Bosch sintonizó la emisora KFWB en la radio del coche mientras se dirigía hacia Hollywood. Las noticias eran menos sensacionalistas que el informativo de las seis que emitía la televisión, porque en las noticias de la radio sólo había palabras, sin imágenes.
La noticia del día era que se había declarado un incendio en una zona comercial en Normandie, a pocas manzanas del cruce de Florence, que había sido el punto neurálgico de las manifestaciones de 1992. En aquel momento era el único incendio declarado en el sur de Los Ángeles, y aún no se había confirmado que hubiera sido provocado como protesta por el asesinato de Howard Elias. Pero todos los canales de noticias que Bosch y Entrenkin habían sintonizado en la oficina transmitían reportajes en directo desde el lugar de los incendios.
Las llamas llenaban las pantallas de los televisores y el mensaje era bien claro: Los Ángeles ardía de nuevo.
– ¡Puta televisión! -exclamó Bosch-. Disculpe el lenguaje.
– ¿Qué tiene contra la televisión? -le preguntó Carla Entrenkin.
La inspectora había convencido a Bosch de que le permitiera estar presente cuando entrevistara a Harris. Bosch no había puesto muchas objeciones. Imaginaba que su presencia tranquilizaría a Harris, en el caso de que éste supiera el cargo que ella ocupaba. Bosch consideraba muy importante que Harris estuviera dispuesto a hablar con ellos. Quizá fuera la única persona a quien Howard Elias había confiado la identidad del asesino de Stacey Kincaid.
– Una reacción desorbitada, como de costumbre -respondió Bosch-. Se produce un incendio, y todos acuden a filmar las llamas. ¿Sabe qué consiguen con esto? Es como si arrojaran gasolina sobre el fuego para que se propague. Cuando la gente vea las imágenes en sus televisores se lanzará a la calle para presenciar lo que ocurre. Se formarán grupos, se dirán cosas que no deberían decirse y la gente no podrá contener su rabia. Una cosa lleva a otra, y dentro de poco nos encontraremos con otro caos originado por los medios de comunicación.
– Yo tengo mejor opinión que usted de los ciudadanos de Los Ángeles -le espetó Entrenkin-. Saben que no pueden fiarse de la televisión. El malestar social se produce cuando ciertos grupos marginados se hartan de la situación. No tiene nada que ver con la televisión, sino con el hecho de que la sociedad no resuelve las necesidades básicas de esos grupos.
Bosch observó que Entrenkin había utilizado el término «malestar social» en lugar de disturbios. Se preguntó si era políticamente incorrecto llamar disturbios a los disturbios.
– La palabra clave es «esperanza», detective -continuó Entrenkin-. La mayor parte de la gente que pertenece a las comunidades minoritarias de Los Ángeles no tiene poder, ni dinero, ni voz. Subsisten de la esperanza de conseguir esas cosas. Howard Elias constituía para muchos esa esperanza. Simbolizaba la esperanza de que un día las cosas cambiarían, de que todos serían iguales y ellos dejarían oír su voz, de que un día no tendrían que temer a la policía de su comunidad. Si les arrebatas la esperanza, dejas un vacío que algunos llenan con ira y violencia. Las cosas no se arreglan echándole la culpa a la prensa. El problema es mucho más profundo que eso.
Bosch asintió.
– Lo comprendo -dijo-. O eso es lo que creo. Pero insisto en que la prensa empeora la situación sacando las cosas de quicio.
Entrenkin asintió para demostrar que estaba de acuerdo.
– Alguien llamó una vez a los medios «los mercaderes del caos».
– No le faltó razón.
– Fue Spiro Agnew. Poco antes de dimitir.
Como no sabía qué responder a eso, Bosch decidió cortar la conversación. Sacó su móvil del cargador que descansaba en el suelo, entre los asientos, y telefoneó a su casa. Le respondió el contestador automático, y Bosch dejó un mensaje pidiendo a Eleanor que lo llamara, procurando disimular su mal humor. Luego llamó a información y obtuvo de nuevo el número de la sala de póquer de Hollywood Park. Llamó allí y pidió que le pasaran a Jardine, el guardia de seguridad, y unos instantes después se puso al teléfono.
