Capítulo 4

Reparar las tensas relaciones entre Nápoles y el papado llevó tiempo. No me sorprendí porque pasara todo un mes antes de recibir la esperada llamada de mi padre.

Me había preparado para el encuentro y me había reconciliado con la idea de casarme con Jofre Borgia. Aquello me llenaba de un extraño orgullo; mi padre esperaría que el anuncio me hiriese y se desilusionaría cuando viera que no era así.

El guardia vino a buscarme y me llevó a las habitaciones del rey. El trono estaba cubierto con velos negros; mi padre no lo ocuparía hasta su coronación formal al cabo de unos meses.

El antiguo despacho de Ferrante ya mostraba el toque de mi padre: una buena alfombra, que formaba parte del botín de la batalla de Otranto, cubría el suelo de mármol; azulejos moriscos colgaban de las paredes. Había oído decir que mi padre había decapitado a muchos turcos; me pregunté a cuántos había matado para obtener esos trofeos. Miré la alfombra con su diluyo rojo y oro en busca de manchas de sangre, ansiosa por distraerme con otros pensamientos y así mantener la compostura durante la desagradable conversación.

El nuevo rey estaba ocupado, rodeado por sus consejeros. Cuando entré, estaba estudiando varios documentos desparramados sobre la mesa de madera oscura. En aquel instante, comprendí que los napolitanos ya no podríamos decir el «rey Alfonso» para referirnos al Magnánimo. Ahora había el rey Alfonso I y II. Miré más allá, a través de las ventanas abiertas que daban al oeste, al Castel dell'Ovo y al mar. Se decía que la gran fortaleza de piedra, supuestamente construida por Virgilio, descansaba sobre un gran huevo mágico oculto. Si el huevo alguna vez se rompía, toda Nápoles caería y se hundiría en el mar.

Esperé en silencio hasta que mi padre alzó la mirada y frunció el entrecejo distraídamente; yo era una interrupción en medio de una tarde muy ocupada. Su hijo Ferrandino, el ahora duque de Calabria, se inclinaba sobre su hombro, con una mano apoyada sobre la mesa. Ferrandino alzó la mirada al mismo tiempo, y me dirigió un cortés pero formal gesto que significaba: «Yo soy el siguiente en la línea sucesoria al trono, un heredero legítimo, y tú no lo eres».

– Te casarás con Jofre Borgia a principios de mayo -dijo mi padre escuetamente.

Me incliné en respuesta, y le dirigí un único pensamiento: «No puedes herirme».

El rey volvió su atención de nuevo a Ferrandino y a uno de sus consejeros; después de murmurar unas pocas frases, alzó otra vez la mirada como si le sorprendiese ver que todavía estaba ante él.

– Eso es todo -añadió.

Saludé, triunfante por mi autocontrol, pero también desilusionada al ver que mi padre parecía demasiado ocupado para darse cuenta. Me volví para marcharme, pero antes de que el guardia me escoltase hasta la puerta, el rey habló de nuevo.

– Ah. Para complacer a Su Santidad, acepté hacer príncipe a su hijo Jofre; es lo adecuado, dado tu rango. Por lo tanto, ambos gobernaréis el principado de Squillace, donde ahora residirás. -Me despidió con un breve gesto y volvió a su trabajo.

Me marché deprisa, cegada por el dolor.

Squillace estaba a varios días de viaje al sur de Nápoles, en la costa opuesta. El viaje era más largo desde Nápoles a Squillace que desde Nápoles a Roma.


Cuando regresé a mis habitaciones, arranqué el retrato de san Genaro de su lugar de honor y lo arrojé contra la pared. Cuando cayó al suelo, doña Esmeralda soltó un grito y se persignó, luego se dio la vuelta y me siguió hasta el balcón, donde yo estaba temblando e intentando transformar mi dolor en furia.

– ¡Cómo te atreves! ¡No hay excusa para semejante sacrilegio! -me riñó, severa y furiosa.

– ¡No lo entiendes! -repliqué-. ¡Jofre Borgia y yo vamos a vivir en Squillace!

Su expresión se suavizó en el acto. Por un momento, permaneció en silencio, y luego preguntó:

– ¿Crees que será más fácil para Alfonso que para ti? ¿Le obligarás de nuevo a que te consuele cuando su propio corazón está destrozado? Es probable que tú seas más propensa a mostrar tu temperamento, doña Sancha, pero no te engañes. Su alma es mucho más sensible.

