Navegamos hacia el sur a través de las cálidas aguas del mar Tirreno, y en cuestión de días, llegamos a Mesina, llamada Zancle, «hoz», por los griegos debido a la forma de hoz de la bahía. Agradecí ver tierra; no me sentía bien navegando, y ese era el viaje más largo que había hecho. Los dos primeros días los pasé muy mal.
Sicilia había sido gobernada durante los últimos veintisiete años por el rey Fernando de Aragón, que había unido su reino al de su esposa, Isabel de Castilla, con la idea de unificar España. Además de los vínculos de sangre con mi familia, Fernando tenía buenas razones para ser amable con los Borgia. Como me explicó Jofre, cuando su padre Rodrigo todavía era cardenal de Valencia, Fernando había buscado la sanción formal del papa Sixto IV a la Inquisición, por medio de la cual los monarcas esperaban expulsar de su reino a todos los moros y judíos, conversos o no.
Sixto se negó en redondo. Después de una larga e intensa gestión a cargo del persuasivo y poderoso cardenal Rodrigo Borgia, el Papa cedió en parte, y permitió que la Inquisición actuase solo en la provincia de Castilla.
«El rey Fernando estaba tan agradecido por la ayuda de mi padre -me dijo Jofre con una ingenuidad que hubiese sido conmovedora de no haberme helado hasta el tuétano- que dio todo su apoyo a la elección de mi padre como Papa.»Fernando el Católico; así era como Rodrigo Borgia se había referido al rey español desde entonces.
Después de desembarcar y de que las noticias de nuestra huida de Nápoles se conociesen, fuimos recibidos por el embajador español, don Jorge Zúñiga. Nos alojamos en una casa a duras penas adecuada donde estábamos muy apretujados: los hermanos compartían un dormitorio, Alfonso y Jofre otro, y Juana, Esmeralda y yo un tercero, para que Ferrandino tuviese la intimidad que un monarca requería.
Don Jorge apareció la noche de nuestra llegada. Presentaba una elegante figura, con una capa y una túnica a juego de un rojo brillante, y una rápida y fácil sonrisa debajo de un largo bigote negro. Creo que él había esperado recibir una cálida bienvenida por parte de nuestra familia y humilladas súplicas de ayuda; desde luego, no esperaba lo que recibió.
– Alteza -dijo, con reverencia, al tiempo que se quitaba la gorra de terciopelo con un ampuloso gesto de su brazo-, con gran dolor he sabido las circunstancias que rodean vuestro viaje a nuestra bella isla. -Hizo una pausa-. Nuestros agentes nos informaron de la revuelta de los barones; suponemos que se envalentonaron por los acontecimientos en Capua. -La ciudad de Capua estaba tierra dentro, no muy lejos al norte de Nápoles-. Los ciudadanos de allí se asustaron tanto al ver el poder del ejército de Carlos que abrieron las puertas y dejaron que los franceses entraran a voluntad. -Hizo otra pausa-. Su majestad el rey Fernando os da la bienvenida, y está preparado para ofrecer toda la ayuda que requiráis.
Ferrandino estaba sentado en el centro de la familia reunida, en un lugar de honor, mientras el resto de nosotros permanecía de pie en deferencia a su rango. Don Jorge, sin embargo, omitió advertir el significado de esto, algo que obligó al tío Federico a reprocharle:
– No debéis dirigiros a Ferrandino como alteza. Ahora es el rey Fernando II de Nápoles.
Don Jorge parpadeó, confuso, y comenzó:
– Pero el rey Alfonso… -Entonces, el hábil diplomático intuyó nuestra desaprobación y se inclinó de nuevo, esta vez dirigiendo el gesto a Ferrandino-. Majestad, os suplico vuestro perdón.
– Concedido -manifestó Ferrandino. Como el resto de nosotros, estaba agotado, pero desprendía una admirable autoridad. Sin embargo, ni siquiera su majestuosidad podía borrar las arrugas de su frente o la desesperación de sus ojos. Comía mal, a pesar de los mimos de Juana, y sus pómulos mostraban ahora un sorprendente relieve-. No sé bajo qué pretexto mi padre vino aquí a Mesina; solo puedo suponer que no fue sincero respecto a las circunstancias. También estoy seguro de que seáis un hombre discreto, a quien se le pueda confiar la verdad.
