César y yo manteníamos una cortesía distante en las ocasiones en las que no podíamos evitar encontrarnos. En cuanto a Juan, se aseguró de que los rumores de nuestra «aventura» corriesen por toda Roma. Por lo demás, me dejó en paz, excepto que de vez en cuando me dirigía una mirada de triunfo, sobre todo cuando veía que César y yo nos cruzábamos en silencio. Al parecer, Juan se daba por satisfecho con haberme degradado una vez; no necesitaba repetir la ofensa.
A pesar de que Jofre había oído los rumores, insistía en mostrarse bondadoso, algo que solo hacía que aumentar mi melancolía. Dormía mal, comía mal; mi marido mandó llamar a médicos para que me examinasen y me dieran tónicos, pero ninguno consiguió curarme del mal que padecía.
La imagen de César siempre estaba ante mis ojos; no conseguía librarme de algunos pensamientos. ¿Qué más podía hacer para recuperarlo? Me había humillado como no había hecho por ningún otro hombre; y no podía entender cómo dudaba de mi amor y lealtad. ¿Cómo no podía creerme, cuando él mismo había visto los morados? ¿Cómo podía creer que fuese capaz de tanta duplicidad?
La respuesta la recibía a menudo, pero cada vez intentaba ahogarla: «Solo un hombre capaz de una gran traición podría sospechar lo mismo de los demás». Tan angustiada me sentía que renuncié a buscar la compañía de los demás. A la primera oportunidad, me iba a la cama. Las cartas de mi madre y Alfonso, sin abrir y sin responder, se apilaban en mi mesilla de noche.
Lucrecia advirtió mi tristeza, y para mi asombro, hizo todo lo posible por aliviarla. Me invitó a comer platos preparados para tentar mi pobre apetito; me invitó a cabalgadas y a salidas campestres. Me sentí conmovida por sus esfuerzos. Cuando estábamos a solas, intentaba ser mi confidente, descubrir la fuente de mi pesar.
Pero mi silencio era constante; César me había enseñado muy bien la relación entre la supervivencia y la necesidad de contener la lengua cuando se trataba de los Borgia. Por lo tanto, sonreí y acepté la amistad de Lucrecia, pero no conté nada.
Un día, Lucrecia y una de sus damas entraron en mis habitaciones.
– ¡Vamos! -anunció-. ¡Vamos a repartir limosnas entre los pobres!
Yo me había refugiado en mi cama, aburrida y cansada.
– Hace demasiado frío -protesté. En realidad, en el cielo no había ni una sola nube, y brillaba el sol.
– ¡Bah! -replicó Lucrecia. Se acercó a mi cama, cogió el libro que tenía entre mis manos y me levantó-. ¡Hace un día precioso! ¡Vamos a buscarte un vestido adecuado!
Fuimos a mi armario, y como si fuese doña Esmeralda pretendiendo vestirme para un baile, eligió uno de mis mejores vestidos, una creación de terciopelo verde hoja y tul de seda verde mar; las mangas se sujetaban con moños de cintas doradas.
Cuando ambas estuvimos vestidas -ella de azul zafiro- manifestó:
– ¡Ah, Sancha! ¡Eres demasiado hermosa para estar triste! ¡Mírate, eres la mujer más encantadora de Roma! ¡Cuando la gente te vea, creerán que están en compañía de una diosa!
Solo pude sonreír ante su bondad. Resultaba difícil creer que esa fuese la misma mujer que me había mirado con tanta suspicacia y odio cuando llegué por primera vez a Roma; pero su preocupación por mí parecía sincera. Quizá, una vez ganada su confianza, ella se entregaba sin reservas; quizá me había equivocado al juzgarla, y en secreto ansiaba una vida buena y sencilla.
Fuimos a la ciudad en un hermoso carruaje abierto que llevaba en la puerta la insignia de los Borgia: un fiero toro rojo.
No nos habíamos alejado mucho cuando la gente nos vio y comenzó a correr hacia el carruaje, con un coro de bendiciones. Lucrecia se inclinó hacia mí y, de una bolsa de terciopelo, volcó en mi regazo las «limosnas» que yo debía lanzar.
Miré la resplandeciente pila.
– ¡Lucrecia, esto son ducados de oro! Un único ducado bastaría para que un campesino se comprase una granja, una casa… esto es de una generosidad impensable.
