidir los funerales de policías muertos en acto de servicio. He dado el pésame a madres que han perdido a sus hijos por la absurda violencia que se ha desatado en esta ciudad. Pero jamás me había sentido tan acongojado como en estos momentos. Debo informar a las gentes de esta gran ciudad que sabemos quién mató a Howard Elias y a Catalina Pérez. Y os comunico con profundo pesar que fue un miembro de este departamento. El análisis de balística acaba de confirmar que los proyectiles que mataron a Howard Elias y a Catalina Pérez fueron disparados con la pistola reglamentaria utilizada por el detective Francis Sheehan de la División de Robos y Homicidios.

Bosch contempló el mar de rostros de los reporteros que tenía ante sí y vio en muchos de ellos una expresión de estupor. La noticia les hizo pensar en las consecuencias. La noticia era la cerilla, ellos la gasolina. Ni siquiera la lluvia sería capaz de apagar el fuego.

Un par de periodistas, seguramente de agencias de prensa, se abrieron paso a través de la multitud que se hallaba de pie y salieron para transmitir la noticia. El jefe de la policía continuó:

– Como muchos de ustedes saben, Sheehan era uno de los policías a los que Howard Elias demandó en nombre de Michael Harris. Los investigadores de este caso creen que Sheehan se sintió desbordado por las emociones del caso y la ruptura de su matrimonio, ocurrida hace pocos meses. Es posible que todo esto le trastornara. En todo caso nunca lo sabremos, pues el detective Sheehan se suicidó anoche ante el temor de ser acusado de asesinato. Como jefe de la policía, uno confía en no tener que dar jamás este tipo de noticias. Pero este departamento no oculta nada a sus ciudadanos. Es preciso airear lo malo para poder celebrar lo bueno. Sé que ocho mil personas justas que trabajan en este departamento desean pedir disculpas, junto conmigo, a las familias de las dos víctimas y a todos los habitantes de Los Ángeles. Al mismo tiempo rogamos a los ciudadanos que reaccionen con sensatez y tranquilidad ante estos trágicos acontecimientos. Debo hacer otras declaraciones, pero si desean formular alguna pregunta referente a esta investigación responderé a algunas de ellas.

De inmediato sonó un coro de voces ininteligibles y el jefe de la policía señaló a un reportero situado frente a él.

Bosch no lo reconoció.

– ¿Cómo y dónde se suicidó Sheehan?

– Anoche se alojó en casa de un amigo. Se mató de un disparo. Su pistola reglamentaria fue confiscada para el análisis de balística. El agente Sheehan utilizó otra arma, cuya procedencia estamos investigando. Los investigadores creían que Sheehan no disponía de otra pistola, pero es evidente que se equivocaron.

Volvió a estallar el coro de voces, pero esta vez destacó la estentórea e inconfundible voz de Harvey Button. Su pregunta era clara y no admitía evasivas.

– ¿Por qué dejaron a Sheehan en libertad? Ayer era sospechoso de asesinato. ¿Por qué lo soltaron?

El jefe de la policía miró a Button unos momentos antes de responder.

– Usted mismo acaba de responder a su pregunta. Era sospechoso. No estaba detenido. Esperábamos los resultados del análisis de balística y no había motivo para retenerle. En aquellos momentos no disponíamos de pruebas contra él. Las pruebas nos las ha suministrado el informe de balística. Pero ya era demasiado tarde.

– Todos sabemos que la policía puede retener a un sospechoso durante cuarenta y ocho horas antes de presentar cargos contra él. ¿Por qué no se hallaba el detective Sheehan bajo custodia?

– Francamente, estábamos siguiendo otras pistas relacionadas con el caso. Sheehan no era un sospechoso en el sentido estricto del término. Era una de las varias personas a quienes estábamos investigando. Creímos que no había motivo para retenerle. El agente Sheehan había respondido satisfactoriamente a todas nuestras preguntas, pertenecía a nuestro departamento y no pensamos que fuera a huir. Y mucho menos a suicidarse.

– Otra pregunta -gritó Button sobre el tumulto-. ¿Insinúa usted que su condición de policía permitió que Sheehan fuera puesto en libertad para que se fuera a casa y se suicidara?

– No, señor Button, no insinúo nada de eso. Lo que digo es que no supimos con certeza que era el asesino hasta que fue demasiado tarde. Lo hemos sabido hoy. Sheehan fue puesto en libertad y se suicidó anoche.

– De haber sido un ciudadano de a pie, digamos un hombre negro como Michael Harris, ¿le habrían permitido irse a casa anoche?

– No voy a responder a esa pregunta.

El jefe de la policía alzó las manos para sofocar el vocerío.

– Voy a leer otro comunicado.

Los reporteros siguieron formulando sus preguntas a voz en cuello hasta que O’Rourke avanzó hacia el frente del estrado y gritó más fuerte, amenazando con poner fin a la rueda de prensa si no se restablecía el orden. Unos instantes después, el jefe de la policía prosiguió:

– Este comunicado está relacionado de forma indirecta con los hechos que acabo de relatar. Tengo el triste deber de comunicar la muerte de Sam Kincaid, de Kate Kincaid y de Donald Charles Richter, un agente de seguridad que trabajaba para ellos.

