27

Bosch contempló a través de la ventana a los numerosos manifestantes agrupados frente al Parker Center y en Los Ángeles Street. Se movían en una hilera ordenada, portando pancartas que decían «Justicia ya» en un lado y «Justicia para Howard Elias» en el otro.

La escena mostraba la esmerada orquestación de la protesta en beneficio de los medios de comunicación. Bosch vio al reverendo Preston Tuggins entre los manifestantes. Echó a andar hacia las oficinas seguido por un enjambre de reporteros con micrófonos y cámaras en ristre. Bosch no vio ninguna pancarta que pidiera justicia para Catalina Pérez.

– Detective Bosch -dijo Irving a sus espaldas-. Háganos un resumen. Ya nos ha relatado la información que ha recabado. Ahora resúmala y explíquenos lo que significa.

Bosch se volvió. Miró a Irving y luego a Lindell. Se hallaban en el despacho de Irving. El subdirector estaba sentado detrás de su mesa, tieso como un palo y vestido de uniforme, lo que indicaba que más tarde comparecería en una rueda de prensa. Lindell ocupaba una de las sillas situadas frente al escritorio. Bosch acababa de relatarles lo que había descubierto Rider y los pasos que habían dado hasta el momento. Irving no quería oír su interpretación de los hechos.

Bosch puso en orden sus pensamientos mientras se dirigía hacia la mesa y se sentaba junto a Lindell.

– Creo que Sam Kincaid mató a su hijastra o tuvo algo que ver con el crimen. No hubo ningún secuestro. Esa fue una historia que él se inventó. Luego tuvo la suerte de que la policía encontrara unas huellas pertenecientes a Harris. A partir de ahí Kincaid quedó libre de toda sospecha.

– Empiece por el principio.

– De acuerdo. En primer lugar, Kincaid es un pedófilo. Hace seis años se casó con Kate, probablemente para presentar una fachada respetable y para tener acceso a la hija. El cadáver de la niña estaba en un estado de descomposición demasiado avanzado para que el forense pudiera determinar si había sufrido abusos sexuales durante años. Pero yo digo que sí. Y en…

– ¿La madre lo sabía?

– Deduzco que debió de averiguarlo, aunque ignoro en qué momento.

– Siga. Siento haberle interrumpido.

– El verano pasado ocurrió algo. Quizá la niña amenazó con contárselo a alguien, tal vez a su madre, si ésta aún no lo sabía, o con acudir a las autoridades. O quizá Kincaid se cansó de ella. A los pedófilos les atraen los niños de una determinada edad, no les interesan mayores. Stacey Kincaid iba a cumplir los doce años. Quizás era demasiado mayor para los gustos de su padrastro. Cuando dejó de serle útil para satisfacer sus aberrantes caprichos, empezó a representar una amenaza.

– Esta conversación me produce náuseas, detective. Estamos hablando de una niña de once años.

– ¿Qué quiere que haga, jefe? A mí también me produce náuseas. Yo he visto las fotos.

– Entonces acabemos cuanto antes.

– Quedamos en que ocurrió algo y él la mató. Ocultó el cuerpo y forzó la cerradura de la ventana. Luego dejó que los acontecimientos siguieran su curso. La historia del secuestro comienza a cobrar forma.

– El tipo tuvo suerte -comentó Lindell.

