20

De regreso hacia la comisaría, Rider preguntó una y otra vez qué habían visto exactamente en la habitación de abajo, pero Bosch y Edgar se limitaron a contarle escuetamente que uno de los clientes del Ama Regina se hallaba esposado en un vestidor. Rider sabía que debía de haber algo más, pero por más que insistió no consiguió que le revelaran ningún otro detalle.

– El hombre que estaba allí no es importante -dijo al fin Bosch para zanjar el asunto-. Aún no sabemos por qué Elias tenía la fotografía y la dirección de la web de esa mujer. Ni por qué envió a Pelfry a entrevistarla.

– Yo creo que esa tal Regina mintió -intervino Edgar-. Ella conoce toda la historia.

– Es posible -respondió Bosch-. Pero si conoce la historia, ¿qué necesidad tenía de mantenerla en secreto una vez muerto Elias?

– La clave de este enigma es Pelfry -apostilló Rider-. Deberíamos ir a verlo inmediatamente.

– No -replicó Bosch-. Esta noche no. Es muy tarde y no quiero hablar con Pelfry hasta que hayamos examinado los expedientes de Elias y sepamos lo que contienen. Entonces iremos a hablar con él sobre el Ama Regina y todo lo demás. Mañana por la mañana.

– ¿Y el FBI?

– Nos reuniremos con los agentes del FBI a las ocho. Para entonces ya se me ocurrirá algo.

Durante el resto del trayecto permanecieron en silencio. Bosch les dejó en el aparcamiento de Hollywood, donde tenían sus respectivos automóviles, y les recordó que a la mañana siguiente debían presentarse a las ocho en el Parker Center. Luego aparcó su sedán. Los expedientes del despacho de Elias aún estaban en el maletero: Después de cerrar el vehículo, fue a recoger su propio coche.

Al enfilar Wilcox, el detective miró el reloj del coche y vio que eran las diez y media. Sabía que era tarde, pero decidió efectuar una última llamada antes de dirigirse a su casa. Mientras atravesaba Laurel Canyon no dejó de pensar en el hombre que había visto en el vestidor y en los desesperados intentos de éste por ocultar su rostro para que no descubrieran su identidad. Después de tantos años de trabajar en homicidios, a Bosch ya no le sorprendían los horrores que unas personas perpetraban contra otras. Pero los horrores que algunos se reservaban para sí mismos, eso era otra historia.

Bosch tomó por Ventura Boulevard en dirección oeste, hacia Sherman Oaks. Era sábado por la noche y había mucho tráfico. Tal vez la ciudad se había convertido en un polvorín al otro lado de la colina, pero en las calles del valle de San Fernando los bares y cafeterías estaban llenos de gente. Los botones con chaquetillas rojas se apresuraban en buscar los automóviles de los clientes del Bistrot Pinot y otros lujosos restaurantes del bulevar. Numerosos adolescentes circulaban en descapotables. Todo el mundo parecía ajeno al odio y la rabia que bullían en otros sectores de la ciudad, debajo de la superficie, como una falla a punto de abrirse y engullir a todo bicho viviente.

Al llegar a Kester dobló hacia el norte y se metió en un barrio lleno de casas prefabricadas ubicado entre el bulevar y la autopista de Ventura. Eran unas casas pequeñas y adocenadas. El rumor de la autopista estaba siempre presente. Eran viviendas de policías pero costaban entre cuatro y cinco mil dólares, y pocos se podían permitir el lujo de poseer una.

Frankie Sheehan, el ex compañero de Bosch, había comprado una de esas casas a buen precio. Estaba sentado sobre un capital que ascendía a un cuarto de millón de dólares. Su plan de pensiones, en el caso de que llegara a la edad de la jubilación.

Bosch aparcó junto a la acera, frente a la casa de Sheehan, y dejó el coche en marcha. Sacó el móvil y marcó el número de Sheehan después de consultar su agenda. Sheehan atendió la llamada. Su voz sonaba alerta. Estaba despierto.

– ¿Frankie? Soy Harry.

– Hombre, cuánto tiempo sin vernos.

– Estoy aparcado frente a tu casa. ¿Por qué no sales y nos damos una vuelta en el coche?

– ¿Adónde vamos?

– Da lo mismo.

Silencio.

– ¿Estás ahí, Frankie?

– De acuerdo. Espera un par de minutos.

Bosch cerró el móvil y se llevó la mano al bolsillo en busca de un cigarrillo. Nada.