Me volví para mirar el sabio y arrugado rostro de Esmeralda. Me rodeé las costillas con los brazos, solté un suspiro tembloroso y me obligué a calmar la tempestad que despertaba en mi interior.

– Debo controlar mis emociones -manifesté-, antes de que Alfonso se entere de esto.


Aquella noche, cené a solas con mi hermano. Habló animadamente de su clase de esgrima y del magnífico caballo que mi padre había comprado hacía poco para él. Sonreí y escuché, pero apenas participé en la conversación. Después dimos un paseo por el patio del palacio, vigilados por un único y distante guardia. Era comienzos de marzo, y el aire de la noche era fresco pero no desagradable.

Alfonso fue el primero en hablar:

– Esta noche estás muy callada, Sancha. ¿Qué te preocupa?

Titubeé antes de responder:

– Me preguntaba si te has enterado de la noticia…

Mi hermano se rehízo, y dijo, con fingida naturalidad:

– Entonces vas a casarte con Jofre Borgia. -De inmediato su voz adoptó un tono de consuelo-: No será malo, Sancha. Como te dije, quizá Jofre sea un amable joven. Al menos, vivirás en Nápoles; podremos vernos…

Me detuve en seco, me volví hacia él y apoyé mis dedos suavemente en sus labios.

– Querido hermano -me esforcé para mantener la voz firme y el tono ligero-. El papa Alejandro no solo quiere a una princesa para su hijo; quiere que su hijo sea un príncipe. Jofre y yo iremos a gobernar Squillace.

Alfonso parpadeó, sorprendido.

– Pero el contrato -comenzó, y después se detuvo-. Pero padre… -Guardó silencio. Por primera vez, no me centré en mis sentimientos, sino en los suyos. Mientras lo miraba una sombra de dolor pasó por sus bellas facciones; creí que se me partiría el corazón.

Pasé un brazo sobre sus hombros, y reanudamos el paseo.

– Siempre puedo venir a visitar Nápoles, y tú puedes visitar Squillace.

Él estaba acostumbrado a ser quien consolaba, no el consolado.

– Te echaré de menos.

– Y yo a ti. -Forcé una sonrisa-. Me dijiste una vez que el deber no siempre es agradable. Y es verdad, pero trataremos de superarlo con las visitas y las cartas.

Alfonso se detuvo, y me estrechó contra él.

– Sancha -dijo-. Ah, Sancha… -Él era más alto, y tuvo que agachar la cabeza para apoyar su mejilla contra la mía.

Le acaricié los cabellos.

– Todo saldrá bien, hermanito. -Lo abracé con fuerza y no me permití llorar. Ferrante, pensé, habría estado orgulloso.


El mes de mayo llegó demasiado pronto, y con él, Jofre Borgia. Llegó a Nápoles con una gran comitiva, y fue escoltado al gran salón del Castel Nuovo por mi tío, el príncipe Federico, y mi hermano Alfonso. Una vez que hubieron llegado los hombres, hice mi gran entrada; bajé la escalera con un vestido de brocado verde mar y una gargantilla de esmeraldas en el cuello.

Vi de inmediato por la boca un tanto abierta de mi novio que había causado una impresión favorable; no era ese mi caso.

Me habían dicho que Jofre Borgia tenía «casi trece años» y había esperado encontrar a un joven parecido a mi hermano. Incluso en el corto tiempo pasado desde que le había hablado a Alfonso de mi compromiso, su voz se había hecho más grave, sus hombros se habían ensanchado y se había vuelto más musculoso. Ahora me pasaba en altura cuatro dedos.

Pero Jofre era un niño. Yo había cumplido los dieciséis tras mi encuentro con la bruja, y ahora era una mujer con rotundos pechos y caderas. Había conocido el éxtasis sexual, el contacto de las manos de un hombre experimentado.

En cuanto al menor de los Borgia, era una cabeza más bajo que yo. Su rostro todavía era regordete como el de un bebé, su voz más aguda que la mía y su cuerpo tan menudo que podría haberlo levantado fácilmente. Para empeorar todavía más las cosas, llevaba los cabellos cobrizos como una niña, con largos rizos que caían sobre sus hombros.

