Fui escoltada al castillo de Sant'Angelo. Don Micheletto caminaba a mi lado, y los soldados se mantenían a cierta distancia por delante y por detrás de nosotros, como si estuviesen allí exclusivamente para ocuparse de mi seguridad.
La marcha tenía un aire irreal, como si fuese un sueño; todo parecía falso, ilusorio, excepto por un único detalle: Alfonso estaba muerto.
No obstante, intenté recordar que yo era una persona de la realeza perteneciente a la casa de Aragón, y caminé con gracia y orgullo pese a estar rodeada por mis captores. Los guardias impedían que se acercasen los asombrados peregrinos y empujaban a los más curiosos mientras caminábamos a través de la plaza de San Pedro, y luego atravesábamos el gran puente que llevaba a la imponente fortaleza de piedra de Sant'Angelo.
No miré atrás hacia el palacio de Santa María; mi vida allí se alejaba, junto con mi cordura, como una mano que se quita un guante. Estaba desnuda, indefensa. Alfonso había desaparecido, el pequeño Rodrigo había desaparecido, la confianza que había depositado en Lucrecia había desaparecido. Incluso mi marido -que en algún momento me había impresionado con su aparente lealtad- me había abandonado.
Caminamos por el puente encima del Tíber, con su corriente lenta y sucia con los cuerpos invisibles de las víctimas de los Borgia. Recé para poder muy pronto unirme a ellas.
A mi lado, Micheletto hablaba, en tono amable y respetuoso:
– Su señoría cree que un cambio de escenario podría ayudaros a aliviar vuestro pesar, alteza. Os hemos preparado nuevos aposentos, que espero encontréis adecuados.
El odio desfiguró mi rostro.
– Decidme, señor, ¿eso que tenéis en la mano es una mancha de sangre?
En un movimiento automático, levantó las manos con los dedos separados, y se las miró; después de observar mi expresión de severo placer las bajó e intentó disimular su vergüenza por haber interpretado mi pregunta al pie de la letra.
– Eso me pareció -añadí-. ¿César os ordenó que matarais vos mismo a mi hermano, para asegurarse de que el crimen se hiciese correctamente?
Su sonrisa se esfumó; ya no hizo ningún otro intento de conversar hasta que llegamos a nuestro destino.
Nunca había visitado el castillo de Sant'Angelo y solo sabía de su infamia como prisión. Sospechaba que me encerrarían en una asquerosa mazmorra con un jergón de paja y cadenas en las paredes desnudas, y oxidados barrotes de hierro en lugar de puertas.
Don Micheletto y yo pasamos por unos muy bien cuidados jardines hasta una entrada lateral; allí indicó a todos los guardias, excepto a dos, que permaneciesen en el exterior. Me llevaron por unos pasillos que me recordaron el palacio donde había residido durante tanto tiempo.
Por fin mi guía abrió unas puertas con soberbias tallas que daban a mi «celda». Eran mis nuevos aposentos; en la antecámara, vi una silla que se habían llevado de mi habitación en el palacio de Santa María; los suelos estaban cubiertos con mis alfombras de piel. En la habitación interior, sobre mi lecho, estaba mi cubrecama de brocado, y mis cortinas, y mi candelabro de plata sujeto a la pared. Más allá había un pequeño balcón que daba a otros jardines.
Observé la estancia sin ánimos, sin hacer ningún comentario. Hubiese preferido un entorno mucho más inhóspito, que reflejase mi pesar. No encontraba ningún consuelo en ese lujo, en estar rodeada de cosas conocidas.
Al volverme vi que Micheletto sonreía.
– Doña Esmeralda se reunirá con vos, por supuesto -manifestó-. Ella está recogiendo algunas pertenencias más. Por favor, sentíos libre de solicitar lo que necesitéis. Dados los terribles acontecimientos, todo lo que pedimos es que, si queréis pasear por los jardines, o visitar a vuestro esposo en Santa María, pidáis una escolta.
– ¿Quién dispuso todo esto?
Una de las comisuras de la boca de Micheletto se alzó todavía más.
– En la más estricta confianza: don César. Lamenta las exigencias de la política y cualquier dolor que puedan haberos causado. No tiene el menor deseo de provocaros más sufrimiento.
«Sé bueno con Sancha», le había dicho Lucrecia. César, afirmaba ella, aún me amaba.