– Efectivamente -asintió-. Mucha suerte. Con todas las huellas recogidas en la habitación de la niña y el resto de la casa, el ordenador llegó a la conclusión de que correspondían a un tal Michael Harris, ex presidiario y delincuente impenitente. Los de Robos y Homicidios se lanzaron en persecución de Harris, como si llevaran una venda en los ojos. Abandonaron las otras pistas y se concentraron única y exclusivamente en Harris. Lo atraparon y trataron de obligarle a confesar. Pero ocurrió algo muy curioso. Harris se negó a confesar, y la única prueba que existía eran esas huellas. A todo esto, alguien filtró el nombre de Harris a la prensa. Los medios difundieron la noticia de que la policía tenía un sospechoso. Kincaid averiguó dónde vivía Harris, quizás obtuvo la información de un solícito policía que mantuvo bien informados a los padres de la víctima. El caso es que Kincaid se enteró de dónde vivía Harris. Deduzco que fue al lugar donde había ocultado el cadáver y lo sacó de allí. Probablemente lo había metido en el maletero de uno de los coches de sus concesionarios. A continuación trasladó el cadáver al barrio de Harris y lo arrojó en el solar, a un par de manzanas de donde vivía el sospechoso. Cuando a la mañana siguiente hallaron el cuerpo de la niña, la policía ya tuvo otra prueba, aunque fuera circunstancial, además de las huellas dactilares. Pero Harris era inocente.

– Dejó sus huellas cuando lavó el coche de la señora Kincaid -dijo Irving.

– Exacto.

– ¿Y Elias? -preguntó Lindell-. ¿Por qué lo mataron?

– Creo que lo mató la señora Kincaid. Por error. Supongo que en cierto momento, atormentada por la participación en el crimen de su hija, empezó a ver fantasmas. Se sintió culpable y trató de enmendar su error. Sabía de lo que su marido era capaz, quizás él la había amenazado, y trató de hacerlo sin que él lo averiguara. Empezó a enviar notas anónimas a Elias, para ayudarle en su investigación. Y consiguió su propósito. Elias logró introducirse en una web secreta, la web de Charlotte. Cuando vio las imágenes de la niña, Elias sospechó quién la había matado. Obró con cautela. Iba a solicitar una citación judicial para obligar a Kincaid a comparecer en el juicio. Pero cometió el error de mostrar sus cartas. Dejó una pista en la página web. Kincaid o los operadores de la web se dieron cuenta de que corrían peligro.

– Y enviaron a alguien para que lo matara -dijo Lindell.

– Dudo mucho de que fuera el propio Kincaid. Seguramente fue alguien que trabajaba para él. Tiene contratado a un guarda de seguridad. Vamos a investigar a ese tipo.

Todos mantuvieron silencio. Irving juntó las manos y las apoyó en la mesa, en la que no había ningún objeto. Era tan sólo una superficie de madera pulida.

– Tienen que soltar a Sheehan -dijo Bosch-. Él no lo hizo.

– No se preocupe por Sheehan -repuso Irving-. Si es inocente lo enviaremos a casa. No sé qué hacer con Kincaid. Todo esto parece tan…

Bosch hizo caso omiso del escepticismo del subdirector.

– Haremos lo que debemos hacer -dijo-. Conseguiremos unas órdenes de registro y nos pondremos en marcha. He quedado citado mañana por la mañana con la señora Kincaid en la casa que ocupaban anteriormente. Trataré de congraciarme con ella y espero arrancarle una confesión. Creo que es una mujer frágil, quizás esté a punto de caer. En cualquier caso, obtendremos los mandatos judiciales. Utilizaremos a todo el equipo y nos presentaremos en todos los lugares que debamos registrar simultáneamente: los domicilios, los coches, las oficinas. Ya veremos qué sacamos en limpio. También investigaremos los archivos de los concesionarios de Kincaid, para averiguar qué coches utilizó en julio. Y Richter también.

– ¿Richter?

– El jefe de seguridad personal de Kincaid.

Irving se levantó y se acercó a la ventana.

– Está hablando del miembro de una familia que ha ayudado a construir esta ciudad -dijo-. El hijo de Jackson Kincaid.

– Ya lo sé -replicó Bosch-. Ese tipo procede de una familia poderosa. Incluso se considera el creador del smog. Lo considera un logro de la familia. Pero no importa, jefe. No después de lo que ha hecho.

Irving bajó la mirada y Bosch supuso que estaba observando a los manifestantes.

– La ciudad ha resistido…

Irving no terminó la frase. Bosch adivinó lo que estaba pensando. Que esos manifestantes que llenaban las aceras esperaban la noticia de que habían arrestado a un policía acusado de haber cometido el asesinato.

