26

Bosch no hubiera sabido describir la expresión que observó en el rostro de Kizmin Rider cuando regresó con Edgar a la sala de patrullas. La detective estaba sentada ante la mesa de Homicidios, con su ordenador portátil ante ella; el resplandor de la pantalla se reflejaba sobre su rostro de piel oscura. Parecía tan horrorizada como resuelta. Bosch conocía esa expresión pero no sabía cómo describirla. Al parecer había visto algo espantoso, pero estaba decidida a resolverlo.

– Hola, Kiz -dijo Bosch.

– Siéntate. Espero que no os hayáis dejado pelos en la tarta que hayáis compartido con los Kincaid.

Bosch y Edgar tomaron asiento. Rider se refería a una metedura de pata que pudiera perjudicar el caso debido a un error constitucional o de procedimiento. Si un sospechoso pide hablar con su abogado pero confiesa su delito antes de que aparezca el abogado, hay pelos en la tarta. La confesión no es válida. Asimismo, si la policía no informa a un sospechoso de sus derechos antes de interrogarle, nada de lo que éste diga podrá ser utilizado en el juicio.

– Ninguno de ellos era sospechoso cuando llegamos allí -dijo Bosch-. No había motivo para informarles de sus derechos. Les dijimos que habíamos reabierto el caso y les formulamos unas preguntas rutinarias. De todos modos, no nos revelaron nada importante. Les informamos de que se había demostrado la inocencia de Harris y eso fue todo. ¿Qué has averiguado, Kiz? Venga, enséñanoslo.

– De acuerdo, acercaos.

Bosch y Edgar se situaron con sus sillas a ambos lados de Rider. En el monitor aparecía la página web del Ama Regina.

– Vayamos por partes. ¿Alguno de vosotros conoce a Lisa o a Stacey O’Connor que trabajan en Fraudes en la Central?

Bosch y Edgar negaron con la cabeza.

– Aunque tienen el mismo apellido no son hermanas. Trabajan con Sloane Inglert. Sabéis quién es, ¿no?

Esta vez los dos detectives asintieron. Inglert pertenecía a una nueva unidad de fraudes informáticos instalada en el Parker Center. Meses atrás, el equipo, y en particular Inglert, habían dado mucho juego a la prensa al conseguir atrapar a Brian Fielder, un pirata informático de reputación internacional que dirigía un grupo conocido como «Los Pícaros Bromistas». Las hazañas de Fielder y la persecución de su presa que Inglert había emprendido a través de Internet había alimentado a la prensa durante muchas semanas, e incluso iban a filmar una película sobre el asunto en Hollywood.

– Vale -dijo Rider-. Son amigas mías de cuando yo trabajaba en Fraudes. Las he llamado y han accedido encantadas a trabajar en este caso, porque así no tienen que ponerse el uniforme y trabajar doce horas cada noche.

– ¿Han venido aquí? -preguntó Bosch.

– No, trabajarán desde el Parker. Allí tienen unos ordenadores como Dios manda. Hemos hablado por teléfono y les he dicho lo que habíamos averiguado, esta dirección en Internet que intuimos que es importante pero que no tiene ningún sentido. Les he contado lo del apartamento del Ama Regina y se han quedado horrorizadas. Ellas creen que lo que buscamos no tiene nada que ver con la propia Regina, sino con su página web. Han dicho que la página podía haber sido manipulada y que busquemos un enlace oculto en alguna parte de la imagen.

Bosch alzó las manos en señal de que no entendía pero antes de que pudiera decir algo, Rider prosiguió:

– Ya lo sé, que hable en cristiano. Vale. Sólo pretendo explicaros el asunto paso a paso. ¿Alguno de vosotros sabe algo sobre páginas web? ¿Pilláis de lo que estoy hablando?

– No -contestó Bosch.

– Nada -dijo Edgar.

