La canterella, así se llama un veneno tan letal que solo unas gotas pueden matar a un hombre, acabar con él en cuestión de días. Los efectos son terribles. La cabeza duele como si estuviese en una prensa; la visión se nubla; el cuerpo tiembla de fiebre. Los intestinos sueltan un flujo sanguinolento y las tripas se aprietan en una agonía que hace aullar a la víctima.
El rumor dice que solo los Borgia conocen sus secretos: cómo prepararlo, guardarlo, administrarlo de forma que no se note su sabor. Rodrigo Borgia -o debo decir, su santidad Alejandro VI- aprendió el secreto de su amante favorita, la pelirroja Vannozza Cattanei, cuando todavía era cardenal. El hermano mayor de Rodrigo, Pedro Luis, tendría que haber sido elegido Papa… de no haber sido por la sutil y muy oportuna administración de la canterella.
Como padres generosos que eran, Rodrigo y Vannozza compartieron la receta con sus hijos; por lo menos con su encantadora hija, Lucrecia. ¿Quién mejor para distraer a los desconfiados que ella con su preciosa sonrisa y su dulce voz? ¿Quién mejor que ella, considerada la mujer más inocente de Roma, para asesinar y traicionar?
La «fiebre Borgia» ha diezmado Roma como una plaga y ha reducido el número de prelados hasta tal punto que todos los cardenales con tierras y alguna riqueza viven aterrorizados. Después de todo, cuando un cardenal muere, su fortuna pasa inmediatamente a la Iglesia.
Hace falta mucha riqueza para financiar una guerra, para reunir un ejército lo bastante grande para conquistar las ciudades-estado de toda Italia, y declararse uno mismo líder no solo de las cosas espirituales, sino también de las seculares. Este Papa y su hijo bastardo, César, quieren más que el cielo, también quieren la Tierra.
Mientras tanto, yo estoy en el castillo de Sant’ Angelo con las demás mujeres. Desde la ventana de mi habitación, veo el Vaticano, los apartamentos papales y el palacio de Santa María donde una vez viví con mi marido. Se me permite pasear por los jardines y se me trata con la debida cortesía, pero he perdido mi posición y estoy bajo vigilancia; soy una prisionera. Maldigo el día en el que escuché por primera vez el apellido Borgia; rezo por el día en el que escuche que las campanas repican por la muerte del viejo.
Pero gozo de una última libertad. En este mismo momento, sostengo el frasco en alto ante el brillante sol romano que entra en mi lujoso aposento. El recipiente es de cristal veneciano, de color esmeralda, y brilla como una gema: el polvo en su interior es de un opaco color gris azulado.
«Canterella -susurro-. Hermosa, hermosa canterella, rescátame…»