– ¿Qué hemos averiguado del detective Sheehan? -preguntó Irving.

– Llevamos seis horas hablando con él -respondió Lindell tras consultar su reloj-. Cuando me marché no había pronunciado ni una palabra que lo incriminara en el asesinato de Howard Elias.

– Pero amenazó a Elias, advirtiéndole que moriría justamente de la forma en que lo asesinaron.

– Eso ocurrió hace mucho tiempo. Además, lo dijo públicamente, delante de testigos. Según mi experiencia, la gente que profiere ese tipo de amenazas no suele llevarlas a cabo. Por lo general sólo es una forma de desahogarse.

Irving asintió, sin apartar el rostro de la ventana.

– ¿Y los análisis de balística?

– Aún no sabemos nada. Iban a practicar la autopsia del cadáver de Elias esta tarde. Envié al detective Chastain. Extraerán las balas y Chastain las llevará a los expertos en armas de fuego. Pero recuerde, jefe, que Sheehan entregó su pistola voluntariamente. Dijo: «Que la analicen en balística». Sí, lleva una del nueve, pero no creo que hubiera entregado la pistola de no haber estado seguro de que las balas no habían sido disparadas con su arma.

– ¿Y su domicilio?

– Lo registramos de arriba abajo, con la autorización de Sheehan. Nada. No hallamos armas, ni notas sobre Elias, nada en absoluto.

– ¿Coartada?

– Es el único punto débil. El viernes por la noche había estado en casa.

– ¿Y su esposa? -inquirió Bosch.

– La esposa y los niños estaban en Bakersfield -respondió Lindell-. Por lo visto llevaban bastante tiempo allí.

Ésa fue otra sorpresa. Bosch se preguntó por qué Sheehan no se lo dijo cuando Bosch le preguntó por su familia.

Irving guardó silencio y Lindell continuó:

– Me refiero a que podemos retenerlo y esperar a mañana, cuando hayamos conseguido el informe de balística. O podemos seguir el consejo de Harry y enviarlo ya a casa. Pero, en caso de que lo retengamos esta noche, alimentaremos las esperanzas de la gente y…

– Y si lo soltamos sin más explicaciones podríamos desencadenar disturbios -dijo Irving.

El subdirector siguió mirando por la ventana con gesto hosco. Lindell aguardó en silencio.

– Soltadlo a las seis -dijo por fin Irving-. Durante la rueda de prensa de las cinco anunciaré que lo hemos dejado en libertad, en espera, si bien la investigación continúa. Ya me parece oír los alaridos de indignación de Preston Tuggins y su gente.

– Eso no basta, jefe -terció Bosch-. Tiene que afirmar que es inocente. ¿Cómo va a decir que lo sueltan, pero continúa la investigación? Es como decir que Sheehan es culpable pero que aún no disponemos de las pruebas suficientes para acusarlo.

Irving se volvió hacia Bosch.

– No se atreva a decirme qué debo hacer, detective. -Y añadió-: Usted cumpla con su obligación y yo cumpliré con la mía. A propósito, la rueda de prensa es dentro de una hora. Quiero que sus dos compañeros estén presentes. No voy a tomar la palabra con una partida de blancos sentados detrás de mí y anunciar que hemos soltado a un policía blanco hasta que hayamos investigado todos los datos. Quiero que sus compañeros estén ahí. Y no voy a aceptar ninguna excusa.

– Allí estarán.

– Bien. Ahora pongámonos de acuerdo sobre lo que vamos a comunicar a la prensa respecto a la investigación.


La rueda de prensa fue corta. Esta vez no apareció el jefe de la policía. Irving explicó que la investigación seguía en marcha y que disponían de varias pistas. También dijo que iban a poner en libertad al detective al que habían interrogado durante varias horas. Esto provocó un coro de exaltadas preguntas por parte de los periodistas. Irving levantó las manos en un intento de controlar la situación.