– Por supuesto -replicó el embajador con voz suave.
– Mi padre nos abandonó cuando más lo necesitábamos -continuó Ferrandino-, y robó una gran cantidad de dinero del reino. Estamos aquí para recuperarlo.
El tío Federico, cuya indignación había ido creciendo por momentos, ya no pudo contenerse más.
– ¡Habéis estado acogiendo a un criminal! Como si no fuese ya bastante malo que vuestro rey no nos facilitase tropas a tiempo…
Mi hermanastro se volvió hacia él y dijo en tono cortante:
– Ya es suficiente, tío. No volverás a interrumpir nuestra conversación.
Federico frunció los labios.
– Debemos ofreceros nuestras más humildes disculpas -declaró don Jorge-. Asumimos, cuando su majestad…, cuando su alteza Alfonso llegó, que lo hacía por razones de salud, para aprovechar nuestro agradable clima. Creímos, y ahora veo que fue un lamentable error, que la familia estaba al corriente de su llegada. -Hizo una pausa, e inclinó la cabeza a un lado para observarnos uno a uno, y después añadió-: Aquí todos sois miembros de la realeza; no dudo que puedo confiar a todos vosotros un asunto muy confidencial.
– Podéis -afirmó Ferrandino.
– Tengo muy buenas noticias para la casa de Aragón. Vuestras peticiones de ayuda no han caído en saco roto, majestad. El Papa, el emperador, el rey Fernando, Milán, Venecia y Florencia se han unido para formar la Santa Liga. Me disculpo por no haberos informado de este hecho antes; existía el grave peligro de que los franceses pudiesen interceptar un mensaje y conocer nuestros planes. Pero un ejército mucho más poderoso que el de Carlos muy pronto marchará al sur desde Roma para ir a su encuentro.
La expresión y la mirada de Ferrandino se suavizaron en el acto, como si estuviese mirando algo tierno, como un hijo recién nacido, o una amante muy adorada; por un instante, creí que se echaría a llorar. Aunque conmovido, se controló lo suficiente para decir, en voz baja:
– Dios bendiga al Papa y al emperador; y Dios bendiga al rey Fernando.
Don Jorge dispuso que a la mañana siguiente los carruajes nos llevasen al refugio de mi padre. Federico, sin embargo, propuso que Ferrandino no fuese. «Porque -como dijo- no estaría bien que un rey fuese a suplicar por aquello que es legítimamente suyo.» El plan era avergonzar -y si era necesario, amenazar- a mi padre para que acudiese a su nuevo soberano, jurase lealtad, suplicase perdón y, sobre todo, devolviese los tesoros de la Corona, que eran imprescindibles si nuestras tropas iban a luchar junto a la Santa Liga. Desde luego, serían necesarios para los gastos del día a día del rey; una perspectiva para la cual ahora teníamos verdaderas esperanzas.
Ferrandino -que se había transformado de nuevo en un hombre de aspecto joven gracias sin duda a su primera noche de verdadero descanso en un año- aceptó el plan de Federico. Nuestros dos tíos querían ir solos a su misión, pero mi hermano los convenció de lo contrario.
– Sancha y yo debemos acompañaros -insistió Alfonso-. Tenemos derecho a ver a nuestro padre y a nuestra madre, y preguntarles personalmente la razón de sus acciones.
En consecuencia, todos fuimos al palacio donde el que fuera el rey Alfonso II residía por entonces; un gran edificio situado en una suave pendiente por encima de la bahía. Ni un solo guardia montaba vigilancia en la verja sin trancas: nuestro propio cochero se apeó para abrirla de par de par, entró con el carruaje en el patio, y después cerró la reja detrás de nosotros.
Tampoco los sirvientes salieron a recibirnos. Don Federico abrió la puerta y llamó hasta que dos voces femeninas respondieron a coro desde la distancia:
– ¿Quién está ahí?
Una pertenecía a doña Elena, la dama de compañía de mi madre; la otra, era la de donna Trusia.
El tío Federico entró en la casa y gritó a voz en cuello:
– ¡Nada menos que la casa de Aragón! ¡Hemos venido a poner las cosas en orden!