– De acuerdo, trataré de explicároslo de forma sencilla. Empecemos con Internet. Internet es una superautopista de información, ¿vale? Miles y miles de ordenadores conectados. Es un sistema mundial. En esa autopista hay millones de desvíos, de lugares adonde ir. Redes informáticas, páginas web, etcétera.

Rider señaló al Ama Regina en la pantalla del ordenador.

– Esta es una página situada en una web donde hay muchas otras páginas. Podéis verlo en mi ordenador, pero su casa, por así decirlo, es una web más grande. Y esa web está en un aparato tangible, un ordenador que llamamos servidor. ¿Me seguís?

Bosch y Edgar asintieron.

– Al menos hasta ahora -respondió Bosch-, creo que sí.

– Bien. El servidor puede controlar muchas webs. Por ejemplo, si quisieras abrir una página de Harry Bosch acudirías a un administrador y le pedirías que alojara tu página. ¿Tienes alguna web de detectives ariscos que apenas despegan los labios?

Bosch sonrió ante la ocurrencia de Rider.

– Pues así es como funciona -continuó la detective-. Con frecuencia aparecen agrupados en una misma web multitud de negocios y empresas afines. Por eso, cuando buscas esa web en Internet te parece Sodoma y Gomorra. Porque los anunciantes de un determinado tema siempre buscan las mismas webs.

– De acuerdo -dijo Bosch.

– La misión principal de quien controla el servidor es proteger una web de la posibilidad de que entre un pirata informático y comprometa tu página, alterándola o destruyéndola. El problema es que nadie puede ofrecer una seguridad absoluta. Y si un pirata informático logra entrar en un servidor puede cargarse cualquier página.

– ¿Qué es exactamente lo que hace un pirata informático? -preguntó Edgar.

– Entrar en una página web y usarla como fachada para sus propósitos. Por ejemplo, podría introducirse detrás de la imagen que veis en mi monitor y añadir todo tipo de puertas y órdenes ocultas. Puede utilizar la página como vía de acceso a lo que quiera.

– ¿Y eso es lo que hicieron con la página del Ama Regina? -inquirió Bosch.

– Exactamente. Pedí a O’Connor/O’Connor que investigaran y han localizado esta página en el servidor. Han comprobado que existen algunos cortafuegos (eso son sistemas de seguridad), pero las contraseñas de protección siguen siendo válidas. De hecho, hacen que los cortafuegos sean inoperantes.

– Me he perdido -comentó Bosch.

– Cuando se crea un sitio web es preciso utilizar unas determinadas contraseñas para colocar la página en Internet. Dicho de otro modo, unos nombres y contraseñas de identificación. Invitado/Invitado, por ejemplo. O Administrador/Administrador. Una vez que la página está colgada de la Red es preciso eliminar estos nombres y contraseñas para evitar riesgos, aunque a veces a uno se le olvida y esas contraseñas se convierten en puertas traseras, lugares por donde colarse. En este caso se les olvidó. Lisa consiguió entrar utilizando Administrador/Administrador. Y si ella pudo hacerlo, cualquier pirata informático que se precie podría entrar y manipular la página del Ama Regina. Que es justamente lo que alguien hizo.

– ¿Y qué hicieron? -preguntó Bosch.

– Colocaron un enlace de hipertexto oculto. Cuando lo localizas y lo pulsas, lleva al usuario a otra web.

– En cristiano -dijo Edgar.

Rider reflexionó unos instantes.

– Imagínate un rascacielos, el Empire State. Te encuentras en un piso. El piso del Ama Regina. Y descubres un botón oculto en la pared. Lo pulsas y la puerta de un ascensor que ni siquiera habías visto se abre. Te montas en el ascensor y éste te lleva a otro piso. Se abre la puerta y sales del ascensor. Te das cuenta de que estás en un lugar que no conoces. Pero no habrías llegado allí de no haber estado en el piso del Ama Regina y haber descubierto el botón oculto.

– O que alguien me informara de dónde estaba -apuntó Bosch.

