5

El número de detectives apostados frente a la estación del funicular había empezado a decrecer. Bosch observó cómo Garwood y un grupo de sus hombres atravesaban la plaza para subir a sus automóviles. Luego vio a Irving junto al coche del funicular, charlando con Chastain y tres detectives. Bosch no los conocía, pero dedujo que eran de Asuntos Internos. El subdirector hablaba con vehemencia pero en un tono tan bajo que Bosch no pudo oír lo que decía. Bosch no entendía qué pintaban allí los de Asuntos Internos, pero le daban mala espina.

De pronto vio también a Frankie Sheehan detrás de Garwood y su grupo. Parecía a punto de marcharse.

– Hola, Frankie, ¿te vas? -dijo Bosch.

– Sí, el capitán nos dijo que nos largáramos.

Bosch se acercó a Sheehan.

– ¿Tienes alguna idea que pueda ayudarme? -le preguntó en voz baja.

Sheehan contempló el coche del funicular, como si por primera vez se preguntara quién podía ser el asesino de los dos viajeros.

– Ninguna excepto lo obvio, y creo que eso es una pérdida de tiempo. Claro que a ti te sobra el tiempo, ¿no? Investiga todas las posibilidades.

– Ya. ¿Se te ocurre alguna persona por la que deba empezar?

– Sí, yo mismo -contestó Sheehan sonriendo-. Odiaba a ese cabrón. ¿Sabes lo que voy a hacer? Esta misma mañana voy a comprar una botella del mejor whisky irlandés que encuentre. Lo voy a celebrar, Hyeronimus. Porque Howard Elias era un hijoputa.

Bosch asintió. Los policías rara vez usaban la palabra hijoputa. La oían mucho, pero no la utilizaban. Casi todos los polis la reservaban como el peor insulto que podían proferir contra una persona. Cuando la empleaban contra alguien, eso quería decir que ese alguien había transgredido todas las normas, que no sentía el menor respeto por quienes velaban por el cumplimiento de la ley ni por las reglas y los límites impuestos por la sociedad. Los asesinos de policías eran siempre unos hijoputas, sin paliativos. También solían dedicar ese adjetivo a los abogados defensores. Y Howard Elias figuraba entre los hijoputas. Ocupaba el primer lugar de la lista.

Sheehan se despidió con un breve saludo militar y atravesó la plaza. Bosch centró de nuevo su atención en el interior del funicular mientras se enfundaba unos guantes de goma. Los técnicos habían vuelto a encender las luces y estaban acabando su trabajo con el láser. Bosch conocía a uno de ellos llamado Hoffman. Trabajaba con una ayudante de la que Bosch tenía referencias aunque no conocía. Era una mujer asiática muy atractiva, con unas tetas enormes. Bosch había oído comentar sus atributos y cuestionar su autenticidad a algunos detectives en la comisaría.

– ¿Puedo entrar, Gary? -preguntó Bosch, asomándose a través de la puerta del funicular.

Hoffman estaba organizando su equipo de instrumentos antes de cerrarlo.

– Pasa -dijo alzando la vista-. Estamos terminando. ¿Te han asignado el caso, Harry?

– Sí. ¿Tienes algo para mí, algo que me pueda ayudar a resolverlo?

Bosch entró en el coche, seguido de Edgar y Rider. Como se trataba de un funicular, el suelo consistía en unos escalones que conducían a la otra puerta. Los asientos también estaban escalonados, a ambos lados del pasillo central.

Bosch observó los asientos de madera y recordó lo duros que le parecían cuando era un niño delgaducho.

– Me temo que no -respondió Hoffman-. No hemos descubierto nada interesante.

Bosch asintió con la cabeza y bajó unos escalones para dirigirse hacia el primer cadáver. Observó a Catalina Pérez como si se tratara de una escultura en un museo. El objeto que tenía ante sí apenas le parecía humano. Bosch estudió los detalles para hacerse una idea de lo ocurrido. De pronto se fijó en la mancha de sangre y en el pequeño orificio que había hecho la bala en la camiseta de la mujer asesinada. El proyectil la había alcanzado en el corazón. Bosch reflexionó sobre el particular e imaginó al asesino situado en la puerta del coche, a cuatro metros de distancia.

– Excelente puntería, ¿verdad?

Era la ayudante que Bosch no conocía. La miró y asintió con la cabeza. Estaba pensando lo mismo, que el asesino era un experto en el manejo de armas de fuego.