– Habla Jardine.
– Hola, le habla el detective Bosch. Anoche llamé y…
– Esa señora no ha aparecido por aquí, colega. Al menos mientras yo…
– Ahórrese las explicaciones…, colega -le cortó-. Ella me dijo que ustedes se conocen del Flamingo. Me parece maravilloso que le quiera hacer un favor, pero sé que esa señora está ahí en estos momentos y quiero que le transmita un mensaje. Dígale que me llame a mi móvil en cuanto pueda. Dígale que es urgente. ¿Lo ha captado, señor Jardine?
Bosch recalcó la palabra «señor» para que Jardine comprendiera que no era conveniente bromear con el Departamento de Policía de Los Ángeles.
– Se lo diré -contestó Jardine.
– Bien.
Bosch colgó.
– ¿Sabe lo que recuerdo con más claridad de las manifestaciones del noventa y dos? -preguntó Entrenkin-. Una imagen publicada en el Times. El pie de foto decía algo así como «Padre e hijo dedicados al pillaje». La fotografía mostraba a un hombre y a su hijo de cuatro o cinco años, tomados de la mano y saliendo por la puerta destrozada de un Kmart. ¿Y sabe lo que habían robado?
– No.
– Pues habían robado uno de esos Thigh-Master, esos ridículos artilugios para hacer ejercicio que vendía por la tele un artista de los ochenta.
Bosch meneó la cabeza ante lo absurdo de la imagen que Entrenkin acababa de describir.
– Lo vieron por televisión y creyeron que era valioso -observó el detective-. Igual que Howard Elias.
La inspectora no replicó y Bosch se dio cuenta de que había metido la pata, aunque pensara que su comentario había sido acertado.
– Lo siento…
Ambos guardaron silencio.
– ¿Sabe qué imagen me impactó más de los disturbios del noventa y dos? -dijo Bosch finalmente.
– No.
– Me habían asignado a Hollywood Boulevard. Teníamos orden de no intervenir, a menos que viéramos a alguien en peligro. Eso significaba básicamente que si los saqueadores se comportaban de forma ordenada no debíamos detenerlos. Bueno, el caso es que yo estaba en el bulevar. Y recuerdo que presencié muchas cosas extrañas. Vi a los miembros de la iglesia de la Cienciología rodeando sus edificios, hombro con hombro y portando escobas, dispuestos a enfrentarse a quien fuera. Y vi al tío que regentaba la tienda de objetos excedentes del Ejército, cerca de Highland, vestido con uniforme de combate y un rifle al hombro. Marchaba de un lado a otro, frente a su tienda, como si se hallara a las puertas de Benning… La gente se vuelve loca, los buenos y los malos. Pero la imagen que se me ha quedado grabada del noventa y dos es la de Frederick’s of Hollywood.
– ¿La tienda de ropa interior?
Bosch asintió.
– Al llegar allí vi que el lugar estaba atestado de gente de todas las razas y edades. Habían perdido el control. Tardaron quince minutos en limpiar la tienda. Cuando terminaron, entré y vi que no quedaba nada. Incluso se habían llevado los maniquíes. Sólo quedaban los colgadores tirados por el suelo y las estanterías metálicas… Lo curioso del caso es que era ropa interior. Cuatro policías son absueltos tras haber apaleado a Rodney King, como se vio en el vídeo que pasaron por la tele, y la gente reacciona perdiendo la chaveta y robando ropa. Era una escena tan surrealista que eso es lo que recuerdo cuando la gente saca a colación el tema de los disturbios. Recuerdo haberme paseado por aquella tienda vacía…
– Lo de menos es lo que se llevaron. Actuaron movidos por la rabia. Es como lo del Thigh-Master. A aquel padre y a su hijo no les importaba lo que se llevaran. Lo importante era llevarse algo, manifestar su protesta. Esos objetos no les servían de nada, pero al llevárselos demostraban que eran Hombres. Esa fue la lección que el padre enseñó a su hijo.
– Pero no tiene sentido…
De pronto sonó el móvil de Bosch.
– ¿Estás ganando? -preguntó él con tono alegre.