– Exacto -convino Rider-. Alguien que está enterado de cómo funciona esto.

– Haznos una demostración -dijo Bosch señalando el ordenador.

– Bien, recuerda, la primera nota que enviaron a Elias era la página web y la imagen de Regina. La segunda decía «pon el punto sobre la i humbert humbert». El misterioso autor de la nota le explicaba a Elias lo que tenía que hacer con la página web.

– ¿Poner el punto sobre la i de Regina? -preguntó Edgar-. ¿Hacer clic con el ratón sobre la i?

– Eso supuse, pero O’Connor/O’Connor me han dicho que el enlace estaría oculto detrás de una imagen.

– ¿De modo que no se trata de la i sino del ojo? [1] -preguntó Bosch.

– Exacto.

Rider se volvió hacia su ordenador portátil y el ratón. Bosch observó que la flecha en la pantalla se situaba sobre el ojo izquierdo del Ama Regina. Rider hizo doble clic con el botón del ratón y la imagen de la pantalla se borró.

– Ahora estamos en el ascensor.

Al cabo de unos segundos apareció en la pantalla un cielo azul y unas nubes. Seguidamente surgieron unos angelitos con unas alas y unos halos sentados sobre las nubes. Por último apareció una contraseña.

– Humbert humbert -dijo Bosch.

– ¿Ves lo fácil que es, Harry? No me digas que no lo entiendes.

Rider tecleó y la pantalla volvió a borrarse. Unos instantes después apareció un mensaje de bienvenida:


BIENVENIDO A LA WEB DE CHARLOTTE


Debajo del mensaje se formó el dibujo de una araña que se deslizó por la parte inferior de la pantalla y comenzó a tejer una tela que se fue extendiendo hasta llenar por completo el monitor. Acto seguido aparecieron unas pequeñas fotos de los rostros de unas niñas, como si estuvieran aprisionadas en la telaraña. Una vez completada la imagen de la telaraña y las niñas atrapadas en ella, la araña se situó en la parte superior de la telaraña.

– Esto no me gusta -comentó Edgar-. Empiezo a tener un mal presentimiento.

– Es una web de pedófilos -dijo Rider-. Y ésta es Stacey Kincaid -añadió golpeando con una uña una de las fotos de la telaraña-. Haces clic sobre la foto que te gusta y aparecen una serie de imágenes y vídeos. Es repugnante. Pobre ángel, quizás el que la mató le hizo un favor.

Rider movió el puntero sobre la pantalla y se detuvo sobre la foto de una niña rubia. La imagen era tan pequeña que Bosch no pudo identificar a Stacey Kincaid. Hubiera preferido dar por cierto lo que Rider le había dicho.

– ¿Estáis listos para lo que vais a ver? -preguntó Rider-. No puedo mostraros vídeos en mi ordenador portátil, pero las fotos os darán una idea.

Rider no esperó a que sus compañeros le respondieran. Accionó el ratón y apareció una nueva imagen en la pantalla.

La fotografía de una niña de pie, desnuda, frente a un seto. Sonreía de manera forzada. Pese a la sonrisa mostraba una expresión ingenua. Tenía las manos apoyadas en las caderas. Bosch la identificó como Stacey Kincaid. El detective trató de aspirar aire, pero sintió una opresión en el pecho que se lo impedía. Rider hizo un scroll y aparecieron numerosas imágenes de la niña en diversas poses, sola y por último acompañada de un hombre. Sólo se veía el torso desnudo del hombre, nunca su rostro. Las últimas fotos mostraban a la niña y al hombre en diferentes posturas de contenido sexual. Luego apareció la última imagen de Stacey Kincaid, ataviada con un vestido blanco y un estampado de banderitas. Saludando a la cámara. Paradójicamente resultaba la imagen más siniestra, pese a ser la más inocente.

– Retrocede o ve hacia adelante o haz lo que tengas que hacer para salir de ahí -dijo Bosch.