Había escuchado los comentarios, como cualquiera que tuviera oídos en Italia, acerca de la incontrolable pasión de Alejandro por las mujeres hermosas. Cuando era un joven cardenal, Rodrigo Borgia escandalizó a su viejo tío, el papa Calixto, un día en el que tras realizar un bautismo, escoltó a todas las mujeres de la comitiva al patio cerrado de la iglesia, cerró la reja con llave y dejó que los hombres, enfurecidos, escucharan desde el exterior los sonidos de las risas y los juegos del amor durante varias horas. Incluso ahora, el papa Alejandro se había llevado a su última amante, Julia Orsini, de dieciséis años, para que viviese con él en el Vaticano y era dado a flagrantes exhibiciones públicas de afecto por ella. Se decía que ninguna mujer estaba a salvo de sus avances.

Era imposible creer que Jofre fuera hijo de ese hombre.

Recordé las fuertes manos de Onorato recorriendo mi cuerpo; recordé cómo me había montado, cómo yo me aferraba a su poderosa espalda mientras me poseía y luego me daba placer.

Entonces miré a aquel chiquillo huesudo y secretamente me encogí de disgusto al pensar en el lecho matrimonial. Onorato había conocido mi cuerpo mejor que yo misma. ¿Cómo podía enseñarle a esa criatura afeminada todo lo que un hombre debe saber sobre el arte de amar?

Mi corazón se desesperó. Pasé los días siguientes en un estado de estupefacta tristeza, pero me comporté lo mejor que pude en mi papel de novia feliz. Jofre pasaba las horas en compañía de su comitiva, y no hacía ningún esfuerzo por el cortejo; no era como Onorato, preocupado por mis sentimientos. Había venido a Nápoles por una razón: para conseguir la corona de príncipe.

La ceremonia civil se llevó a cabo primero, en el Castel Nuovo, presidida por el obispo de Tropea; fueron testigos mi padre y el príncipe Federico. En su ansiedad, el pequeño Jofre gritó su apresurada respuesta a la pregunta del obispo mucho antes de que el viejo acabase de formularla, cosa que provocó las risas de la multitud. Yo no pude sonreír.

Luego tuvo lugar la ofrenda de regalos de mi nuevo marido: rubíes, perlas, diamantes, brocados tejidos con hilos de oro, sedas y terciopelos, todo destinado a convertirse en adornos y vestidos para mí.

Pero nuestra unión no había sido bendecida aún por la Iglesia, y por lo tanto no podía consumarse físicamente; tuve un respiro de cuatro días antes de la misa.


El día siguiente era el de la Ascensión y de la fiesta de la aparición del arcángel Miguel; también fue proclamado un día de celebración para el reino de Nápoles.

El encapotado cielo de la mañana descargó un fuerte aguacero acompañado de ráfagas de viento. A pesar del mal tiempo, nuestra familia siguió a mi padre y a sus barones hasta el monasterio de Santa Clara, donde Ferrante había sido sepultado solo unos meses atrás.

Allí, el altar había sido preparado por el maestro de ceremonias pontificio de Alejandro, con todos los símbolos del poder napolitano dispuestos en el orden en que serían presentados al nuevo rey; la corona, con gemas y perlas; la espada real con la vaina enjoyada; el cetro de plata, coronado con la flor de lis de oro angevina, y el orbe imperial.

Mi padre nos precedió en la entrada a la iglesia. Nunca había parecido más apuesto, más regio que en aquel momento. Iba vestido con una túnica ajustada, calzones de satén negro y una capa de brillante brocado rojo con vivos de armiño blanco. Nuestra familia y los cortesanos nos detuvimos en los lugares designados, pero mi padre continuó solo por el pasillo.

Permanecí junto a mi hermano y me aferré a su mano. Ninguno de los dos nos miramos a los ojos; sabía que si miraba a Alfonso, traicionaría mi tristeza en un momento en el que debía sentir todo lo contrario.

Había sabido, poco después de renovar mi compromiso con Jofre, el trato que el nuevo rey había hecho con el papa Alejandro. Alfonso II otorgaba el principado de Squillace a Jofre Borgia; a cambio, Su Santidad enviaría a un legado papal (en este caso, un poderoso cardenal de su propia familia) para coronar al rey. De esta manera, Alejandro daba su directa e irrevocable bendición y reconocimiento al reinado de Alfonso.