Inmediatamente se dio cuenta de que había empleado ese tono para que Entrenkin no sospechara que tenía problemas en su matrimonio.
Bosch se sintió avergonzado y enseguida lamentó haber permitido que lo que pudiera pensar o interpretar Entrenkin incidiera de algún modo en su relación con Eleanor.
– Aún no. Acabo de llegar.
– Quiero que te vayas a casa, Eleanor.
– Harry, ahora no quiero hablar de esto. Yo…
– No me refiero a lo que piensas. Creo que la ciudad… ¿Has visto las noticias por televisión?
– No. Estaba aquí.
– Las cosas tienen mal aspecto. Los medios de comunicación han prendido la mecha. Y si ocurre algo grave y la situación se desmadra, no quiero que te pille allí.
Bosch miró a Entrenkin por el rabillo del ojo. Sabía que estaba dando el espectáculo delante de ella.
Hollywood Park estaba en Inglewood, una comunidad mayoritariamente negra. Quería que Eleanor regresara a la casa en las colinas, donde estaría a salvo.
– No exageres, Harry. No me pasará nada.
– No merece la pena correr el riesgo de…
– Tengo que colgar, Harry. Me están esperando. Te llamaré más tarde.
Eleanor colgó el teléfono y Bosch se despidió de un interlocutor inexistente. Dejó caer el móvil en su regazo.
– Si quiere conocer mi opinión -dijo Entrenkin-, creo que exagera.
– Eso es lo que ha dicho ella.
– Hay tantos negros como blancos, quizá más de los que imaginamos, que no quieren que se repita aquello. Confíe en ellos, detective.
– Supongo que no tengo más remedio.
Cuando Bosch y Entrenkin llegaron a la comisaría de Hollywood descubrieron que estaba desierta. En el aparcamiento no había ningún coche patrulla, y al entrar por la puerta trasera comprobaron que el vestíbulo posterior, por lo general abarrotado, se hallaba vacío. Bosch asomó la cabeza por la puerta abierta del despacho de los policías de guardia y vio a un sargento sentado ante su mesa. El televisor adosado a la pared estaba encendido. En la pantalla no aparecían llamas, sino un locutor de los informativos sentado en el estudio. El gráfico que colgaba sobre su hombro mostraba una fotografía de Howard Elias. El volumen estaba tan bajo que Bosch no pudo oír lo que decía el locutor.
– ¿Cómo van las cosas? -preguntó Bosch al sargento.
– Tranquilas. De momento.
Bosch golpeó dos veces la puerta, como si tocara madera, y se dirigió por el pasillo hacia el despacho de los detectives, seguido por Entrenkin. Rider y Edgar habían sacado el televisor del despacho del teniente y estaban viendo las noticias. Al descubrir a Bosch y a Entrenkin se quedaron sorprendidos.
Bosch presentó a Entrenkin a Edgar, que no había estado aquella mañana en el despacho de Elias. Luego preguntó si se había producido alguna novedad.
– La ciudad está aguantando -respondió Edgar-. Ha habido un par de incendios, eso es todo. Entretanto han convertido a Elias en san Howard. Nadie dice que era un cabrón y un oportunista.
Bosch miró a Entrenkin, pero ésta permaneció impasible.
– Apaga la tele -dijo Bosch-. Tenemos que hablar.
Bosch informó a sus compañeros de los últimos avances en la investigación y les mostró las tres notas anónimas que había recibido Elias. Les aclaró la presencia de Entrenkin y dijo que quería conseguir la cooperación de Harris y al mismo tiempo eliminarlo como posible sospechoso de los asesinatos.
– ¿Sabemos dónde está Harris? -preguntó Edgar-. Yo no le he visto aparecer en televisión. Quizá ni siquiera conociera a Elias.
– Ya lo averiguaremos. En los archivos de Elias encontramos su dirección actual y su número de teléfono. Parece ser que Elias se encargó de buscarle alojamiento, para evitar que se metiera en problemas antes del juicio. Está cerca de aquí, suponiendo que se encuentre en casa.
Bosch sacó su agenda y buscó el número de teléfono. Luego llamó desde su mesa. Un hombre atendió la llamada.