Ella me dedicó una sonrisa extravagante.
– Razón de más para que nos quieran. -Se levantó y arrojó un puñado de monedas a la multitud que esperaba.
De inmediato se escucharon fuertes vivas.
La miré y vi su rostro rosado por el sol, con los ojos brillantes con la alegría de hacer a otros felices.
¿Cómo podía negarme? Sonreí, cogí un puñado de ducados y los lancé hacia la multitud.
Giovanni Sforza, el marido de Lucrecia tanto tiempo ausente, había llegado el enero anterior. Al parecer, ya no podía seguir haciendo caso a los cada vez más insistentes mensajes del Papa para que regresara y fuese un marido correcto con Lucrecia. Sforza había sido recibido en Roma sin la fanfarria reservada a los hijos del Papa, ni siquiera con una fiesta. Giovanni, conde de Pesaro, tenía una figura poco impresionante. Era larguirucho y torpe, con una nuez enorme y grandes ojos saltones, de forma que siempre parecía sorprendido. Su personalidad también tenía defectos: era efusivo en los momentos equivocados. Y retraído en otros; sospechaba que Alejandro lo había escogido por su falta de carácter. Lucrecia podría manipularlo a placer.
Pero nadie había tomado en cuenta la profundidad del miedo de Giovanni. Con mucha prudencia temía a los Borgia; sobre todo desde que Milán, donde gobernaba su poderosa familia, había cometido la imprudencia de apoyar al rey francés, Carlos, durante la invasión. Al menos, esa era la explicación oficial de su inquietud.
Durante tres meses, Sforza había interpretado el papel de marido de Lucrecia; aunque no muy bien, porque, según sus sirvientes, Su Santidad le había dado a escoger entre regresar con su esposa… o enfrentarse a un incierto y no especificado destino. El matrimonio se mostraba cortés en público, y se les veía juntos solo cuando lo exigían las circunstancias. Pero si existía algún afecto entre ellos, yo no lo vi. Lucrecia hacía de esposa con gran dignidad, aunque el obvio deseo de Giovanni de estar en alguna otra parte debía de avergonzarla mucho. Hice lo posible por distraer a mi cuñada de este dolor con pequeñas aventuras, de la misma manera que había hecho ella conmigo.
En ningún momento Giovanni sufrió la menor molestia. Al contrario, el Papa y sus hijos hicieron lo imposible para que Sforza se sintiera bienvenido y honrado; en todas las ceremonias, su rango solo estaba por debajo del de Juan y de César. Es más, el Domingo de Ramos, Giovanni fue uno de los pocos que recibieron la palma sagrada bendecida por Su Santidad.
Pero la mañana del Viernes Santo, Sforza partió de madrugada al galope, y escapó a su Pesaro natal. Ya no quiso volver por mucho que insistieron.
Corrieron los rumores. Uno de ellos decía que un sirviente de Sforza había escuchado una conversación entre Lucrecia y César en la que planeaban envenenarlo; ese era el más persistente.
Pero las palabras más crueles no llegaron de los labios de los chismosos, sino del propio Giovanni: acusaciones que solo se atrevía a hacer desde la seguridad de su fortaleza en Pesaro. Su esposa había sido «inmodesta», manifestó, en cartas públicas donde explicaba su situación. Había insinuaciones que decían que esa falta de modestia era tan escandalosa que no podía explicarse, algo que ningún marido normal podía tolerar de ningún modo.
Yo lo comprendí en el acto: Sforza había visto lo mismo que yo entre el Papa y Lucrecia. El sabía lo que yo sabía; al parecer se había enterado de su ilícita aventura muy poco después de su matrimonio. Sus nervios nunca le habían permitido vivir sometido a tanta tensión.
Yo no podía culparlo, pero mi corazón padecía por Lucrecia. Ella había parecido aliviada al tenerlo a su lado, y ahora su huida había conseguido rodearla de un sinfín de habladurías. Nadie se atrevía a hablar mal de Su Santidad, o de acusarlo de incesto, pero Lucrecia no se libraba. La llamaban «Puta, la esposa e hija del Papa».