Pero yo no quería su bondad. Solo quería una cosa: venganza, y si ello no era posible, entonces el olvido, si podía encontrar dentro de mí misma el coraje para buscarlo.
Doña Esmeralda y un grupo de sirvientes llegaron cargados con otras de mis pertenencias, tal como se me había prometido; soporté el revuelo en silencio. Mientras tanto, decidí quitarme la vida con la canterella aquella misma noche, en protesta por la muerte de mi hermano; aun a sabiendas de que me separaría de él para siempre, si es que las historias de la vida en el más allá eran verdad. Sin duda él se encontraba en el círculo superior del cielo, mientras que yo, una suicida, estaría confinada en el infierno.
No sabía la cantidad de veneno que necesitaría, ni a cuántos hombres el veneno que contenía en mi pequeña botella era capaz de matar; por lo tanto, decidí beber todo el contenido. Quizá de ese modo moriría en el acto, sin tener que pasar por todo aquel legendario sufrimiento que el veneno provocaba. Tendría que esperar a que doña Esmeralda estuviese distraída, y yo pudiese ocultarme de la mirada de ella y de los guardias saliendo al balcón.
Pasé el resto del día sentada en la silla de la antecámara, acariciando el suave terciopelo azul de la zapatilla de mi hermano, mientras los sirvientes ponían mis habitaciones en orden. Al anochecer, trajeron una excelente cena a mi puerta. No pude comer, a pesar de las insistencias de doña Esmeralda; ella comió lo que quiso de mi ración y de la suya, y luego los sirvientes se llevaron el servicio.
Pero pedí vino, y dejé la jarra y una copa a mi lado. Como había hecho cada noche desde la muerte de Alfonso, Esmeralda me suplicó que me fuese a la cama; como siempre, me negué, y respondí que me acostaría cuando estuviese cansada. Por fortuna, ella sí lo estaba después de todo el día de trabajo, y se durmió temprano. Cuando escuché su rítmica respiración, supe que había llegado mi oportunidad.
Llené la copa y me levanté con toda tranquilidad, atenta a la presencia de los guardias al otro lado de la puerta; luego, crucé el dormitorio donde dormía Esmeralda. Ella había dejado una vela encendida; me la llevé al balcón, y la coloqué en la balaustrada para tener luz y poder realizar mi última tarea.
También dejé la copa; luego, con dedos temblorosos, busqué el frasco de canterella oculto en mi corpiño. Lo saqué, y lo sostuve a la luz. El vidrio verde brilló como una esmeralda; lo miré por un momento, traspuesta, superada por la gravedad de lo que me disponía a hacer. Entonces una imagen se formó dentro del cristal, pequeña pero perfecta y con todo detalle.
Era el cadáver de mi padre, colgado del fajín sujeto al candelabro.
Grité. Arrojé el frasco; golpeó contra el suelo sin romperse, y rodó. Todo a mi alrededor giró: agité los brazos en busca de equilibrio, me desplomé, y al hacerlo la vela cayó por encima de la balaustrada; de pronto, me encontré sumida en la más total oscuridad.
En aquella negrura, el cadáver de mi padre se hizo más grande que en la vida real. Se balanceaba ante mí, allí en el balcón; sus heladas y rígidas piernas rozaban mis hombros, mi rostro, y yo me aparté a gatas, con grandes sollozos.
Cuando llegué a un rincón, me encogí e intenté protegerme con las manos. «¡Tú me lo prometiste, Alfonso! -grité-. ¡Hicimos el solemne juramento de nunca volver a separarnos… porque sin ti, me volvería loca!»Ante mí estaba mi hermano, tal como lo vi el día cié su llegada a Roma para casarse con Lucrecia: joven, apuesto y sonriente, vestido en satén azul claro. «Pero Sancha, tu mente está perfectamente lúcida. -Su tono era desapasionado-. Con o sin mí, nunca debes temer a la locura. Solo has intentado matar al hombre equivocado.»Volví a gritar, y corrí tambaleante al dormitorio a oscuras; una robusta figura me detuvo. Me debatí para liberarme hasta que comprendí que era doña Esmeralda, que me gritaba:
– ¡Sancha! ¡Sancha!
Me derrumbé sobre ella y lloré; me abrazó con infinita ternura.
– Intenté ser una asesina -jadeé contra su suave y ancho hombro-, y en cambio, maté a mi propio hermano.
– Calla -me ordenó Esmeralda-. Calla. No has cometido ningún crimen.
