– ¿Tiene un cigarrillo, Harry?
– Lo siento, capitán. Estoy tratando de dejarlo.
– Yo también. Supongo que la diferencia es que en lugar de comprar vamos gorreando.
Garwood se apartó del rincón y soltó una bocanada de aire. Movió con el pie unas cajas apiladas contra la pared y se sentó sobre ellas. A Bosch le pareció que tenía un aspecto cansado y envejecido, pero doce años atrás, cuando comenzó a trabajar para él, ya presentaba el mismo aspecto. Garwood no le suscitaba ningún sentimiento especial. Había sido un jefe distante. No confraternizaba con sus hombres fuera del trabajo, no se relacionaba con los chicos en la comisaría, y casi siempre estaba metido en su despacho. En aquella época, Bosch pensó que era mejor así. La actitud de Garwood no le granjeaba la simpatía de sus hombres, pero tampoco le creaba enemistades. Quizá por ese motivo había permanecido tanto tiempo en su cargo.
– Parece que esta vez nos hemos pillado los cojones con la tapa del baúl -dijo Garwood. Luego miró a Rider y añadió-: Disculpe la expresión, detective
En ese preciso momento sonó el busca de Bosch. No era una llamada de su casa, como le hubiera gustado. Era el número personal de Grace Billets. La teniente probablemente quería averiguar qué ocurría. Si Irving se había mostrado por teléfono con ella tan circunspecto como con Bosch, la teniente aún debía de estar en la inopia.
– ¿Es importante? -inquirió Garwood.
– Ya llamaré más tarde. ¿Quiere que hablemos aquí o en el funicular?
– En primer lugar deje que le explique lo que hemos averiguado. Luego puede hacer lo que guste.
Garwood metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó un paquete de Marlboro y empezó a abrirlo.
– ¿No me había pedido un cigarrillo? -preguntó Bosch.
– Sí. Éste es mi paquete de emergencia.
Bosch miró un tanto perplejo a Garwood mientras éste encendía un cigarrillo y luego le ofrecía el paquete de tabaco.
Harry rehusó el ofrecimiento y metió las manos en los bolsillos para evitar tentaciones.
– ¿Le molesta que fume? -preguntó Garwood, sonriendo socarronamente.
– En absoluto, capitán. Tengo los pulmones negros como el carbón. Pero mis compañeros…
Rider y Edgar hicieron un gesto con la mano para indicar que no les molestaba el humo. Parecían tan impacientes como Bosch por llegar al fondo de la historia.
– Bien -dijo Garwood-. Esto es lo que sabemos. Es el último parte de la noche. Un hombre llamado Elwood… ¿Elwood…? Un momento.
Garwood sacó un pequeño bloc de notas del bolsillo donde había vuelto a guardar el paquete de tabaco y miró lo que había escrito en la primera hoja.
– Eldrige, sí, Eldrige. Eldrige Peete. El encargado del funicular. Sólo necesitan a una persona, todo está controlado por ordenador. El hombre se disponía a cerrar el funicular hasta el día siguiente. Las noches de los viernes, el último recorrido es a las once. Eran las once en punto. Antes de hacer que descienda el coche que está arriba, Eldrige sale y cierra la puerta. Luego regresa aquí, da las instrucciones al ordenador y hace descender el coche.
Garwood consultó de nuevo su bloc de notas.
– Esos artilugios tienen nombre. El coche que mandó para abajo se llama Sinaí y el que hizo subir se llama Olivos. Son nombres de montes que figuran en la Biblia. Cuando Olivos llegó aquí, a Eldrige le dio la impresión de que el coche estaba vacío. De modo que salió para cerrarlo, porque luego tiene que ponerlos nuevamente en marcha y el ordenador hace que se detengan uno junto al otro a mitad del carril.
Bosch miró a Rider e hizo un gesto como si escribiera en la palma de su mano. La detective asintió, sacó un bloc y un bolígrafo de su voluminoso bolso y empezó a tomar notas.
– Cuando Elwood, quiero decir Eldrige, salió para cerrar el coche, se encontró a los dos cadáveres dentro. Entonces regresó aquí y llamó a la policía. ¿Me siguen?
– Sí. ¿Qué pasó a continuación?
Bosch pensaba en las preguntas que tendría que formular a Garwood y probablemente a Peete.
– Nuestros hombres sustituyen temporalmente a los de la División Central, de modo que cuando me llamaron envié a cuatro agentes para que investigaran la escena del crimen.
– ¿No registraron los cadáveres para comprobar su identidad?
