Capítulo 22

La muerte de Juan dio lugar a una investigación dirigida por los principales cardenales de Alejandro, incluido César, que hizo una gran exhibición de ataques verbales hacia los sospechosos. El primero de los investigados fue Ascanio Sforza, el cardenal en cuya fiesta un invitado había insultado a Juan y había pagado el crimen con su vida. César maltrató a Sforza, pero el cardenal se mostró prudente: no se inquietó en lo más mínimo ante las acusaciones sino que cooperó al máximo, sin dejar de insistir en que no tenía nada que ocultar; un hecho que quedó confirmado muy pronto. César se disculpó a regañadientes.

También fueron investigados otros enemigos -Juan se había ganado muchos-, pero ni el tiempo ni la persistencia ayudaron a descubrir ninguna pista.

O quizá revelaron demasiadas; no habían pasado tres semanas del crimen, cuando Alejandro ordenó detener la búsqueda del asesino. Creo que él sabía la identidad del culpable en su corazón, y había renunciado a intentar convencerse a sí mismo de otra cosa.

Con mucha prudencia, César había dejado Roma en aquel momento debido a un asunto oficial: presidir como cardenal legado la coronación de mi tío Federico como nuevo rey de Nápoles. En otras circunstancias, yo hubiese aprovechado la oportunidad de visitar a Alfonso y donna Trusia; pero el papa Alejandro no era el único sumido en el duelo. Jofre estaba muy apenado por el asesinato de Juan, pese a los posibles celos que hubiese sentido por el favoritismo de su padre. Me sentí obligada a permanecer a su lado.

Jofre no pensaba únicamente en su pena; me pidió que visitase a Lucrecia.

– Por favor -suplicó-, está sola en San Sixto, y yo estoy demasiado afectado para consolarla. Necesita el consuelo de otra mujer.

No confiaba en Lucrecia; su amable disposición hacia mí no había hecho que interrumpiera su relación con César, aunque ella sabía que yo lo amaba. Ella también conocía su ambición de convertirse en capitán general, y quizá había aprobado la muerte de Juan, o había tenido algo que ver.

No obstante, fui al convento por respeto a los deseos de mi marido. Una vez allí, saludé a la joven Pantasilea en la puerta de los aposentos de Lucrecia; de nuevo, las hermosas facciones morenas de la doncella estaban tensas de desesperación.

– Llevarse la canterella no ha servido de nada, madonna -susurró-. No os mostréis tan sorprendida; sé que os la llevasteis, porque Lucrecia casi se ha vuelto loca buscándola, sin poder encontrarla. Ahora se está dejando morir de hambre. No ha comido en una semana, ni bebido en dos días.

Pantasilea me llevó a la habitación interior, donde, vestida solo con un camisón a pesar de que ya era mediodía, Lucrecia estaba sentada en la cama, con las piernas y el vientre cubiertos con las finas sábanas. Estaba más pálida que nunca; los ojos y las mejillas hundidas, con una expresión de absoluto distanciamiento. Me miró con desinterés, y luego volvió su rostro hacia la pared.

Me acerqué a la cama y me senté a su lado.

– ¡Lucrecia! Pantasilea dice que no comes ni bebes, pero ¡debes hacerlo! Sé que estás triste por la pérdida de tu hermano, pero él no hubiese querido hacerte daño a ti ni a tu hijo.

– Al infierno conmigo -murmuró Lucrecia-. Al infierno con el niño. Ya está maldecido. -Dirigió una mirada vivaz a Pantasilea-. Márchate, y no te quedes escuchando junto a la puerta. Ya sabes demasiado. Me sorprende que hayas vivido tanto.

Pantasilea escuchó, con una mano sobre la boca; no era porque le asustaran las palabras de su ama, sino por el dolor ante el abandono de Lucrecia. Se volvió, con los hombros inclinados bajo el peso de su preocupación, y salió en silencio.

En cuanto se hubo marchado, Lucrecia se volvió para hablarme con la sinceridad del que agoniza.

– Dices que sabes quién es el padre del niño. Te aseguro, Sancha, que no es así. Tú no sabes cómo has sido cruelmente engañada…

No vacilé. Si ella estaba realmente dispuesta a ser sincera, entonces también lo sería yo.

– Es de César.

Ella me miró durante un largo momento, y en ese tiempo sus ojos se abrieron como platos, llenos de asombro; su rostro se convirtió en una máscara de pena, rabia y terror. Me sujetó las manos con la súbita fuerza de una mujer que da a luz, y luego soltó unos desgarradores y guturales sonidos que al principio no reconocí como sollozos.