– Dios me está castigando…
– Eso es una tontería -insistió Esmeralda. No podía verle el rostro en la noche, pero mi mejilla estaba apoyada contra su clavícula, y notaba la vibración de su firme voz dentro de su pecho, la solidez de su convicción-. Dios amaba a Alfonso. El sabe que no es justo que tu hermano muriese mientras César vive. El juicio está a punto de llegar para los Borgia, madonna. No llores. -Me calmé al escuchar sus palabras; ella hizo una pausa, y después habló con sinceridad-: Savonarola tenía razón… este Papa es el Anticristo. Alejandro siempre tuvo la intención de permitir que César matase a Alfonso; lo sabía incluso cuando vino a la Sala de las Sibilas y juró otra cosa. Es tan culpable como su hijo; quizá más, porque hubiese podido detener esta maldad en cualquier momento.
Me llevó a la cama, me acostó, vestida como estaba, y luego se tumbó a mi lado.
– Ya está. No me apartaré de ti. Si tienes miedo, no tienes más que abrazarme. Estaré aquí. Dios está con nosotros, madonna. No nos ha abandonado.
Ella se quedó dormida, y yo me senté en la cama, aterrada, convencida de que era de nuevo una niña en Nápoles, y que la oscuridad ocultaba las momias del museo de mi abuelo. Temblaba debajo de las mantas mientras una imagen se formaba ante mí: el burlón Robert, con sus resplandecientes ojos de mármol pintados y un mustio mechón de cabello castaño que pendía de su cráneo arrugado, hacía un gesto ampuloso.
«Bienvenida, alteza…»
Lloré. No quería una bienvenida; no quería entrar en el espantoso reino de los locos y los muertos de Ferrante.
En cuanto empezó a clarear, salí al balcón y recuperé leí frasquito de canterella. Lo oculté con mis joyas, antes de que despertase Esmeralda. Pronto, me dije a mí misma. Pronto, sería lo bastante fuerte para usarla.
Permanecí en un estado de constante crepúsculo. Durante el día, seguida a una cortés distancia por un guardia, paseaba por los inmensos jardines hasta conseguir agotarme. Por la noche, me sentaba en una silla en el balcón y miraba fijamente la oscuridad; en algunos momentos me dominaba el terror porque no podía ver el Vesubio. Le dije a Esmeralda que dormiría sentada en mi silla, pero no dormía en absoluto; mi mente pensaba con la temible claridad y la rapidez de un loco.
Un día, cuando paseaba frenética por los jardines, escuché el repique de las campanas de San Pedro… y de inmediato, las palabras de doña Esmeralda invadieron mi febril mente y no me soltaron. En aquel momento, recibí una revelación divina, el conocimiento de cómo hacer que la justicia cayese sobre los Borgia. Pero era necesario el subterfugio. Me detuve y esperé a que mi jadeante guardia me alcanzase.
– Ahora subiré a la logia -dije con voz dulce-. Quiero echar una ojeada a la ciudad.
Regresé a paso rápido al edificio y subí la escalera hasta llegar a la gran logia que daba al puente del castillo de Sant'Angelo. La ancha calle estaba abarrotada de peregrinos y mercaderes, todos ellos lo bastante apiñados para que pudiesen coger cualquier cosa que les arrojase, todos estaban al alcance de mi voz.
– ¡Ciudadanos de Roma! -grité, asomada a la balaustrada-. ¡Peregrinos de la Ciudad Santa! ¡Escuchadme! Soy Sancha de Aragón; mi hermano Alfonso fue asesinado por Su Santidad, Alejandro VI, a manos del capitán general, César Borgia. ¡Este Papa es el Anticristo, tal como Savonarola dijo: es un adúltero y un asesino! Mató a su propio hermano para conseguir la tiara, permitió el asesinato de su propio hijo, Juan, y ahora ha matado a Alfonso, duque de Bisciglie, esposo de Lucrecia…
Un guardia me sujetó por la muñeca e intentó sacarme del balcón; me reí, y con la fuerza de una loca, me solté.
– ¡Peregrinos! ¡Romanos! ¡Dios os llama para que depongáis a Alejandro! ¡Id ahora! ¿Cuántos más deben morir? ¿Cuántos más deben ser asesinados antes de que sea castigado por sus crímenes?