– ¿Puedo hablar con Harry? -le preguntó Bosch con tono amable.
– Aquí no hay ningún Harry. -El hombre colgó.
– Ya sabemos que hay alguien en casa -dijo Bosch a los otros-. Andando.
Subieron todos a un coche. A la sazón Harris vivía en un apartamento en Beverly Boulevard, cerca del complejo de la CBS. Elias le había alojado en un apartamento que sin ser lujoso sí era amplio y confortable.
Y Beverly quedaba a muy poca distancia del centro.
Había una puerta de seguridad, pero el nombre de Harris no figuraba en la lista de ocupantes junto al interfono.
Bosch tenía el número del apartamento, pero eso no significaba nada. Por razones de seguridad, los códigos que seguían a los nombres de los ocupantes no se correspondían con los números de los apartamentos. Bosch pulsó el número del conserje del edificio, pero nadie respondió.
– Mira -dijo Rider, señalando un código que correspondía a un tal E. Howard.
Bosch se encogió de hombros para indicar que merecía la pena intentarlo y pulsó el número. Respondió una voz masculina, que a Bosch le pareció la misma que había atendido a su llamada desde la comisaría.
– ¿Michael Harris?
– ¿Quién es?
– Departamento de Policía de Los Ángeles. Queremos hacerle unas preguntas. Yo…
– ¡Y una mierda! No diré ni una palabra si no está presente mi abogado. -Harris colgó.
Bosch volvió a llamarle.
– ¿Qué coño quiere?
– Por si no estuviera enterado, su abogado ha muerto. Por eso estamos aquí. Escuche y no cuelgue. La inspectora general Carla Entrenkin ha venido conmigo. ¿Sabe quién es? Ella se asegurará de que le tratamos bien. Sólo queremos…
– ¿La tía que vigila para que los polis no se pasen de la raya?
– Sí. Espere un momento.
Bosch se apartó un poco y pasó el teléfono a Entrenkin.
– Dígale que no tiene nada que temer.
Entrenkin tomó el auricular y dirigió a Bosch una mirada. Ya sabía por qué él le había permitido acompañarlo.
– Michael, soy Carla Entrenkin -dijo sin apartar la vista de Bosch-. No se preocupe. Nadie va a hacerle ningún daño. Tenemos que interrogarle sobre Howard Elias. Eso es todo.
Si Harris respondió algo, Bosch no alcanzó a oírlo. Sonó el dispositivo de la cerradura y Edgar abrió la puerta.
Entrenkin colgó el teléfono y entró seguida de los detectives.
– Ese tipo es un sinvergüenza -comentó Edgar-. No sé por qué lo tratamos como si fuera un santo.
Entrenkin se volvió hacia Edgar.
– Por supuesto que lo sabe, detective Edgar -le espetó.
Edgar guardó silencio, cohibido por el tono de la inspectora.
Harris abrió la puerta de su apartamento situado en la cuarta planta del edificio. En la mano empuñaba una pistola, aunque no les apuntó con ella.
– Esta es mi casa -dijo-. No pretendo amenazar a nadie, pero necesito esta pistola para protegerme y sentirme seguro. O acceden o no les dejo pasar, ¿vale?
Bosch se volvió hacia los otros, pero éstos le miraron impasibles. Bosch hizo un esfuerzo por controlarse. Pese a lo que Entrenkin le había explicado hacía un rato, estaba convencido de que Harris era el asesino de la niña. No obstante, sabía que en aquel momento lo importante era la investigación. Tenía que dejar a un lado la antipatía que le inspiraba aquel hombre y sonsacarle la mayor información posible.
– De acuerdo -dijo-. Pero no se le ocurra apuntarnos con ese arma, o tendrá problemas serios. ¿Entendido?
– Entendido.
Harris se apartó a un lado y les invitó a pasar, señalando la sala de estar con la pistola.
– Recuerde, no levante el arma -le repitió Bosch con cara de pocos amigos.
Harris bajó la pistola y todos entraron. Era un apartamento con muebles de alquiler: un mullido sofá y unos sillones a juego tapizados en azul celeste, unas mesas y estanterías de madera contrachapada. De las paredes colgaban unos grabados de lo más bucólico. Un mueble con un televisor. Estaban dando las noticias.
