La predicción de la comadrona fue correcta: Lucrecia se recuperó del todo, y en su momento comenzó a irritarse ante el exceso de atenciones y mimos que su padre, Alfonso y yo le dedicábamos. Aunque había habido algunos celos entre doña Esmeralda y la nueva dama de compañía de Lucrecia, doña María, ahora ambas se habían unido en el objetivo de asegurar que la duquesa de Bisciglie estuviese siempre caliente, mimada y sobrealimentada.
En cuestión de unos pocos meses, nuestras atenciones recibieron su justo pago. Un atardecer de abril, después de cenar, mientras caminábamos desde el Vaticano de regreso al palacio, Lucrecia se alejó conmigo hasta donde nuestras comitivas no podían escucharnos y me susurró:
– Estoy embarazada de nuevo. Esta vez no se lo diremos a nadie, hasta estar segura de que el bebé está a salvo.
– Nada de carreras -le susurré a mi vez. Ella tuvo el suficiente sentido del humor para sonreírme irónicamente.
– Nada de carreras -asintió.
Nos sonreímos y enlazamos los brazos, animadas por nuestro secreto compartido. Roma me pareció aquella noche un paraíso seguro, con las luces de las barcas brillando debajo de nosotras en el Tíber, y el dorado resplandor que salía a través de las gráciles ventanas de arco del palacio mientras nos acercábamos.
Mientras tanto, los acontecimientos en Francia no se desarrollaban de acuerdo con los planes de César Borgia. El escrito permitiendo el divorcio debía ser entregado por César, y presentado al rey solo a cambio de la mano de Carlota de Aragón.
Así armado, César había partido para Francia. Aparté de mi mente esa cuestión, segura de que la posición política de Alfonso y mía en la casa de los Borgia estaba ahora asegurada.
A su llegada a Francia, César fue enviado por Carlota y su padre, el rey Federico, a visitar a Luis para solicitarle el permiso para casarse con ella; el rey, sin embargo, si bien recibió con toda cortesía a César, rehusó hablar de ello. En el ínterin, Luis insistió en tener el escrito de divorcio; lo hizo con tanta insistencia que César comenzó a temer por su seguridad. Lo retrasó tanto como pudo, pero al final tuvo que ceder a las exigencias de Luis, y entregó el escrito.
En el instante en que Luis tuvo lo que deseaba, César perdió toda ventaja, y el rey francés no quiso oír hablar nada más de Carlota.
Frustrado, César se volvió de nuevo hacia el padre de Carlota, Federico de Nápoles; quien, después de apelar a toda clase de evasivas durante mucho tiempo, acabó por rechazar sin más la oferta de César. Siempre tan franco en sus palabras, el tío Federico comentó con claro disgusto que no aceptaría que su hija se casase con un hombre con una reputación de «aventurero». En otras palabras, estaba reservando a su hija para un pretendiente legítimo, no un bastardo del Papa que con tanta ligereza se había librado de los votos sacerdotales, y desde luego no con un hombre de quien se rumoreaba que era un asesino.
Luis no hizo caso de los ruegos de César. Para ese entonces -habían pasado meses-, César amenazó con regresar a Italia, y el Papa hizo algunas alusiones de buscarle una esposa italiana; pero el duque de Valencia no recibió permiso para abandonar Francia, ni siquiera la corte del rey.
A cambio, se le ofreció la mano de una princesa francesa, y después de otra. Con el tiempo, se le ofrecieron toda una procesión de bellezas francesas, y sin duda acabó por comprender la verdad. Si bien se le trataba con toda corrección, era un prisionero del rey hasta que cediese al plan de Luis: una esposa francesa para el hijo del papa Alejandro.
A finales de primavera, don García, mensajero personal de César, llegó a Roma desde Francia. Las noticias eran tan importantes que Su Santidad lo invitó a unirse a nosotros en la cena familiar. García se levantó para dar su información:
César se había comprometido, y el rey de Francia había dado su aprobación. La novia era Carlota de Albret, hija del rey de Navarra y prima de Luis.