En Florencia, Savonarola sermoneaba con exacerbado fervor contra los pecados de Roma, y llegó al extremo de justificar la violencia contra el Papa y su Iglesia. El sacerdote reformista escribió a los gobernantes de diversas naciones, para urgirles a que se apoderasen de la tiara de Alejandro; apeló al rey francés, Carlos, para que se lanzase sobre Italia y de nuevo «hiciese justicia».
El Papa dispuso la anulación del matrimonio de Lucrecia y excomulgó a Savonarola en mayo.
Lucrecia lo soportó todo hasta donde pudo; finalmente en junio, sin el conocimiento o el permiso de Su Santidad, reunió a un selecto grupo de damas y se retiró al vecino convento dominico de San Sixto. Se haría monja, le dijo a su padre; había acabado con el matrimonio y con los hombres.
Alejandro estaba furioso. Una hija casadera era una valiosa herramienta política, algo de lo que no podía prescindir sin más. Unos días después de la llegada de Lucrecia al convento envió a un grupo armado, para exigir a las monjas que le entregasen a Lucrecia, «porque donde mejor estaba era al cuidado de su padre».
Esto hizo que los chismorreos de Roma aumentasen todavía más. «¿Lo veis? No puede estar sin ella ni un solo día.»La abadesa del convento, la hermana Girolama, se enfrentó sola a los hombres. Sin duda, era una valiente y muy buena oradora, porque los soldados se marcharon de San Sixto sin su recompensa, para gran enfado de Alejandro.
Lucrecia se negaba a regresar. Empecé a creer que se había visto coaccionada a mantener la incestuosa relación con su padre. Sentí una sincera y profunda piedad por ella.
Con el tiempo, Alejandro se serenó y dejó que Lucrecia permaneciese en San Sixto. Creía que acabaría por aburrirse de la vida monacal y echaría de menos las fiestas.
Pero había algo que él no sabía y que yo no tardaría en descubrir.
Fui de incógnito a visitar a Lucrecia a San Sixto, y fui escoltada hasta su habitación por una de las hermanas de hábito blanco. Sus aposentos no se podían considerar espartanos: estaban amueblados con mucho lujo; eran grandes habitaciones que habían sido preparadas sobre todo para las nobles visitantes, y Lucrecia había traído gran parte de su propio mobiliario, de forma que no añorara tanto su hogar.
Pero no estaba; me recibió Pantasilea, que era apenas un poco mayor que Lucrecia, pero parecía una mujer mucho más madura. Pantasilea era una joven delgada, bonita, afectuosa e indulgente. Su cabello negro recogido dejaba a la vista un severo y atractivo pico de viuda; pero ese día, su frente tersa se veía surcada por profundas arrugas de preocupación por su pupila.
– ¿Cómo está? -pregunté, un tanto inquieta por la expresión de doña Pantasilea.
– Doña Sancha -manifestó con voz triste, y besó el dorso de mi mano. Habló con sinceridad, dado que ambas estábamos a solas; las otras dos damas de Lucrecia habían ido con ella a la capilla, y Perotto había sido enviado a la cocina-. Me alegra que hayáis venido. Nunca la había visto tan alterada. No come, no duerme. Me temo… madonna, temo de verdad que pueda hacer algo drástico.
– ¿A qué te refieres? -pregunté con viveza.
– Me refiero a que… -La voz de Pantasilea se redujo a un susurro-… que pueda intentar poner fin a su vida.
La declaración me sorprendió tanto que me quedé sin palabras, cosa que resultó afortunada, porque en aquel momento escuchamos unas pisadas que se acercaban. La puerta de la habitación no tardó en abrirse y apareció Lucrecia, escoltada por sus otras damas.
Vestida toda de negro, se la veía más pálida que nunca, con profundas sombras debajo de los ojos; cualquier rastro de su anterior alegría había desaparecido del todo, reemplazado ahora por una expresión lúgubre que resultaba conmovedora.
– ¡Doña Sancha! -dijo, y me dedicó una triste sonrisa. Nos abrazamos y noté los huesos a través de la carne; había perdido mucho peso-. ¡Cuánto me alegra verte!
– Te he echado mucho de menos -respondí de todo corazón-. Quería ver cómo estabas.
Lucrecia levantó la mano y despidió a sus damas con un gesto para que pudiésemos conversar en privado.
– Bueno -respondió, con la misma triste sonrisa de antes-, ya lo ves.
