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En lo alto de la colina se encontraron con Edgar y Fuentes, que venían de comunicar la muerte de Catalina Pérez a su familia. Por su parte, Joe Dellacroce había regresado del Parker Center con unas órdenes de registro firmadas y selladas. No siempre era necesaria una orden autorizada por el tribunal para registrar el domicilio y el despacho de la víctima de un homicidio, pero tratándose de un personaje conocido resultaba preferible conseguir una orden firmada por el juez. En ese tipo de sucesos, si se producía una detención solían intervenir abogados defensores de renombre, los cuales habían adquirido fama invariablemente gracias a su celo y brillantez. Se cebaban en los errores de sus rivales, tomaban las costuras deshilachadas y los cabos sueltos del caso y tiraban de ellos hasta que los agujeros eran lo suficientemente grandes como para que sus clientes se escabulleran por ellos. Bosch tenía eso muy en cuenta. Era preciso andarse con pies de plomo.

Además, Bosch juzgaba particularmente imprescindible disponer de una orden de registro para entrar en el despacho de Elias. Allí encontrarían numerosos expedientes sobre detectives y casos pendientes de juicio contra el departamento, casos que seguirían su curso después de que nuevos abogados se hicieran cargo de ellos, y Bosch tenía que compatibilizar la sacrosanta confidencialidad entre abogado y cliente con la necesidad de investigar el asesinato de Howard Elias. Los investigadores debían ir con pies de plomo al manejar los expedientes. Ese era el motivo por el que Bosch había llamado a la oficina del fiscal del distrito y había solicitado a Janis Langwiser que se personará en el despacho de Elias.

Bosch se acercó a Edgar, lo agarró del brazo y lo condujo hacia la balaustrada desde la que contemplaban la empinada cuesta que se extendía hasta Hill Street. Allí nadie podría oír lo que hablaban.

– ¿Cómo ha ido?

– Como de costumbre. Preferiría estar en cualquier sitio que no fuera el del tío que ha de darles la noticia, no sé si me entiendes.

– Por supuesto. ¿Te limitaste a comunicarle al marido la noticia o le hiciste algunas preguntas?

– Le hicimos algunas preguntas, pero no obtuvimos muchas respuestas. El tío dijo que su esposa trabajaba de asistenta en unos apartamentos cerca de aquí. Venía en autobús. No pudo darnos direcciones. Dijo que su mujer las tenía anotadas en una pequeña agenda que solía llevar consigo.

Bosch reflexionó un momento. No recordaba haber visto ninguna agenda en el inventario de pruebas. El detective apoyó el maletín sobre la balaustrada, lo abrió y sacó una tabla provista de una pinza que sujetaba todos los papeles con los datos recogidos en la escena del crimen. Encima de todo estaba la copia amarilla del inventario que Hoffman le había dado antes de marcharse. En ella constaban las pertenencias de la víctima número 2, pero no había ninguna agenda.

– Habrá que volver a hablar con él más tarde. No tenemos ninguna agenda.

– Envía a Fuentes. El marido no habla inglés.

– De acuerdo. ¿Alguna otra cosa?

– No. Comprobamos lo de costumbre: si su esposa tenía enemigos, problemas, si alguien le estaba incordiando, acosándola, etcétera. Nada. El marido dijo que su mujer vivía muy tranquila.

– Bien. ¿Qué me dices de él?

– Parecía legal. Tiene cara de fracasado, como si todo le hubiera salido mal en la vida, ¿comprendes?

– Sí.

– Parecía tan afectado como sorprendido por la noticia.

– Muy bien.

Bosch miró a su alrededor para asegurarse de que nadie los escuchaba.

– Ahora nos separaremos para llevar a cabo los registros. Quiero que te ocupes del apartamento que tenía Elias en The Place. Yo iba…

– ¿De modo que se dirigía allí?

– Eso parece. Yo estuve allí con Chastain, para hacer un registro preliminar. Quiero que te tomes todo el tiempo que necesites. Y que empieces por su dormitorio. Saca una agenda telefónica del cajón de la mesita de noche sobre la que está el teléfono. Métela en la bolsa de pruebas y séllala para que nadie pueda husmear en ella hasta que lo traslademos todo a la oficina.