– Siéntense, hagan el favor.
Harris se hundió en uno de los sillones; el respaldo sobresalía sobre su cabeza como si estuviera sentado en un trono.
Bosch apagó la televisión, presentó a sus compañeros y sacó la placa.
– Es lógico que el jefe sea un blanco -observó Harris.
Bosch pasó por alto el comentario.
– ¿Sabía usted que Howard Elias fue asesinado anoche? -le preguntó.
– Claro. Me he pasado todo el día sentado aquí, mirando la tele.
– ¿Por qué dijo que se negaba a hablar con nosotros a menos que estuviera presente su abogado, si sabía que había muerto?
– Tengo más de un abogado, espabilado. Tengo un abogado criminalista y un abogado de representación. Me sobran los abogados. Contrataré a otro para que sustituya a Howie. Lo necesitaré, sobre todo cuando empiece el espectáculo en South Central. Yo tendré mis propios disturbios como Rodney. Me pondrán a la cabeza de la lista.
A Bosch le costaba seguir a Harris y dedujo que éste había pillado un buen viaje a expensas de la comunidad.
– Hablemos sobre su ex abogado, Howard Elias. ¿Cuándo lo vio por última vez?
– Anoche, pero eso usted ya lo sabe, ¿verdad, jefe?
– ¿Hasta cuándo?
– Hasta que salimos por la puta puerta. ¿Me estás acosando, tío?
– ¿Cómo dice?
– ¿Me está interrogando?
– Trato de averiguar quién mató a Elias.
– Lo mataron ustedes. Los polis.
– Es una posibilidad. Eso es lo que queremos averiguar.
Harris soltó una carcajada, como si lo que acababa de decir Bosch fuera lo más absurdo que había oído en su vida.
– Ya sabe aquello de la viga y la paja.
– Esto, bueno, ya veremos. ¿Cuándo se separaron usted y Howard Elias?
– Cuando él se fue a su apartamento y yo volví a casa.
– ¿A qué hora?
– ¡Yo qué sé! Hacia las once o las once menos cuarto. No llevo reloj. Cuando quiero enterarme de la hora se lo pregunto a alguien. En los informativos dijeron que le metieron una bala en el culo a las once, de modo que nosotros nos despedimos hacia las once menos cuarto.
– ¿Le dijo Elias si había recibido amenazas? ¿Temía que alguien le hiciera daño?
– Él no le temía a nada, pero sabía que era hombre muerto.
– ¿A qué se refiere?
– Me refiero a ustedes. Howie sabía que algún día se lo cargaría un poli. Y así ha sido. Y el día menos pensado vendrán también por mí. Por eso en cuanto reciba la pasta me largo. Que les den por el culo a todos los polis. Y esto es todo lo que voy a decir, jefe.
– ¿Por qué me llama así?
– Porque eso es lo que eres, ¿no? Eres un jefe.
La sonrisa de Harris era un reto. Tras mirarle unos momentos a los ojos, Bosch se volvió hacia Entrenkin y le indicó que siguiera ella.
– ¿Sabe usted quién soy, Michael?
– Claro, la he visto en la tele. Como al señor Elias. La conozco.
– Entonces sabe que no soy policía. Mi tarea consiste en velar por el cumplimiento del deber por parte de los policías, por que sean honrados.
Harris soltó una risotada despectiva.
– Pues creo que va a estar usted muy ocupada, señora.
– Ya lo sé, Michael. Pero he venido aquí para decirle que creo que estos tres detectives quieren cumplir con su deber. Quieren dar con la persona que mató a Howard Elias, tanto si se trata de un policía como si no. Y yo deseo ayudarles. Usted también debería ayudarles. Se lo debe a Howard. Así que le ruego que responda a algunas preguntas.
Harris echó un vistazo a su alrededor y miró la pistola que tenía en la mano. Era una Smith & Wesson de nueve milímetros con un acabado satinado.
Bosch se preguntó si Harris la habría esgrimido ante ellos de haber sabido que el arma con que se había cometido el crimen era también del nueve. Harris metió la pistola entre el cojín del asiento y el brazo del sillón.