A mi lado, Alfonso escuchaba con atención; su rostro no daba ninguna muestra de su preocupación interior. A mi otro lado, Jofre soltó una exclamación de alegría en nombre de su hermano. No se le ocurrió pensar que su esposa y su cuñado estaban ahora en un grave peligro político.
Con Juan muerto, Lucrecia era la hija favorita de Alejandro, pero un hijo siempre tenía prioridad sobre una hija, así que la primera lealtad del Papa -y su temor- era para César. Y César había escogido aliarse con Francia; por rencor y por deseo de vengarse de mí, y quizá de toda la casa de Aragón, después de recibir una bofetada pública con la negativa de Carlota.
En cuanto a Su Santidad, demostró un placer excesivo.
– Por fin, todos mis hijos estarán casados -manifestó-, y quizá muy pronto seré abuelo.
Lucrecia me dirigió una sonrisa cómplice. Apenas pude devolvérsela, porque estaba acongojada.
Después de cenar, conseguí estar unos momentos a solas con Alfonso en sus habitaciones, antes de que fuese a pasar la noche con Lucrecia. Tales eran mi inquietud y sospechas que le pedí a Alfonso que despidiese a todos sus sirvientes, incluidos los hombres de mayor confianza que le habían servido durante años en Nápoles. Insistí en que nos retirásemos a su dormitorio antes de cerrar la puerta de la antecámara, porque me preocupaba que alguien pudiese apoyar una oreja en la puerta y escuchar cualquier conversación mantenida en la antecámara.
Yo hablé primero, antes de darle una oportunidad a Alfonso.
– Si César continúa adelante con esto, una invasión francesa es inevitable, y nosotros estamos condenados. Tú sabes con cuánta facilidad Lucrecia se libró de su primer marido. -Yo estaba sentada en una otomana; me estremecí y me arrebujé en mi capa de piel.
Alfonso estaba en el balcón, de espaldas a mí. Había abierto las persianas, para dejar entrar el cálido aire de primavera mientras miraba la noche, que enmarcaba su cabeza dorada y sus cuadrados y musculosos hombros, cubiertos con el brocado de un pálido verde. Parecía fuerte y decidido, invencible, pero mientras lo observaba, vi la preocupación que emanaba de él, una tensión que no estaba allí antes de la cena.
Alfonso cerró con movimientos pausados las persianas, y se apartó del balcón; unos movimientos que insinuaron una poco habitual ira que crecía en su interior. Su rostro delataba la tensión; sabía que mi comentario la había provocado, pero también sabía que yo no era la única fuente de su ira.
– Aquello no fue culpa suya. Luchó contra el divorcio todo lo que pudo, y todavía está avergonzada por ello. Su padre la obligó.
– Sin embargo, hace lo que le dicen.
Su actitud mostró una frialdad poco habitual.
– No estés tan segura. Nos amamos, Sancha. Lucrecia ha sufrido abusos por parte de su padre durante demasiados años, y también ha abusado de su lealtad. Pero ella sabe que yo nunca le haré daño, nunca la traicionaré.
– Solo puedo rogar que estés en lo cierto. Pero hay otros de cuyos destinos no me atrevo a hablar. -Pensaba en Perotto, en Pantasilea… y sobre todo en Juan, a quien ni siquiera su relación de sangre había podido salvarlo.
– No estoy dispuesto a escuchar nada más -estalló Alfonso-. Lucrecia es mi esposa. Es del todo incapaz de cometer la más mínima crueldad.
De inmediato busqué la conciliación.
– Quiero a Lucrecia como hermana y amiga. No la estoy acusando de nada. Pero César… -Bajé la voz-. Si decide aliar el ejército papal con Francia…
La furia de Alfonso se esfumó y dio paso a una actitud sombría.
– Lo sé. A partir de ahora debemos comportarnos con el máximo cuidado. Habrá espías; no podemos hablar con libertad, ni siquiera delante de nuestros propios sirvientes, y debemos tener mucho cuidado en todo lo que pongamos por escrito. -Hizo una pausa-. Me reuniré en privado con los embajadores de España y de Nápoles. Hay cardenales con fuertes vínculos con España y Nápoles en los que se puede confiar, y a quienes el Papa escucha. -Se obligó a sonreír con valentía-. No sufras, Sancha. El matrimonio aún no se ha realizado; haré todo lo que esté en mi poder para impedirlo. Le pediré a Lucrecia que hable con su padre; ella tiene más influencia que nadie sobre él.