El acuerdo había sido idea del rey; no del Papa, como había dicho mi padre.

Sin duda, había comprado su alegría a costa de mi pesar.

El hombre que muy pronto sería conocido como Alfonso II se detuvo en el coro, donde fue saludado por el arzobispo de Nápoles y el patriarca de Antioquía. Lo guiaron hasta su asiento frente al altar, donde escuchó junto con el resto de nosotros la bula papal que lo declaraba indiscutido gobernante de Nápoles.

Mi padre se arrodilló sobre un cojín delante del cardenal Giovanni Borgia, el legado papal, y repitió con voz clara el juramento que le dictaba el legado.

Escuché al mismo tiempo que pensaba en mi destino.

¿Por qué mi padre me odiaba tanto? Se mostraba indiferente hacia sus demás hijos, salvo el príncipe heredero, Ferrandino, pero incluso a su hijo mayor solo le prestaba la atención necesaria para prepararlo para su posición en la vida. ¿Era porque yo causaba más problemas que los demás?

Quizá. Pero tal vez la respuesta también estaba en las palabras del viejo Ferrante: «De todos sus hijos, tú eres quien más se parece a tu padre».

Pero mi padre lloró cuando vio las momias angevinas; sin embargo, yo no.

«Tú siempre fuiste un cobarde, Alfonso.»¿Era posible que la crueldad de mi padre surgiese del miedo? ¿Me despreciaba porque yo poseía el único atributo que él no tenía: coraje?

Cerca del altar, mi padre había acabado de pronunciar el juramento. El cardenal le entregó un trozo de pergamino, y de esta manera lo invistió rey; luego dijo:

– Por virtud de la autoridad apostólica.

Ahora como príncipe del reino gracias al matrimonio, Jofre Borgia se adelantó, pequeño y solemne, con la corona. El cardenal la tomó de sus manos, y luego la colocó en la cabeza de mi padre. Era pesada y se deslizó un poco; el prelado la sostuvo con una mano mientras él y el arzobispo abrochaban la correa debajo de la barbilla de mi padre, para sujetarla.

Los símbolos del gobierno fueron entregados al nuevo rey: la espada, el cetro, el orbe. La ceremonia dictaba que todos los prelados del Papa formasen un círculo detrás de mi padre, pero sus hermanos, hijos y leales barones se adelantaron en una brusca e impetuosa muestra de apoyo.

Mi padre, con una sonrisa en los labios, se sentó en el trono mientras la asamblea lo vitoreaba.

«Viva re Alfonso! Viva re Alfonso!»

A pesar de mi furia y resentimiento por ser solo su peón, lo miré, coronado y glorioso, y me sorprendió la súbita oleada de lealtad y orgullo que sentí dentro de mí. Grité con los demás, con voz quebrada.

«Viva re Alfonso!»


Los tres días siguientes los dediqué a las pruebas de un espléndido vestido de novia. El peto estaba hecho con el brocado dorado, un regalo de mi futuro esposo, y el vestido era de terciopelo negro con gayaduras de satén, junto con una camisa de seda dorada; tanto el vestido como el corsé estaban recamados con las perlas de Jofre, y algunos de sus diamantes y perlas estaban engarzados en un tocado del más fino hilo de oro. Las mangas, que se ataban al corpiño, también eran de terciopelo negro.i rayas y satén, y tan voluminosas que hubiese podido introducir en una de ellas a mi nuevo marido. En otro momento habría puesto un gran interés y sentido mucho orgullo por ese vestido, y por adornarme para realzar todavía más mi belleza; pero no era ese el momento. Miraba aquel vestido como un prisionero mira sus cadenas.

El día de mi boda amaneció rojo, con el sol oscurecido por las nubes. Me asomé a mi balcón en el Castel Nuovo; no había podido dormir durante toda la larga noche, consciente de que renunciaría a mi casa y a todo lo que conocía para ir a vivir a una ciudad extraña. Saboreé el aroma del frío aire de mar y respiré profundamente; ¿sería el olor igual de dulce en Squillace? Contemplé la bahía verde plomizo presidida por el oscuro Vesubio, a sabiendas de que el recuerdo de aquella visión nunca sería suficiente para sostenerme. Mi vida giraba alrededor de mi hermano, y la suya alrededor de la mía; conversaba con él todas las mañanas, cenaba con él todas las noches, hablaba con él durante todo el día. Me conocía y me quería más que mi propia madre. Jofre parecía un buen chico, pero era un extraño. ¿Cómo podía enfrentarme a la vida con alegría sin Alfonso?

