23

Disponían de hora y media antes de reunirse con Pelfry. Bosch dijo a Edgar que enfilara hacia Hollywood Wax and Shine, la empresa en la que Harris había trabajado. Estaba en Sunset, relativamente cerca de la comisaría. Edgar aparcó junto a la acera y los dos detectives observaron en silencio. Había pocos clientes. La mayoría de los empleados, que iban vestidos con unos monos naranja y que secaban y lustraban los coches por un sueldo irrisorio y una pequeña propina, se hallaban sentados, con el trapo al hombro, aguardando a que apareciera algún cliente. Observaron el sedán como si la policía tuviera la culpa de su situación.

– La gente está expuesta a que le vuelquen el coche y le prendan fuego. ¿Para qué van a llevarlo a lavar? -dijo Edgar.

Bosch no respondió.

– Pero quisieran estar en el lugar de Michael Harris -continuó Edgar sin quitar ojo a los empleados de Wax and Shine-. Hasta yo estaría dispuesto a pasar tres días en la sala de interrogatorios y que me metieran un lápiz en el oído con tal de llegar a millonario.

– O sea que le crees -dijo Bosch.

Bosch no le había contado la confesión que le había hecho Frankie Sheehan en el bar. Edgar asintió con la cabeza.

– Sí, Harry, le creo.

Bosch se preguntó cómo había sido capaz de no darse cuenta de que la policía podía torturar a un sospechoso. ¿Por qué estaba dispuesto Edgar a aceptar la historia de un sospechoso en lugar de la versión de la policía? ¿Se debía a su experiencia como policía o a que era negro? Bosch supuso que era por esta última circunstancia, lo cual hizo que se sintiera deprimido porque daba a Edgar un punto de vista que él jamás tendría.

– Voy a ir a hablar con el gerente -le dijo Bosch-. Será mejor que no salgas del coche.

– Venga, hombre. No se atreverán a tocarlo.

Los dos detectives se apearon del sedán y lo cerraron con llave.

Mientras se dirigían hacia el taller, Bosch pensó en los monos de color naranja y se preguntó si sería una coincidencia. Supuso que la mayoría de los hombres que trabajaban en un taller de lavado de coches eran expresidiarios recién salidos de la cárcel del condado, una institución donde también llevaban monos de color naranja.

Una vez en el taller, Bosch compró una taza de café y dijo que quería hablar con el gerente. La cajera señaló una puerta abierta al final de un pasillo.

– Me apetece una Coca-Cola -dijo Edgar mientras recorrían el pasillo-, pero creo que no sería capaz de bebérmela después de lo que vi anoche en casa de esa puta.

En el despacho, un espacio reducido y desprovisto de ventanas, había un hombre sentado ante el escritorio con los pies apoyados en un cajón abierto.

– Hola, ¿en qué puedo ayudarles, agentes?

Bosch sonrió ante la perspicacia del gerente del taller, que tenía que comportarse como un hombre de negocios y al mismo tiempo como un agente encargado de vigilar a presos en libertad condicional. Si los empleados eran expresidiarios, ése era el único trabajo que podían conseguir. Eso significaba que el gerente había visto a un montón de policías y los distinguía de lejos. O bien los había visto llegar en el sedán.

– Estamos trabajando en un caso -le explicó Bosch-. El caso de Howard Elias.

El gerente lanzó un silbido de admiración.

– Hace unas semanas el señor Elias consiguió mediante una orden judicial unos papeles de esta empresa -prosiguió Bosch-. Unos recibos en los que figuran los números de matrículas de sus clientes. ¿Sabe algo de ese tema?

El gerente reflexionó unos instantes antes de responder.

– Lo único que sé es que yo mismo tuve que revisar todos mis papeles y hacer unas copias para facilitárselos a su ayudante.

– ¿Su ayudante? -preguntó Edgar.

– Claro, ¿o es que piensa que un tipo como Elias habría venido a buscar él mismo los recibos? Envió a un hombre. Guardo su tarjeta.

El gerente apoyó los pies en el suelo y abrió un cajón del escritorio en el que había un montón de tarjetas de visita sujetas con una goma elástica. El hombre le mostró una a Bosch.

– ¿Pelfry? -inquirió Edgar.

Bosch asintió.

– ¿Les dijo ese tipo qué era lo que andaban buscando exactamente? -preguntó al gerente.

– No lo sé. Tendrían que preguntárselo a ellos. Mejor dicho, a Pelfry.