– Creo que no nos conocemos. Me llamo Sally Tam.

La técnica le tendió la mano y Bosch se la estrechó. Ambos llevaban puestos unos guantes de goma. Bosch se presentó.

– Hace unos minutos he oído hablar a alguien de usted, sobre el caso de los huevos duros -dijo la técnica.

– Pura suerte.

Bosch sabía que sus compañeros le tomaban el pelo a propósito de ese caso. Todo comenzó cuando un reportero del Times oyó hablar del asunto y escribió un artículo exagerando las dotes de Bosch, hasta el extremo de presentarlo como un pariente lejano de Sherlock Holmes.

Bosch señaló por encima de Tam y dijo que necesitaba pasar para echar un vistazo al otro cadáver. La técnica se apartó, y Harry pasó ante ella procurando no rozarla. Luego la oyó presentarse a Rider y a Edgar. Bosch se acuclilló para examinar el cadáver de Howard Elias.

– ¿Así es como lo encontrasteis? -preguntó a Hoffman, que estaba agachado junto a su instrumental, a los pies del difunto.

– Prácticamente. Lo volvimos para registrarle los bolsillos, pero luego lo colocamos de nuevo como estaba. En el asiento que tienes detrás hay unas polaroids, por si quieres verificarlo. El equipo forense las tomó antes de que tocáramos el cadáver.

Bosch examinó las fotos. Hoffman tenía razón. El cadáver estaba en la misma posición en la que él lo había encontrado.

Harry giró la cabeza del cadáver con ambas manos para estudiar las heridas. La interpretación de Garwood había sido correcta. El orificio de entrada de la bala situado en la nuca era una herida de contacto. Aunque estaba parcialmente oculta por la sangre adherida al cabello, aún se apreciaban las quemaduras causadas por la pólvora y unos desgarrones que formaban un dibujo circular en torno a la herida. El disparo en el rostro era limpio. Eso no quería decir que no hubiera sangre, la había en gran cantidad, sino que no se observaban quemaduras de pólvora en la piel. La bala que le había herido en el rostro había sido disparada a bastante distancia.

Bosch alzó el brazo del cadáver y volvió la mano boca arriba para examinar la herida de entrada en la palma. Movió el brazo con toda facilidad. El aire fresco de la noche había retrasado el rigor mortis. En la palma de la mano no se observaban quemaduras de bala. Bosch calculó que el arma se hallaba al menos a un metro de la mano en el momento en que el asesino disparó la bala. Si Elias había extendido el brazo con la palma hacia arriba, había que añadir otro metro de distancia.

Edgar y Rider se acercaron al segundo cadáver. Bosch sintió la presencia de los detectives tras de sí.

– Entre dos y dos metros y medio de distancia, a través de la mano y entre los ojos -dijo Bosch-. Este tío sabe disparar. Será mejor que no lo olvidemos cuando tengamos que abatirlo.

Nadie dijo nada. Bosch confiaba en que sus compañeros hubieran captado el tono de confianza y de advertencia con que había pronunciado la última frase. Cuando se disponía a depositar la mano del cadáver en el suelo observó un rasguño que le recorría la muñeca y el canto de la mano. Harry dedujo que la herida se había producido cuando el asesino le había quitado a Elias el reloj. Examinó la herida detenidamente. No había sangre. Era una laceración limpia y blanca que discurría por la superficie de la piel tostada, aunque lo suficientemente profunda para haber sangrado.

Bosch reflexionó unos momentos sobre el asunto. El asesino no había disparado a la víctima en el corazón sino en la cabeza. El desplazamiento de sangre de las heridas indicaba que el corazón había continuado latiendo durante varios segundos como mínimo después de que Elias cayera abatido. Todo indicaba que el asesino le había arrancado el reloj poco después de dispararle; evidentemente, no tenía motivos para demorarse. Sin embargo, el rasguño de la mano no había sangrado. Daba la impresión de que se había producido mucho después de que el corazón hubiera dejado de latir.

– ¿Qué te parece la tercera herida? -preguntó Hoffman, interrumpiendo por un momento las reflexiones de Bosch.

Hoffman se apartó, y Bosch fue a colocarse a los pies del cadáver. Al acuclillarse de nuevo examinó la tercera herida de bala. La sangre le había empapado los fondillos del pantalón. No obstante, Bosch distinguió el desgarrón y las quemaduras de pólvora donde la bala había atravesado el tejido y se había alojado en el ano de Elias.