Rider movió el cursor hasta situarlo sobre un botón debajo de la última foto que decía HOME. A Bosch le pareció una triste ironía que para salir tuviera que hacer clic en la palabra HOME, casa. Rider hizo clic con el ratón y en la pantalla apareció de nuevo la telaraña. Bosch se levantó, trasladó su silla hasta el lugar que ocupaba en la mesa de Homicidios y se dejó caer en ella. De pronto se sentía deprimido y agotado. Deseaba irse a casa, dormir y olvidar todo cuanto había averiguado.

– No hay animales más salvajes que las personas -observó Rider-. Somos capaces de cualquier barbaridad con tal de satisfacer nuestras fantasías.

Bosch se dirigió a una de las mesas situada junto a la suya. Pertenecía a un detective de robos llamado McGrath.

Bosch abrió los cajones y empezó a rebuscar en ellos.

– ¿Qué buscas Harry? -preguntó Rider.

– Un cigarrillo. Me parece que Paul guarda un paquete de tabaco en su mesa.

– Eso era antes. Le aconsejé que cuando se fuera a casa se lo llevara.

Bosch miró a Rider.

– ¿Le dijiste eso?

– No quería que tuvieras ocasión de caer en la tentación, Harry.

Bosch cerró el cajón y volvió a sentarse en su silla.

– Muchas gracias. Gracias, Kizmin. Me has salvado.

El tono de su voz no contenía el menor asomo de agradecimiento.

– Lo superarás, Harry.

Bosch fulminó a Rider con la mirada.

– Nada menos que tú, que no te has fumado un cigarrillo en toda tu vida, vas a darme consejos sobre la forma de abandonar el vicio y encima me aseguras que lo superaré…

– Lo siento, sólo trataba de ayudarte.

– Repito, muchas gracias.

Bosch señaló el ordenador y preguntó:

– ¿Qué más? ¿En qué estás pensando? ¿Qué tiene eso que ver con que debimos haber informado a Sam y a Kate Kincaid de sus derechos?

– Ellos tenían que estar enterados -contestó Rider, asombrada de que Bosch no hubiera caído en la cuenta-. El hombre que aparece en las fotos debe de ser Kincaid.

– ¡Joder! -exclamó Edgar-. ¿Cómo puedes asegurarlo? No se ve la cara de ese tipo. Estuvimos hablando con Kincaid y tanto él como su esposa se mostraron lógicamente dolidos e indignados por la muerte de su hija.

Entonces Bosch lo comprendió. Al contemplar las fotos de la niña en el ordenador había deducido que las había tomado su secuestrador.

– ¿Insinúas que esas fotos son antiguas? -preguntó a Rider-. ¿Que ese hombre abusó de la niña antes de que la secuestraran?

– Lo que digo es que probablemente no la secuestraron. Un hombre abusó de Stacey Kincaid. Yo creo que su padrastro la violó y luego la asesinó. Y eso no ocurre sin el conocimiento tácito de la madre, cuando no con su consentimiento.

Bosch guardó silencio. Rider se había expresado con tal vehemencia y rabia que el detective se preguntó si también ella habría sufrido alguna experiencia de ese tipo.

– Mirad -dijo Rider, que al parecer no se había percatado del escepticismo de sus compañeros-. Durante un tiempo pensé en pedir un puesto en el departamento de delitos sexuales contra niños, antes de solicitar una plaza en Homicidios. Acababan de crear un equipo en la División del Pacífico, encargado de proteger a los niños contra esos abusos y me habrían dado el puesto sin mayores problemas. Me enviaron a Quantico para asistir a un cursillo sobre delitos sexuales contra niños que el FBI organiza una vez al año. Un cursillo de dos semanas de duración. Sólo duré ocho días. Comprendí que no valía para eso. De modo que volví y solicité una plaza en Homicidios.

Rider se detuvo, pero ni Bosch ni Edgar dijeron una palabra. Sabían que había más.