– De acuerdo, pero ¿eso por qué?

– Te lo contaré más tarde. Hazte con la agenda antes de que la encuentre alguien. Llévate también la cinta del contestador automático que hay en la cocina. Tiene un mensaje que quiero conservar.

– De acuerdo.

– Pues andando.

Bosch se apartó de la balaustrada y se dirigió hacia Dellacroce.

– ¿Algún problema con la orden?

– No, salvo que he despertado un par de veces al juez.

– ¿Qué juez?

– John Houghton.

– Es un tío simpático.

– No me dio esa impresión cuando se dio cuenta de que iba a tener que firmar una segunda orden.

– ¿Dijo algo sobre el despacho?

– Me obligó a añadir un párrafo sobre la necesidad de preservar la sacrosanta confidencialidad entre abogado y cliente.

– ¿Nada más? Déjame ver.

Dellacroce sacó las órdenes de registro del bolsillo interior de la chaqueta y entregó a Bosch el documento que les autorizaba a entrar en el Bradbury. Bosch leyó por encima la primera hoja del documento, hasta llegar al párrafo que había mencionado Dellacroce. Le pareció correcto. El juez les autorizaba a registrar el despacho y los archivos, puntualizando únicamente que cualquier información confidencial que sacaran de los archivos debía guardar relación con la investigación de asesinato.

– Lo que el juez dice es que no podemos registrar los archivos y entregar lo que consigamos a la oficina del fiscal -dijo Dellacroce-. Todo debe permanecer dentro de los límites de nuestra investigación.

– Puedo soportarlo -repuso Bosch.

Luego llamó al resto del equipo. Bosch observó que Fuentes estaba fumando y trató de no pensar en las ganas que tenía de fumarse un cigarrillo.

– Bien, tenemos las órdenes de registro -dijo-. Vamos a separarnos. Edgar, Fuentes y Baker registrarán el apartamento. Edgar dirigirá la operación. Los demás regresaremos a la oficina. También quiero que los que registréis el apartamento preparéis unas entrevistas con los conserjes del edificio. De todos los turnos. Debemos averiguar cuanto podamos sobre los horarios y los hábitos personales de ese tío. Sospecho que hay una amante involucrada. Otra cosa, en el llavero vi las llaves de un Porsche y de un Volvo. Tengo la impresión de que Elias conducía el Porsche, que probablemente se encuentra en el garaje del edificio. Quiero que lo comprobéis.

– En las órdenes de registro no se menciona ningún coche -protestó Dellacroce-. Nadie me dijo nada de un coche cuando fui a buscar las órdenes.

– De acuerdo, localiza el coche, mira por las ventanillas y si lo crees necesario pediremos una orden de registro.

Al pronunciar esta frase Bosch miró a Edgar. Este asintió de forma casi imperceptible: había entendido que Bosch le ordenaba localizar el coche, abrirlo y registrar su interior. Si hallaba algo importante para la investigación, pedirían una orden de registro y fingirían que jamás habían abierto una puerta del coche. Era lo habitual.

Bosch miró su reloj y dio por concluida la reunión.

– Son las cinco y treinta y cinco. A las ocho y media, como mucho, tienen que haber finalizado los registros. Recoged todo lo que creáis interesante y más tarde lo analizaremos. El jefe Irving ha instalado el puesto de mando de esta investigación en la sala de conferencias, junto a su despacho del Parker Center. Antes de regresar allí, quiero reunirme con todos vosotros aquí a las ocho y media.

Bosch señaló el alto edificio de apartamentos que se alzaba sobre Angels Flight.

– Entonces visitaremos esos apartamentos. No quiero esperar hasta más tarde, no sea que sus ocupantes ya se hayan marchado y no vuelvan hasta última hora.

– ¿Y la reunión con Irving? -preguntó Fuentes.

– Está fijada para las diez. Estaremos allí, puntuales. Y si no, no os preocupéis. Yo despacharé con el jefe mientras vosotros cumplís con lo encomendado. Lo primero es el caso. El jefe se hará cargo.

– Harry -intervino Edgar-. ¿Si terminamos antes de las ocho y media podremos ir a desayunar?