Trusia apareció en el pasillo. Había envejecido bien; más joven que mi padre, había alcanzado la edad de plena madurez, con los labios carnosos y las mejillas bien esculpidas debajo de los grandes ojos. Contuve el aliento; después de un tiempo de separación, me sorprendí de nuevo al ver la belleza de mi madre.
Al vernos en la entrada, su rostro se iluminó de inmediato, y corrió a saludarnos.
Su expresión no reflejaba otra cosa que alegría; solo disminuyó al ver nuestros sombríos -y en el caso de Federico, hostil- semblantes.
– Altezas -saludó a los hermanos con una inclinación. Luego movió el cuello para mirar más allá de ellos, a Alfonso y a mí-. ¡Mis hijos! ¡Cuánto os he echado de menos! ¡Sancha, ha pasado tanto tiempo!
Me abrió los brazos. A pesar de mi dolor y desaprobación, fui hacia ella y dejé que me abrazara y besara mis mejillas; pero no pude devolverle el abrazo.
– ¿Cómo? -pregunté, en tono amargo-. ¿Cómo has podido formar parte de algo tan horrible?
Ella se apartó, sorprendida.
– Tu padre está enfermo. ¿Cómo podía abandonarlo? Además, su guardia me obligó a que lo acompañase.
Antes de que pudiese interrogarla más, Alfonso buscó su abrazo. Su respuesta fue más confiada, pero todavía distante. Era obvio que no la creía incapaz de hacer nada malo, y esperaba una explicación.
El tío Federico mostró su enfado.
– No hemos venido aquí para un reencuentro de familia. Se ha cometido un crimen contra el reino; un crimen, madonna, del que eres cómplice.
Mi madre palideció y se llevó una mano a la garganta.
– Es verdad, Alfonso abandonó su trono, pero no sabía lo que hacía. Juro ante Dios, alteza, que no conocí su intención de escapar hasta la misma noche en que fui obligada a punta de espada a acompañarle. -Hizo una pausa, luego se irguió y adoptó un ligero aire de desafío-. Su único crimen es la locura. Necesita mi ayuda, don Federico. En cualquier caso, habría venido sin reparos. Si ha habido algún crimen, es solo responsabilidad mía, al no escribiros para explicaros las circunstancias. Pero hasta esta mañana, cuando los guardias huyeron, no pude hacerlo.
Federico la observó con la mirada de un halcón durante un largo momento. Siempre le había agradado Trusia; además, ella nunca había despertado la desconfianza de nadie en la corte. Cuando respondió, lo hizo con un tono calmado y solemne:
– Donna Trusia, entremos, donde podamos hablar en privado.
– Por supuesto.
Nos llevó a una habitación donde se le dio permiso para sentarse con nosotros. El príncipe Federico le explicó toda la triste historia: la desaparición de los tesoros de la Corona, el regreso de Ferrandino tras el que descubrió que Nápoles no tenía rey ni fondos para sus soldados, nuestra peligrosa huida de los rebeldes.
Trusia se mostró conmocionada por nuestras noticias. Cuando se recuperó, manifestó:
– Como todos sabéis no soy dada al engaño. Nunca hubiese apoyado tan vil robo. Quizá sea una tonta y una ignorante; esta mañana me sorprendí al descubrir que toda la servidumbre, con la excepción de doña Elena, se había marchado. Anoche, escuchamos el rumor de que habíais llegado a Mesina.
– Se enteraron -manifestó mi hermano-, y temieron el castigo.
– Así es -intervino Federico con vehemencia-. Si los hubiese encontrado, habría mandado que los ahorcasen por traición. -Se calmó-. Por ahora, debemos ocuparnos de recuperar los tesoros de la Corona, siempre y cuando nadie haya escapado con ellos. Son nuestra única esperanza; sin ellos, Ferrandino no tiene ninguna oportunidad de recuperar y defender el trono.
La respuesta de mi madre fue sencilla:
– Decidme qué debo hacer.
Nos llevaron a la habitación donde mi padre pasaba ahora sus días; solo, dijo Trusia, excepto en aquellos pocos momentos en los que llamaba a un sirviente, o tenía que formularle alguna pregunta a su amante. En la puerta, mi madre se volvió hacia Federico y Francisco, con una expresión de súplica.
– Recordaréis cómo era en los días anteriores a nuestra marcha…
– Sí -replicó Francisco; su actitud era más amable, más tolerante que la de Federico-. Confuso. Pero había momentos en los que podíamos consultarle, cuando estaba más lúcido.