– ¡Lucrecia! -exclamé-. Alfonso, ni se te ocurra decirle a ella nada de todo esto.
Me miró, su dolor atemperado por la indignación.
– Hablaré con Lucrecia de todo lo que quiera -afirmó sin más-. Ella es mi vida, mi alma. No puedo ocultarle nada.
La desesperación cayó sobre mí como la noche.
– Debes comprenderlo, hermano. La primera lealtad de Lucrecia siempre será para con su familia. -Cuando abrió la boca para protestar, levanté una mano para imponerle silencio-. Eso no significa una debilidad en su carácter, sino al contrario, una fuerza. Confiésalo, Alfonso, ¿a quién eres más leal? ¿A la casa B orgia, o a la casa de Aragón?
– Te he entendido, hermana. -Exhaló un suspiro-. Seré discreto en lo que hable con mi esposa. Mientras tanto, tengamos fe; haré todo lo que esté a mi alcance para impedir este matrimonio francés.
Intenté tener fe. Alfonso actuó de acuerdo con su promesa, y los representantes de los reyes de España y Nápoles advirtieron al Papa de las graves consecuencias que tendría el matrimonio de César con una pariente de Luis. Alejandro pareció escucharlos.
Pero una mañana a mediados de mayo, mientras Lucrecia y yo estábamos sentadas en nuestros cojines de terciopelo, a ambos lados del trono de Alejandro, y él escuchaba a los peticionarios, se anunció la llegada de un visitante. Don García, el mensajero de César, acababa de desmontar de su caballo después de un largo y duro viaje de cuatro días desde Blois, en Francia.
Tenía noticias para Su Santidad, alegres noticias, informó el paje, pero suplicaba la tolerancia de Alejandro: apenas había dormido y no se aguantaba de pie. Deseaba hacer su informe después de unas horas de descanso.
Alejandro, ansioso, no quiso ni oír hablar de un descanso. Despidió a los peticionarios y llamó a Jofre, a Alfonso y al agotado jinete a su trono. La familia llegó, seguida por don García, que se apoyaba con todo su peso en un sirviente, porque no podía caminar sin ayuda.
– Santidad, perdonadme -suplicó García-. Os diré esto: que vuestro hijo, César Borgia, lleva ahora cuatro días felizmente casado con Carlota de Albret, princesa de Navarra, y que el matrimonio ha sido consumado delante del rey Luis en persona.
Escuché con expresión pétrea. Alejandro aplaudió, entusiasmado. Más tarde, me enteré de que había ayudado a sellar el matrimonio meses antes, al concederle al hermano de Carlota el capelo cardenalicio; lo hizo mientras fingía escuchar a españoles y napolitanos.
– ¡Así que está hecho! -Observó al bamboleante y agotado mensajero y ordenó-: ¡Que alguien traiga una silla! Os daré permiso, don García, para que os sentéis en mi presencia; siempre y cuando me deis un completo relato de la boda. No omitáis ni un detalle.
Trajeron una silla; con renuencia, García se sentó, y -animado por las preguntas del Papa- habló durante siete horas. Después de unas pocas horas, trajeron comida y bebida para el narrador y su audiencia. Me senté y escuché, cada vez más horrorizada mientras aumentaba el deleite de Alejandro.
Escuché cómo César y su esposa, muy hermosa, de piel blanca y delicada, y cabellos rubios -según García- intercambiaron anillos en una solemne ceremonia. En una exhibición de virilidad, César había consumado el matrimonio físicamente seis veces delante del rey Luis, que aplaudió y lo llamó «un hombre mejor que yo». Muchos invitados distinguidos, incluidos el rey y su corte, asistieron a la recepción; eran tantos que no había espacio para todos ellos, y se vieron obligados a celebrar la fiesta en un prado.