– ¿Ha regresado Pelfry para devolverle los recibos?

– No. Eran copias. Es decir, regresó, pero no los devolvió.

– Entonces ¿para qué regresó? -inquirió Edgar.

– Quería ver una de las viejas tarjetas de fichar de Michael Harris. De cuando trabajaba aquí.

– ¿Cuál? -preguntó Edgar con tono impaciente.

– No me acuerdo. Le di una copia. Vayan a hablar con él y quizá…

– ¿Le mostró una orden judicial para llevarse la tarjeta de fichar?

– No, me la pidió y ya está. Yo se la entregué sin mayores problemas. Pero me dijo la fecha, cosa que usted no ha hecho. No la recuerdo. Miren, si quieren averiguar más detalles sobre este asunto, será mejor que se pongan en contacto con nuestro abogado. No quiero seguir hablando de un tema que no…

– Olvídese de la tarjeta y de los recibos -le cortó Bosch-. Hábleme de Michael Harris.

– ¿Qué quiere que le diga? Nunca me causó problemas. Era un buen tipo, y de repente vienen y me dicen que ha matado a una niña. Y que la había violado. Me costó creer que fuera el mismo tipo al que yo conocía. Pero no estuvo trabajando aquí mucho tiempo. Sólo unos cinco meses.

– ¿Sabe usted dónde estuvo antes? -preguntó Edgar.

– Sí. En Corcoran.

Corcoran era una penitenciaría cercana a Bakersfield. Bosch dio las gracias al gerente del taller y se marcharon. Bebió unos sorbos de café antes de arrojar el vaso a un contenedor de basura y dirigirse hacia el coche.

Mientras Bosch esperaba a que su compañero le abriera la puerta del pasajero, Edgar se dirigió hacia el lado del conductor.

– Maldita sea.

– ¿Qué pasa?

– Han escrito una burrada en la puerta.

Bosch se acercó a echar un vistazo. Alguien había utilizado tiza azul celeste -con la que se anotaban las instrucciones de lavado en el parabrisas de los coches de los clientes- para tachar las palabras «Para servir y proteger» en el guardabarros delantero del lado del conductor y escribir en su lugar, con letras bien grandes, las palabras «Para asesinar y lisiar».

– Muy original -comentó Bosch.

– Vamos a pegarles una patada en el culo.

– No, Jerry, déjalo estar. No vale la pena empezar un follón que luego cuesta tres días acabarlo. Como la última vez. Como el de Florence y Normandie.

Edgar abrió la puerta del conductor y luego la del pasajero, con cara de pocos amigos.

– Estamos cerca de la comisaría -dijo Bosch después de subir al coche-. Podemos volver allí y borrarlo. O utilizar mi coche.

– Me gustaría limpiarla con los morros de uno de esos mamones.


Después de limpiar el coche aún les quedaba tiempo para ir al solar donde habían hallado el cadáver de Stacey Kincaid. Estaba cerca de Western y les pillaba de camino al centro, donde tenían que reunirse con Pelfry.

Edgar no despegó los labios durante todo el trayecto. Se había tomado la gamberrada contra el coche como un asunto personal. Bosch aprovechó el silencio para reflexionar sobre Eleanor. Se sentía culpable porque en el fondo, pese a su amor por ella, se alegraba de que su relación hubiera llegado a un punto crítico. Faltaba por ver hacia qué lado se inclinaba la balanza.

– Es aquí -dijo Edgar.

Aparcó junto a la acera y contempló el solar. Tenía una extensión aproximada de media hectárea y estaba rodeado por unos edificios de apartamentos que ostentaban unos letreros en los que se ofrecía toda una serie de incentivos y sistemas de financiación a los futuros inquilinos. No parecían viviendas en las que la gente se instalara por gusto sino por necesidad. Todo el barrio tenía un aspecto mísero y destartalado.

Bosch se fijó en dos ancianos negros que estaban sentados sobre unas cajas en una esquina del solar, bajo un gigantesco eucalipto. Abrió el expediente que había traído consigo y observó el plano que indicaba la ubicación del cadáver. Bosch calculó que se hallaba a menos de quince metros de donde estaban sentados los dos hombres. Volvió las hojas del expediente hasta encontrar el informe sobre el incidente, donde aparecían los nombres de los dos testigos que habían hallado el cuerpo.

– Voy a hablar con esos dos -dijo.