– Pero antes de irme -continuó Rider- averigüé lo suficiente para saber que la mayoría de abusos sexuales contra niños se producen en el seno de la familia y que los cometen parientes o allegados. La historia del monstruo que entra por una ventana y se lleva a un niño es muy poco frecuente.

– Pero eso no prueba nada, Kiz -observó Bosch con tacto-. Siempre existe la excepción a la regla. El que entró por la ventana no fue Harris sino el tipo de las fotos.

Bosch señaló el ordenador, aunque por fortuna las imágenes del hombre sin cabeza que había violado a Stacey Kincaid habían desaparecido de la pantalla.

– Nadie entró por la ventana -dijo Rider.

A continuación sacó una carpeta y la abrió. Bosch vio que contenía una copia del informe de la autopsia que le habían practicado a Stacey Kincaid. Rider pasó las hojas hasta dar con las fotografías que buscaba. Sacó una y se la entregó a Bosch. Mientras el detective la observaba, Rider se puso a leer el informe.

La foto que Bosch sostenía en la mano era del cadáver de Stacey Kincaid in situ, es decir, en la posición y el lugar en que lo habían hallado. Tenía los brazos extendidos. Sheehan estaba en lo cierto. La pigmentación de su cuerpo había empezado a oscurecerse debido al avanzado estado de descomposición, y aunque tenía el rostro demacrado ofrecía un aspecto angelical. Al contemplar las imágenes de aquel cuerpecito torturado y asesinado, Bosch sintió una punzada en el corazón.

– Observa la rodilla izquierda -dijo Rider.

Bosch hizo lo que le pedía su compañera y vio una mancha oscura y redonda que parecía una costra.

– ¿Una costra?

– Exacto. Según el protocolo se trata de una lesión que Stacey se produjo unos cinco o seis días antes de ser secuestrada. De modo que durante los días que estuvo con su secuestrador, suponiendo que éste exista, la niña tenía la costra en la rodilla. Si quieres puedo volver a entrar en la web y te lo enseño.

– No es necesario, te creo -respondió Bosch.

– Yo también -coincidió Edgar.

– De modo que esas fotos de la web fueron tomadas mucho antes de que fuera supuestamente secuestrada, antes de que la asesinaran.

Bosch asintió, pero de golpe cambió de opinión y negó con la cabeza.

– ¿Qué pasa? -preguntó Rider.

– Es que… no lo sé. Hace veinticuatro horas trabajábamos en el caso Elias pensando que quizá se lo había cargado un policía. Y ahora…

– Sí, eso lo cambia todo -comentó Edgar.

– Un momento, si el tipo que aparece en las fotos es Sam Kincaid, ¿por qué siguen en esa web? Corre el riesgo de que alguien las vea.

– Ya he pensado en eso -respondió Rider-. Existen dos posibles explicaciones: Una, que no puede editar la página web. Dicho de otro modo, que no puede eliminar esas fotos sin acudir al administrador del servidor, lo cual levantaría sospechas. La segunda posibilidad, que puede ser una combinación de ambas, es que Kincaid se creía seguro. Harris había sido acusado del crimen y, tanto si lo condenaban como si no, ése era el fin de la historia.

– Pero no deja de ser arriesgado dejar esas fotos ahí para que las pueda ver cualquiera -objetó Edgar.

– ¿Y quién va a verlas? -preguntó Rider-. ¿Quién va a delatarle?

Al darse cuenta de que su tono era demasiado exaltado, la detective continuó en un tono más sosegado:

– ¿No lo comprendéis? Los tipos con acceso a esta web son unos pedófilos. Aunque alguien reconociera a Stacey, cosa que no es probable, ¿qué iba a hacer? ¿Llamar a la policía y decir «miren, a mí me gusta follarme a niños pero no estoy de acuerdo con que los maten, así que podían quitar esas fotos de nuestra página web»? ¡Ni loco! A lo mejor dejar las fotos ahí es una forma de jactarse. Ni siquiera sabemos lo que tenemos aquí. Quizá todas las niñas que aparecen en esa web estén muertas.