Solo una cosa me preocupaba todavía más: saber que mi hermano menor sufriría la misma soledad; quizá todavía más, porque doña Esmeralda había dicho que él era más sensible que yo. Esto sería lo más duro de soportar.

Por fin volví al interior para reunirme con mis damas y comenzar los preparativos de la ceremonia nupcial, que tendría lugar a media mañana.

A medida que avanzaba el día, el cielo se fue cubriendo de negros nubarrones, un perfecto reflejo de mi humor. Por el bien de Alfonso, oculté mi pena; me mostré graciosa, equilibrada.

Como novia, estaba magnífica con mi vestido; cuando entré en la capilla real del castillo, un murmullo de asombro corrió por la multitud allí reunida. No obtuve ningún placer de tal aprecio. Estaba demasiado preocupada intentando evitar la mirada de mi hermano; solo me permití espiarlo de reojo cuando pasé cerca de él. Se le veía regio y más mayor con una túnica azul oscuro, y una espada con empuñadura de oro en la cadera. Su expresión era tensa, grave, sin el menor rastro de la brillantez que había heredado de mi madre. Mantenía la mirada fija en el altar.

De la ceremonia religiosa, solo puedo decir que se prolongó eternamente, y que el pobre Jofre la soportó con toda la gracia real de que fue capaz. Pero cuando llegó el momento de pasarme el beso del obispo, se vio obligado a ponerse de puntillas, y sus labios temblaron.

Después se celebró un concierto, y a continuación una comida que duró horas, donde se bebió en abundancia y se dedicaron muchos brindis a la nueva esposa y a su marido. Cuando llegó el anochecer, Jofre se retiró a un palacio cercano que había sido preparado para nosotros. La puesta de sol quedó totalmente oscurecida por las grandes y oscuras nubes de tormenta que se habían acumulado sobre la bahía.

Llegué con la noche y los primeros truenos, acompañada por mi padre el rey y el cardenal de Monreale, Giovanni Borgia. El cardenal era un hombre feo de mediana edad, de labios gruesos y comportamiento grosero. Su cabeza estaba afeitada en la tonsura de los sacerdotes, y la pelada coronilla iba cubierta con un capelo de satén rojo; su corpulento cuerpo estaba vestido con una sotana de satén blanco, y encima llevaba la sobrevesta de terciopelo púrpura; en sus rechonchos dedos brillaban los diamantes y los rubíes.

Dejé a los hombres en el pasillo y entré en el dormitorio, que mis damas habían preparado para nosotros. Doña Esmeralda me desvistió, y no solo se llevó mi hermoso vestido de boda, sino también mi camisa de seda. Desnuda, fui llevada al tálamo donde Jofre esperaba. Al verme, abrió los ojos como platos; me miró con una ingenua falta de comedimiento mientras una de mis damas apartaba la sábana y esperaba que me acostase junto a mi marido; después subió las sábanas solo hasta mi cintura. Allí me quedé, con mis pechos desnudos ante el mundo.

Jofre era demasiado tímido y yo no tenía ninguna intención de charlar durante ese embarazoso ritual: uno de los más desagradables requisitos de la nobleza y el poder, y no había nada que pudiese librarnos de cumplirlo.

Cuando el rey y el cardenal Borgia, que debían ser testigos del acontecimiento nupcial, entraron en la habitación, Jofre los saludó con una amable sonrisa.

Quedó claro que el cardenal Borgia compartía el aprecio de su primo Rodrigo por las mujeres jóvenes, porque miró con insistencia mis pechos y exhaló un suspiro.

– Qué hermosos. Son como rosas.

Luché contra el impulso de cubrirme. Rabié de resentimiento porque ese viejo disfrutase carnalmente a mi costa; también estaba incómoda porque mi padre nunca me había visto desnuda.

La mirada del rey pasó por mi desnudez con un distancia- miento que me hizo temblar; sonrió con una pequeña sonrisa helada.