Los dos detectives descendieron del coche, atravesaron el solar sin apresurarse y se dirigieron hacia los ancianos. Al aproximarse, Bosch reparó en unos sacos de dormir y un viejo infiernillo. Junto al tronco del eucalipto había dos carros de supermercado con ropa, bolsas llenas de latas de aluminio y otros trastos.

– ¿Son ustedes Rufus Gundy y Andy Mercer?

– Depende de quién quiera saberlo.

Bosch les mostró la placa.

– Quiero hacerles unas preguntas sobre el cadáver que el año pasado encontraron aquí.

– ¿Ah, sí? ¡Ya iba siendo hora!

– ¿Es usted el señor Gundy o el señor Mercer?

– Yo soy Mercer.

Bosch asintió con la cabeza.

– ¿Por qué dice que ya iba siendo hora? ¿No fueron interrogados por los detectives cuando hallaron el cadáver?

– No nos interrogó ningún detective, sino un policía de patrulla, un jovenzuelo que nos preguntó si sabíamos algo.

Bosch asintió. Señaló los sacos de dormir y el infiernillo.

– ¿Viven ustedes aquí?

– Hemos tenido una mala racha. Nos quedaremos aquí hasta que podamos encontrar otra cosa.

Bosch sabía que el informe no especificaba que los dos ancianos vivieran en el solar. Decía que cuando pasaban por allí, buscando latas vacías, descubrieron el cadáver.

Tras reflexionar unos instantes, Bosch dedujo el motivo de la confusión.

– Ustedes vivían entonces aquí, ¿no es cierto?

Ninguno de los ancianos respondió.

– No se lo dijeron a los policías porque temieron que les obligaran a marcharse.

Silencio.

– De modo que ocultaron los sacos de dormir y el infiernillo y dijeron al agente de patrulla que pasaban por aquí.

– Si tan listo es -replicó por fin Mercer-, ¿cómo es que no le han nombrado jefe de la policía?

Bosch se rió.

– Porque son lo suficientemente inteligentes para no darme ese cargo. Díganme una cosa. Si en aquella época ustedes dormían aquí por las noches, es probable que hubieran descubierto el cadáver mucho antes si éste hubiera estado aquí desde el mismo día en que la niña fue raptada, ¿no es así?

– Probablemente -respondió Gundy.

– De modo que todo indica que alguien arrojó el cadáver aquí la noche antes de que ustedes lo encontraran.

– Es posible -contestó Gundy.

– Supongo que sí -apostilló Mercer.

– ¿Ustedes dormían a unos diez o quince metros de donde se hallaba el cuerpo?

Esta vez los ancianos se abstuvieron de contestar. Bosch se acuclilló ante ellos para mirarlos a los ojos.

– Cuéntenme lo que vieron aquella noche.

– No vimos nada -afirmó Gundy con firmeza.

– Pero oímos cosas -dijo Mercer.

– ¿Qué cosas?

– Se detuvo un coche -respondió Mercer-. Se abrió una puerta y luego el maletero. Oímos que algo pesado caía al suelo. Luego se cerraron el maletero y la puerta y el coche arrancó.

– ¿No miraron para comprobar de qué se trataba? -se apresuró a preguntar Edgar. Luego se agachó y apoyó las manos en las rodillas-. ¿Alguien arroja un cadáver a menos de quince metros de donde se hallan ustedes y no miran a ver qué ocurre?

– Pues no -replicó Mercer-. La gente arroja basura y trastos en este solar cada noche. Pero nosotros no nos movemos. Seguimos acostados. Por la mañana echamos un vistazo. De vez en cuando encontramos alguna cosa que nos resulta útil. Pero siempre esperamos a que amanezca antes de buscar.

Bosch asintió para indicar que lo comprendía y confió en que Edgar dejara a los ancianos en paz.

– ¿Y ustedes no les dijeron nada de esto a los policías?

– No -respondieron Mercer y Gundy al unísono.

– ¿Ni a ninguna otra persona? ¿No se lo contaron a alguien que pueda confirmar que lo que dicen es cierto?

Después de reflexionar unos instantes, Mercer meneó la cabeza en sentido negativo mientras Gundy lo hizo afirmativamente.

– Sólo se lo contamos al hombre que envió Elias.

Bosch miró a Edgar y luego a Gundy.

– ¿A quién se refiere? -preguntó a éste.