Los hombres y las mujeres en la calle se detuvieron, y me miraron con asombro. Una vieja monja, con su hábito blanco de verano, se persignó y murmuró una plegaria; un joven sacerdote vestido de negro hizo un gesto a su compañero y me señaló. Los plebeyos se detuvieron, algunos con el entrecejo fruncido; otros riéndose.
¿Por qué no actuaban?, me pregunté. ¿Por qué no corrían de inmediato hacia el palacio papal, y sacaban a Alejandro a rastras a la calle? Mi mensaje era claro, irrebatible…
Continué con mi discurso durante un rato; por fin, un par de soldados consiguieron sujetarme. Los miré a los ojos, dolorida, asombrada.
– ¿No habéis escuchado mis palabras? ¿Es que no veis la maldad? ¡Tenéis armas, usadlas!
Pero ellos no empuñarían las armas contra el Papa; en cambio, me arrastraron a mi habitación sin hacer caso de mis puntapiés y maldiciones. Después, recuerdo vagamente el rostro preocupado de doña Esmeralda y el de un médico, y que me forzaron a beber una pócima que me hizo dormir.
Cuando desperté, apareció Jofre. A partir de aquel día, me visitaba cada tarde; con más frecuencia que cuando mi presencia en el Vaticano era bienvenida. Me traía pequeños regalos: joyas, recuerdos… Una noche, me trajo un retrato en miniatura de Alfonso; había pertenecido a Lucrecia, y no le habían permitido llevárselo con ella a Nepi.
Doña Esmeralda se mantuvo a mi lado a todas horas. Ya no se me permitía salir al balcón de noche, y estaba obligada a permanecer en mi cama junto a ella después de beber el amargo somnífero. También se me obligó a comer por lo menos un poco de comida cada vez que me la traían; de ese modo mejoré ligeramente. Aprendí a comportarme amablemente con Esmeralda y Jofre cuando era necesario, y a mantener cuando estaba con ellos una apariencia de cordura, incluso si no la poseía del todo.
Así pasaba mis ociosos días, entretenida paseando por los jardines acompañada por un guardia. Solo entonces, lejos de mi esposo y Esmeralda, daba rienda suelta a mi locura. Murmuraba por lo bajo con cada paso, mantenía largas conversaciones con Alfonso, con mi padre y, sobre todo, con la traicionera bruja.
«El corazón atravesado por una sola espada.» Esto era ahora lo que poseía, pero mis esfuerzos para empuñarla contra César habían fracasado. Sentía aquella espada en mi interior como se siente una espina. Me pinchaba y torturaba. «¿Por qué no se me permitió matarlo?», le preguntaba a la bruja, pero la única respuesta que recibía, una y otra vez, era: «En el momento apropiado…».
Por la noche -a pesar del somnífero- soñaba: pesadillas en las que veía el cuerpo blanco y apuñalado de Alfonso y cómo se lo llevaban unos soldados que reían a carcajadas.
Pasaron los meses. El desdichado verano dio paso al otoño y luego llegó el invierno. Jofre me envió algunos de mis mejores vestidos para que pudiese escoger y asistir a la misa de Nochebuena con él en San Pedro, como si no fuese una prisionera de la casa Borgia. Pasé junto al Papa y César, aunque ninguno de los dos respondió a mi desafiante mirada o reconoció mi presencia. Después de la misa, no fui invitada a la cena familiar, a la que Jofre estaba obligado a asistir, sino que se me envió de regreso a mis aposentos.
Era como si no estuviese viva ni muerta, sino en una especie de purgatorio: como miembro de la casa de Aragón se me consideraba demasiado peligrosa para vivir entre los Borgia y conocer sus secretos; al mismo tiempo, al ser la esposa de Jofre, que sabía muy pocos de tales secretos, no llegaba a representar una amenaza que justificase matarme.
Llegó la primavera. Vivía aturdida, sin ningún sentido; el aburrimiento de mis días solo era interrumpido por mis conversaciones con los muertos y las visitas de mi marido. Jofre intentaba en todo lo posible animar mi espíritu, pero los momentos en los que no tenía la distracción de su presencia eran muy oscuros.
Continué paseando por los jardines durante horas, en un intento por agotarme y así hacer que el sueño llegase más fácilmente, y con él el olvido. Una tarde, mientras caminaba por un sendero de piedras, bordeado por un seto de rosas cargadas de olorosos pimpollos, vi a otra dama que venía hacia mí, seguida a cierta distancia por un guardia.