– Maldita sea -masculló.

Mientras aguardaba, Bosch pensó en los días en que Sheehan y él andaban a la caza de un traficante sospechoso de haber hundido el negocio de un rival. El tipo había irrumpido con una Uzi en un garito de drogadictos y había matado a seis personas entre clientes y traficantes.

Bosch y Sheehan habían llamado reiteradamente a la puerta del apartamento del sospechoso, pero nadie abrió.

Mientras reflexionaban sobre el siguiente paso, Sheehan oyó una vocecilla dentro del apartamento que decía:

«Adelante, adelante». Los dos detectives habían vuelto a llamar a la puerta diciendo que eran de la policía. Acto seguido aguardaron. La vocecilla repitió: «Adelante, adelante».

Bosch hizo girar la manecilla y la puerta se abrió. No estaba cerrada con llave. Él y su compañero entraron en actitud de combate, pero el apartamento estaba vacío a excepción de un enorme loro verde instalado en una jaula en el cuarto de estar. Sobre la mesa de la cocina reposaba una metralleta Uzi, desmontada para limpiarla. Bosch se acercó a la puerta y llamó de nuevo. El loro dijo: «Adelante, adelante».

Al cabo de unos minutos, cuando el sospechoso regresó de la ferretería con el aceite para engrasar la Uzi, Bosch y Sheehan lo detuvieron. En balística comprobaron que la metralleta era el arma con la que el traficante había cometido los asesinatos. El individuo fue condenado por un juez que se negó a desaprovechar los resultados del registro. Aunque el acusado declaró que los detectives habían entrado en su apartamento sin una orden de registro y que por tanto era ilegal, el juez dictaminó que Bosch y Sheehan habían obrado de buena fe al entrar después de que el loro les invitara a pasar. El caso aún se hallaba en los tribunales de apelación, pero el asesino permanecía en la cárcel.

Se abrió la puerta del conductor y Sheehan subió al coche de Bosch.

– ¿Cuándo te compraste este trasto? -preguntó.

– Cuando me obligaron a conducir un sedán.

– Ah, sí, lo había olvidado.

– Los peces gordos de Robos y Homicidios no tenéis que preocuparos de esas cosas.

– ¿Cómo estás? He oído decir que te han asignado el caso Elias. Ojo no te vayas a pillar los dedos.

– Ya. ¿Cómo están Margaret y los chicos?

– Estupendamente. ¿Qué quieres que hagamos? ¿Pasear, charlar o qué?

– No lo sé. ¿Todavía está abierto aquel local irlandés en Van Nuys?

– No, ya no existe. Pero podemos ir a un barecito que hay en Oxnard.

Bosch arrancó y fue siguiendo las indicaciones de su amigo.

– Estaba pensando en el caso del loro y la Uzi -dijo.

Sheehan soltó una carcajada.

– Aún me río cuando lo recuerdo. Me parece increíble que el caso todavía circule por los tribunales de apelación. Sólo le falta llegar al Supremo.

– Descuida, llegará. Ese sinvergüenza es capaz de irse de rositas.

– ¿Cuánto tiempo hace de eso? ¿Ocho años? Aunque lo suelten, ya se habrá tirado lo suyo entre rejas.

– Seis asesinatos, ocho años. No está mal.

– Seis ratas de alcantarilla.

– ¿Aún utilizas esa expresión?

– Sí, me recuerda a los viejos tiempos. Pero no creo que hayas venido hasta aquí para hablar sobre loros, ratas de alcantarilla y los viejos tiempos, ¿verdad?

– No, Frankie. Quiero hacerte unas preguntas sobre el asunto Kincaid.

– ¿A mí? ¿Por qué?

– ¡Por qué va a ser! Porque eras el detective encargado del caso.

– Todo cuanto sé está en los expedientes. No te será difícil conseguirlos. Eres el detective encargado del caso Elias.

– Ya los tengo. Pero los expedientes no siempre contienen todos los datos.

Sheehan señaló un letrero luminoso rojo y Bosch se dirigió hacia él. Había un aparcamiento junto a la puerta del bar.

– Este local siempre está vacío -dijo Sheehan-. Incluso los sábados por la noche. No sé cómo se gana la vida el dueño. Debe de ser con las máquinas o vendiendo hierba.

– Esto es entre tú y yo, Frankie -dijo Bosch-, pero debo averiguar a quién pertenecían las huellas dactilares. No quiero dar palos de ciego. No tengo motivos para dudar de ti, pero quiero saber si oíste algo, ya sabes a lo que me refiero.