– Vale. Pero no quiero que las preguntas me las haga el jefe. No quiero hablar con polis blancos. Hágamelas usted.
Entrenkin miró a Bosch y luego a Harris.
– Michael, quiero que las preguntas se las hagan los detectives. Tienen más práctica que yo. Y creo que usted debe responderlas.
Harris mostró su disconformidad meneando la cabeza.
– No lo entiende, señora -añadió-. ¿Por qué habría yo de ayudar a esos hijos de puta? Estos tíos me torturaron simplemente porque les salió de los cojones. He perdido el cuarenta por ciento de audición gracias al Departamento de Policía de Los Ángeles. No pienso cooperar con ellos. Si quiere hacerme alguna pregunta, hágamela usted.
– De acuerdo, Michael -contestó Entrenkin-. Hábleme de anoche. ¿Qué hicieron Howard y usted?
– Repasamos mi testimonio. Supongo que sabrá que los polis lo llaman «testimentira», porque ellos nunca dicen la verdad cuando se trata de defender a un hermano. Y yo lo llamo «testimoney» porque el Departamento de Policía de Los Ángeles me va a pagar un pastón por la encerrona en la que me metieron y por joderme.
Bosch intervino en el interrogatorio fingiendo no haberse enterado de que Harris se negaba a responder a sus preguntas.
– ¿Le dijo eso Howard?
– Así es, jefe.
– ¿Dijo Howard que podía demostrar que había sido una encerrona?
– Pues claro, porque él sabía quién había asesinado a esa chica blanca y luego había arrojado su cadáver en un solar cerca de mi casa. No fui yo. Howard iba a presentarse el lunes ante el tribunal para exonerarme y obligarles a soltarme la pasta.
Bosch aguardó unos instantes. La siguiente pregunta era crucial.
– ¿Quién fue?
– ¿A qué se refiere?
– ¿Quién asesinó a la niña? ¿Se lo dijo Howard?
– No. Dijo que yo no tenía por qué saberlo. Que era peligroso que lo supiera. Pero seguro que el nombre del asesino está en sus archivos. Esta vez no se escapará.
Bosch miró a Entrenkin.
– Me he pasado el día revisando esos archivos, Michael. Sí, existen indicios de que Howard sabía quién mató a Stacey Kincaid, pero el nombre del asesino no figura en ninguna parte. ¿Está seguro de que Howard no le dio ningún nombre ni ninguna indicación de quién era esa persona?
Harris se quedó desconcertado. De golpe comprendió que si Elias había muerto sin revelar a nadie el nombre del asesino, su caso se ponía feo.
Siempre llevaría el estigma de ser un asesino que se había librado de ser condenado porque un hábil abogado había sabido manipular al jurado.
– ¡Maldita sea! -exclamó.
Bosch se sentó en la esquina de la mesa de café para estar cerca de Harris.
– Piense -dijo-. Usted pasó muchos ratos con él. ¿Quién puede ser esa persona?
– No lo sé -respondió Harris, poniéndose a la defensiva-. ¿Por qué no se lo pregunta a Pelfry?
– ¿Quién es Pelfry?
– Su investigador.
– ¿Sabe su nombre completo?
– Creo que se llama Jenks o algo parecido.
– ¿Jenks?
– Así le llamaba Howard.
Bosch notó que alguien le tocaba en el hombro. Al volverse, Entrenkin le dirigió una mirada indicándole que ella sabía quién era Pelfry. Bosch se levantó y miró a Harris.
– ¿Regresó aquí anoche después de separarse de Elias?
– Sí, claro. ¿Por qué me lo pregunta?
– ¿Le acompañaba alguien? ¿Llamó usted a alguien?
– ¿A qué viene esto? Me estás acosando de nuevo, tío.
– Tranquilo, es mera rutina. Siempre preguntamos a la gente dónde estuvo. ¿Dónde estuvo usted?
– Aquí. Estaba rendido. Vine a casa y me acosté. No me acompañaba nadie.
– De acuerdo. ¿Me permite examinar un momento su pistola?
– ¡Ya sabía yo que esto era una encerrona! ¡Malditos polis!