– Como todas las flores, no tardarán en marchitarse. -Su mirada ya no era de preocupación; esa noche, sus ojos brillaban. Había conseguido todo lo que deseaba en este mundo; era rey, con la bendición del Papa, y todo era aún más dulce porque muy pronto se libraría de su molesta hija. Ese era el momento de su mayor triunfo sobre mí; ese era el momento de mi mayor derrota.

Nunca el odio hacia mi padre ardió con tanto fulgor como en aquel momento; nunca mi humillación había sido tan completa. Volví el rostro, para que Jofre y el cardenal no viesen el odio en mis ojos. Deseaba con desesperación envolverme con las sábanas y salir de la cama, pero la intensidad de mi furia me había dejado paralizada, incapaz de moverme.

Jofre rompió el breve silencio con una encantadora sinceridad.

– Perdonadme, majestad, eminencia, si me encuentro a merced de los nervios.

El cardenal rió lascivamente.

– Eres joven, muchacho; a tu edad, ni todos los nervios de Nápoles podrían impedir que cumplas con tu deber.

– No es mi edad la que me da esperanzas de éxito -replicó Jofre-, sino la extraordinaria belleza de mi esposa.

Pronunciados por otros labios -excepto quizá los de mi Alfonso- tales palabras hubiesen sido una bonita exhibición de ingenio cortesano. Pero Jofre las manifestó con sinceridad y una tímida mirada de reojo.

Los dos hombres rieron; mi padre con claro desdén, el cardenal con aprecio. Este último se dio una palmada en el muslo.

– Entonces adelante, muchacho. ¡Tómala! ¡Puedo ver por cómo se levanta la sábana que estás preparado!

Jofre se movió hacia mí con torpeza. En aquel momento, su atención estaba puesta en mi persona: no podía ver cómo nuestros dos testigos se inclinaban hacia delante en sus sillas, muy atentos a cada uno de sus movimientos.

Con mi ayuda, consiguió ponerse encima; era más delgado que yo y más bajo, así que cuando apretó sus labios fruncidos contra los míos, su duro miembro golpeó mi vientre. Tembló de nuevo, pero esta vez, no era por los nervios. Dada su apariencia afeminada, había temido que Jofre pudiese ser de aquellos que preferían a los chicos en vez de a las mujeres, pero resultaba evidente que no era ese el caso.

Con un esfuerzo para no soslayar la humillante situación, lo sujeté y abrí las piernas mientras él se deslizaba hacia abajo para buscar la meta. Para su desdicha, comenzó a empujar demasiado pronto contra mi muslo. A diferencia del Borgia mayor, este joven no sabía nada del acto amoroso. Moví una mano ron la intención de guiarlo, pero en el instante en que lo toqué soltó un grito, y mi mano se llenó con su simiente.

En un gesto instintivo, saqué la prueba de debajo de las sábanas y sin darme cuenta revelé lo sucedido a nuestros testigos. Jofre soltó otro gemido, este de puro fracaso, y se colocó boca arriba.

Mi padre sonreía con una sonrisa tan amplia como nunca le había visto. Extendió la mano, con la palma hacia arriba hacia el cardenal que se reía, y exigió:

– Su bolsa, eminencia.

Con buen humor, el cardenal sacudió la cabeza y sacó de un bolsillo de la sotana de satén una pequeña bolsa de terciopelo rojo, llena de monedas. La dejó caer en la mano del rey.

– Pura suerte, majestad. Pura suerte y nada más.

Mientras entraba una de mis damas a toda prisa para limpiar mi mano con un trapo húmedo, Jofre se levantó sobre los codos y miró a los dos hombres. Se sonrojó al comprender que su actuación había sido objeto de una apuesta.

El cardenal advirtió su vergüenza y se echó a reír.

– No te avergüences, muchacho. Perdí porque no creí que pudieses llegar tan lejos. Has aguantado más que la mayoría de los de tu edad. Ahora podemos hacer las cosas en serio.

Pero los ojos de mi marido se habían llenado de lágrimas de mortificación; se apartó de mí y se acurrucó en su lado de la cama.

Su sufrimiento me permitió superar mi propia vergüenza. Mis acciones no surgieron del deseo de acabar cuanto antes con aquel sórdido asunto, sino de la voluntad de librar a Jofre de su desdicha. Parecía un joven amable; no merecía esa crueldad.