– No enseguida. De todos modos, no llevaban ningún documento de identidad. Mis hombres siguieron las normas al pie de la letra. Hablaron con ese tal Eldrige Peete, bajaron la escalera del funicular en busca de casquillos de bala y esperaron a que llegara el equipo forense. La cartera y el reloj del tipo asesinado habían desaparecido, al igual que su maletín, suponiendo que lo llevara. No obstante, consiguieron identificarlo gracias a una carta que el muerto tenía en el bolsillo. Dirigida a Howard Elias. Cuando conocieron su identidad, mis hombres examinaron el cadáver y verificaron que se trataba de Elias. Luego, como es lógico, me llamaron a mí, yo llamé a Irving, él se puso en contacto con el jefe de la policía y decidimos llamarle a usted.
Garwood había pronunciado la última parte de la frase como si él hubiera participado en la decisión de llamar a Bosch. Al mirar a través de la ventana, Harry vio que aún había muchos detectives pululando por el lugar.
– Yo diría que esos hombres hicieron alguna llamada más, capitán -comentó Bosch.
Garwood se volvió para mirar por la ventana, como si no se le hubiera ocurrido que no era habitual ver a quince detectives en el lugar de un crimen.
– Supongo que sí -respondió.
– Bien, ¿qué más? -inquirió Bosch-. ¿Qué más hicieron antes de descubrir quién era el muerto y retirarse del caso?
– Hablaron con Eldrige Peete, como ya le he dicho, y examinaron la zona alrededor de los coches. De arriba abajo. Ellos…
– ¿Encontraron algún casquillo?
– No. El asesino es cuidadoso. Recogió todos los casquillos. Pero sabemos que utilizó un arma del nueve.
– ¿Cómo lo averiguaron?
– Por la segunda víctima, la mujer. El disparo la atravesó. La bala impactó en el marco de acero de la ventanilla situada detrás de ella, se aplastó y cayó al suelo. Está muy deteriorada para hacer comparaciones, pero todo indica que es una pistola del nueve. Hoffman dijo que seguramente se trata de un arma federal, pero tendrá usted que esperar al análisis de balística para saberlo con certeza. Suponiendo que llegue hasta allí.
Perfecto, pensó Bosch. El nueve era el calibre del arma de la policía. Y el hecho de que el asesino recogiera los casquillos era muy revelador. Nada frecuente.
– Según mis hombres -continuó Garwood-, Elias fue asesinado poco después de llegar allí. El tipo se acercó y le disparó primero en el culo.
– ¿En el culo? -preguntó Edgar.
– Así es. El primer disparo le alcanzó en el culo. Elias se disponía a subir al funicular, de modo que estaba a pocos pasos de la acera. El tipo se acercó por detrás y le metió el primer balazo en el culo.
– ¿Y luego? -preguntó Bosch.
– Creemos que Elias cayó al suelo y se volvió para mirar a su agresor. Alzó las manos, pero el tipo volvió a dispararle. La bala le atravesó una mano y le dio en la cara, entre los ojos. Esa es probablemente la causa de la muerte, el disparo en el rostro. Elias cae de nuevo, boca abajo. El tipo se sube en el funicular y le dispara otro tiro en la nuca, a bocajarro. Luego levanta la vista y ve a la mujer, en la que seguramente no había reparado. Le dispara a una distancia de cuatro metros aproximadamente. La bala le atraviesa el pecho. La mujer muere en el acto. No hay testigos. El tipo le quita la cartera y el reloj a Elias, recoge los casquillos y se larga. Al cabo de unos minutos, Peete hace subir el coche y encuentra los cadáveres. Ahora ya saben lo mismo que nosotros.
Bosch y sus compañeros guardaron silencio durante un buen rato. El escenario que había descrito Garwood no acababa de convencer a Bosch, pero no conocía aún suficientes pormenores sobre el crimen para cuestionar el informe del capitán.
– ¿El robo parecía auténtico? -preguntó por fin Bosch.
– A mí me lo pareció. Sé que la gente del sur no querrá darse por enterada, pero es la realidad.
Rider y Edgar permanecían callados como estatuas.
– ¿Y la mujer? -preguntó Bosch-. ¿El asesino le robó algo?
– Parece que no. Yo creo que el asesino no pretendía subir al funicular. En cualquier caso, el blanco era el abogado vestido con un traje de mil dólares.
– ¿Peete oyó algún disparo o algún grito?
– Dice que no. Me contó que el generador de electricidad está instalado bajo tierra, justamente aquí, y que como emite todo el día un ruido parecido al de un ascensor, él se pone tapones en los oídos. No oyó nada.
Bosch rodeó las ruedas de los cables y observó la caseta del operador del funicular. De pronto reparó en que habían instalado sobre la caja registradora un pequeño vídeo con una pantalla segmentada que mostraba cuatro vistas de Angels Flight, desde una cámara instalada en cada uno de los coches y otra situada encima de cada terminal. En una esquina de la pantalla Bosch vio una imagen del interior del coche llamado Olivos. Los técnicos que trabajaban en la escena del crimen aún estaban examinando los cadáveres.