Pensé en dar media vuelta y correr. No estaba de humor para compañía o una charla intrascendente, pero antes de que pudiese huir, la mujer llegó hasta mí y me saludó con un gesto y una atractiva sonrisa. Se volvió hacia el guardia y le dijo:
– Caminaremos un trecho juntas.
El joven soldado asintió y al mío no pareció importarle; al parecer los dos hombres se conocían y se mostraron complacidos de caminar detrás de nosotras mientras conversaban en voz baja.
La mujer se inclinó. Tendría unos veinticinco años, brillantes cabellos negros y su rostro recordaba la clásica belleza de las antiguas estatuas romanas.
– Soy la condesa Dorotea de la Crema.
– Yo soy la loca Sancha de Aragón -repliqué.
Ella no se sorprendió en absoluto; su sonrisa se cargó de ironía.
– Aquí todas somos las locas de César. Yo también soy una de sus prisioneras. -Su voz se suavizó con la tristeza-. Cuando marchó con su ejército entre Cervia y Ravena, mató a mi esposo y se apoderó de nuestra finca. -Me miró con sus grandes ojos oscuros-. Se dice que vos fuisteis su amante.
Después de vivir tantos años en la casa Borgia, aprecié su franqueza.
– Lo fui en un tiempo -respondí-. Pero no podía amar a un hombre que demostró ser un asesino. ¡Ahora lo desprecio con toda mi alma!
Ella asintió, con un gesto de aprobación.
– Entonces tenemos algo en común. Después de matar a mi marido me hizo su prisionera. Como a Caterina Sforza, que también está aquí, me trató con esplendidez, pero cada noche, me violaba. Creo que, de haberme mostrado dispuesta, a él no le hubiese complacido tanto. -Miró hacia las fangosas aguas del Tíber-. Ahora que estoy aquí, se ha cansado de mí y me deja sola, algo que agradezco. Pero hasta que sea derrotado, o hasta que el Papa muera, permaneceré atrapada aquí.
– Lo mismo me ocurre a mí -manifesté con voz suave-. Siento mucho lo de vuestro marido.
– Y yo lo de vuestro hermano. -Al parecer Dorotea conocía todas las noticias referentes a mi persona.
Aquel día caminamos un buen trecho; a lo largo de las semanas siguientes, comenzamos a confiar cada vez más la una en la otra. Como yo, doña Dorotea no tenía pelos en la lengua; los crímenes cometidos contra ella la habían empujado al límite de la cordura, y ya no le importaba su destino. Hablamos sin tapujos de los crímenes de los Borgia y de nuestras vidas. Era un alivio poder descargarme de terribles secretos y era divertido descubrir que Dorotea ya sabía casi todo lo que yo le revelaba.
En ella, encontré un respiro a mi solitaria locura durante el día; pero lejos de su compañía, sobre todo por la noche, regresaban los espectros: la momia de Robert, Alfonso, mi padre, la enigmática bruja… Cada día, luchaba para encontrar la fuerza para enfrentarme a la canterella, cada noche descubría que no la tenía.
Durante ese tiempo recibí una carta de Lucrecia desde Nepi. El lacre estaba roto; me senté en mi antecámara durante un largo rato con ella en mi regazo, sin acabar de decidir si debía quemarla en la llama del candelabro.
Al final, la abrí y leí su contenido:
Querida Sancha:
Primero, debo suplicarte perdón por ser tan mala corresponsal y no escribirte antes; lo confieso, en los primeros oscuros días aquí, no tuve fuerzas para coger la pluma. Pero el tiempo ha tenido un leve efecto curativo, y quiero decirte ahora, tan pronto como he sido capaz, lo mucho que he echado de menos tu compañía. Sin tu leal amistad y tu buen corazón los días son largos y solitarios.
También el pequeño Rodrigo te echa de menos; pregunta a todas horas por su tía, Sancha. No lo reconocerías, ¡ha crecido tanto! Cada día que pasa se parece más y más a su padre. Hay pocas noticias que contar: todos los días son iguales, y se confunden. Pero debo informarte que, no mucho después de mi llegada, se presentaron César y su ejército y acamparon aquí una noche. Me vi obligada a agasajarlo a él y a los más destacados miembros de su compañía.