Me volví hacia él y le susurré al oído:

– Se burlan de nosotros porque nos envidian, Jofre. Míralos: son viejos. Su tiempo ha pasado. Pero nosotros somos jóvenes. -Apoyé sus palmas en mis pechos-. No hay nadie más en la habitación. Solo tú y yo juntos, aquí en nuestro lecho nupcial.

Solo por piedad, lo besé; muy suave y con tierna pasión, como una vez me había besado Onorato. Cerré los ojos, para evitar la visión de nuestros torturadores, e imaginé que estaba con mi antiguo amante. Pasé mis manos por la huesuda y estrecha espalda de Jofre; luego entre sus muslos. Se estremeció y gimió cuando acaricié su miembro, tal como me habían enseñado; muy pronto volvió a estar lo bastante firme para ser guiado dentro de mí, esta vez con éxito.

Mantuve los ojos cerrados. En mi mente, no había nada en el mundo excepto yo misma, mi nuevo marido y el trueno que se acercaba.

Jofre no era Onorato. Era pequeño, y yo recibía poco estímulo; de no ser por sus violentos empujes y porque yo había ayudado a entrar, apenas me hubiese dado cuenta de que me había penetrado.

A pesar de todo, lo abracé con fuerza; dada la presión que ejercía contra mi pecho, no pude evitar los jadeos. Rogué que los interpretase como sonidos de placer.

Después de quizá un minuto, los músculos de sus piernas se tensaron; con un grito, echó el torso hacia atrás. Abrí los ojos y vi los suyos abiertos por el asombro, luego se giró hacia arriba, momento en el que supe que habíamos culminado con éxito.

Se dejó caer sobre mí, jadeante. Sentí la sutil sensación de su miembro que se encogía dentro de mí, y después se deslizaba al exterior; con el movimiento llegó un calor líquido.

En ese momento, supe que no habría placer sexual para mí. Onorato se había preocupado de satisfacer mi deseo, pero ese no era el interés de ninguno de los tres hombres que se encontraban allí esa noche.

– Bien hecho, bien hecho -dijo el cardenal con una débil nota de desilusión al ver que su trabajo se había acabado tan rápido. Nos bendijo a nosotros y a la cama.

Detrás de él estaba mi padre. Con Jofre todavía sobre mí, miré al hombre que me había traicionado, mantuve mi mirada Iría, desapasionada. No quería darle el placer de ver la desdicha que me había infligido.

Él mostraba una pequeña sonrisa de victoria; no le importaba que le odiase. Se alegraba de haber acabado conmigo, y se i legraba todavía más por haber recibido algo valioso a cambio.

Los dos hombres se marcharon, y mi nuevo marido y yo nos quedamos por fin a solas. Mis damas no nos molestarían hasta la mañana, cuando recogerían las sábanas como una prueba más de la consumación de nuestro contrato.

Durante un largo rato, Jofre permaneció sobre mí en silencio. No hice nada, porque después de todo, él era ahora mi amo y señor y sería una descortesía interrumpirlo. Luego él empujó mis cabellos detrás de mis orejas y susurró:

– Eres muy hermosa. Me habían descrito cómo eras, pero las palabras no te hacían justicia. Eres la mujer más hermosa que he visto.

– Eres dulce, Jofre -repliqué con sinceridad. Era un chico, pero agradable, totalmente inocente, aunque careciese de inteligencia. Podría llegar a apreciarlo… pero nunca lo amaría. No de la manera en que había amado a Onorato.

– Lo siento -manifestó, con una súbita vehemencia-. Lo siento mucho… yo… -De pronto, se echó a llorar.

– Oh, Jofre. -Lo abracé-. Siento mucho que fuesen tan crueles contigo. Lo que hicieron no tiene nombre. Y lo que tú hiciste fue absolutamente normal.

– No -insistió él-. No es por la apuesta. Fue cruel por su parte, sí, pero soy un pésimo amante. No sé cómo complacer a las mujeres. Sabía que te decepcionaría.

– Calla -dije. Intentó apartarse, apoyarse sobre los codos, pero lo apreté contra mis pechos-. Únicamente eres joven. Todos comenzamos faltos de experiencia… y después aprendemos.

– Entonces aprenderé, Sancha -prometió-. Por ti, aprenderé.

– Calla. -Lo sostuve contra mí como el niño que era y comencé a acariciar sus largos y sedosos cabellos.

Fuera, se había desatado la tormenta y llovía a cántaros.

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