Los detectives salieron del edificio Bradbury y se dirigieron hacia sus respectivos vehículos sin haber conseguido nada. Si bien había logrado calmarse, Bosch continuaba enfadado. Caminó despacio, para dejar que Chastain y Dellacroce llegaran antes a su coche. Cuando les vio enfilar Bunker Hill en dirección a California Plaza, abrió la puerta del pasajero del sedán de Kiz pero no subió a él. Bosch se agachó mientras su compañera se abrochaba el cinturón de seguridad.
– Adelántate, Kiz. Yo me reuniré contigo allí arriba.
– ¿Vas a ir andando?
Bosch asintió con la cabeza y miró su reloj. Eran las ocho y media.
– Tomaré el funicular de Angels Flight. Supongo que ya estará abierto. Cuando llegues, ya sabes lo que has de hacer: revisar el edificio, apartamento por apartamento.
– De acuerdo, nos veremos allí. ¿Vas a volver para hablar con ella?
– ¿Con Entrenkin? Sí, no es mala idea. ¿Aún conservas las llaves de Elias?
– Sí -contestó Rider. Las sacó de su bolso y se las entregó a Bosch-. ¿Quieres decirme alguna cosa?
Bosch vaciló unos segundos.
– Todavía no. Nos veremos allí.
Rider puso el coche en marcha y miró de nuevo a Bosch antes de arrancar.
– ¿Estás bien, Harry?
– Sí, claro -respondió Bosch-. Este maldito caso me tiene contento. Primero nos endilgan a Chastain, un tipo que tiene la virtud de sacarme de mis casillas. Y ahora tenemos que apechugar con Carla Entrenkin, que no sólo se va a encargar de vigilarnos, sino que ha pasado a formar parte del caso. No me gustan los politiqueos, Kiz. Lo único que me interesa es resolver los casos.
– No me refiero a eso. Desde esta mañana, cuando nos encontramos para recoger los coches en Hollywood, parece que estés ausente. ¿Quieres que hablemos?
Bosch estuvo a punto de asentir, pero cambió de parecer.
– Quizás en otro momento, Kiz -replicó-. Tenemos mucho trabajo.
– Como quieras, pero me tienes preocupada, Harry. Tienes que centrarte. Si tú no te concentras en tu trabajo, nosotros tampoco podremos hacerlo, y la investigación no irá a ninguna parte. En otras circunstancias eso no tendría mucha importancia, pero como tú mismo has dicho nos van a mirar con lupa.
Bosch asintió de nuevo. El hecho de que Rider se hubiera dado cuenta de que tenía problemas personales demostraba su habilidad como detective; intuir el estado de ánimo de la gente era más importante que descifrar pistas.
– De acuerdo, Kiz. Procuraré centrarme.
– Tomo nota de ello.
– Nos veremos allí arriba.
Bosch dio una palmada en el techo del coche y observó cómo Rider arrancaba. En esos momentos habría encendido un cigarrillo. Pero no lo hizo. Contempló las llaves que tenía en la mano y pensó en el siguiente paso que debían dar y en que tenían que andarse con mucha cautela.
Bosch regresó al Bradbury. Mientras subía lentamente en el ascensor, jugueteando con las llaves, pensó en las tres apariciones de Entrenkin en el caso. Primero en la agenda telefónica de Elias, que había desaparecido, luego en calidad de inspectora general y finalmente en el papel de abogada nombrada por el juez para decidir qué archivos de Elias podían examinar los investigadores.
A Bosch no le gustaban las casualidades. No creía en ellas. Tenía que averiguar qué se llevaba entre manos Entrenkin.
El detective creía tener una idea bastante aproximada de ello y quería confirmarlo antes de seguir adelante con el caso.
Cuando llegó a la quinta planta, salió del ascensor y lo reenvió al vestíbulo. La puerta del despacho de Elias estaba cerrada con llave y Bosch golpeó con los nudillos el cristal, justo debajo del nombre del abogado. Unos instantes después abrió Janis Langwiser. Carla Entrenkin iba detrás de ella.