– No voy a permitir que esto se convierta en un tumulto -bramó-. Sólo responderé a unas pocas preguntas. Tenemos que proseguir con la investigación. Nosotros…

– ¿A qué se refiere cuando dice que lo han dejado en libertad, jefe? -preguntó Harvey Button-. ¿Que es inocente o que no tienen pruebas para detenerlo?

Irving miró a Button unos segundos antes de responder.

– Me refiero a que la investigación nos ha llevado a otras áreas.

– Entonces el detective Sheehan es inocente, ¿no es así?

– Prefiero no citar los nombres de las personas a las que entrevistamos.

– Todos conocemos su nombre, jefe. ¿Puede responder a mi pregunta?

A Bosch le pareció divertido y un tanto cínico aquel pulso dialéctico entre Irving y Button porque Lindell le había convencido de que había sido Irving quien había filtrado el nombre de Frankie Sheehan a la prensa, por más que en ese momento el subdirector se hiciera el ofendido.

– Sólo diré que el detective al que hemos entrevistado nos ha ofrecido respuestas satisfactorias. Se ha ido a casa y esto es todo lo que…

– ¿Qué otras pistas tienen? -preguntó otro reportero.

– No voy a entrar en detalles -contestó Irving-. Sólo puedo decirles que estamos investigando a fondo todos los aspectos del caso.

– ¿Podemos hacer unas preguntas al agente del FBI?

Irving miró a Lindell, que se hallaba al fondo del estrado, junto a Bosch, Edgar y Rider.

Luego contempló de nuevo al grupo de periodistas, cámaras y focos.

– El FBI y la policía de Los Ángeles han decidido que toda la información se canalice a través del departamento de policía. Si tienen alguna pregunta, háganmela a mí.

– ¿Han interrogado a otros policías? -preguntó Button.

Irving se detuvo unos momentos para medir bien sus palabras.

– Sí, hemos interrogado a otros policías de modo rutinario. En estos momentos no hay ningún policía al que consideremos sospechoso.

– Entonces eso quiere decir que Sheehan no es sospechoso.

Irving se dio cuenta de que Button lo tenía acorralado. Él mismo había caído en una encerrona lógica. Pero se las ingenió para escabullirse por la vía fácil.

– Sin comentarios.

– Jefe -continuó Button alzando la voz para hacerse oír sobre el guirigay organizado por los reporteros-, han pasado casi cuarenta y ocho horas desde que se cometieron los asesinatos. ¿Pretende decir que todavía no tienen a ningún sospechoso?

– No quiero entrar en si tenemos o no algún sospechoso. Otra pregunta.

Irving se apresuró a señalar a otro reportero para librarse del acoso de Button. Las preguntas continuaron durante unos diez minutos. En cierto momento Bosch miró a Rider y ésta le dirigió una mirada como preguntando: «¿Qué demonios hacemos aquí?». Bosch le respondió con otra mirada: «Perder miserablemente el tiempo».

Cuando la rueda de prensa hubo concluido, Bosch se quedó charlando en el estrado con Edgar y Rider. Habían llegado de la comisaría de Hollywood poco después de iniciarse la conferencia de prensa y Bosch no había tenido tiempo de conversar con ellos.

– ¿Cómo va lo de las órdenes de registro? -preguntó.

– Están casi terminadas -respondió Edgar-. Venir a presenciar el espectáculo no nos ha ayudado mucho.

– Lo sé.

– Harry, creí que ibas a impedir que asistiéramos a estas cosas -dijo Rider.

– Lo he hecho por egoísmo. Frankie Sheehan era amigo mío. Me revienta que filtraran su nombre a la prensa. He supuesto que vuestra presencia aquí otorgaría credibilidad al anuncio de que iban a soltarlo.

– ¿De modo que nos has utilizado, como pretendió hacer Irving ayer tarde? -protestó Rider-. Tú se lo impediste, pero no te has cortado a la hora de hacerlo tú.

Bosch miró a su compañera. La expresión de su rostro revelaba que estaba furiosa por haber sido utilizada de aquel modo. Bosch comprendía que se sintiera traicionada, aunque fuera sólo una pequeña traición.