El asesino había apoyado el arma con firmeza en el punto donde se unían las costuras del pantalón, y había disparado.

Era un disparo por venganza. Más que un golpe de gracia, indicaba rabia y odio. Contradecía la fría habilidad de los otros disparos. A Bosch también le indicaba que Garwood se había equivocado respecto a la secuencia de los disparos.

Lo que faltaba por ver era si el capitán se había equivocado adrede.

Harry se incorporó y retrocedió hasta la puerta posterior del funicular, para situarse en el sitio donde probablemente se había colocado el asesino.

Observó de nuevo la carnicería que tenía ante sí y asintió con la cabeza, como si tratara de retener todos los detalles en la memoria. Edgar y Rider seguían aún entre los cadáveres, haciendo sus propias observaciones.

Bosch miró hacia los raíles que se extendían hasta el torniquete de la entrada de la estación. Los detectives se habían marchado. Sólo quedaba un coche patrulla aparcado allí abajo y dos agentes que custodiaban la escena del crimen.

Bosch ya había visto bastante. Pasó ante los cadáveres, rodeó cuidadosamente a Sally Tam y se subió al andén. Sus compañeros le siguieron. Edgar pasó más cerca de Tam de lo que hubiera debido.

Bosch se apartó del coche del funicular para hablar en privado con sus compañeros.

– ¿Qué opináis? -preguntó.

– Creo que son auténticas -respondió Edgar, volviéndose para mirar a Tam-. Tienen una forma natural. ¿Tú qué crees, Kiz?

– Muy gracioso -replicó Rider, negándose a seguirle el juego a su compañero-. ¿Podemos hablar del caso?

Bosch admiraba el modo en que Rider encajaba los frecuentes comentarios y bromas subidas de tono de Edgar, sin más que alguna observación sarcástica o alguna queja. Esos comentarios le podrían costar caro a Edgar si Rider se quejaba ante sus jefes. El hecho de que no lo hiciera indicaba que Edgar la cohibía o que sus comentarios no le importaban. Por otra parte, Rider sabía que si presentaba una queja formal conseguiría lo que los policías llaman «la chaqueta K-9», una referencia a la celda de la prisión municipal donde metían a los soplones. Bosch había preguntado una vez a Rider si quería que él hablara con Edgar. En calidad de jefe suyo, Bosch era legalmente responsable de solventar el problema aunque sabía que si hablaba con Edgar, éste se daría cuenta de que había comentado el asunto con ella. Rider también lo sabía. Después de reflexionar brevemente sobre ello, Rider pidió a Bosch que dejara las cosas como estaban. Dijo que no se sentía cohibida por Edgar, aunque a veces sus bromas la molestaban. Pero en cualquier caso, el asunto no tenía mayor importancia.

– Empieza tú, Kiz -dijo Bosch, pasando por alto el comentario de Edgar, aunque no estaba de acuerdo con la opinión de éste sobre Tam-. ¿Hay algo ahí dentro que te haya llamado la atención?

– Lo mismo que a todos. Al parecer las víctimas no estaban juntas. O bien la mujer se subió al funicular antes que Elias, o bien éste se disponía a bajar. Parece bastante claro que Elias era el objetivo principal y que ella murió por encontrarse allí. El disparo en el culo corrobora esa hipótesis. Además, como tú mismo has dicho ahí dentro, ese tipo era un excelente tirador. Buscamos a alguien con experiencia en ese terreno.

Bosch asintió.

– ¿Algo más?

– No. La escena del crimen está limpia. Apenas tenemos nada con que trabajar.

– ¿Jerry?

– Nada. ¿Tú qué piensas?

– Lo mismo. Pero creo que Garwood nos contó una historia que no cuela. Su secuencia de los disparos no concuerda con la realidad.

– Explícate -dijo Rider.

– El disparo en el culo fue el último, no el primero. Elias ya había sido abatido. Es una herida de contacto y la entrada se halla en la parte inferior, donde se unen las costuras del pantalón. Habría sido difícil meter el cañón de la pistola ahí si Elias hubiera estado de pie, aunque se encontrara a un paso del asesino. Creo que ya había caído cuando el tipo le metió la bala por el culo.