El Papa estaba encantado con la unión de César. Cada visitante al Vaticano tenía que escuchar el relato de la boda de su hijo, y la exhibición que Su Santidad hacía de las montañas de joyas que estaba dispuesto a enviarle a su nueva nuera; sostenía en alto cada alhaja para que el visitante la admirase.
Alfonso y yo solo podíamos intentar controlarlos daños. Un cardenal a quien Alfonso había solicitado ayuda, Ascanio Sforza, sondeó al Papa durante una conversación referente a temas de la Iglesia. No creía, le dijo el cardenal Sforza a Su Santidad, que Luis intentase de verdad invadir Nápoles, dado que la reina Ana y su gente estaban en contra. Además, los franceses ya habían aprendido la lección, cuando el rey Carlos se había visto obligado a retirarse humillado.
El Papa se rió en su cara con el mayor desprecio. El rey Federico debería andarse con cuidado, comentó Alejandro con una sonrisa, si no quería encontrarse en la misma posición que mi padre: siempre creyó que los franceses no vendrían, y luego tuvo que huir cuando el ejército de Carlos se acercó a las puertas de Nápoles.
Al escuchar esto, perdí toda esperanza; incluso cuando Alfonso continuó en secreto sus gestiones políticas. Yo solo obtenía un perverso placer con una cosa: la noticia de que los estudiantes universitarios de París interpretaban divertidas parodias del casamiento de César; el sentimiento de grandeza romana se consideraba vulgar según las costumbres francesas. Los caballos de César con herraduras de plata lo habían convertido en el hazmerreír del pueblo.
Jofre había comprendido por fin que yo ya no disfrutaba de la gracia de Su Santidad, y decidió que la mejor estrategia era demostrarse como un auténtico Borgia, como sus hermanos. En compañía de soldados españoles, recorría las calles por la noche, bebía y esgrimía la espada en una triste imitación de Juan, pero la amable naturaleza de Jofre nunca lo había preparado para el combate.
Continuó con este comportamiento pese a que le supliqué que lo dejase. Creo que mi preocupación le hacía sentirse más hombre. No puedo culparlo: deseaba ayudarme; y quizá, de haber tenido la posición de sus hermanos, podría haber conseguido la atención de su padre. Pero no la tenía, y no había nada que pudiese hacer para que Su Santidad me devolviese su favor.
Pero al menos podía comenzar a comportarse como un Borgia. Sin duda esto era lo que creía que hacía la noche en la que me despertó un grito fuera de mi dormitorio.
– ¡Doña Sancha! ¡Doña Sancha!
Me senté en la cama, con una mano sobre mi agitado corazón. Después de horas de un profundo sueño, aquella voz masculina en mi antecámara me había despertado. A mi lado, doña Esmeralda se despertó de inmediato; mis otras damas se movieron con gritos de sorpresa.
– ¿Quién es? -pregunté con un tono de voz autoritario. Aparté las mantas mientras una de las damas se apresuraba a encender una lámpara.
– Soy Federico, un sargento de la guardia española, uno de los hombres de vuestro marido. Don Jofre está herido de gravedad. Lo hemos llevado a su cama y hemos llamado al médico; creímos que debíais ser avisada.
– ¿De gravedad? ¿Hasta qué punto es grave? -pregunté, con una voz aguda por el miedo. Para entonces ya me había cubierto con la capa de terciopelo y había salido corriendo a la antecámara, donde estaba Federico con una linterna. Vestido con prendas de paisano, tenía unos dieciocho años, era oscuro como un moro y llevaba el pelo aplastado en la frente por el sudor. La parte del torso de su túnica colgaba, cortada limpiamente por un golpe de espada que no había alcanzado la piel; el agujero mostraba parte de su abdomen desnudo y la parte superior de las calzas. Sus ojos negros brillaban de tanto vino.
Pero su voz y su postura eran firmes; el miedo le había devuelto la sobriedad.
– Tiene una flecha clavada en el muslo, madonna.
Una herida así podía ser fatal. Sin llamar a mis damas, corrí descalza por el pasillo. No recuerdo haber cruzado el edificio o subir la escalera hasta las habitaciones de Jofre. Solo recuerdo ahombres que se inclinaban y puertas que se abrían, hasta que llegué junto a mi marido.