– Mira, Kiz, ya hablaremos de esto más tarde. Frankie es amigo mío. Y ahora también es amigo vuestro. Lo cual podría resultaros muy útil algún día.

Bosch esperó hasta que Rider movió brevemente la cabeza en señal de asentimiento. La discusión había terminado, por el momento.

– ¿Cuánto tiempo necesitáis? -les preguntó Bosch.

– Una hora -respondió Edgar-. Luego tenemos que buscar un juez.

– ¿Por qué? -preguntó Rider-. ¿Qué te ha dicho Irving?

– Irving está a la espera de cómo se desarrollen los acontecimientos, así que quiero que lo tengáis todo preparado. Mañana nos pondremos en marcha. A primera hora.

– No hay ningún problema -dijo Edgar.

– Bien, pues ya podéis volver a vuestra tarea. Localizad al juez esta noche. Mañana…

– ¿Detective Bosch?

Al volverse, Bosch se topó con Harvey Button y su productor, Tom Chainey.

– No puedo hablar con ustedes -dijo Bosch.

– Tenemos entendido que han abierto de nuevo el caso de Stacey Kincaid -dijo Chainey-. Nos gustaría hablar sobre…

– ¿Quién les ha informado? -espetó Bosch, totalmente furioso.

– Tenemos una fuente que…

– Que le den por el saco a su fuente. Sin comentarios.

En ese momento se acercó un cámara y apuntó el objetivo sobre el hombro de Button. Éste alzó el micrófono y preguntó:

– ¿Han exonerado a Michael Harris?

– Sin comentarios -repitió Bosch-. Saque esto de aquí.

Bosch extendió el brazo y tapó el objetivo con la mano.

– ¡No toque la cámara! -gritó el operador-. Es propiedad privada.

– Mi cara también, así que lárguese. La rueda de prensa ha terminado.

Bosch apoyó la mano sobre el hombro de Button y le obligó a abandonar el estrado, seguido por el cámara. Chainey hizo otro tanto, pero moviéndose con paso lento, como desafiando a Bosch a empujarle como había hecho con Button.

Los dos hombres se miraron a los ojos.

– Le aconsejo que no se pierda el informativo de esta noche, detective -dijo Chainey-. Creo que le interesará.

– Lo dudo -replicó Bosch.


Veinte minutos más tarde, Bosch estaba sentado sobre una mesa vacía en la entrada de un pasillo que conducía a la sala de interrogatorios de Robos y Homicidios, en la tercera planta. Pensaba en la discusión que había tenido con Button y Chainey y se preguntó qué sabrían. Frankie Sheehan apareció por el pasillo con Lindell. El antiguo compañero de Bosch parecía agotado, tenía el pelo revuelto y sus ropas -la mismas que llevaba la noche anterior en el bar- estaban arrugadas. Bosch se levantó de la mesa, dispuesto a encajar una agresión física en caso necesario. Pero Sheehan debió de adivinar su lenguaje corporal, pues alzó ambas manos, con las palmas hacia arriba, y sonrió.

– Tranquilo, Harry -dijo Sheehan; tenía la voz cansada y ronca-. El agente Lindell me lo ha contado. Al menos, en parte. No fuiste tú quien… El culpable fui yo. Olvidé que había amenazado a esa rata de alcantarilla.

Bosch asintió.

– Vamos, Frankie -dijo-. Te llevo a casa.

Bosch condujo a su ex compañero hacia los ascensores y descendieron al vestíbulo.

Ambos permanecieron en silencio, observando los números iluminados sobre la puerta del ascensor.

– Siento haber dudado de ti -dijo Sheehan suavemente.

– No te preocupes. Así estamos en paz.

– ¿Qué quieres decir?

– Me refiero a lo de anoche, cuanto te pregunté por las huellas.

– ¿Todavía dudas de que fueran legítimas?

– No. Ya no.