Sheehan se apeó del Cherokee sin decir palabra y se encaminó hacia la puerta del bar. Cuando hubo entrado, Bosch se bajó del vehículo. El bar se hallaba prácticamente desierto. Sheehan se había sentado a la barra. El barman estaba sirviendo una cerveza. Bosch se sentó en el taburete junto a su ex compañero.

– Que sean dos -dijo.

Bosch sacó un billete de veinte y lo puso sobre la barra. Sheehan aún no lo había mirado desde que Harry le había formulado la pregunta.

El barman depositó las copas heladas sobre unos posavasos que anunciaban una fiesta organizada tres meses atrás.

Tomó el billete de veinte dólares y se acercó a la caja registradora. Bosch y Sheehan alzaron al unísono las copas y bebieron un largo trago de cerveza.

– Desde lo de O. J… -comentó Sheehan.

– ¿Qué?

– Ya sabes a qué me refiero. Desde ese caso, ya nada ofrece garantías. Ni pruebas, ni la actuación de la policía, nada. Presentes lo que presentes ante un tribunal, siempre habrá alguien que lo rompa en mil pedazos, lo tire al suelo y se mee encima. Todo el mundo lo cuestiona todo. Incluso los policías, incluso un compañero.

Bosch bebió otro trago antes de responder.

– Lo siento, Frankie. No tengo motivos para dudar de ti ni de las huellas. Pero al examinar los expedientes y otras cosas del despacho de Elias, me dio la impresión de que estaba preparado para comparecer la semana que viene ante el tribunal con la idea de demostrar quién había asesinado a esa niña. Y no se refería a Harris. Alguien…

– ¿Quién?

– No lo sé. Trato de ver las cosas desde el punto de vista de Elias. Si él había descubierto al asesino y no era Harris, ¿cómo es posible que encontraran esas huellas…?

– Elias era un cabrón. Y en cuanto lo hayan enterrado iré una noche al cementerio y me pondré a bailar sobre su tumba. Luego me mearé sobre ella y no volveré a pensar en Elias. Lamento que Harris no estuviera con él en el funicular. Es un asesino de mierda. Si alguien se los hubiera cargado a los dos, eso sería como acertar la quiniela.

Sheehan alzó su copa y bebió un largo trago. Destilaba tal odio hacia el abogado que casi era tangible.

– De modo que nadie manipuló la escena del crimen -dijo Bosch-. Las huellas son legítimas.

– Totalmente legítimas. La patrulla precintó la habitación. Nadie entró en ella hasta que yo llegué. Luego yo mismo me ocupé de que todo se hiciera correctamente. Se trataba de la familia Kincaid y sabía a lo que nos exponíamos: el zar de los automóviles es uno de los mayores contribuyentes a las arcas políticas locales. No pasamos por alto ni el más mínimo detalle. Las huellas estaban en el libro de texto de la niña, un libro de geografía. El laboratorio identificó cuatro dedos en un lado y un pulgar en el otro, como si el asesino hubiera tomado el libro por el lomo. Las huellas eran tan perfectas que deduzco que el tío debía de sudar como un cerdo cuando las dejó impresas.

Sheehan apuró su copa e indicó al barman que volviera a llenarla.

– Es increíble que no se pueda fumar en ningún bar de esta ciudad -observó Sheehan-. Malditas ratas de alcantarilla.

– Sí.

– El caso es que examinamos minuciosamente todas las pruebas y dimos con Harris. Un ex presidiario que había sido condenado por agresión y robo a mano armada. Tenía tantos motivos legítimos para haber dejado sus huellas en la habitación de la niña como yo tengo posibilidades de ganar la lotería, y ni siquiera juego. De modo que atrapamos a nuestro hombre. En aquellos momentos aún no habíamos descubierto el cadáver de la niña. Pensábamos que aún podía estar viva. Nos equivocamos, pero no lo sabíamos. De modo que arrestamos a Harris, lo llevamos a la comisaría y lo encerramos en una habitación. Pero ese hijo de puta no quiso decirnos ni la hora. Se pasó tres días encerrado allí, pero no soltó prenda. Ni siquiera lo metíamos en una celda por las noches. Se pasó setenta y dos horas seguidas en aquella habitación. Trabajábamos en equipo y por turnos, pero no logramos arrancarle ninguna información. No nos dijo nada. Aunque es un hijo de puta, tengo que reconocer que aguantó como un jabato. Jamás me había encontrado con un tipo como él.

