Bosch había quedado en reunirse con sus dos compañeros en la comisaría de la División de Hollywood para recoger los coches antes de dirigirse a Angels Flight. Mientras bajaba por la colina hacia la comisaría había sintonizado la KFWB y había oído la noticia de que se estaba investigando un homicidio en el lugar del histórico funicular.
Desde la escena del crimen, un reportero explicó que se habían hallado dos cadáveres dentro de uno de los coches del funicular y que varios miembros del grupo de Robos y Homicidios se habían personado en el lugar de los hechos. Pero ésos eran los únicos pormenores que facilitó el periodista, quien añadió que la policía había acordonado con cinta amarilla una zona increíblemente amplia alrededor del lugar del crimen, que le impedía acercarse para obtener más detalles. Al llegar a la comisaría, Bosch comunicó esta escueta noticia a Edgar y a Rider mientras firmaban la solicitud para sacar tres vehículos del garaje.
– Por lo visto vamos a tener que hacerles el trabajo sucio a los de Robos y Homicidios -observo Edgar, molesto de que le hubieran despertado de un sueño profundo y de tener que trabajar probablemente todo el fin de semana-. Para nosotros el curro, para ellos los honores, y encima este fin de semana ni siquiera estábamos de guardia. Si Irving necesita a gente de la División de Hollywood, ¿por qué no ha llamado al equipo de Rice?
A Edgar no le faltaba razón. Aquel fin de semana el equipo Uno -Bosch, Edgar y Rider- ni siquiera formaba parte del grupo de rotación. Si Irving hubiera seguido el procedimiento normal, habría llamado a Terry Rice, el jefe del equipo Tres, que era el primero de la lista de rotación. Pero Bosch había deducido que Irving no seguía el procedimiento normal, puesto que le había llamado a él directamente antes de informar a su supervisora, la teniente Grace Billets.
– Descuida, Jerry -dijo Bosch, acostumbrado a las quejas de su compañero-, dentro de un rato podrás preguntárselo personalmente al jefe.
– Sí, hombre, y me pasaré los próximos diez años en el Puerto. ¡No te jode!
– Hey, que la División del Puerto es un chollo -dijo Rider para tomarle el pelo. Ella sabía que Edgar vivía en el valle de San Fernando y que un traslado a la División del Puerto significaba que cada día tendría que recorrer un trayecto de hora y media de ida y hora y media de vuelta, la perfecta terapia de autopista, el método que empleaban los jefes para castigar a los polis descontentos y problemáticos-. Allí sólo se ocupan de seis o siete homicidios al año.
– Vale, pero que no cuenten conmigo.
– Vamos, en marcha -dijo Bosch-. Ya nos preocuparemos más tarde de esas cosas. No os perdáis.
Bosch tomó por Hollywood Boulevard hasta la 101 y se dirigió al centro de la ciudad por la autopista, en aquellos momentos poco transitada. A medio camino vio por el retrovisor que sus compañeros le seguían. Pese a la oscuridad y a los coches, no le costó localizarlos. Bosch detestaba los nuevos automóviles que utilizaban los detectives. Estaban pintados de negro y blanco y la única diferencia con un coche patrulla era que no llevaban las luces de emergencia en el techo. Al antiguo jefe de la policía se le había ocurrido la idea de sustituir los vehículos normales de los detectives por ese remedo de coches patrulla. Era una artimaña para fingir que había cumplido la promesa de poner a más policías en la calle. Había sustituido los automóviles normales por unos vehículos parecidos a los coches patrulla, para que la gente creyera que había más policías patrullando las calles. Además, cuando el ex jefe de la policía pronunciaba un discurso frente a algún grupo de la comunidad, solía enumerar a los detectives que utilizaban esos vehículos, jactándose de haber incrementado en varios centenares el número de polis en la calle.
A todo esto, los detectives que intentaban cumplir con su deber circulaban por la ciudad como blancos móviles. En más de una ocasión, cuando Bosch y su equipo trataban de entregar una orden de arresto o de entrar con discreción en un determinado barrio para investigar un caso, los coches delataban su presencia. Era estúpido y peligroso, pero era orden del jefe de la policía, y ésta se cumplía a rajatabla en todas las divisiones de detectives del departamento, aun después de que al tal jefe no le propusieran para un segundo mandato de cinco años.