Al llegar al vestíbulo salieron por una puerta lateral y se dirigieron al aparcamiento de los empleados. A medio camino, Bosch oyó un griterío y al volverse vio a varios reporteros y cámaras que corrían hacia ellos.

– No digas nada -advirtió Bosch a Sheehan-. No les digas una sola palabra.

La primera avalancha de reporteros no tardó en caer sobre ellos. Les seguía una segunda.

– Sin comentarios -dijo Bosch-. Sin comentarios.

Pero los reporteros no estaban interesados en Bosch. Acercaron sus micrófonos y cámaras al rostro de Sheehan. Los fatigados ojos del policía reflejaban pavor. Bosch trató de conducir a su amigo a través de la muchedumbre hacia el coche. Los reporteros no cesaban de ametrallarle con sus preguntas.

– Detective Sheehan, ¿mató usted a Howard Elias? -preguntó una mujer, alzando la voz por encima de las de sus colegas.

– No -respondió Sheehan-. Yo no… yo no hice nada.

– ¿Había amenazado con anterioridad a la víctima?

– Sin comentarios -repitió Bosch antes de que Sheehan reaccionara ante la pregunta-. ¿Es que no lo entienden? No vamos a hacer comentarios. Déjennos…

– ¿Por qué le han interrogado?

– Díganos por qué le han interrogado, detective.

Casi habían alcanzado el coche. Algunos reporteros habían cejado en su intento de interrogar a Sheehan, pero la mayoría de las cámaras continuaba persiguiéndolos. Siempre podían utilizar el vídeo. De pronto, Sheehan se zafó de Bosch y se encaró con los reporteros.

– ¿Queréis saber por qué me han interrogado? Pues porque el departamento necesita un chivo expiatorio para mantener la paz en esta ciudad. Les importa un rábano quién sea, mientras consigan su propósito. Por eso me han interrogado. Yo encajo con…

Bosch agarró a Sheehan y lo apartó de los micrófonos.

– Vamos, Frankie, no les digas nada.

Los dos hombres pasaron entre dos coches aparcados, logrando deshacerse de la nube de reporteros y cámaras que se había formado a su alrededor. Bosch empujó a Sheehan hacia el sedán y abrió la puerta. Los reporteros les siguieron en fila india por el angosto espacio. Pero cuando los alcanzaron, Sheehan ya estaba instalado en el coche, a salvo de los micrófonos. Bosch se sentó en el asiento del conductor.

Circularon en silencio hasta enfilar la autopista 101 que conducía al norte. Bosch miró a Sheehan, que tenía los ojos fijos en la carretera.

– No debiste decir eso, Frankie. Así no haces más que atizar el fuego.

– Me importa un carajo.

Volvió a producirse el silencio. Circulaban por la autopista que atravesaba Hollywood; había poco tráfico. Bosch vio una humareda que se alzaba hacia el suroeste y se le ocurrió sintonizar la KFWB, aunque en el fondo no quería saber lo que aquel humo significaba.

– ¿Te han dejado llamar a Margaret? -preguntó al cabo de un rato.

– No. Estaban empeñados en que confesara. Me alegro de que aparecieras, Harry. No me contaron lo que les dijiste, pero en cualquier caso me has salvado del aprieto.

Bosch comprendió qué era lo que le preguntaba Sheehan, pero aún no estaba dispuesto a decírselo.

– Probablemente nos encontraremos a la prensa frente a tu casa -comentó-. Imagino que Margaret debe de estar sorprendidísima.

– Margaret me dejó hace ocho meses, Harry. Se llevó a las niñas y se trasladó a Bakersfield con sus padres. En mi casa no hay nadie.

– Lo siento, Frankie.

– Debí decírtelo anoche, cuando me preguntaste por ellas.

Bosch condujo en silencio durante un rato, reflexionando sobre la situación.

– ¿Por qué no recoges tus cosas y te instalas en mi casa? Así te librarás de la prensa. Hasta que las cosas vuelvan a la normalidad.

