Capítulo 38

Bajé la escalera y me reuní con Jofre; lo encontré sentado con los hombros hundidos por el peso de la culpa y el dolor, junto al cuerpo inmóvil del Papa. Miré a Alejandro: sus ojos, velados y ciegos, estaban fijos en un lejano punto más allá de las paredes; los labios estaban abiertos y asomaba su lengua negra azulada. Su ancho pecho estaba inmóvil, y ya no se levantaba.

A nuestro alrededor, dos sirvientes -un hombre y una mujer- se apresuraban a meter los tapices de hilos de oro en un saco; sabía que otros no tardarían en unirse a ellos, y los aposentos de Alejandro quedarían tan desnudos como los de César. Sin embargo, mi marido y yo no hicimos nada por detenerlos.

Cogí la mano de Jofre. La suya permaneció inerte, no me devolvió el apretón, y dejé que sus dedos se escapasen de los míos. Me habló en un tono carente de sentimiento, la mirada fija en el cuerpo de aquel hombre que hacía tantos años lo aceptó como un hijo.

– Gasparre ha ido a decírselo a los cardenales y a ocuparse de los preparativos. Alguien vendrá para lavarlo; después se lo llevarán para el entierro.

Guardé silencio por unos momentos, y después dije con voz suave:

– Me voy a casa.

Él comprendió el significado tácito y volvió el rostro. Yo comprendí por su gesto que había decidido regresar a Squillace; a partir de aquel momento, viviríamos separados.

No era lo bastante fuerte para seguir junto a aquella que había proporcionado la dosis final a su padre, ni lo bastante fuerte para vivir en presencia de nuestra culpa.

Lo besé en la cabeza y me marché.


Cuando llegué de nuevo a las puertas del Vaticano, la mayoría de los guardias habían escapado; los pocos que quedaban me dejaron pasar sin decir palabra. Se hizo un extraño silencio cuando me vieron, como si hubiesen intuido mi poder.

Atravesé las verjas y crucé la plaza de San Pedro, sin temor a la oscuridad pese a ser una mujer desarmada. Mi espíritu rebosaba de gozo: como Roma, la Romaña, Las Marcas, estaba al fin libre de la maldición de los Borgia. El fantasma de mi hermano había sido vengado, y podía descansar en paz. La ironía final fue que César había acabado dándome las dos cosas que me había prometido en el calor de la pasión: mi ciudad natal y un hijo.

En la distancia, al otro lado del Tíber, se alzaba el castillo de Sant'Angelo, con el arcángel Miguel que desplegaba sus alas sobre el alcázar de piedra; varias de las pequeñas ventanas -aquellas donde residían las locas de César- resplandecían. Sonreí al saber que Rodrigo y doña Esmeralda me esperaban allí.

A mi espalda, las campanas de San Pedro comenzaron a repicar.

Entré en el puente y crucé el oscuro río; esta vez solo olí a agua salada. Mi corazón ya estaba en Nápoles, donde el sol brilla en las aguas puras y azules de la bahía.

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