– Al investigador. Le dijimos lo que les hemos contado a ustedes. Dijo que el señor Elias nos pediría que compareciéramos un día ante el tribunal. Nos aseguró que el señor Elias se portaría bien con nosotros.

– ¿Pelfry? -preguntó Edgar-. ¿Se llama Pelfry?

– Es posible -contestó Gundy-. No lo sé.

Mercer guardó silencio.

– ¿Han leído hoy algún periódico? -inquirió Bosch-. ¿Han visto la televisión?

– ¿En qué aparato vamos a ver la tele? -replicó Mercer.

Bosch se incorporó. Ni siquiera sabían que Elias había muerto.

– ¿Cuánto hace que el investigador vino a hablarles?

– Más o menos un mes -respondió Mercer.

Bosch miró a Edgar e hizo un gesto con la cabeza para indicar que había terminado de interrogar a los ancianos.

Edgar asintió.

– Les agradezco su ayuda -dijo Bosch-. ¿Me permiten que les invite a cenar?

Metió la mano en el bolsillo, sacó la cartera y entregó a cada uno de los ancianos un billete de diez dólares. Éstos le dieron las gracias y los detectives se marcharon.


Mientras circulaban por la autovía del oeste hacia Wiltshire, Bosch empezó a analizar la información que los dos hombres les habían proporcionado.

– Harris es inocente -dijo satisfecho-. Elias lo supo al averiguar que habían movido el cadáver. Lo arrojaron allí tres días después de que la niña fuera asesinada. Harris estaba detenido cuando eso ocurrió. La mejor coartada del mundo. Elias iba a presentar a esos dos ancianos ante el tribunal para desmentir al Departamento de Policía de Los Ángeles.

– Un momento, Harry -dijo Edgar-. Eso no prueba de forma concluyente la inocencia de Harris. Quizá tenía un cómplice que se encargó de mover el cadáver de la niña mientras él permanecía detenido.

– Pero ¿por qué iban a arrojar el cadáver tan cerca del apartamento de Harris? Yo no creo que tuviera un cómplice sino que fue el asesino quien arrojó el cadáver de la niña en el solar. Leyó en el periódico o vio en la tele que habían detenido a Harris como sospechoso y trasladó el cadáver al barrio de éste, para añadir otra prueba en su contra.

– ¿Y qué me dices de las huellas dactilares? ¿Cómo llegaron las huellas de Harris a esa lujosa mansión de Brentwood? ¿Te has tragado la historia de que las colocaron tu amigo Sheehan y sus hombres?

– No. Debe de haber una explicación, aunque todavía no la conozcamos. Cuando interroguemos a Pel…

De pronto se produjo una detonación y la ventanilla trasera del coche estalló en pedazos. Edgar perdió momentáneamente el control del vehículo, que derrapó y cruzó las líneas amarillas de la autovía. Se oyó un coro de airados bocinazos mientras Bosch se echaba sobre el volante para enderezar la trayectoria del coche.

– ¡Joder! -exclamó Edgar cuando logró recuperar el control del vehículo y frenó.

– ¡No! -gritó Bosch-. ¡Sigue, no te pares!

Bosch sacó la radio del espacio de recarga que había en el suelo y apretó el botón de transmisión.

– ¡Han disparado contra nosotros! Estamos en Western y Olympic.

Mientras mantenía oprimido el botón de la radio, Bosch echó un vistazo al asiento posterior y al maletero. Luego escrutó el tejado y las ventanas de los edificios de apartamentos a dos manzanas de distancia. Pero no vio nada que le llamara la atención.

– Desconocemos la identidad del sospechoso. Un francotirador ha disparado contra una unidad identificable de servicios de investigación. Solicitamos el envío inmediato de refuerzos. Solicitamos vigilancia desde el aire de los tejados situados al este y al oeste de Western. Conviene extremar la precaución.

Bosch cortó la comunicación. Mientras el agente que había recibido el mensaje repetía la mayor parte de lo que había dicho el detective a las otras unidades, Bosch ordenó a Edgar que detuviera el coche.

– Creo que los disparos procedían del lado este -comentó Bosch-. De esos apartamentos con el tejado liso. Creo que primero los he percibido con el oído derecho.

Edgar exhaló profundamente. Sostenía el volante con las manos crispadas y tenía los nudillos tan blancos como los de Bosch.

– ¿Sabes qué te digo? -soltó volviéndose hacia su jefe-. Que no vuelvo a montarme en uno de estos malditos coches.

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