A continuación leyó otro folio que describía el doble asesinato y el suicidio, presentando los hechos como los actos de una Kate Kincaid trastornada que había sucumbido al dolor por la pérdida de su hija. Se abstuvo de mencionar el que su marido hubiera abusado sexualmente de su hija, el que Sam Kincaid fuera un pedófilo y su implicación en una web secreta dedicada a tal perversión. También se abstuvo de mencionar la investigación que el FBI y el departamento de delitos informáticos estaban llevando a cabo para poner al descubierto esa red de pedófilos.

Bosch sabía que era obra del viejo Kincaid. El primer zar de los automóviles había echado mano de sus influyentes amigos para salvar el honor de la familia. Bosch supuso que toda la ciudad estaba en alerta roja. Jackson Kincaid no permitiría que nadie destruyera el buen nombre de su hijo, ni el suyo propio. Eso supondría el hundimiento de su imperio.

Cuando el jefe de la policía hubo terminado de leer el segundo comunicado, los reporteros le formularon numerosas preguntas:

– Si la señora Kincaid estaba trastornada, ¿por qué mató a su marido? -inquirió Keisha Russell del Times.

– Eso nunca lo sabremos.

– ¿Y ese tal Richter, el agente de seguridad? ¿Por qué lo mató la señora Kincaid? ¿Qué relación tenía con el asesinato de su hija?

– Suponemos que Richter estaba casualmente en la casa o pasó por allí en el preciso momento en que la señora Kincaid sacó la pistola para matarse. Existe la posibilidad de que los dos hombres resultaran muertos cuando trataban de impedir que la señora Kincaid llevara a cabo su propósito. Luego la señora Kincaid abandonó la casa y regresó a su primer domicilio en Brentwood. Se suicidó en el lecho de su hija. Es una situación muy triste y deseamos expresar nuestras condolencias a la familia y a los amigos de los Kincaid.

Bosch estuvo a punto de sacudir la cabeza para manifestar su indignación, pero como estaba junto a la pared que había detrás del jefe de la policía, su gesto habría sido captado por las cámaras y los reporteros.

– Bien, si no hay más preguntas quisiera…

– Jefe -intervino de nuevo Button-, la inspectora general Entrenkin ha convocado una rueda de prensa en el despacho de Howard Elias dentro de una hora. ¿Desea hacer algún comentario al respecto?

– No. La inspectora Entrenkin trabaja de forma independiente de este departamento. No tiene por qué rendirme cuentas de sus actos y por tanto no tengo la menor idea de lo que va a decir.

Pero a juzgar por su tono de voz, era evidente que no esperaba que Entrenkin dijera nada positivo acerca del departamento.

– Deseo poner fin a esta rueda de prensa -prosiguió-. Pero antes de hacerlo quiero dar las gracias al FBI y en particular al agente especial Spencer por la ayuda que nos han prestado. Si existe algún consuelo en este trágico asunto, es el hecho de que los ciudadanos de esta comunidad pueden tener la certeza de que este departamento está resuelto a poner al descubierto los elementos corruptos, se hallen donde se hallen. Este departamento está dispuesto además a hacerse responsable de los actos de sus miembros sin encubrirlos, sea cual fuere el costo para nuestro orgullo y reputación. Confío en que los buenos ciudadanos de Los Ángeles tendrán esto presente y aceptarán mis más sinceras disculpas. Confío también en que se comportarán con sensatez y calma ante los hechos que acabo de comunicar.

Sus últimas palabras quedaron sofocadas por el ruido producido por los asistentes al retirar sus sillas y levantarse mientras los reporteros recogían sus trastos y enfilaban hacia la puerta de salida. Tenían prisa por difundir la noticia que acababa de comunicarles el jefe de la policía y asistir a la otra rueda de prensa.

– Detective Bosch.

Al volverse, Bosch se topó con Irving.

– ¿Tienen algo que objetar a la declaración? Me refiero a usted o su equipo.

Bosch observó el rostro del subdirector. La insinuación era muy clara. Como protestes, te hundo a ti y a tu equipo.

Calla y traga. Ése era el lema. Lo que debería decir en la puerta de los coches patrulla en lugar de lo de «proteger y servir».

Bosch asintió lentamente cuando lo que en realidad deseaba hacer era agarrar a Irving del cuello.

– No, ningún problema -respondió, con los músculos de la mandíbula crispados.

Irving consideró que había llegado el momento de hacer mutis.

Bosch vio que la puerta de salida estaba despejada y se dirigió hacia ella cabizbajo y desconcertado. Su mujer, su viejo amigo, su ciudad. Todos y todo le resultaba ajeno. Y en medio de esa sensación de soledad empezó a comprender lo que Kate Kincaid y Frankie Sheehan habrían pensado en el momento de quitarse la vida.

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