Se sentó en un gran cojín; me acomodé a su lado y le tomé la mano.
– Lucrecia, por favor. Estoy muy preocupada por ti. También Pantasilea lo está. Has mostrado una enorme bondad, y no puedo soportar ver que las maledicencias de otros te hagan tanto daño.
Me sorprendió al echarse a llorar desconsolada. La abracé y la dejé llorar sobre mi hombro, al tiempo que intentaba imaginarme en su posición: qué lugar tan extraño y horrible.
Entonces me sorprendió todavía más, cuando alzó la cabeza y manifestó:
– Es todavía peor de lo que crees, Sancha. Creo que estoy embarazada.
No pude encontrar palabras.
– Giovanni no es el padre -añadió, con voz temblorosa-. Si yo te dijese…
Levanté la mano para interrumpirla.
– Sé quién es el padre.
Ella me miró, atónita.
– Pero no mencionaremos su nombre -proseguí-. Porque si lo hago podría costarme la vida. Por lo tanto, digamos que comprendo tu situación; pero también pongámonos de acuerdo en que yo nunca mencionaré en voz alta el nombre del padre. De forma tal que no se pueda decir a ciencia cierta que yo sé la verdad.
– Sancha, ¿cómo es posible…?
– No te culpo de nada, Lucrecia. Mi corazón sufre al verte en tan difíciles circunstancias. Solo puedo ofrecerte mi amistad y ayuda.
Observé su expresión mientras la curiosidad daba paso de nuevo a la pena. La abracé, agradecida de que mi vida no estuviese tan llena de sufrimiento.
Al fin ella consiguió controlarse, y se apartó para observar mi rostro.
– ¿Me harás un favor? -preguntó, de una manera que parecía la petición de un moribundo-, ¿Perdonarás a César por el mal que te ha hecho?
Me puse rígida. Me sentí a un tiempo herida y furiosa al pensar que César había hablado con alguien de nuestra relación, y desde luego de mi horrible encuentro con Juan; incluso si esa persona era su propia hermana.
– Debes comprender que César es muy infeliz sin ti -insistió-, Fue un tonto, porque ha sido traicionado por las mujeres en muchas ocasiones… y tu belleza hace que sienta unos celos terribles. Pero nunca lo había visto tan enamorado como lo está de ti. Ten piedad de él, Sancha.
– Deja que César hable por sí mismo -respondí con frialdad-. Solo entonces le responderé.
Aquella noche regresé al palacio de Santa María. Ni por un momento creí que César hubiese cambiado de opinión; pensé que Lucrecia solo había intentado ser amable; llevada por un sentimiento de lealtad, había procurado enmendar las cosas entre nosotros.
Pero antes de que hubiese pasado una hora tras la puesta de sol, llamaron a la puerta de mi habitación, y una joven criada le entregó una carta sellada a doña Esmeralda.
La cogí con ansias, y la leí a solas en el balcón que daba al jardín. Estaba escrita con la letra precisa y clara de César:
Mi querida Sancha:
He sido el idiota más grande del mundo al dudar de ti, y no merezco otra cosa que los castigos del círculo más profundo del infierno. Estos sin duda los padeceré en esta vida si tú no te apiadas y vienes a reunirte conmigo esta noche… pero no son más de los que me merezco. Te esperaré, con mi corazón en las manos como regalo. Si decides no acudir, lo comprenderé, pero permaneceré tuyo eternamente.
César
No quería ir. Quería castigarlo, quería hacerle esperar como yo había hecho, mientras mis esperanzas se iban apagando poco a poco, para después convertirse en dolor.
Quería ir. Hacer que su corazón cantase de alegría al verme; solo para partírselo cuando le escupiese en la cara. Quería echarle mis brazos al cuello, regodearme al sentir que de nuevo era mío, susurrarle juramentos de amor eterno.
Al final, fui. César sabía cómo ganarse a la gente.
En el momento de verme, cayó de rodillas y luego apoyó la frente contra el suelo.
– No me levantaré hasta que tú no me des permiso.
Lo observé por un momento, mientras pensaba en Juan, en las huellas que los guijarros habían dejado en mi piel, en la indignidad y el dolor que había experimentado desde aquel día. Por fin, respondí:
– Levántate.
Aparté el velo.