– ¿Se ha olvidado algo, detective Bosch? -preguntó Langwiser.
– No. ¿Ese cochecito rojo importado que está aparcado en zona prohibida es suyo? Ha estado a punto de llevárselo la grúa. Les he enseñando mi placa a los de la grúa y les he pedido que me concedan cinco minutos. No tardarán en regresar.
– ¡Mierda! -exclamó Langwiser-. Vuelvo enseguida -añadió dirigiéndose a Entrenkin.
Cuando la abogada hubo salido, Bosch entró en el despacho y cerró la puerta con llave. Luego se volvió hacia Entrenkin.
– ¿Por qué ha cerrado la puerta con llave? -preguntó-. Haga el favor de dejarla abierta.
– Creo que será mejor que le diga lo que quiero decirle sin que nadie nos interrumpa.
Entrenkin se cruzó de brazos, como dispuesta a aguantar el chaparrón. Al observar su rostro, Bosch obtuvo las mismas vibraciones que antes, cuando la abogada les conminó a todos a que desalojaran el despacho de Elias. Su semblante expresaba cierto estoicismo que le permitía resistir el dolor que también dejaba entrever. A Bosch le recordaba a otra mujer que sólo conocía por haberla visto en televisión: una profesora de la Facultad de Derecho de Oklahoma que hacía unos años había sido vejada por los políticos en Washington con motivo del nombramiento de un juez del supremo.
– Mire, detective Bosch, ésta es la única forma de proceder. Debemos ser prudentes. Tenemos que pensar en el caso y en la comunidad. Es preciso asegurar a los ciudadanos que haremos lo imposible por resolverlo, que no acabará en la papelera como tantas otras veces ha ocurrido. Quiero…
– No me venga con estupideces.
– ¿Cómo dice?
– Usted no debería intervenir en este caso, y los dos lo sabemos.
– Aquí el único que dice estupideces es usted. Yo gozo de la confianza de la comunidad. ¿Piensa que van a tragarse todo lo que usted les diga sobre este caso, o lo que les diga Irving o el jefe de la policía?
– Pero no goza de la confianza de los policías. Aparte de que aquí hay un conflicto de intereses, ¿no cree?
– ¿A qué se refiere? Considero que el juez Houghton ha estado acertado al elegirme como abogada independiente en este caso. En calidad de inspectora general, dispongo de información. Lo cual facilita las cosas, sin necesidad de añadir otra persona al equipo. Fue el juez quien me llamó. Yo no le llamé a él.
– No me refiero a eso, y usted lo sabe. Me refiero a un conflicto de intereses. Un motivo por el que usted debería abstenerse de intervenir en este caso.
Entrenkin meneó la cabeza como si estuviera sorprendida, pero su rostro mostraba el temor a que Bosch hubiera averiguado algo.
– Ya sabe a lo que me refiero -dijo Bosch-. A Elias y a usted. Estuve en el apartamento de Elias. Probablemente justo antes de que fuera usted. Es una lástima que no nos encontráramos. Hubiéramos podido resolver el asunto allí mismo.
– No sé de qué está hablando, pero la señorita Langwiser me dijo que ustedes esperaron hasta conseguir unas órdenes judiciales para registrar el apartamento y el despacho de Elias. ¿Acaso no fue así?
Bosch dudó unos instantes el darse cuenta de que había metido la pata. Entrenkin podía utilizar su argumento en contra de él.
– Teníamos que asegurarnos de que en el apartamento no había nadie herido o que precisara ayuda -replicó Bosch.
– Claro. Como los policías que saltaron la tapia de la casa de O. J. Simpson. Sólo querían asegurarse de que todo el mundo estaba bien. -Entrenkin volvió a sacudir la cabeza-. La pertinaz arrogancia de este departamento me asombra. Francamente, detective Bosch, esperaba más de usted.