Bosch, al igual que muchos detectives del departamento, confiaba en que el nuevo jefe de la policía no tardaría en ordenar que utilizaran de nuevo coches normales. Entretanto ya no regresaba a casa después del trabajo en el automóvil que le habían asignado. Era agradable disponer de un vehículo con el que trasladarse al propio domicilio, pero Bosch no quería aparcar un coche patrulla frente a su vivienda. No en Los Angeles. Nunca se sabe el peligro que eso puede acarrearle a uno.
Llegaron a Grand Street a las tres menos cuarto. Cuando Bosch detuvo el coche vio un buen número de vehículos policiales aparcados junto a la acera en California Plaza. Observó la escena del crimen y los furgones de los forenses, varios coches patrulla y más sedanes de detectives, no los que utilizaban ellos, sino los coches normales que seguían empleando los chicos de Robos y Homicidios. Mientras esperaba a que llegaran Rider y Edgar, Bosch abrió su maletín, sacó el móvil y llamó a su casa. Después de cinco tonos saltó el contestador y Bosch se oyó a sí mismo diciéndose que dejara el mensaje. Cuando se disponía a colgar, decidió dejar un mensaje.
– Soy yo, Eleanor. Me han encargado un caso… pero trata de localizarme o llámame al móvil cuando llegues a casa para que yo sepa que estás bien… Bueno, eso es todo. Hasta luego. Ah, ahora son aproximadamente las tres menos cuarto. Sábado por la mañana. Hasta luego.
Edgar y Rider se acercaron a la puerta del coche de Bosch, quien guardó el móvil y se apeó con su maletín. Edgar, el más alto de los tres, levantó la cinta amarilla con la que habían acordonado el lugar y los tres pasaron por debajo de ella, dieron sus nombres y número de placa a un agente uniformado que tenía en la mano la lista de personas que estaban autorizadas a acceder a la escena del crimen, y luego atravesaron California Plaza.
La plaza constituía el foco central de Bunker Hill, un patio de piedra formado por dos torres de oficinas de mármol colindantes, un rascacielos de apartamentos y el Museo de Arte Moderno. Había una gigantesca fuente con un estanque en el centro, pero las bombas y luces no funcionaban a esas horas y el agua aparecía quieta y negra.
Más allá de la fuente, en lo alto de Angels Flight, se alzaba la pintoresca estación estilo revival y la caseta de las ruedas y los cables. La mayoría de investigadores y detectives se hallaban congregados junto a esta pequeña construcción, como si esperaran algo. Bosch trató de localizar el reluciente cráneo afeitado de Irvin Irving, pero no lo vio. Él y sus compañeros cruzaron por entre la multitud y se dirigieron hacia el funicular detenido en la parte superior de la vía. Al mirar en torno a él, Bosch reconoció a varios detectives de Robos y Homicidios. Eran hombres con los que él había trabajado años antes, cuando formaba parte del grupo de élite. Algunos le saludaron con un gesto de cabeza o llamándole por su nombre. Bosch vio a Francis Sheehan, su antiguo compañero, solo, fumando un cigarrillo. Bosch se separó de sus compañeros y se acercó a él.
– ¿Qué tal, Frankie? -le saludó Bosch.
– ¡Hola, Harry! ¿Qué haces tú por aquí?
– Irving me ha llamado para que viniéramos.
– Pues lo siento por ti, chico. No desearía esto a mi peor enemigo.
– ¿Por qué? ¿Qué ocurre?
– Será mejor que antes hables con él. Irving quiere tapar el asunto.
Bosch se quedó cortado. Sheehan no tenía buen aspecto, pero hacía meses que Bosch no lo había visto. No sabía a qué se debían las profundas ojeras de sus ojos de mastín ni cuándo se le habían formado. Bosch recordó la imagen de su propio rostro que había visto reflejada en el cristal de la ventana.
– ¿Estás bien, Francis?
– Nunca me he sentido mejor.
– De acuerdo, hablaremos más tarde.
Bosch se reunió con Edgar y Rice, que permanecían de pie junto al coche del funicular. Edgar movió la cabeza hacia la izquierda de Bosch.
– ¿Te has fijado, Harry? -preguntó en voz baja-. Son Chastain y su equipo. ¿Qué hacen aquí esos capullos?
Al volverse, Bosch vio a un grupo de hombres de Asuntos Internos.
– No tengo ni puta idea -respondió.