– Aquellos tiempos han pasado- respondió mi madre, con la voz triste-. No recuerda haber venido aquí, ni comprende su situación. Necesitaréis diplomacia y paciencia si queréis recuperar el tesoro.
Abrió la puerta.
Daba a una gran habitación, apenas amueblada. Su característica más notable era un ventanal que ofrecía una magnífica vista de la bahía de Mesina.
En la pared opuesta había una gran silla de madera tallada; encima colgaba un enorme candelabro de hierro forjado de cuarenta velas. La combinación recordaba un trono debajo de un dosel; y en esa silla estaba sentado mi padre.
Su aspecto me sorprendió. Sus cabellos habían pasado de ser negro azabache a mostrar un color gris, y su tez había adquirido la palidez cenicienta de alguien que rehúye la luz. Había adelgazado a ojos vista, y su atuendo real -una túnica de seda azul bordada con hebras de oro, y un fajín decorado con las medallas de Otranto- colgaba con holgura sobre su osamenta.
Había estado mirando con expresión ausente a través de la ventana; cuando entramos, nos dirigió una mirada tranquila, como si aún nos viese a todos cada día, como si nunca se hubiese marchado de Nápoles al amparo de la noche.
– ¿Sí? -preguntó, imperioso, y cuando, después de una pausa, todos nosotros, incluso el vociferante Federico, permanecimos mudos, golpeó el suelo con el pie en una muestra de irritación-. ¡No os quedéis ahí con la boca abierta! ¡Inclinaos, y dirigíos a mí como es debido!
La furia brilló en los ojos de Federico; sin hacer caso de la mirada de advertencia de Trusia, se adelantó.
– No me inclinaré, pero me dirigiré a ti como corresponde, alteza. Porque eso es lo que eres: un príncipe que ha renunciado a su derecho a ser rey.
El rostro de mi padre se encendió de ira; señaló a su hermano con un gesto acusador y nos exhortó al resto de nosotros:
– ¡Apresad a ese hombre y castigadlo por su insolencia!
Pasó otro momento de silencio; Federico se enfrentó a mi padre con una sonrisa tensa.
– Tus órdenes no sirven de nada aquí, Alfonso. ¿No lo recuerdas? Abandonaste tu trono. Dejaste que nos enfrentásemos a los franceses solos, y viniste aquí con Trusia. Renunciaste a tu derecho a la corona cuando escapaste como un cobarde y robaste el dinero que Ferrandino necesitaba para nuestras tropas.
Mi padre se levantó con los ojos encendidos.
– ¡Soy el rey de las dos Sicilias, y me mostrarás el debido respeto!
– ¡Deja de hacerte el loco! Nápoles y Sicilia han sido reinos separados durante generaciones -replicó Federico, agitado-. ¡Tu hijo es ahora el rey, y lo mejor que puedes hacer es ir a suplicar de rodillas por tu vida, porque lo que has hecho es un delito de lesa traición!
El rostro de mi padre se crispó de furia.
– ¡Mentiroso! -gritó-. ¡Guardias! -Se volvió hacia Trusia, indignado-. ¿Dónde están los guardias? ¡Que detengan a este hombre!
– Los guardias se han marchado -respondió Trusia.
– Escúchame atentamente -dijo Federico-. Solo hay un modo de que salves la vida. Dinos dónde están los tesoros de la Corona, y te dejaremos en paz.
– No solo eres un mentiroso, sino también un ladrón -se mofó mi padre-. Quieres robarme mi corona. ¡Mi espada! ¡Trusia, tráeme mi espada! -En su agitación, se apartó de la silla y lanzó un puñetazo contra Federico; mi tío esquivó el golpe, pero su temperamento se había encendido. Los dos hermanos se cogieron por los brazos, forcejearon, al tiempo que se miraban con furia, cada uno jadeante por el esfuerzo de librarse de la sujeción del otro.
– ¡Estás tan loco como nuestro padre! -gritó Federico-. ¡Todavía más!
– ¡Te mataré con mis propias manos! -chilló mi padre.
Mi hermano Alfonso entró en la reyerta; con la ayuda de Francisco, consiguió separarlos.