– Mi vida… no es más que un montón de mentiras -jadeó, cuando consiguió recuperar el aliento-. Al principio viví atemorizada por Rodrigo -ella no dijo «mi padre»- y ahora todos vivimos aterrorizados por César. -Hizo un gesto hacia su vientre-. No creas que hice esto por amor.

– ¿Te violó? -pregunté. Su sufrimiento era demasiado intenso para ser fingido.

Lucrecia miró más allá de mí a la pared distante.

– Mi padre tuvo una hija antes que yo -respondió con aire ausente-. Murió hace muchos, muchos años, porque ella no aceptó sus avances con buena disposición. -Soltó una brusca y amarga risa-. He fingido durante tanto tiempo, que ya no sé la verdad de mis propios sentimientos. Tuve celos de ti como rival cuando llegaste a Roma.

– Pero yo rechacé a tu padre, y todavía estoy viva -le solté; luego hice una pausa, al comprender que esa admisión aumentaría su dolor.

La expresión de Lucrecia se endureció y sus ojos se volvieron fríos ante esa revelación.

– Estás viva porque si Alejandro hubiese intentado seducirte de nuevo, o hacerte daño, César lo habría matado. Si no de inmediato, sí en algún momento, cuando fuese oportuno para César. Tú vives porque mi hermano te ama. -Su rostro se descompuso de nuevo por unos instantes-. Pero deseaba la posición de Juan… y Juan te hizo daño, así que Juan está muerto. Ni siquiera padre se atreverá nunca a acusar a César, pese a saber la verdad. Yo estoy a salvo porque siempre puedo concertar algún matrimonio que aporte beneficios políticos. No tengo ningún motivo para vivir. -Su expresión se hizo dolorosa; cerró los ojos-. Solo déjame morir, Sancha. Sería una gran merced. Déjame morir, y escapa a Squillace con Jofre, si puedes.

La observé por un instante. Nunca había olvidado su sincera petición a César de que fuese bondadoso conmigo.

Mis peores temores referentes a César acababan de ser confirmados. Mi vida estaba en peligro; un paso en falso, y el hombre que me amaba podría disgustarse y matarme. Podía vivir o morir según el capricho de César, y yo no podría mantenerlo alejado para siempre.

Pero yo no era la única digna de compasión; la carga de Lucrecia era muchísimo más pesada que la mía. Había sido manipulada por dos hombres perversos desde la infancia, sin ninguna posibilidad de escapar. En realidad era la mujer más infeliz de la Tierra, necesitaba desesperadamente una amiga.

La abracé con fuerza. Por desesperadas o distintas que fuesen nuestras situaciones podíamos consolarnos la una a la otra.

– No dejaré que mueras, ni te abandonaré -prometí-. Es más, no saldré de esta habitación hasta que hayas comido y bebido algo.


Poco a poco, gracias a mis repetidas visitas y aliento, Lucrecia recuperó el apetito y mejoró en aspecto y salud. Le prometí una y otra vez que no la dejaría, y ella a su vez me juró que siempre tendría su amistad.

Durante mis desplazamientos a San Sixto, Alejandro recibió una carta del deslenguado Savonarola, que seguía predicando en abierto desafío a la orden papal. La carta manifestaba a Su Santidad su pesar por la pérdida de su hijo, al tiempo que le recriminaba su vida pecaminosa. Si Alejandro se arrepentía, declaraba el sacerdote, se podría evitar el Apocalipsis. De lo contrario, Dios enviaría más pesares sobre él y su familia.

Por primera vez, Su Santidad se tomó en serio las palabras de Savonarola. Envió lejos a sus mujeres y a sus hijos. César y Lucrecia ya se habían marchado, así que Jofre recibió la imperiosa orden de que él y yo debíamos regresar a Squillace, hasta que Alejandro decidiese nuestro regreso a Roma.