– No sé, Harry. Tu casa es más pequeña que una caja de galletas. Después de haber estado encerrado en aquella habitación, aún tengo claustrofobia. Además, no conozco a tu mujer. No creo que le haga gracia que un extraño duerma en el sofá.

Bosch contempló el edificio de Capítol Records al pasar frente a él. Evocaba la imagen de una pila de discos rematada por una aguja fonográfica. Pero como la mayoría de cosas en Hollywood, con el tiempo se había quedado anticuado. Ya no se fabricaban elepés, sólo vendían discos de vinilo en los comercios de segunda mano. A veces a Bosch se le antojaba que todo Hollywood parecía un comercio de segunda mano.

– Mi casa quedó destruida por el terremoto -comentó Bosch-. Tuvimos que reconstruirla. Hasta tenemos un cuarto de invitados. Y mi mujer también me ha abandonado, Frankie.

Sonaba extraño dicho en voz alta, como si estuviera confirmando la muerte de su matrimonio.

– Pero si os casasteis hace un año. ¿Cuándo ocurrió, Harry?

Bosch miró unos instantes a Sheehan y enseguida volvió a fijar los ojos en la carretera.

– Hace poco.

Cuando llegaron a casa de Sheehan, veinte minutos más tarde, no vieron a ningún periodista en la puerta. Bosch dijo que aguardaría en el coche para hacer unas llamadas mientras Sheehan recogía sus cosas. Cuando se quedó a solas llamó a su casa para comprobar si había mensajes en el contestador automático, para no reproducirlos delante de Sheehan. Pero no había ningún mensaje. Bosch colgó el teléfono y esperó. Se preguntó si la propuesta que le había hecho a Sheehan para que se alojara con él no habría sido un acto subconsciente para no encontrar la casa vacía. Pero había vivido solo buena parte de su vida, estaba acostumbrado a casas vacías. Sabía que el refugio que ofrece un hogar es algo que uno lleva en su interior.

Bosch se fijó en un resplandor que se reflejaba en los retrovisores.

Al mirar el retrovisor que tenía a su lado vio los faros de un coche aparcado junto a la acera, a una manzana de distancia. No creía que fuera un reportero, pues en tal caso se habría instalado frente a la casa de Sheehan sin molestarse en disimular su presencia. Bosch empezó a pensar en lo que quería preguntar a Sheehan.

Al cabo de unos minutos su antiguo compañero salió de la casa con una bolsa del supermercado. Abrió la puerta trasera del coche, depositó la bolsa en el asiento y luego se sentó junto a Bosch.

– Margie se llevó todas las maletas -dijo sonriendo-. No me he dado cuenta hasta ahora.

Enfilaron por Beverly Glen colina arriba hasta Mulholland y luego doblaron hacia el este, en dirección a Woodrow Wilson. A Bosch le gustaba conducir por Mulholland cuando era de noche. La sinuosa carretera, los faros que aparecían y desaparecían súbitamente… Al cabo de un rato pasaron frente a The Summit. Al contemplar la verja electrónica, Bosch pensó en los Kincaid atrincherados en su lujosa mansión con sus vistas de avión.

– Quiero preguntarte una cosa, Frankie -dijo Bosch.

– Adelante.

– Volviendo al tema de los Kincaid, ¿tuviste ocasión de hablar a fondo con él durante la investigación? Me refiero a Sam Kincaid.

– Claro. Había que tratarlos con guantes de seda, a él y al viejo Kincaid, para evitar problemas.

– Ya. O sea que le mantuviste informado sobre la investigación.

– Sí. ¿Y qué? Pareces uno de esos tíos del FBI que me han estado interrogando.

– Lo siento, no pretendía molestarte. ¿Te llamó él en repetidas ocasiones o le llamaste tú?

– Las dos cosas. También nos mantuvimos en contacto con el guarda de seguridad de Kincaid.

– ¿D. C. Richter?

– Sí, ése. ¿Quieres decirme de una puñetera vez a qué viene todo esto, Harry?

– Dentro de un minuto. Pero primero quiero hacerte otra pregunta. ¿Recuerdas qué les contaste a Kincaid o a Richter sobre Michael Harris?