Harris sacó la pistola del lugar donde la había metido y se la entregó a Bosch. Bosch no apartó los ojos de Harris hasta que tuvo la pistola en sus manos. Entonces la examinó y olió el cañón. No olía a grasa ni a pólvora quemada.
Sacó el cargador y extrajo la primera bala. Era un proyectil Federal, con un revestimiento enteramente metálico. Una marca de municiones muy conocida. La misma que habían utilizado en los asesinatos de Angels Flight. Bosch miró de nuevo a Harris.
– Tiene antecedentes penales, señor Harris. ¿No sabe que no puede llevar armas?
– Pero puedo tenerla en mi casa. Necesito protegerme.
– No puede llevar armas en ningún sitio. Esto podría costarle otra temporadita en la cárcel.
Harris le sonrió.
Bosch observó que uno de sus incisivos era de oro con una estrellita grabada en la parte delantera.
– Ande, deténgame.
Harris alzó los brazos para que Bosch le esposara.
– Deténgame y observe cómo arde esta jodida ciudad.
– No. En realidad estaba pensando en darle una oportunidad para agradecerle su colaboración. Pero tengo que requisar su pistola. Si se la dejara cometería un delito.
– Haga lo que le dé la gana, jefe. Siempre puedo sacar lo que necesito de mi coche. ¿Capta?
Harris pronunciaba la palabra «jefe» como algunos dicen «negrata».
– Sí.
Aguardaron en silencio a que llegara el ascensor. Cuando empezaron a descender, Entrenkin preguntó:
– ¿Es el mismo tipo de pistola?
– Sí. Y el proyectil también. Haremos que la analicen en el laboratorio, pero dudo de que Harris la conservara si hubiera matado a Elias con ella. No es tan idiota.
– ¿Y su coche? Dijo que podía sacar lo que quisiera del coche.
– No se refería a un automóvil. Se refería a su pandilla. A su gente. Juntos constituyen un «coche», todos se dirigen al mismo lugar. Es una palabra de argot que procede de la cárcel del condado. Ocho presos en una celda. Ellos las llaman coches. ¿Qué me dice de Pelfry? ¿Lo conoce?
– Jenkins Pelfry. Es un investigador privado, independiente. Creo que tiene su oficina en el Union Law Center. Le contratan muchos abogados especializados en casos de derechos civiles. Howard lo había contratado para que le ayudara con este caso.
– Entonces hay que hablar con él. Muchas gracias por informarnos.
El tono de Bosch denotaba que estaba enojado. Miró su reloj. Era demasiado tarde para tratar de localizar a Pelfry.
– Consta en los expedientes que le entregué -replicó Entrenkin-. No me preguntó nada al respecto. ¿Cómo quiere que adivine que debía decírselo?
– Tiene razón. No podía adivinarlo.
– Si quiere, puedo llamar a…
– No, ya nos ocuparemos nosotros. Gracias por echarnos una mano con Harris. Probablemente no habríamos entrado en su apartamento si usted no nos hubiera acompañado.
– ¿Cree que tuvo algo que ver con los asesinatos?
– Aún no creo nada.
– Dudo mucho de que esté implicado.
Bosch miró a Entrenkin, confiando en que sus ojos le transmitieran que se estaba adentrando en un terreno que no conocía ni tenía por qué meterse en él.
– La acercaremos en el coche -dijo Bosch-. ¿Ha dejado el suyo en el Bradbury?
Entrenkin asintió.
– Quiero que me mantenga informada sobre el caso y cualquier novedad importante, detective Bosch -dijo mientras atravesaban el vestíbulo hacia la puerta de entrada.
– De acuerdo. Mañana por la mañana hablaré con Irving y le preguntaré cómo quiere que hagamos esto. Quizá prefiera informarla él mismo.
– No quiero una versión manipulada. Quiero que me informe usted directamente.
– ¿Manipulada? Le agradezco que me considere incapaz de manipular una información, inspectora.
– Quizá no me haya expresado bien. Lo que quiero decir es que deseo que me informe usted antes de que la información haya sido procesada por los peces gordos del departamento.
Bosch abrió la puerta y la sostuvo para dejarla pasar.
– Lo tendré presente.