– ¿Quiere que hablemos de arrogancia? Fue usted quien entró en el apartamento y eliminó unas pruebas. La inspectora general del departamento, la encargada de controlar a los policías. Y encima tiene la…
– ¿Qué pruebas? ¡Yo no he eliminado ninguna prueba!
– Borró el mensaje que dejó en el contestador automático y se llevó la agenda telefónica en la que figuraban su nombre y sus números de teléfono. Seguro que tiene la llave del apartamento y del garaje. Entró a través del garaje para que no la viera nadie. Después de que Irving la llamara para contarle que habían matado a Elias. Pero Irving no sabía que usted y Elias tenían un asunto.
– Es una historia muy interesante. Me gustaría ver cómo la prueba.
Bosch le mostró las llaves que sostenía en la mano.
– Son las llaves de Elias -dijo-. Hay un par que no corresponden a su casa, ni a su apartamento, ni a su despacho ni a sus automóviles. Voy a pedir al Departamento de Vehículos sus señas para comprobar si las llaves encajan en la puerta de su casa, inspectora.
Entrenkin apartó la vista de las llaves. Luego se volvió y entró en el despacho de Elias, seguida por Bosch. La inspectora se dirigió lentamente hacia el escritorio y se sentó. Parecía a punto de romper a llorar. Bosch sabía que la había hundido con lo de las llaves.
– ¿Le amaba? -preguntó.
– ¿Qué?
– ¿Amaba usted a…?
– ¿Cómo se atreve a hacerme esa pregunta?
– Es mi obligación. Ha habido un asesinato, y usted está implicada.
Entrenkin apartó la cara hacia la derecha. A través de la ventana contempló el mural de Anthony Quinn. Apenas podía contener las lágrimas.
– Mire, inspectora, debe tener presente una cosa. Howard Elias ha muerto. Y lo crea o no, yo quiero detener a la persona que lo mató. ¿Comprende?
Entrenkin asintió con la cabeza. Bosch prosiguió, hablando pausadamente:
– Para detener a esa persona, tengo que averiguar todo lo referente a Elias. No sólo lo que sé por la televisión y la prensa y otros policías. No sólo lo que contienen sus archivos. Debo averiguar…
Oyeron que alguien intentaba abrir la puerta principal. Al no conseguirlo, golpeó con los nudillos en el cristal.
Entrenkin se levantó y fue hacia la puerta. Bosch aguardó en el despacho de Elias. Oyó a Entrenkin abrir la puerta y hablar con Langwiser.
– Concédanos unos minutos, por favor.
Entrenkin le dio con la puerta en las narices, sin esperar a que la otra respondiera. Después de cerrar con llave, regresó al despacho de Elias y se sentó detrás del escritorio.
– Tengo que averiguarlo todo -dijo Bosch-. Los dos sabemos que usted puede ayudarme. ¿Por qué no procuramos llegar a una tregua?
Por la mejilla de Entrenkin resbaló la primera lágrima. La inspectora se inclinó hacia adelante y empezó a abrir los cajones del escritorio.
– Abajo, a la izquierda -dijo Bosch, recordando el inventario que había hecho del escritorio.
Entrenkin abrió el cajón y extrajo una caja de pañuelos de papel. La colocó sobre sus rodillas, sacó uno y se secó las mejillas y los ojos.
– Es curioso cómo las cosas pueden cambiar de la noche a la mañana… -dijo tras un momento.
Se produjo un largo silencio.
– Yo traté a Howard superficialmente durante varios años, cuando ejercía de abogada. Era un trato estrictamente profesional, de saludarnos cuando nos cruzábamos en el vestíbulo del edificio federal. Luego me nombraron inspectora general. Comprendí que no sólo era importante que yo llegara a conocer a fondo el departamento, sino a las personas que lo criticaban, y decidí entrevistarme con Howard. Nos vimos en este despacho… Él estaba sentado aquí mismo. Así comenzó todo. Sí, yo le amaba…
Esta confesión provocó otro torrente de lágrimas, y Entrenkin sacó varios pañuelos para enjuagarse los ojos.