– ¡Quitadlo de mi vista! -gritó mi padre, y volvió a su trono imaginario. Donna Trusia acudió a su lado presurosa, le susurró algo al oído, y después fue donde Alfonso y Francisco aún intentaban calmar a Federico.
– Ahora está demasiado alterado -explicó-. Tendremos que probar otra cosa. -Nos indicó con un gesto que nos marchásemos, luego volvió junto a mi padre y le acarició el brazo para serenarlo.
A regañadientes, Federico dejó que lo sacásemos de la habitación; luego, discutimos qué hacer.
– En este caso la lógica no sirve para nada -manifestó Alfonso-. No se puede razonar con él. Debemos seguirle el juego, fingir que le creemos, para conseguir nuestro objetivo.
– El es débil -señaló Federico-. Acúsalo cíe traición, muéstrale la soga, y se vendrá abajo.
Alfonso sacudió la cabeza.
– Ya lo has visto; lo único que conseguiréis es liaros a golpes de nuevo. Es el momento de probar otra cosa.
– Es verdad, Federico -afirmó Francisco, que rara vez estaba en desacuerdo con su hermano mayor-. No hay ninguna falsedad; se ha vuelto loco.
En aquel instante, donna Trusia salió de la habitación y cerró la puerta con mucho cuidado.
– Don Francisco tiene razón. Lo he calmado, pero creo que sería prudente que vosotros sus hermanos permanezcáis fuera. -Nos miró a mi hermano y a mí-. Alfonso, Sancha… si vais a ver a vuestro padre y le decís que los tesoros son necesarios para salvar al reino (el reino que aún cree que es suyo) quizá os los dé. Confía en vos.
Sacudí la cabeza.
– Que vaya Alfonso. Padre confía en él, pero nunca escuchará nada de lo que yo pueda decir. Me desprecia.
Ella apartó apenas la cabeza como si mis palabras hubiesen sido una bofetada, y luego me miró con una incredulidad que superaba la mía.
– Tu padre siempre te ha admirado. Siempre me ha dicho que si hubieras nacido varón, hubieses sido el hombre que él habría deseado ser.
Sentí una furia mezclada con cierto anhelo. «Entonces, ¿por qué nunca me lo dijo? ¿Por qué siempre me trató con tanto desprecio? ¿Por qué se deleitó haciéndome daño?»Mi lucha interior debió de reflejarse en mi rostro, porque mi madre acudió a mi lado y me sujetó la mano en una muestra de cariño.
– Ven -dijo, en un tono que consolaba y confería coraje-. Yo os llevaré al interior. Deja que tu hermano lleve el peso de la conversación, y todo irá bien.
Los tres volvimos a la habitación.
– Majestad -anunció mi madre, sin hacer caso de mi enfado por el uso del término-. Mirad, vuestros hijos han venido a visitaros.
El ex rey Alfonso II se había mostrado regio y controlado cuando habíamos entrado todos juntos. Pero en esos momentos, mientras estaba sentado en su trono imaginario y miraba hacia la bahía de Mesina, sus hombros, en otro tiempo muy rectos, estaban un tanto encorvados, y en sus ojos había una inquietante vaguedad.
– El Vesubio -comentó con el entrecejo fruncido ante el panorama-. Esta ventana tiene una pésima vista; no alcanzo a ver el Vesubio. Tendremos que contratar a un arquitecto para que le ponga remedio.
– Por supuesto -asintió donna Trusia-. Majestad, don Alfonso y doña Sancha han venido a veros. -Se apartó, y le hizo un gesto a mi hermano.
– Majestad -declaró Alfonso, con la voz clara y sonora-, debo hablar con vos de un asunto de extrema urgencia.
Mi padre soltó un gruñido, y por fin apartó la mirada de la ventana para fijarse en su hijo menor.
– Alfonso. Parece que te has convertido en un hombre.
– Sí, señor.
– ¿Ya te has casado?
– No. -Mi hermano hizo una pausa-. Hay grandes problemas en Nápoles, padre. Los barones se han rebelado, y los franceses nos han invadido. Nuestras tropas necesitan fondos con urgencia; debemos utilizar el tesoro de la Corona. Es la única forma de mantener seguro el trono.
La mirada de mi padre se fijó en mí.
– Sancha, te casaste con el pequeño bastardo del Papa. Dime, ¿ya tiene barba?