Jofre se sentía dolido por lo que consideraba un castigo; yo lamentaba dejar a Lucrecia en aquellas horas desesperadas pero también sentí un alivio culpable al recibir la noticia. Hicimos el equipaje y emprendimos el viaje al sur, hacia la costa, donde pasamos dos meses -agosto y septiembre- libres del sofocante calor y los escándalos de Roma. Squillace no era más que ese lugar rocoso, árido y provinciano que recordaba. Ahora que había visto las glorias de Roma, nuestro palacio parecía una patética y rústica covacha, y la comida y el vino eran atroces. Sin embargo, disfrutaba con la ausencia de esplendor; las desnudas paredes encaladas resultaban refrescantes y la falta de dorados sedante. Recorría los raquíticos jardines bajo el sol ardiente, sin ningún temor a que un atacante pudiese estar oculto entre los arbustos; recorría los pasillos sin la preocupación de poder ser testigo de alguna escena horrible. Contemplaba el mar azul -sin importarme que solo tuviese una vista parcial desde mi balcón- y me parecía bonito, incluso aunque el paisaje fuera menos hermoso que la bahía de Nápoles. Comía pescado cocinado de una manera sencilla, con aceitunas y limones, y lo encontraba tan delicioso como cualquier manjar en el palacio papal.

Lo mejor de todo fue la visita de Alfonso.

– ¡Cuánto has cambiado! -Me reí, lo abracé con todas mis fuerzas y luego me aparté, con nuestras manos sujetas, para mirarlo. Se había convertido en un hombre alto y apuesto de dieciocho años, con una barba rubia bien recortada que resplandecía al sol-. ¿Cómo es posible que no te hayas casado? ¡Debes de estar volviendo locas a todas las mujeres de Nápoles!

– Hago todo lo que puedo -respondió, con una sonrisa-. Pero ¡mírate, Sancha, cómo has cambiado! ¡Tienes un aspecto soberbio! ¡Una dama de gran posición y riqueza!

Me miré a mí misma. Me había olvidado de la costumbre sureña de vestir con modestia; allí estaba, cargada con diamantes y rubíes alrededor de mi cuello y en mi pelo, vestida con una túnica de terciopelo color plata con un vivo rojo nada menos que en Squillace. Este antinatural esplendor parecía un reflejo de hasta dónde me habían corrompido los Borgia. Necesitaba la presencia de Alfonso para purificarme, para sacar a la luz la bondad que había tenido que esconder. Me obligué a sonreír.

– En Roma no usamos mucho el negro.

– Sin duda por el calor -replicó en tono divertido. En ese momento comprendí cuánto lo había echado de menos. Era gratificante estar de nuevo en presencia de un alma cariñosa e inocente, y disfruté de su compañía todo lo posible. Sabía que no nos permitirían permanecer en Squillace para siempre. Ese era solo un respiro momentáneo. Los viví como si fuesen mis últimos días, porque mi encuentro final con César no podía postergarse para siempre. No obstante, la bondad de Alfonso hizo que mi corazón, tan castigado por la brutalidad de Juan y la duplicidad de César, comenzara a sanar; pensaba a menudo en Lucrecia, y le escribí muchas cartas de aliento.

Muy a mi pesar, Alejandro no tardó en aburrirse de su pasión por la piedad y nos llamó para que nos reuniésemos con él en Roma.


Regresamos a Roma a finales de otoño, muy poco antes de que comenzase el invierno. César ya había regresado a casa; seguía siendo cardenal, aunque había convencido a Alejandro para que iniciase los necesarios cambios en las leyes canónicas para librarlo de su hábito cardenalicio. Por fortuna, estaba ocupado con los arreglos legales y por lo tanto dispensado de aparecer en las cenas familiares. Lo vi muy poco durante aquellas semanas.

Lucrecia mientras tanto permaneció en San Sixto hasta los días anteriores a la Navidad, cuando fue llamada a presentarse en el Vaticano por los cardenales que le concederían el divorcio.

Visité a Lucrecia en sus habitaciones mientras Pantasilea intentaba vestirla. Su embarazo estaba muy adelantado, por lo que incluso con el mayor de los tabardos con ribetes de armiño colocado sobre su túnica no podía ocultarlo. Nos abrazamos y yo la besé; ella me sonrió, pero le temblaban los labios.

– Harán lo que sea que les diga tu padre -le recordé, pero su voz tembló de todas maneras.

– Lo sé. -Su tono era inseguro.

– Las cosas mejorarán -continué-. Muy pronto tu encierro se habrá acabado, y podremos salir juntas. Has sido muy valiente, Lucrecia. Tu coraje será recompensado.

Ella puso una mano en mi mejilla.

– Tuve razón en confiar en ti, Sancha. Has sido una buena amiga.

Me dijeron que se comportó de forma admirable ante el consistorio, y que ni siquiera pestañeó cuando se anunció que las comadronas la habían encontrado virgo intacta. Ninguno de los cardenales se atrevió a mencionar que, por segunda vez en la historia, Dios había considerado oportuno embarazar a una virgen.