Chastain y Bosch se miraron unos instantes, pero Bosch apartó enseguida la vista. No merecía la pena cabrearse por haberse encontrado con unos tíos de Asuntos Internos. Picado por la curiosidad, Bosch trató de imaginar por qué había tal cantidad de policías en la escena del crimen: los chicos de Robos y Homicidios, los de Asuntos Internos, un subdirector… Tenía que enterarse de lo ocurrido.
Seguido por Edgar y Rider, que caminaban tras él en fila india, Bosch se acercó al coche del funicular. En su interior habían instalado unas luces y estaba iluminado como el cuarto de estar de una vivienda.
Había dos técnicos examinando la escena del crimen. Esto indicó a Bosch que había llegado tarde. Los técnicos encargados de analizar la escena del crimen no entraban en acción hasta después de que los ayudantes del forense hubieran completado el procedimiento inicial: certificar la muerte de las víctimas, fotografiar los cadáveres in situ, examinar los cuerpos en busca de heridas, armas y documentos de identificación.
Bosch se acercó a la parte posterior del coche y miró a través de la puerta, que estaba abierta. Los técnicos trabajaban alrededor de dos cadáveres. Uno de ellos pertenecía a una mujer que estaba tumbada en uno de los asientos, hacia la mitad del coche. Llevaba unas mallas grises y una camiseta blanca que le llegaba a medio muslo. Sobre su pecho se había abierto una enorme flor de sangre, donde le había alcanzado una bala. Tenía la cabeza inclinada hacia atrás, apoyada en la ventanilla. Era morena, de tez oscura y con unos rasgos de gente del sur de la frontera. En el asiento, junto a su cadáver, había una bolsa de plástico con numerosos objetos que Bosch no llegó a ver. A través de la abertura de la bolsa asomaba un periódico doblado.
En los peldaños junto a la puerta trasera del coche yacía el cadáver boca abajo de un hombre negro vestido con un traje gris oscuro. Desde donde se encontraba, Bosch no pudo ver el rostro del hombre. Y sólo había una herida visible, una herida de bala que había atravesado la mano derecha de la víctima. Bosch sabía que posteriormente, en el informe de la autopsia, sería descrita como una herida defensiva. El hombre había alzado la mano en un vano intento por impedir que le dispararan. Bosch había visto ese gesto en muchas ocasiones a lo largo de los años y siempre le recordaba los actos desesperados que hace la gente cuando está a punto de morir. Levantar la mano para detener una bala era uno de los más desesperados.
Aunque los técnicos entraban y salían de su campo visual, Bosch pudo mirar a través del funicular y contemplar la vía hasta Hill Street, unos cien metros más abajo de donde se encontraba. A los pies de la colina estaba detenido el otro coche, y Bosch vio a un numeroso grupo de detectives junto a los torniquetes y las puertas cerradas del Mercado Central, al otro lado de la calle.
Bosch había montado de niño en el funicular y había observado su funcionamiento. Lo recordaba perfectamente. Un Bosch había montado de niño en el funicular y había observado su funcionamiento. Lo recordaba perfectamente. Un coche hacía de contrapeso del otro. Cuando uno ascendía, el otro descendía, y a la inversa. Ambos se cruzaban a medio trayecto. Bosch recordó que había montado en el Angels Flight mucho antes de que Bunker Hill renaciera como un importante centro comercial de rascacielos de cristal y mármol, elegantes condominios y apartamentos, museos, fuentes y jardines de invierno. En aquella época, en la colina se alzaban unos destartalados edificios de apartamentos que antaño habían sido imponentes mansiones victorianas. Harry y su madre habían tomado el Angels Flight hasta lo alto de la colina en busca de una vivienda.
– Por fin, detective Bosch.
Bosch se volvió. Irving se hallaba en el umbral de la pequeña estación.
– Entrad -dijo, señalando a Bosch y a su equipo.
Penetraron en una habitación atestada de gente presidida por las enormes y viejas ruedas de los cables que en otro tiempo movían a los coches del funicular por la pendiente. Bosch recordó haber leído que hacía unos años, cuando Angels Flight fue rehabilitado después de permanecer un cuarto de siglo en desuso, las ruedas y los cables habían sido sustituidos por un sistema eléctrico controlado por ordenador.
A un lado de las ruedas quedaba el espacio justo para una pequeña mesa y dos sillas desplegables.
En el otro estaba el ordenador que movía el funicular, una banqueta para la persona que lo operaba y una pila de cajas de cartón. La superior estaba abierta y mostraba un montón de folletos sobre la historia de Angels Flight.