Ahora viaja con el artista e inventor Leonardo Da Vinci. Don Leonardo vino a cenar aquella noche. Es un anciano bondadoso, de aspecto excéntrico, con una nariz ganchuda, grandes y sorprendentes ojos, y una larga cabellera y barba blancas que lleva descuidadas. A pesar de su edad, su mente es brillante. César dice que es un genio de la ingeniería, y que ha demostrado ser de gran utilidad cuando hay que utilizar explosivos para echar abajo puentes. Yo solo sé que fue muy amable y que posee un muy fino sentido del humor. Cuando estábamos cenando, pidió un pergamino, y sacó una pluma y tinta que siempre lleva encima a todas horas; mientras César hablaba de su campaña militar, don Leonardo se ocupó de dibujar. Rodrigo apareció, y mostró un gran interés: yo me disponía a llevarme al niño de regreso a sus aposentos y reprenderlo por molestar a un invitado, pero don Leonardo se mostró muy dulce, y permitió que Rodrigo se sentase en sus rodillas y mirase mientras él hacía su boceto.
De nuevo vuelvo a César y a su compañía. Debo mencionar aquí a otro hombre que lo acompaña, un tal Nicolás Maquiavelo, un hombre de labios finos y desagradables, que apenas probó su cena porque estaba muy ocupado escribiendo en un diario mientras mi hermano hablaba, como si las palabras de César fuesen perlas.
Mi hermano me dijo que se había apoderado sin dificultades de las propiedades que rodean Boloña y Florencia; las grandes ciudades le entregaban fortalezas y fincas temerosas de su ejército, dado que se había fortalecido con el regalo de diez mil hombres del rey Luis. César dice que ahora es invencible, y que puede marchar a través de Italia y apoderarse de todas las tierras que desee.
Una vez mi hermano acabó de hablar, al final de la cena, don Leonardo me obsequió el boceto acabado. Me sentí muy halagada porque era un retrato de mi persona tal como me había visto en la mesa; sin embargo, me sorprendí al ver qué triste que era mi expresión, porque había hecho todos los esfuerzos posibles para mostrarme animada y brillante para mis invitados.
Debajo de mi retrato, don Leonardo había escrito un verso del poeta Sannazaro:
Perpianto la mia carne si distilla.
Mi carne se derrite con mis lágrimas.
Don Leonardo es muy sabio. Ve a través de las apariencias y llega hasta el alma de la persona; tiene el mágico talento de transmitir lo que hay en un corazón con ayuda de un simple pergamino y tinta. Hay otras muchas cosas que quisiera decirte pero una carta no es la mejor manera de transmitirlas. Tendré que esperar hasta poder verte de nuevo en persona.
Rezo por ti cada noche, hermana, y pienso en ti con gran cariño. Nunca he encontrado una mejor y más digna amiga. Que Dios vele por ti.
Afectuosamente,
Lucrecia
Doblé la carta y la guardé dentro de mi pequeño libro de Petrarca. Comprendía que Lucrecia no podía compartir totalmente sus pensamientos conmigo; comprendía las alusiones a su gran dolor, sus insinuaciones de que estaba abrumada por la culpa, su declaración de que se había visto «obligada» a agasajar a su hermano; y eso significaba que lo había hecho sin ninguna voluntad. Había insinuado su deseo de ser perdonada.
No podía, no quería responder. ¿Qué noticias tenía para compartir? ¿Que me había vuelto loca de dolor debido en parte a su traición? ¿Que lo único que me producía placer era pensar en la venganza contra César?
Más tarde, le mostré en privado la carta a Dorotea de la Crema. Apretó los labios mientras leía; por fin, asintió.
– César se está apoderando de todas las tierras que desea -confirmó-, y también de todas las mujeres. He escuchado las últimas noticias; cuando conquista una nueva ciudad, se apodera de todas las damas nobles para su harén ambulante. Cada noche, escoge a una nueva mujer para humillar.
Tales noticias alimentaban mi odio, y me hacían soñar por la noche: empuñaría la espada clavada en mi corazón, y la utilizaría para golpear, como un relámpago de acero, y separar la cabeza de César de su cuerpo con un único golpe vengador. Sonreí mientras veía cómo la cabeza caía y rodaba lejos del cuerpo, que se desplomaba, al ver cómo la sangre más cruel que jamás había corrido por una vena fluía como el agua del Tíber.
En mi sueño, escuché la voz de mi hermano que repetía en tono alegre: «Has intentado matar al hombre equivocado».