Sentí que me dominaba la furia, pero contuve mi lengua; yo también sentía una profunda pena al ver a aquel hombre reducido a ese estado. La fría y despiadada crueldad de mi padre había destruido su reino, y lo había separado de su familia y su cordura. Solo mi madre permanecía leal.
– Ya es mayor -respondí en voz baja.
Mi padre asintió, luego miró de nuevo a través de la ventana la costa extranjera.
– ¿Cuánto se necesita? -preguntó por sorpresa.
– Una gran cantidad -contestó mi hermano-. Pero solo me llevaré lo que sea necesario.
– Está el asunto de la llave… -murmuró mi padre. Señaló a Alfonso para que se acercara, luego advirtió que mi madre y yo estábamos cerca-. Las mujeres deben marcharse -ordenó.
Mi madre se inclinó; yo la imité, luego salí con ella para reunirme con los hermanos, que esperaban ansiosos en el pasillo.
– Confiad en Alfonso -les informó Trusia-. Creo que tendremos éxito.
Su instinto no se equivocó. Solo un momento más tarde, mi hermano salió de la sala solo y sonriente. En su mano, sostenía una llave dorada.
La llave abría la cerradura del armario donde mi padre había ocultado el tesoro. Reflexioné en cómo la gentileza y la paciencia de mi madre y mi hermano habían conseguido nuestra salvación, allí donde la ira y las exigencias habían fracasado. Una vez más, decidí ser menos tozuda, ser más parecida a mi amable hermano.
Ferrandino y el tío Federico discutieron si debían dejar los fondos suficientes para mantener a mi padre cómodo en su locura; Federico no quería dejar nada, pero al final, se obedecieron los deseos del rey. Ferrandino le entregó a mi madre una suma razonable, con la instrucción de que debía administrarla con frugalidad.
Solo pasamos unas pocas e inquietas semanas en Mesina. Durante ese tiempo, el embajador español nos trajo tres noticias a cuál más sorprendente. La primera, que ya habíamos esperado y temido, era que nuestras agotadas fuerzas en el Castel dell'Ovo se habían rendido a los franceses: el huevo de Virgilio se había roto.
La segunda tranquilizó muchísimo a Jofre, y nos puso a todos de buen humor. Nunca había perdonado al papa Alejandro que se hubiera rendido al rey Carlos con tanta facilidad ni que le entregara a su hijo, César, para que cabalgase con los franceses como rehén. Sin embargo, César y Alejandro eran astutos; antes de que el ejército pudiese entrar en Nápoles, César había escapado en plena noche, y se había llevado con él todos los despojos de guerra que pudo. Esto lo hizo tras sobornar a un grupo de soldados de Carlos para que lo ayudasen.
El tercer mensaje llegó con sorprendente rapidez después del segundo. Al enterarse de la creación de la Santa Liga -con su formidable ejército que superaba en número al suyo- Carlos VIII se había asustado y se había retirado de Nápoles a las pocas semanas de invadirlo; solo había dejado atrás una reducida guarnición. (Esta noticia hablaba todavía más de la astucia del Papa y de César. Este último se había marchado antes de que el rey Carlos se enterase de la creación de la Liga.) Ferrandino obtuvo un gran placer al enterarse de que el re Petito era un hombre vicioso, que había tratado tan mal a nuestros rebeldes barones que ellos habían vuelto sus espadas contra los franceses y ahora pedían el regreso de la casa de Aragón.
Esto animó a Ferrandino a trazar planes para reunirse con sus fuerzas acampadas, al mando del capitán don Inaco d'Avalos en la isla de Ischia en la bahía de Nápoles. Ischia estaba a poca distancia de la costa de la ciudad, y permitiría al rey lanzar ataques a tierra firme.
Yo estaba decidida a ir con él, y Jofre no se atrevió a protestar. Mi optimismo era tal que esperaba estar de regreso en casa, triunfantes, en cuestión de días. Alfonso también decidió ir a Ischia, por si hacía falta su capacidad como soldado. Francisco y Federico decidieron permanecer en Sicilia hasta la liberación de Nápoles.
La noche anterior a que emprendiésemos el viaje, visité a donna Trusia. Nos sentamos juntas en su pequeña antecámara mientras mi padre permanecía en su silla en la oscuridad de su imaginaria sala del trono y miraba las luces que se reflejaban en las oscuras aguas de la bahía de Mesina.