Sheehan bebió dos tragos de la cerveza que el barman acababa de dejar ante él. Bosch aún no se había terminado la primera. Decidió dejar que Sheehan le contara la historia a su aire, sin interrumpir su relato con preguntas.

– El último día, algunos chicos perdieron los estribos. Hicieron cosas.

Bosch cerró los ojos. Se había equivocado respecto a Sheehan.

– Yo fui uno de ellos, Harry.

Lo dijo con frialdad, como si se quitara un peso de encima. Bebió otro trago de cerveza, se giró sobre el taburete y echó un vistazo a su alrededor como si fuera la primera vez que ponía los pies en aquel bar. En una esquina había un televisor adosado a la pared. Tenía sintonizada la cadena ESPN.

– Supongo que lo que estamos comentando aquí es confidencial, ¿verdad, Harry?

– Desde luego.

Sheehan se volvió, se inclinó hacia Bosch y dijo en voz baja:

– Lo que Harris dijo que ocurrió… ocurrió. Pero eso no justifica lo que él hizo. Violó y estranguló a una niña. Vale, nosotros le metimos un lápiz en el oído. ¿Y qué? Él se sale de rositas y yo me convierto en el nuevo Mark Fuhrman, un policía racista que se dedica a colocar pruebas falsas. Me gustaría que alguien me dijera cómo coño pude colocar esas huellas en la casa.

Sheehan estaba alzando la voz, cada vez más excitado. Por fortuna, el único que podía oírles era el barman.

– Lo siento -se excusó Bosch-. No debí preguntártelo.

Sheehan continuó como si no le hubiera oído.

– Supongo que llevaba siempre encima una copia de las huellas de un cabrón al que se la tenía jurada y las planté en ese libro «no me preguntes cómo» para poder echarle el guante. Pero ¿por qué iba a elegir precisamente a Harris? No conocía a ese tipo ni jamás tuve nada que ver con él. Y no existe nadie en este planeta que pueda demostrar que lo hice, porque no lo hice.

– Tienes razón.

Sheehan meneó la cabeza con aire de perplejidad y contempló su cerveza.

– Dejé de preocuparme por toda esa mierda cuando el jurado entró en la sala y dijo que Harris era inocente. Cuando dijeron que yo era culpable…, cuando prefirieron creer a ese tipo en lugar de fiarse de nosotros.

Bosch guardó silencio. Sabía que Sheehan tenía necesidad de desahogarse.

– Estamos perdiendo la batalla, Harry. Está claro. Se trata de un juego. Esos malditos abogados pueden joderte. Y manipular las pruebas. Me rindo. Te lo juro. Lo tengo decidido. No puedo más. Me quedan ocho meses para salir de aquí, trasladarme a Blue Heaven y dejar esta mierda para que se revuelquen en ella todos esos cabrones.

– Es una buena idea, Frankie -respondió Bosch con voz queda.

No sabía qué decir. Estaba dolido y asombrado ante el odio y el cinismo de que había hecho gala su amigo.

Comprendía sus motivos, pero le sorprendió el inesperado giro que había tomado la conversación. Por otra parte estaba disgustado consigo mismo por haber caído en la ingenuidad de defender a Sheehan ante Carla Entrenkin.

– Recuerdo el último día -dijo Sheehan-. Yo estaba en la habitación con él. Me cabreé tanto que me entraron ganas de sacar la pistola y pegarle dos tiros a ese cabrón. Pero no podía hacerlo porque él sabía dónde estaba esa niña. ¡La tenía secuestrada!

Bosch se limitó a asentir.

– Lo habíamos intentado todo sin resultado. Estábamos más cansados que él. Llegó un momento en que le supliqué que nos dijera dónde estaba la niña. Fue penoso, Harry.

– ¿Y él qué hizo?

– Me miró como si yo no estuviera allí. No dijo nada. No movió un músculo. Entonces… me enfurecí… Me dio un ataque de rabia como… No sé explicártelo. Era como si me hubiera atragantado con un hueso. Jamás había experimentado nada parecido. En un rincón de la habitación había un cubo de basura. Saqué la bolsa del cubo y se la metí en la cabeza. Luego le agarré del cuello y empecé a apretar… -Sheehan se echó a llorar y trató de terminar su relato-: y los otros… tuvieron que separarme de él.

Sheehan apoyó los codos en la barra y se tapó los ojos con las manos. Durante unos minutos permaneció quieto, sin moverse. Bosch observó una lágrima que fue deslizándose por su barbilla hasta caer en la cerveza.