Garwood se acercó por el otro lado de las ruedas.
– No ha habido suerte -dijo-. Las cámaras emiten en vivo; las imágenes no quedan grabadas en cinta. Las cámaras sirven para que el operador compruebe que todos los pasajeros han subido al coche y están sentados, antes de poner en marcha el funicular.
– ¿No vio al…?
– No miró -repuso Garwood, sabiendo lo que iba a preguntarle Bosch-. Sólo miró por la ventana, pensó que el coche estaba vacío y lo hizo subir para cerrarlo.
– ¿Dónde está Eldrige ahora?
– En Parker Center. Si quiere hablar con él tendrá que entrevistarlo allí. Haré que alguien lo vigile hasta que vaya usted.
– ¿Algún otro testigo?
– Ninguno. A las once de la noche ese lugar está desierto. El Mercado Central cierra las puertas a las siete. Allí no hay nada salvo unos edificios de oficinas. Dos de mis hombres se disponían a entrar en esos apartamentos para registrarlos, pero cuando consiguieron identificar a Elias se retiraron.
Bosch se paseó por el reducido espacio de la habitación mientras reflexionaba. Hasta el momento habían hecho muy poco, y hacía ya cuatro horas que habían descubierto los cadáveres. Esto le preocupaba, aunque comprendía el motivo del retraso.
– ¿Qué hacía Elias en Angels Flight? -preguntó a Garwood-. ¿Lograron sus hombres averiguarlo antes de retirarse?
– Supongo que querría subir a la colina, ¿no cree?
– Vamos, capitán. Si lo sabe, no perdamos el tiempo.
– No lo sabemos, Harry. Según hemos podido comprobar, vivía en Baldwin Hills. Eso está muy lejos de Bunker Hill. No sé qué le habría traído hasta aquí.
– ¿Han averiguado de dónde venía?
– Eso es más fácil. Elias tenía el despacho en la calle Tercera, en el edificio Bradbury. Seguramente venía de allí. Pero en cuanto a lo que hacía…
– Bien, ¿y qué saben de la mujer?
– Es un enigma. Mis hombres ni siquiera habían empezado con ella cuando nos dijeron que nos retiráramos del caso.
Garwood tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el tacón. Bosch lo interpretó como una señal de que la entrevista había terminado. No obstante, intentó sonsacarle más información.
– ¿Está usted cabreado, capitán?
– ¿Por qué iba a estarlo?
– Por haber sido apartado del caso. Porque sus hombres figuran en la lista de sospechosos.
Una breve sonrisa asomó en los delgados labios de Garwood.
– No, no estoy enfadado. Comprendo el punto de vista del jefe.
– ¿Están dispuestos sus hombres a colaborar con nosotros en este caso?
Garwood asintió con la cabeza tras unos instantes de vacilación.
– Desde luego. Cuanto antes colaboren con ustedes, antes conseguirán limpiar sus nombres.
– ¿Se lo dirá a sus hombres?
– Eso es exactamente lo que les diré.
– Se lo agradezco, capitán. Dígame, ¿cuál de sus hombres cree usted que pudo haberlo hecho?
Garwood esbozó una amplia sonrisa. Bosch observó sus dientes manchados de nicotina y se alegró de haber dejado el tabaco.
– Es usted muy listo, Harry. Lo recuerdo.
Garwood no añadió nada más.
– Gracias, capitán, pero ¿por qué no responde a mi pregunta?
Garwood se dirigió a la puerta y la abrió. Antes de salir se volvió para observar a Bosch, a Edgar y a Rider.
– No ha sido ninguno de mis hombres, detective. Se lo garantizo. No pierda el tiempo investigando en esa dirección.
– Gracias por el consejo, capitán.
Garwood salió de la habitación y cerró la puerta tras él.
– Este tío es como el capitán Boris Karloff -dijo Rider-. Juraría que sólo sale de noche.
– Míster Personalidad -dijo Bosch con una sonrisa-. Bueno, ¿qué pensáis de este asunto?
– Creo que aún estamos en el punto cero -respondió Rider-. Esos tipos no se dieron prisa antes de que los apartaran del caso.
– ¿Qué puede esperarse de los chicos de Robos y Homicidios? -terció Edgar-. No es que se distingan precisamente por su agilidad. Parecen tortugas. Creo que estamos jodidos. Tú y yo, Kiz, no podemos ganar este caso. ¡A la mierda con la raza azul!
Bosch se dirigió hacia la puerta.
– Salgamos a echar un vistazo -dijo para cortar a Edgar. Las quejas de su compañero eran válidas, pero en esos momentos sólo servían para entorpecer su misión-. Quizá nos formemos algunas ideas antes de que Irving decida volver a hablar con nosotros.