– ¿Cuánto tiempo estuvieron… juntos? -inquirió Bosch.
– Unos seis meses. Pero él quería a su esposa. No pensaba dejarla.
Las lágrimas cesaron. Entrenkin guardó los pañuelos en el cajón. Se disipó la expresión de tristeza que unos momentos antes había asomado a su rostro. Bosch observó que su talante había cambiado. Entrenkin se inclinó hacia adelante y miró al detective con la seriedad propia del cargo que ostentaba.
– Estoy dispuesta a hacer un trato con usted, detective Bosch. Pero sólo con usted. Pese a todo, creo que si me da su palabra puedo fiarme.
– Gracias. ¿Cuál es el trato?
– Sólo hablaré con usted. A cambio, quiero que me proteja. Es decir, que mantenga en secreto su fuente de información. Descuide, nada de lo que yo le cuente sería aceptado en un tribunal. Puede guardar para sí lo que yo le revele. Quizá le ayude, quizá no.
Bosch reflexionó unos instantes.
– Debería tratarla como una sospechosa, no como una fuente de información.
– Pero en su fuero interno usted sabe que yo no lo maté.
Bosch asintió.
– No fue un asesinato cometido por una mujer -dijo-. Es evidente que lo mató un hombre.
– Un policía, para más señas, ¿no?
– Puede. Eso es lo que pretendo averiguar…, si consigo centrarme en el caso sin tener que preocuparme por la comunidad, Parker Center, los politiqueos y todo ese rollo.
– Entonces, ¿trato hecho?
– Antes de comprometerme quiero saber una cosa. Elias tenía un contacto en el Parker Center. Alguien con acceso a los archivos antiguos. Alguien que le pasaba los expedientes de casos desestimados por Asuntos Internos. Tengo que…
– No fui yo. Créame, no niego que transgredí ciertas normas cuando inicié mi relación con él. Me dejé llevar por el corazón y no por la cabeza. Pero no transgredí esas normas de las que usted me habla. Se lo juro. Pese a lo que piensa la mayoría de sus compañeros, mi propósito es salvar y mejorar el departamento. No destruirlo.
Bosch la miró sin inmutarse. Ella lo interpretó como un signo de incredulidad.
– ¿Cómo iba a pasarle esos archivos? En ese departamento me consideraban el enemigo público número uno. Si hubiera metido la mano en los archivos, la noticia habría corrido como la pólvora.
Bosch observó su expresión desafiante. Sabía que Entrenkin tenía razón. Ella no podía ser el topo.
– ¿Trato hecho? -preguntó Entrenkin.
– Sí, pero que quede clara una cosa.
– Usted dirá.
– Si me miente una sola vez y me entero, se acabó el trato.
– Me parece aceptable. Pero ahora no podemos hablar. Quiero examinar los archivos que quedan para que usted y su equipo puedan continuar con sus pesquisas. Ahora ya sabe por qué quiero resolver este caso, no sólo en nombre de la ciudad sino por motivos personales. ¿Le parece que nos reunamos más tarde, cuando haya terminado de examinar los archivos?
– De acuerdo.
Cuando Bosch cruzó Broadway un cuarto de hora más tarde, vio que la puerta del garaje del Mercado Central ya estaba abierta. Hacía años, décadas, que no ponía los pies en él. Decidió dirigirse hacia Hill Street y la terminal de Angels Flight dando un rodeo a través del mercado, un gigantesco conglomerado de puestos de comida preparada, frutas y verduras y carnicerías. Unos vendedores ofrecían baratijas y golosinas de México. Aunque acababan de abrir las puertas y había más vendedores disponiendo sus mercancías que compradores, el aire estaba impregnado de un agobiante olor a aceite y fritos. Al recorrer el mercado captó algunos retazos de conversaciones, con acento español.