– Tranquilo, Frankie -dijo apoyando una mano en el hombro de su amigo.

Sin apartar las manos del rostro, Sheehan prosiguió:

– Aquel día me convertí en uno de esos tipos a los que había perseguido durante años. Quise matar a Harris allí mismo. Y lo habría hecho si los otros no me hubieran apartado de él. Jamás podré olvidarlo.

– Tranquilo, hombre.

Sheehan bebió otro trago de cerveza y recuperó un poco la compostura.

– Después de hacer lo que hice, la situación cambió. Los otros le metieron un lápiz en el oído y le perforaron el tímpano. Nos convertimos en monstruos. Nos comportamos como los soldados en Vietnam, como unos tipos enloquecidos que se dedican a quemar aldeas. Estuvimos a punto de matar a ese cabrón. ¿Sabes qué le salvó? La niña. Le salvó Stacey Kincaid.

– ¿Qué quieres decir?

– Hallaron su cadáver. Cuando nos enteramos, nos dirigimos a la escena del crimen. Dejamos a Harris en una celda. Lo dejamos vivo. Tuvo suerte de que nos enteráramos justamente en aquellos momentos de que habían descubierto el cadáver de la niña.

Sheehan hizo una pausa y bebió otro trago.

– Fui allí… Estaba a una manzana del apartamento de Harris. El cadáver se encontraba bastante descompuesto, los niños se descomponen rápidamente. Pero recuerdo el aspecto que tenía. Parecía un angelito, con los brazos extendidos como si volara…

Bosch recordaba las fotografías que había publicado la prensa. Stacey Kincaid era una chiquilla preciosa.

– Déjame solo, Harry -dijo Sheehan suavemente-. Regresaré andando.

– No, te acercaré en el coche.

– No, de veras. Prefiero andar.

– ¿Te sientes bien?

– Sí, sí. Estoy un poco alterado. No pasa nada. Esto quedará entre tú y yo, ¿verdad, Harry?

– Soy una tumba.

Sheehan esbozó una débil sonrisa. Pero no miró a Bosch.

– Hazme un favor, Hyeronimus.

Bosch recordó los tiempos en que formaban un equipo. Sólo utilizaban sus nombres formales, Hyeronimus y Francis, cuando hablaban en serio y sinceramente.

– Claro, Francis. ¿De qué se trata?

– Cuando atrapes al tipo que mató a Elias, no me importa si es un policía o no, felicítale de mi parte. Dile que lo considero un héroe. Pero dile que lamento que no se cargara también a Harris.

Media hora más tarde Bosch abrió la puerta de su casa. Su cama estaba vacía. Pero en esta ocasión se encontraba demasiado cansado para esperar a Eleanor despierto. Empezó a desnudarse pensando en lo que debía hacer al día siguiente. Luego se sentó en la cama y estiró el brazo para apagar la luz y acostarse. Apenas acababa de apagar la luz cuando sonó el teléfono.

Volvió a encenderla y descolgó el aparato.

– Cerdo.

Era una voz femenina que le resultaba familiar, pero no lograba identificarla.

– ¿Quién es?

– Carla Entrenkin. ¿Supuso que no iba a enterarme de lo que hizo?

– No sé de qué me habla. ¿Qué ha ocurrido?

– Acabo de ver las noticias en el Canal Cuatro. Su amigo Harvey Button.

– ¿Qué ha dicho?

– Se ha explayado a gusto. Trataré de repetir lo que dijo lo más exactamente que pueda: «La policía ha descubierto en el despacho de Elias pruebas que lo vinculan con una red de prostitución en Internet, según informes de una fuente cercana a la investigación. Esta fuente cree que Elias pudo haber mantenido una relación con una de las mujeres que anuncia sus servicios de sadomasoquismo en la página web de esa red de prostitución». Eso es lo que dijo más o menos. Imagino que estará satisfecho.

– Yo no…

– No se moleste.

Carla Entrenkin colgó el teléfono. Bosch se quedó un buen rato pensando en lo que acababa de decirle.

– Chastain, el muy imbécil -dijo Bosch en voz alta.

Apagó de nuevo la luz y se acostó. A los pocos minutos se quedó dormido y volvió a tener el mismo sueño. Subía por la colina en el funicular de Angels Flight. Pero esta vez había una niña rubia sentada frente a él observándolo con ojos tristes y vacuos.

Загрузка...