– Ven con nosotros -la urgí-. Alfonso y yo te echamos de menos. Aquí ya no hay nada para ti; padre ni siquiera sabe quiénes lo rodean. Podemos contratar criados para que lo atiendan.
Con una expresión triste, sacudió la cabeza, y luego la agachó mientras miraba sus pálidas y gráciles manos, entrelazadas en su regazo.
– Yo también os he echado de menos. Pero no puedo dejarlo. Tú no lo comprendes, Sancha.
– Tienes razón -asentí. Estaba furiosa con mi padre, por el hechizo que ejercía sobre ella, por el hecho de que, incluso loco y al parecer indefenso, fuera capaz de hacer desdichada a una persona tan buena-. No lo entiendo. Ha traicionado a su familia y a su pueblo, sin embargo, tú permaneces leal a él. Tus hijos te adoran, y harían todo lo posible para hacerte feliz; él no puede provocarte más que dolor. -Titubeé y luego, con profunda emoción, formulé la pregunta que me había preocupado durante toda mi vida-: ¿Cómo has podido amar alguna vez a un hombre tan cruel?
Trusia alzó la barbilla al escucharme, y me miró fijamente; su voz tenía un rastro de indignación, y comprendí que la profundidad de su amor por mi padre trascendía todo lo demás.
– Hablas como si hubiese tenido otra alternativa -respondió.
Llegamos a Ischia en la plenitud de la primavera; la isla era redonda y escarpada, cubierta de olivos, fragantes viñedos y una multitud de flores que la había hecho merecedora del apodo de «la isla verde». El paisaje estaba dominado por el monte Epomeo que entraba en erupción cada pocos siglos, y mantenía la tierra oscura y fértil.
Jofre, Alfonso y yo nos quedamos con Ferrandino en la aislada fortaleza unida a la isla principal por un puente construido por mi bisabuelo, Alfonso el Magnánimo. Había poco que hacer mientras abril daba paso a mayo, y luego mayo a junio, salvo rezar (con poca fe) por nuestro ejército mientras hacían incursiones en tierra firme. Las campañas iban bien: nuestras bajas eran pocas, porque ahora teníamos el apoyo de los barones además del de la Santa Liga. Los franceses estaban desmoralizados.
Jofre y Alfonso no fueron llamados al combate; sospecho que para ellos supuso una gran desilusión, pero para mí fue un alivio. De nuevo los tres nos convertimos en inseparables; comíamos juntos, visitábamos las pequeñas ciudades -Ischia y Sant'Angelo- y las fuentes de aguas termales, que tenían la fama de ser beneficiosas para la salud.
Cada mañana, paseaba sola por la playa de arena fina y miraba a través de las tranquilas aguas de la bahía. En los días claros, se veía la costa curva de Nápoles; el Vesubio se alzaba como un faro, y alcanzaba a divisar el Castel dell'Ovo, como un pequeño punto oscuro. Me quedaba allí tanto tiempo que acabé bronceada; doña Esmeralda a menudo venía a buscarme, para reñirme y obligarme a que me tapase la cabeza con un chal.
En los días de niebla, también salía, y como mi padre, buscaba inútilmente un atisbo del Vesubio.
En Squillace había creído que sentía nostalgia; pero entonces, tenía un hogar seguro al que regresar. Ahora no sabía si el palacio donde había pasado mi niñez seguía en pie. Añoraba Santa Clara y la catedral como si fuesen seres queridos y temía por su seguridad. Pensaba en los hermosos barcos en la bahía con sus brillantes velas, en los jardines de los patios que -si no los habían destrozado- estarían ahora floridos, y me dolía el corazón.
Ferrandino se reunía a todas horas con sus consejeros militares. Apenas lo vimos hasta el mes de julio, cuando mi esposo, mi hermano y yo fuimos llamados a su despacho.
Estaba sentado a su mesa; a su lado se encontraba su capitán, don Inaco, y adiviné por las amplias y satisfechas sonrisas de sus rostros qué noticia estaba el rey a punto de compartir con nosotros.
Ferrandino apenas podía contenerse; incluso antes de acabar con los saludos, dijo, con el tono más alegre que jamás había escuchado:
– Preparad vuestros equipajes, altezas.
– El mío nunca lo deshice -respondí.