– De acuerdo, pero no quiero que se os escape nada. No os apresuréis con los registros para comeros los donuts.

Rider sonrió.

– ¿Sabéis que os digo? -rectificó Bosch-. Que yo mismo me encargaré de que haya aquí unos donuts a las ocho y media. Aguantaos hasta entonces, ¿vale?

Bosch sacó el llavero que había encontrado en el cadáver de Howard Elias.

Extrajo las llaves del apartamento y la del Porsche y se las entregó a Edgar. Pero había otras que no sabían de dónde eran. Bosch supuso que dos o tres pertenecían al despacho y otras tres a su casa de Baldwin Hills. No obstante quedaban cuatro llaves. Bosch recordó la voz que había oído en el contestador automático. Puede que Elias tuviera las llaves del domicilio de su amante.

Bosch volvió a guardar las llaves en el bolsillo y ordenó a Rider y a Dellacroce que se dirigieran en coche al Bradbury. Dijo que Chastain y él tomarían el funicular para bajar y luego darían un paseo para examinar las aceras que había recorrido Elias entre su despacho y la terminal inferior de Angels Flight. Cuando los detectives se separaron para cumplir sus respectivas tareas, Bosch se acercó a la ventana de la estación.

Eldrige Peete estaba sentado en la silla junto a la caja registradora, con los tapones en los oídos y los ojos cerrados.

Bosch golpeó suavemente con los nudillos en la ventana, pero no pudo evitar que el anciano se sobresaltara.

– Señor Peete, le agradecería que nos permitiera bajar una última vez. Luego puede usted cerrar y regresar a casa. Su esposa le estará esperando.

– Como usted diga.

Bosch se volvió para dirigirse hacia el coche del funicular, pero se detuvo de golpe.

– Todo está lleno de sangre -dijo a Peete-. ¿Puede avisar a alguien para que limpie el interior del coche antes de que comience a funcionar mañana?

– Descuide, lo haré yo mismo. En el cobertizo hay un cubo y un mocho. Llamé a mi encargado antes de que llegaran ustedes. Me dijo que limpiara Olivos para que mañana por la mañana esté preparada. Los sábados empezamos a las ocho.

– De acuerdo, señor Peete -dijo Bosch-. Lamento que tenga que limpiarlo usted mismo.

– Me gusta que los coches estén limpios.

– Otra cosa, el torniquete de la terminal inferior está cubierto de un polvo negro que usamos para recoger huellas. Pone la ropa perdida.

– Lo limpiaré también.

– Disculpe las molestias que le hemos causado esta noche -dijo Bosch-. Ha sido muy amable. Gracias.

– ¿Noche? ¡Pero si ya ha amanecido! -replicó Peete sonriendo.

– Tiene usted razón. Buenos días, señor Peete.

– No lo son para esos dos desgraciados que iban en el funicular.

Bosch se alejó unos pasos pero cambió de parecer y regresó junto a Peete.

– Una última cosa. Este caso va a ocupar mucho espacio en la prensa. Y en la televisión. No pretendo decirle lo que debe hacer, pero quizá le convenga descolgar el teléfono, señor Peete. Y no abrir la puerta.

– Ya le entiendo.

– Perfecto.

– De todos modos, voy a pasarme el día durmiendo.

Bosch asintió y subió al funicular. Chastain ya se había instalado en uno de los asientos junto a la puerta.

Bosch pasó ante él y se dirigió hacia la parte inferior del coche, donde había sido abatido Howard Elias. Intentó no pisar la sangre, que ya se había coagulado.

Tan pronto como se hubo sentado, el coche comenzó a descender. Bosch miró por la ventanilla y vio la luz grisácea del amanecer que iluminaba los contornos de los rascacielos comerciales que se alzaban en el este.

Se instaló cómodamente en el asiento y bostezó, sin molestarse en cubrirse la boca. Le entraron ganas de tumbarse en el asiento. Aunque era de madera dura, Bosch sabía que no tardaría en caer dormido y en soñar con Eleanor, la felicidad y los lugares donde uno no tenía que preocuparse por los charcos de sangre.

Bosch desterró ese pensamiento y se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta, antes de recordar que allí no iba a encontrar ningún cigarrillo.

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