A partir de aquel momento, Lucrecia vivió en el palacio de Santa María como una reclusa. Era inapropiado que se sentara, embarazada, junto al trono de su padre mientras él concedía las audiencias, así que permaneció en sus habitaciones.

En ausencia de su hija, Alejandro me pedía de vez en cuando que me sentase a su lado, no en el cojín de terciopelo de Lucrecia, sino en aquel que una vez había reservado para mí. No podía negarme a lo que en el fondo era una orden.

Una mañana de febrero, estaba sentada obediente y escuchaba la súplica que un noble planteaba a Su Santidad respecto a un anulamiento que deseaba para su hija mayor. Yo estaba bastante aburrida, y también lo estaba Alejandro, que bostezó varias veces, y se ajustaba la capa de armiño sobre los hombros para calentarse ante el frío invernal.

Los viejos cardenales presentes en la sala temblaban a pesar del fuego que ardía en la chimenea.

De pronto, se escucharon gritos que provenían de varias habitaciones más allá.

– ¡Cabrón! ¡Hijo de puta! ¿Cómo te atreves a tocarla?

El tono revelaba una ira incontrolada; la voz era de César.

El noble interrumpió su aburrida historia; todos los presentes en la sala del trono miramos, con asombro, hacia el origen del escándalo. Las rápidas pisadas se acercaban; César perseguía a alguien que iba hacia nosotros.

– ¡Te mataré, cabrón! ¿Quién te crees que eres para tener derecho a tocarla?

Un joven entró corriendo en la sala del trono; vi que era Perotto, el sirviente que me había acompañado en mis idas y venidas desde San Sixto, cuando Lucrecia había estado confinada.

César lo seguía, con el rostro enrojecido y con una espada en alto, exhibiendo una furia nada característica en él.

– ¿César…? -preguntó el Papa sorprendido hasta tal punto que su voz apenas fue más que un susurro. Se aclaró la garganta y con mayor autoridad, preguntó-: ¿Qué pasa aquí?

– ¡Ayudadme, santidad! -gritó el desesperado Perotto-. Se ha vuelto loco, delira y no dice más que locuras, y no se dará por satisfecho hasta haberme matado. -Subió los escalones hasta el trono, se arrojó a los pies de Alejandro y sujetó el dobladillo de su capa de lana blanca. Yo estaba tan asombrada que me levanté sin permiso, y me apresuré a bajar los escalones, para apartarme del camino.

César se lanzó hacia el sirviente con la espada en alto.

– ¡Detente! -ordenó el Papa-. ¡César, explícate!

La explicación era necesaria, como lo era también que se detuviera, puesto que sujetar el dobladillo de una prenda del Papa era un acto sagrado, algo que daba mayor protección incluso que buscar refugio en el interior de una iglesia.

En respuesta, César se abalanzó sobre él, hizo girar al desesperado y gimiente Perotto y le cortó el cuello con la espada.

Yo retrocedí y en un acto instintivo levanté la mano para protegerme. Alejandro soltó una exclamación cuando la sangre roció sus blancas vestiduras y la capa de armiño, y salpicó su rostro.

Perotto gorgoteó, se sacudió con violentos espasmos durante unos instantes y luego se quedó quieto, tendido a lo largo en los escalones del trono.

César lo observó, con la barbilla temblorosa de severo placer. Cuando el sirviente quedó silenciado para siempre, César dijo:

– Lucrecia. El es el padre. Como hermano suyo no podía permitir que viviese. Estaba obligado a buscar venganza.

Alejandro parecía menos preocupado por las explicaciones de lo que estaba por la sangre que goteaba de sus mejillas.

– Traed un paño ahora mismo -ordenó, sin dirigirse a nadie en particular, y luego miró con asco el cadáver de Perotto-. Sacad esto de aquí.


A la mañana siguiente, encontraron el cadáver de Perotto con las manos y los pies atados en el Tíber. La costumbre exigía una exhibición simbólica como demostración de lo que podría ocurrirles a aquellos que violaran a la hija del Papa.

Muy cerca encontraron el cadáver de Pantasilea. No tenía los miembros atados, la habían estrangulado; llevaba una mordaza metida en su boca ahora muda, un claro aviso a los demás sirvientes de los Borgia de lo que podía pasarles a aquellos que sabían y hablaban demasiado.

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