Vio cómo un carnicero colocaba las cabezas desolladas de unas cabras sobre el hielo junto a unas rodajas de rabo de buey. En otro extremo observó a unos ancianos sentados en torno a una mesa plegable, bebiendo café bien cargado y comiendo pastelitos mexicanos. Bosch recordó la promesa que le había hecho a Edgar de llevarles unos donuts antes de que comenzaran a investigar el edificio de apartamentos. Echó un vistazo a su alrededor y no vio ningún puesto de donuts, pero compró una bolsa de sabrosos churros con azúcar de canela, una exquisitez mexicana.
Al salir por la puerta del mercado que daba a Hill Street se volvió hacia la derecha y vio a un hombre de pie en el lugar donde horas antes Baker y Chastain habían encontrado unas colillas. Llevaba un mandil manchado de sangre, sujeto a la cintura. Y una redecilla en la cabeza. El hombre metió la mano debajo del mandil y sacó un paquete de tabaco.
– No me equivoqué -dijo Bosch en voz alta.
Atravesó la calle hacia el arco de Angels Flight y aguardó en la cola detrás de dos turistas asiáticos. Los coches del funicular se cruzaron a medio camino. Bosch miró los nombres que estaban pintados sobre las puertas de los coches.
En aquel momento ascendía Sinaí y descendía Olivos.
Unos minutos después montó detrás de los turistas en Olivos. Los turistas ocuparon el mismo asiento en el que Catalina Pérez había sido asesinada unas diez horas antes. Alguien había limpiado la sangre; la madera era muy oscura y no revelaba el menor rastro. Bosch no se molestó en contarles lo que había ocurrido hacía poco en el funicular. De todos modos, seguramente no entendían inglés.
Bosch se sentó en el asiento que había ocupado antes. Tan pronto se hubo instalado cómodamente, se puso a bostezar.
El coche inició el ascenso con una brusca sacudida. Los turistas comenzaron a tomar fotografías. Unos instantes después pidieron a Bosch, por medio de gestos, que les sacara unas fotos con una de sus cámaras. El detective accedió, satisfecho de poner su granito de arena para impulsar la industria turística. Los turistas recuperaron su cámara y se trasladaron al otro extremo del coche.
Bosch se preguntó si habrían presentido algo raro en él. Un peligro o una enfermedad. Sabía que algunas personas poseían esos poderes, que eran capaces de presentir esas cosas. En su caso no habrían tenido ninguna dificultad.
Llevaba veinticuatro horas sin dormir. Al pasarse la mano por la cara se dio cuenta de que tenía un tacto húmedo y rugoso, como el estuco.
Se inclinó hacia adelante, con los codos apoyados en las rodillas, notando el viejo dolor que había confiado en no volver a experimentar en su vida. Hacía mucho que no se sentía tan solo, desde la vez en que tuvo la sensación de ser un forastero en su propia ciudad. Sintió una profunda opresión en la garganta y el pecho, una sensación de claustrofobia que casi le impedía respirar, pese a que se encontraba al aire libre.
Bosch sacó de nuevo el móvil. Comprobó que la batería estaba casi agotada. Con suerte, lograría hacer una llamada.
El detective pulsó el número de su casa y aguardó.
Había un mensaje nuevo. Temiendo que la batería no resistiera, se apresuró a pulsar el código y se llevó de nuevo el teléfono a la oreja. Pero la voz que oyó no era la de Eleanor. Era una voz distorsionada por celofán envuelto alrededor del auricular y perforado con un tenedor.
– Olvídate de este caso, Bosch -dijo la voz-. Cualquiera que acuse a unos policías es un perro y merece morir. Cumple con tu obligación, Bosch. Olvídate del asunto. Déjalo correr.