– Eso cambia las cosas -dijo Rider-, porque eso quiere decir que el último fue un balazo por venganza. El tío estaba cabreado con Elias.

– Lo cual indica que lo conocía -observó Edgar.

Bosch asintió.

– ¿Y tú crees que Garwood lo sabía y que nos soltó un cuento chino para despistarnos? -preguntó Rider-. O a lo mejor no reparó en ese detalle.

– Garwood no es ningún estúpido. El lunes, él y quince de sus hombres iban a ser demandados por Elias ante los tribunales. Garwood sabe que cualquiera de sus chicos ha sido capaz de hacerlo. Los está protegiendo. Ésa es mi opinión.

– ¡Venga, hombre! ¿Cómo va a proteger a un policía asesino? En ese caso debería…

– No sabemos con certeza que esté encubriendo a un policía asesino. Puede que ni él mismo lo sepa. Quizá lo haya hecho simplemente para cubrirse las espaldas.

– Da igual. Si está protegiendo a un policía asesino, no debería llevar la placa.

Bosch no respondió al comentario de Rider, que meneó la cabeza indignada.

Al igual que muchos policías en el departamento, estaba harta de chapuzas y de polis que protegían a otros, de que unos pocos mancharan el buen nombre de muchos.

– ¿Qué pensáis sobre el rasguño de la mano? -preguntó Bosch.

Edgar y Rider lo miraron un tanto sorprendidos.

– Seguramente se produjo cuando el tipo le quitó el reloj -contestó Edgar-. Debía de ser un reloj con la correa extensible, como un Rolex. Conociendo a Elias, probablemente era un Rolex. Un buen motivo.

– Sí, suponiendo que fuera un Rolex -apostilló Bosch.

El detective se volvió para contemplar la vista de la ciudad. Dudaba de que Elias llevara un Rolex.

Pese a su tendencia a la ostentación, Elias era de esos abogados que cuidan los detalles. Sabía que un letrado que luce un Rolex corre el riesgo de granjearse la antipatía del jurado. No, no se lo pondría. Luciría un reloj caro, de una marca importante, pero no un Rolex.

– ¿Qué piensas, Harry? -preguntó Rider-. ¿Por qué te preocupa el rasguño?

Bosch se volvió hacia sus compañeros.

– Al margen de que fuera un Rolex o un reloj de otra marca, no hay sangre en el rasguño.

– ¿Lo que significa?

– Ahí dentro está lleno de sangre. Las heridas de bala sangraron, pero en el rasguño no se observa una gota de sangre. No creo por tanto que el asesino le quitara el reloj. Ese rasguño se produjo después de que el corazón de Elias dejara de latir. Yo diría que mucho después. Lo que significa que el rasguño se produjo después de que el tipo que disparó abandonara el lugar.

Rider y Edgar se quedaron pensativos.

– Es posible -dijo Edgar al cabo de unos instantes-. Pero el asunto del sistema vascular es difícil de precisar. Ni siquiera el forense podrá llegar a una conclusión terminante.

– Eso es cierto -convino Bosch-. Digamos que es una corazonada. No podemos presentarlo como prueba ante el tribunal, pero estoy convencido de que el asesino no le arrebató el reloj a Elias. Ni tampoco la cartera.

– ¿Qué insinúas? -preguntó Edgar-. ¿Que fue otra persona quien se lo quitó?

– Exactamente.

– ¿Crees que fue el encargado del funicular, el que descubrió los cadáveres?

Bosch se limitó a encogerse de hombros.

– ¿Crees que fue uno de los chicos de Robos y Homicidios? -preguntó Rider-. ¿Otro intento de despistarnos, de hacernos creer que se trata de un robo por si el culpable fuera uno de ellos?

Bosch la miró un momento, pensando en cómo responder a sus preguntas y en que pisaban un campo minado.

– ¿Detective Bosch?

Harry se volvió.

Era Sally Tam.

– Nosotros hemos terminado, y los forenses quieren saber si pueden cubrir los cadáveres con plásticos y ponerles unas etiquetas para llevárselos.

– Por supuesto. A propósito, ¿han encontrado algunas huellas con el láser?

– Muchas, pero no creemos que sean importantes. En el funicular viaja mucha gente. Las huellas que hemos hallado probablemente pertenezcan a los pasajeros, no al asesino.

– De todos modos, mandadlas analizar enseguida, ¿vale?