– ¿A qué te refieres?

– Oye, no pretendo insinuar que cometieras una falta ni nada de eso. En un caso así es lógico que mantuvieras informados a los familiares. ¿Les dijiste que habíais detenido a Harris por haber hallado sus huellas y que le estabais interrogando?

– Claro. Es lo normal en estos casos.

– Ya. ¿Les contaste quién era Harris y cuál era su historial?

– Supongo que sí.

Bosch guardó silencio. Dobló por Woodrow Wilson y avanzó a lo largo de la serpenteante calle hasta su casa. Aparcó el coche en el parking.

– Esto tiene buen aspecto -observó Sheehan.

Bosch apagó el motor pero no se apeó inmediatamente del coche.

– ¿Dijiste a los Kincaid o a Richter dónde vivía Harris?

Sheehan miró a Bosch.

– ¿Adonde quieres ir a parar?

– Haz un poco de memoria. ¿Le dijiste a alguno de ellos dónde vivía Harris?

– Es posible. No lo recuerdo.

Bosch bajó del coche y se dirigió hacia la puerta de la cocina. Sheehan sacó sus cosas del asiento trasero y le siguió.

– Háblame, Hyeronimus.

Bosch abrió la puerta.

– Creo que cometiste un error.

Luego entró en la casa.

– Háblame, Hyeronimus.

Bosch condujo a Sheehan al cuarto de invitados y éste arrojó la bolsa sobre la cama.

Al salir al pasillo, Bosch señaló la puerta del baño y regresó a la sala de estar. Sheehan se mantuvo callado, esperando que el otro rompiera el silencio.

– El tirador del water está roto -dijo Bosch sin mirarle-. Tienes que sostenerlo hasta que se haya vaciado el depósito.

Acto seguido se volvió hacia su ex compañero.

– Podemos explicar lo de las huellas de Harris. Él no secuestró ni mató a Stacey Kincaid. En realidad, no creemos que la secuestrara nadie. Kincaid asesinó a su hijastra. Llevaba tiempo abusando sexualmente de ella y la mató. Luego montó la escena del secuestro. Tuvo la suerte de que encontrarais las huellas de Harris en el libro de la niña y se aprovechó de esa circunstancia. Creemos que fue él, o Richter, quien arrojó el cadáver cerca de la casa de Harris porque sabía dónde vivía. De modo que piénsalo con calma, Francis. No quiero probabilidades. Necesito saber si le dijiste a Kincaid o a su guarda de seguridad dónde vivía Harris.

Sheehan se quedó estupefacto y clavó la vista en el suelo.

– O sea que estábamos equivocados al pensar que Harris…

– Estabais ciegos. Cuando encontrasteis las huellas de Harris disteis el caso por resuelto.

Sheehan asintió sin alzar la vista del suelo.

– Todos cometemos errores, Frankie. Siéntate y reflexiona sobre lo que te estoy preguntando. ¿Qué le dijiste exactamente a Kincaid y cuándo se lo dijiste? Volveré dentro de unos minutos.

Mientras Sheehan meditaba sobre lo que acababa de decirle su antiguo compañero, Bosch echó a andar por el pasillo hacia su habitación. Entró en ella y echó un vistazo a su alrededor. Todo parecía intacto. Abrió la puerta del vestidor de Eleanor y encendió la luz.

Su ropa había desaparecido. Al bajar la vista, Bosch comprobó que también se había llevado los zapatos. De pronto vio sobre la moqueta una bolsita sujeta con una cinta azul. Se agachó a recogerla.

La bolsita contenía un puñado de arroz. El detective recordó que en la capilla de Las Vegas les habían suministrado el arroz para que los asistentes lo arrojaran sobre la feliz pareja. Formaba parte del paquete de la boda. Eleanor había conservado una bolsita de recuerdo. Bosch se preguntó si se la habría olvidado o si la habría desechado.

El detective se guardó la bolsita en el bolsillo y apagó la luz.

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