La voz de Rider iba adquiriendo mayor dureza a medida que intentaba convencer a sus compañeros.

– Vale, vale -respondió Bosch-. Tus argumentos son razonables, Kiz. De momento sigamos con nuestro caso. ¿Qué opinas? ¿Crees que Elias llegó hasta aquí y por eso lo mataron?

– Por supuesto. Sabemos que eso es lo que ocurrió. La cuarta nota. «Él sabe que tú lo sabes.» Elias se metió en la web secreta y lo descubrieron.

– ¿Cómo averiguaron que se había metido en esa web si utilizó las contraseñas que le enviaron con la tercera nota?

– Buena pregunta -contestó Rider-. Eso es justamente lo que les he preguntado a las O’Connor. Después de acceder al servidor y llevar a cabo algunas pesquisas concluyeron que utiliza un sistema de cookies, es decir, que determinan quién ha accedido al sitio web. También comprueban la dirección IP de los visitantes de la página. Aunque no disponga de la contraseña, su entrada queda registrada por la cookie y la dirección IP. Es como las huellas dactilares. Verifican que las direcciones IP se correspondan con las de una lista de usuarios conocidos. Si uno no concuerda salta la alarma y el administrador de la web puede seguir la pista al intruso y determinar quién es. Si le parece que es un policía, cierra el ascensor y busca otra página para utilizarla como nueva puerta secreta. Pero en este caso no era un policía. Era un abogado.

– Y enviaron a alguien a que lo asesinara -dijo Bosch.

– Exacto.

– De modo que crees que eso fue lo que hizo Elias -continuó Bosch-. Al recibir esas notas por correo siguió las pistas que le indicaban. Tropezó con esta web y se disparó la alarma. Se levantó la bandera roja. Y ellos lo mataron.

– Sí, ésa es mi interpretación de los datos que hemos reunido hasta ahora, sobre todo teniendo en cuenta el contenido de la cuarta nota: «Él sabe que tú lo sabes».

Bosch meneó la cabeza, confundido por sus propias extrapolaciones de la historia.

– No acabo de entenderlo. ¿Quiénes son esos «ellos» a los que acabamos de acusar de asesinato?

– El grupo. Los usuarios de la web. El administrador de la web (que quizá fuera Kincaid) descubrió al intruso, comprobó que se trataba de Elias y envió a alguien para que solventara el problema. Si compartió sus intenciones con todos los miembros del grupo es lo de menos. Todos son culpables porque visitar esa página web es un delito.

Bosch alzó la mano para aplacar a Rider.

– Cálmate. Dejemos el grupo y esa historia para que lo analice el fiscal del distrito. Concentrémonos en el asesino y en Kincaid. Partimos del supuesto de que estaba implicado en el asunto, de que alguien lo averiguó y decidió informar a Elias en lugar de acudir a la policía. ¿Correcto?

– Sí, correcto. Todavía no conocemos todos los pormenores, pero las notas hablan por sí mismas. Indican con toda claridad que alguien puso a Elias al corriente de esa página web y luego le advirtió que lo habían descubierto.

Bosch se quedó pensativo unos instantes.

– Un momento… Si Elias hizo que se disparara la alarma, ¿no hiciste tú lo mismo hace un rato?

– No, gracias a las O’Connor. Cuando entraron en el administrador de la web añadieron mi dirección IP y la suya a la lista. No se ha disparado ninguna alarma. Los operadores y usuarios de la página no sabrán que hemos entrado en ella a menos que examinen la lista y observen que ha sido alterada. Creo que disponemos del tiempo necesario para hacer lo que tenemos que hacer.

Bosch asintió. Quería preguntar si lo que las O’Connor habían hecho era legal, pero prefirió no conocer la respuesta.

– ¿Quién crees que envió las notas a Elias? -preguntó.