De pie junto a la pared del fondo, en la sombra detrás de las vetustas ruedas de hierro, con los brazos cruzados sobre el pecho y la vista fija en el suelo, había un hombre de rostro curtido y rubicundo, inconfundible.
Bosch había trabajado anteriormente para el capitán John Garwood, jefe de la División de Robos y Homicidios. Por su expresión, Bosch comprendió que estaba enojado por algo. Garwood no levantó la vista, y los tres detectives guardaron silencio.
Irving se dirigió a un teléfono situado sobre la pequeña mesa plegable y tomó el auricular, que estaba descolgado.
Antes de empezar a hablar indicó a Bosch que cerrara la puerta.
– Disculpe, señor -dijo Irving-. Es el equipo de Hollywood. Están todos aquí y dispuestos a ponerse manos a la obra.
Tras escuchar unos minutos, Irving se despidió de su interlocutor y colgó el teléfono. Su tono respetuoso y el empleo de la palabra «señor» indicaron a Bosch que Irving había hablado con el jefe de la policía. Era otro dato curioso sobre el caso.
– Muy bien -dijo Irving, volviéndose hacia los tres detectives-. Lamento haberos despertado, sobre todo porque no estabais de guardia. He hablado con la teniente Billets, y a partir de ahora permaneceréis fuera de la rotación de Hollywood hasta que hayamos solventado el caso.
– ¿De qué se trata exactamente? -preguntó Bosch.
– Del asesinato de dos personas. Una situación delicada.
– Jefe, aquí hay suficientes agentes de Robos y Homicidios como para reabrir el caso de Bobby Kennedy -comentó Bosch, mirando a Garwood-. Por no hablar de los chicos de Asuntos Internos, que hacen como que se mantienen al margen. ¿Qué pintamos nosotros aquí? ¿Qué quiere de nosotros?
– Muy sencillo -respondió Irving-. Usted se hará cargo de la investigación. A partir de ahora el caso es suyo, detective Bosch. Los detectives de Robos y Homicidios se retirarán en cuanto su equipo esté informado del asunto. Habrá comprobado que han llegado con retraso. Es una lástima, pero confío en que logren superar ese contratiempo. Sé de lo que usted es capaz.
Bosch lo miró unos instantes, lleno de perplejidad. Luego observó de nuevo a Garwood. El capitán no se había movido y seguía con la vista fija en el suelo. Bosch formuló la única pregunta que podía arrojar luz sobre la extraña situación.
– ¿Quiénes son el hombre y la mujer que están en el funicular?
– Querrá decir quiénes eran -contestó Irving-. La mujer se llama Catalina Pérez. Aún no sabemos quién era ni qué hacía en Angels Flight. Probablemente eso no importa. Por lo visto se encontraba en el lugar inadecuado en el momento inoportuno. Pero eso tendrá que determinarlo usted oficialmente. El homicidio del hombre plantea problemas distintos. Era Howard Elias.
– ¿El abogado?
Irving asintió. Edgar aspiró con fuerza y contuvo el aliento.
– ¿En serio?
– Por desgracia, sí.
Bosch miró por encima de la cabeza de Irving a través de la taquilla de billetes. Contempló el interior del funicular.
Los técnicos se disponían a apagar las luces para examinar con láser el interior del coche en busca de huellas.
Bosch observó la mano con la herida de bala. Howard Elias. Pensó en todos los sospechosos que habría, muchos de ellos mezclados entre la multitud que en estos momentos presenciaba los movimientos de la policía.
– ¡Mierda! -soltó Edgar-. Supongo que no podemos escaquearnos de este caso, ¿verdad, jefe?
– Cuide su lenguaje, detective -le espetó Irving, tensando los músculos de la mandíbula-. Aquí están de más las groserías.
– Sólo digo que si pretende que alguien del departamento haga el papel de Tío Tom, no creo…
– Eso no tiene nada que ver -le cortó Irving-. Le guste o no, han sido asignados a este caso. Espero que todos ustedes desempeñen su labor con esmero y profesionalidad. Pero sobre todo espero resultados, como el jefe de la policía. Todo lo demás no cuenta. ¿Entendido?
Después de una breve pausa, durante la cual Irving observó a Edgar, a Rider y a Bosch, el subdirector continuó:
– En este departamento sólo existe una raza -dijo-. Ni negra ni blanca. Sólo azul.