– Desde luego. Lo mandaremos todo a Huellas y al Departamento de Justicia. En cuanto sepamos los resultados se lo comunicaremos.

Bosch le dio las gracias.

– ¿Han encontrado algunas llaves en el cadáver del hombre?

– Sí. Están en una de las bolsas marrones. ¿Quiere que se las traiga?

– Sí, creo que las necesitaremos.

– Vuelvo enseguida.

Tam le dirigió una sonrisa y se encaminó hacia el coche del funicular. Parecía muy animada por hallarse en la escena de un crimen. Bosch sabía que dentro de un tiempo no se sentiría tan eufórica.

– ¿Te has fijado? -preguntó Edgar-. Te aseguro que son auténticas.

– Ojo, Jerry -le advirtió Bosch.

Edgar alzó las manos en un gesto de capitulación.

– Soy un excelente observador. Me limitaba a informarte.

– Guárdate tus comentarios, a menos que quieras vértelas con el jefe.

En aquel preciso momento Irving se dirigía hacia ellos.

– ¿Cuáles son sus conclusiones iniciales, detectives?

Bosch miró a Edgar.

– Jerry, ¿qué acaba de decir que ha observado?

– Esto… bueno, de momento sólo tenemos una impresión general.

– No hemos llegado a ninguna conclusión que no concuerde con lo que ha dicho el capitán Garwood -se apresuró a añadir Bosch, antes de que Rider metiera la pata-. Son unos datos preliminares.

– ¿Cuál es el siguiente paso?

– Hay mucho trabajo por delante. Quiero hablar de nuevo con el encargado del funicular, y tenemos que investigar el edificio de apartamentos en busca de testigos. Además hemos de comunicar la muerte de Elias a su familia y registrar su despacho de abogado. ¿Cuándo van a llegar los refuerzos que me prometió, jefe?

– Ahora mismo.

Irving hizo un gesto con la mano a Chastain y a otros tres agentes para que se acercaran. Bosch había supuesto que ése era el motivo de que los de Asuntos Internos se hallaran en la escena del crimen, pero al ver que Irving les indicaba que se acercaran sintió que los músculos se le tensaban. Irving conocía bien la antipatía que existía entre los de Asuntos Internos y los detectives del departamento, y en especial entre Bosch y Chastain. El hecho de obligarlos a trabajar juntos en un caso convenció a Bosch de que Irving no estaba interesado en averiguar quién había asesinado a Howard Elias y Catalina Pérez. Por más que el subdirector quisiera dar la impresión de que estaba interesado en llegar hasta el fondo del asunto, estaba claro que lo que pretendía era entorpecer la investigación.

– ¿Está seguro de que esto es una buena idea, jefe? -preguntó Bosch mientras los de Asuntos Internos se dirigían hacia ellos-. Ya sabe que Chastain y yo no…

– Sí, quiero que las cosas se hagan así -le cortó Irving sin mirar a Bosch-. El detective Chastain dirigió la revisión interna del caso Michael Harris. Creo que es el hombre más indicado para colaborar en esta investigación.

– Chastain y yo tenemos una historia, jefe. No creo que funcione…

– Me importa un carajo que ustedes no simpaticen. Busquen el medio de trabajar juntos. Entremos de nuevo en la estación.

Irving los condujo hacia la estación del funicular. Era un espacio reducido. Los hombres no se saludaron. Una vez dentro de la estación, todos miraron a Irving.

– En primer lugar, estableceremos algunas pautas -empezó a decir el subdirector-. El detective Bosch está a cargo de esta investigación. Ustedes seis deberán informarle de los resultados de su labor. El me informará a mí. No quiero que quede ninguna duda al respecto. Él detective Bosch dirige este caso. He dispuesto que habiliten un despacho para ustedes en la sala de conferencias, junto a mi despacho, en el sexto piso del Parker Center. El lunes por la mañana instalarán unos teléfonos adicionales y un ordenador. Quiero que ustedes, los de Asuntos Internos, se ocupen de entrevistar a agentes de policía, verificar coartadas y demás tareas similares. El detective Bosch y su equipo se ocuparán del resto: la autopsia, las entrevistas a los testigos, etcétera. ¿Alguna pregunta?