– La esposa -respondió Edgar-. Le remordió la conciencia y decidió echar una mano a Elias para que destruyera al cabrón de Sam, el zar de los automóviles. Ella le envió las notas.

– Eso cuadra -observó Rider-. La persona que envió las notas, fuera quien fuese, estaba enterada de dos cosas: la Web de Charlotte y los recibos del taller de lavado de coches. Y de otra más: que Elias había hecho que se disparara la alarma. De modo que yo también apuesto por la esposa. ¿Qué os ha parecido?

Bosch dedicó diez minutos a informar a Rider de las actividades que él y Edgar habían llevado a cabo durante el día.

– Y eso se refiere sólo a nuestro trabajo en el caso -agregó Edgar-. Harry ha olvidado decirte que dispararon contra nosotros y se cargaron el cristal de atrás del coche.

– ¿Qué?

Edgar le relató la historia mientras Rider le escuchaba fascinada.

– ¿Han pillado al que disparó?

– No que sepamos. No nos quedamos para averiguarlo.

– ¿Sabéis una cosa? Nadie ha disparado nunca contra mí -dijo Rider-. Esto de tirotear a la gente se está convirtiendo en una epidemia.

– Bastante peligrosa, por cierto -convino Bosch-. Kiz, quisiera hacerte algunas preguntas sobre ese endiablado jeroglífico de Internet.

– Adelante -contestó Rider-. Si yo no soy capaz de responder a ellas, seguro que las O’Connor podrán hacerlo.

– No se trata de preguntas técnicas, sino lógicas. Sigue extrañándome que podamos acceder a esa página web. Entiendo lo que has dicho de que los usuarios son unos pedófilos y que justamente por eso se sienten seguros, pero Elias ha muerto. Si ellos lo mataron, ¿por qué no cambiaron al menos el acceso?

– Quizás estén tratando de hacerlo. No hace ni cuarenta y ocho horas que Elias ha muerto.

– Pero ¿y Kincaid? Le dijimos que habíamos vuelto a abrir el caso. Al margen de que tema o no que le descubramos, lo lógico sería que en cuanto Edgar y yo nos marchamos encendiera el ordenador y se pusiera manos a la obra para tratar de destruir la web junto con esas imágenes.

– También es posible que esté intentando hacerlo ahora mismo. En cualquier caso, es demasiado tarde. Las O’Connor lo han copiado todo en un zip. Esa gente podrá destruir la página web, pero nosotros tenemos todos los datos. Podemos investigar todas las direcciones IP y detener a todas esas personas, si es que se les puede llamar personas.

La vehemencia y la rabia con la que se expresaba su compañera llevó a Bosch a preguntarse de nuevo si no habría visto algo en esa página web que le había tocado una fibra sensible, si no le habría evocado alguna dolorosa experiencia personal.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó-. ¿Solicitar unas órdenes de registro?

– Sí -contestó Rider-. Y haremos que vengan los Kincaid. Me importa una mierda su lujosa mansión en la colina. Tenemos lo suficiente para interrogarlos sobre los abusos contra la niña. Lo haremos por separado, para ponerlos nerviosos. Conseguiremos que la esposa confiese, que renuncie al derecho a no acusar a su marido y nos entregue a ese cerdo.

– Estás hablando de una familia muy poderosa y relacionada con destacados políticos.

– No me digas que temes al zar de los automóviles.

Bosch miró a Rider para comprobar si se estaba burlando.

– Temo precipitarme y meter la pata. No tenemos nada que relacione directamente a nadie con Stacey Kincaid o Howard Elias. Si traemos aquí a la madre y no logramos convencerla, el zar de los automóviles se largará en su elegante limusina y nos dejará con dos palmos de narices. Eso es lo que me da miedo, ¿comprendes?

Rider asintió.

– La esposa se muere de ganas de dejarse convencer -dijo Edgar-. ¿Por qué si no iba a enviar esas notas a Elias?