Yacía pálido y sudoroso en la cama; tenía sus ojos castaños muy abiertos por el dolor. Sus hombres habían cortado las polainas y los calzones, para dejar a la vista la herida; la flecha, partida, tenía la punta bien alojada en el muslo de mi marido. La carne alrededor de la flecha tenía un color rojo púrpura y se veía hinchada; sangraba copiosamente, los regueros corrían a cada lado de su pierna. Habían doblado una sábana varias veces y la habían colocado debajo de la herida; estaba empapada.
Jofre estaba consciente, y le cogí la mano. Su apretón era débil pero agradecido, e intentó sonreírme, pero no consiguió ir más allá de una mueca.
– Amor mío -dije; fueron las únicas palabras que logré decir.
– No te enfades, Sancha -susurró. Su aliento y sus prendas desprendían olor de alcohol; comprendí que sus hombres habían vertido vino en la herida para limpiarla. De todos modos, él y su grupo debían de estar muy borrachos, lo que sin duda había provocado la actual situación.
– Nunca -repliqué-. Nunca. -No había culpa alguna en Jofre. Si había hecho alguna cosa mal, solo era con la intención de ayudarme-. ¿Quién te hizo esto?
Jofre estaba demasiado débil para responder. En cambio, escuché la voz de Federico a mi espalda; el joven soldado me había seguido hasta el dormitorio de su amo, pero yo estaba demasiado angustiada para advertirlo.
– Uno de los soldados del alguacil, doña Sancha. Estábamos cruzan do el puente junto al castillo de Sant'Angelo cuando el alguacil nos dio la voz de alto. Don Jofre se identificó como el príncipe de Squillace, pero el alguacil no quiso creerle, madonna, y… -Hizo una pausa, y modificó el relato para evitarme detalles desagradables-. Se intercambiaron palabras airadas. Al parecer, uno de los soldados creyó que el príncipe había insultado al alguacil, porque disparó una flecha, y ya veis el resultado.
Yo estaba atónita.
– ¿Han detenido al alguacil y al soldado que disparó la flecha?
– No, madonna. Estábamos demasiado preocupados por el estado del príncipe. Lo trajimos aquí de inmediato.
– Algo hay que hacer. Los hombres responsables deben ser castigados.
– Sí, madonna. Por desdicha, no tenemos autoridad.
– ¿Quién la tiene?
Federico pensó la respuesta.
– Sin ninguna duda, Su Santidad.
Apareció el médico del Papa, un hombre mayor y robusto vestido con las mismas galas que cualquier Borgia; no ocultaba su enfado por haber sido despertado horas antes del amanecer. Frunció el entrecejo hasta la exageración; sus espesas y negras cejas se unieron al verme.
– Nada de mujeres. Debo quitar la flecha, y no quiero que nadie se desmaye.
Yo mostré una expresión incluso más dura. No estaba dispuesta a ser tratada de ese modo, pero aún más importante, no estaba dispuesta a que me apartasen de Jofre.
– No soy una delicada doncella -insistí-. Haz tu trabajo y deja que yo lo consuele.
Esta vez, Jofre consiguió mostrar una pálida sonrisa.
Le sujeté la mano y enjugué el sudor de su frente pegajosa mientras el médico procedía a examinar, a tocar y luego a cortar alrededor de la herida. Trajeron vino con adormidera; sostuve la copa de plata junto a los temblorosos labios de Jofre y le urgí a beber. Cuando hubo bebido una cantidad suficiente para complacer al médico, comenzó lo peor de la cirugía. El médico sujetó el astil con las dos manos y tiró. Jofre apretó las mandíbulas y gimió, pero al final acabó gritando a voz en cuello como una mujer en el parto.
Después de varios intentos, la flecha se soltó, y Jofre cayó hacia atrás, inmóvil por el dolor. Salió mucha sangre; algo que el médico consideró bueno, porque ayudaba a limpiar el peligroso óxido y disminuía el riesgo de infección. El médico lavó la herida con vino y después la vendó.
Me quedé con Jofre aquella noche, sin atreverme a dormir incluso cuando él se rindió al sueño, a pesar del sufrimiento.