Todos los presentes permanecieron callados como tumbas. Bosch estaba furioso, aunque procuraba disimularlo. Era la primera vez que veía a Irving como un hipócrita. El subdirector siempre le había parecido un hombre duro pero ecuánime. Su modo de actuar en este caso arrojaba una luz distinta sobre él. Irving había maniobrado para proteger a su departamento cuando la podredumbre que buscaban quizá se hallara entre ellos. Pero Irving ignoraba que todo cuanto Bosch había logrado en la vida había sido a base de convertir sus impulsos negativos en motivación. Bosch se juró que llegaría al fondo del caso a pesar de las maniobras de Irving. Al margen de las repercusiones que ello pudiera tener.

– Una advertencia sobre los medios de información. Se lanzarán como buitres sobre este caso. Pero no deben dejar que eso entorpezca su labor. No quiero que hablen con ellos. Todos los comunicados sobre la investigación se harán a través de mi oficina o del teniente Tom O’Rourke. ¿Entendido?

Los siete detectives asintieron.

– Bien. Así podré abrir el Times cada mañana con toda tranquilidad.

Irving consultó su reloj y luego miró al grupo.

– Yo puedo controlarles a ustedes, pero no al equipo forense ni a cualquier otra persona que se entere de este caso a través de los canales oficiales durante las próximas horas. Calculo que a las diez los medios ya estarán informados de las identidades de las víctimas. De modo que convocaré una reunión en la sala de conferencias a las diez para hablar sobre el caso. Cuando yo conozca las últimas novedades sobre la investigación informaré al jefe de la policía, y uno de nosotros hablará con los medios y les ofrecerá los mínimos detalles. ¿Algún problema?

– Eso apenas nos da seis horas -protestó Bosch-. No sé si para entonces sabremos mucho más. Tenemos mucho trabajo que hacer antes de sentarnos y empezar a analizar…

– Eso se sobreentiende. No se dejen presionar por los medios. No me importa si la conferencia de prensa sirve simplemente para confirmar la identidad de las víctimas. No permitiré que los medios de comunicación lleven este caso. Quiero que lo dirija usted con toda su autoridad. A las diez quiero verlos a todos en la sala de conferencias. ¿Alguna pregunta?

Nadie formuló ninguna.

– De acuerdo, entonces dejo al detective Bosch a cargo del caso.

Irving se volvió hacia Bosch y le entregó una tarjeta.

– Ahí tiene usted mis números de teléfono. Y los del teniente Tulin. No dude en ponerse en contacto conmigo para consultarme cualquier aspecto del caso. A la hora que sea y esté usted donde esté. No deje de llamarme.

Bosch asintió con la cabeza y se guardó la tarjeta en el bolsillo de la chaqueta.

– Manos a la obra, muchachos. Les repito que quiero que lleguen al fondo de este asunto, caiga quien caiga.

Cuando Irving hubo salido de la habitación, Rider murmuró:

– Que nos lo vamos a creer…

Bosch observó los rostros de su nuevo equipo, hasta llegar al de Chastain.

– Supongo que te habrás dado cuenta de lo que pretende el jefe -dijo Bosch-. Cree que no podemos trabajar juntos, que nos pelearemos como esos peces que al meterlos en la misma pecera se ponen rabiosos y tratan de eliminarse mutuamente. Y que así el asunto seguirá sin aclararse. Pero no dejaré que eso suceda. Olvidaos de lo que me hayáis podido hacer a mí o a cualquiera de mi equipo. Es agua pasada. Lo importante es el caso. Alguien asesinó a sangre fría a dos personas que viajaban en el funicular. Vamos a encontrar a ese asesino. Es lo único que me preocupa.

Bosch miró a Chastain a los ojos hasta que el otro asintió brevemente.

Bosch le devolvió el gesto. Estaba seguro de que los otros lo habían visto.

Luego sacó su bloc de notas, lo abrió por una página en blanco y se lo entregó a Chastain.

– Quiero que todos escribáis vuestro nombre, el número de teléfono de vuestra casa y de vuestro busca. Y del móvil, si lo tenéis. Os daré una copia a cada uno. Quiero que todos nos podamos comunicar entre nosotros. Si no estamos sintonizados en la misma frecuencia de onda, corremos el riesgo de que se nos escape algo. Y no queremos que eso ocurra.

Bosch se detuvo y miró a los otros. Todos le observaban con atención. Parecían más relajados, como si por unos instantes hubieran olvidado sus antipatías y rencores.

– Muy bien -dijo Bosch-. Así es como vamos a trabajar a partir de ahora en esta investigación.

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