Bosch apoyó los codos en la mesa, se frotó la cara con las manos y reflexionó sobre el asunto. Tenía que tomar una decisión.

– ¿Qué me decís de la web de Charlotte? -preguntó sin apartar las manos del rostro-. ¿Qué hacemos con eso?

– Se lo daremos a Inglert y a las O’Connor -respondió Rider-. Les encantará ocuparse de ese asunto. Ya te he dicho que pueden investigar la lista de usuarios. Los identificarán y tomarán nota de sus datos. Conseguiremos arrestar a una red de pedófilos usuarios de Internet. Eso para empezar. Luego el fiscal del distrito quizás intentará relacionarlos con los homicidios.

– Deben de estar repartidos por todo el país -comentó Edgar-, no sólo en Los Ángeles.

– Aunque estuvieran en todo el mundo, eso es lo de menos. Nuestra gente trabajará respaldada por el FBI.

Se produjo otro silencio, hasta que por fin Bosch dejó caer las manos y las apoyó sobre la mesa. Había tomado una decisión.

– Bien, vosotros quedaos aquí y redactad las órdenes de registro -dijo Bosch-. Las quiero para esta noche, por si decidimos seguir adelante. Quiero que comprendan todas las armas, los ordenadores…, en fin, ya sabéis lo que tenéis que hacer. Quiero unas órdenes de registro para la antigua casa de los Kincaid, que todavía les pertenece, y la nueva, todos los coches y el despacho de Kincaid. Y ya puestos quiero que tú, Jerry, averigües lo que puedas sobre el guarda de seguridad.

– D. C. Richter. De acuerdo. ¿Qué…?

– Incluye una orden para registrar su coche.

– ¿Cuál es la causa probable?

Bosch reflexionó unos instantes. Sabía lo que quería pero necesitaba un medio legal para conseguirlo.

– Di que como jefe de seguridad de Kincaid, creemos que utilizaron su vehículo para cometer delitos relacionados con el asesinato de Stacey Kincaid.

– Esa no es una causa probable, Harry.

– Pediremos la orden junto con las otras -contestó Bosch-. Quizás el juez no hilará tan fino después de leer lo que contienen. Comprobad la lista de jueces. Prefiero que sea una jueza.

– Muy sagaz -dijo Rider sonriendo.

– ¿Y tú qué vas a hacer, Harry? -preguntó Edgar.

– Iré a la Central para hablar con Irving y Lindell. Les contaré lo que hemos averiguado y les preguntaré qué quieren que hagamos.

– No te conozco, Harry -dijo la detective, decepcionada-. Sabes que si lo consultas con Irving optará por la vía conservadora. No nos dejará mover un dedo hasta que hayamos verificado todas las posibilidades.

Bosch asintió.

– En circunstancias normales estarías en lo cierto. Pero éstas no son unas circunstancias normales. Irving quiere evitar a toda costa que arda la ciudad. Puede que la manera de evitarlo sea resolviendo rápidamente este caso. Irving es lo suficientemente inteligente para haberse dado cuenta.

– Tienes demasiada fe en la naturaleza humana -dijo Rider.

– ¿A qué te refieres?

– El mejor método de calmar los ánimos de esta ciudad es arrestar a un policía. Irving ya tiene a Sheehan en la sala de interrogatorios. No querrá oír lo que vas a contarle, Harry.

– Piensas que si arrestas al zar de los automóviles y dices que mató a Elias todo el mundo te creerá y te aclamará -terció Edgar-. Pero creo que te equivocas. Hay gente ahí afuera que necesita que el culpable sea un policía y todo lo demás les tiene sin cuidado. Irving también es lo suficientemente inteligente para saber eso.

Bosch pensó en Sheehan retenido en el Parker Center, encerrado en una habitación. Iban a sacrificarlo como chivo expiatorio para lavar los pecados del departamento.

– Vosotros ocupaos de las órdenes de registro, y yo me ocuparé del resto -dijo.

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