Aquella noche envié a César una nota para avisarle de que estaba enferma. Desde luego mi espíritu estaba enfermo; mi intuición de que César no había creído en mí porque él era capaz de traicionar, había sido correcta. Pero nunca había imaginado el alcance de su duplicidad: había hablado con tanto dolor, con tanta indignación, del incesto de su padre con Lucrecia, mientras que él era culpable de lo mismo. No se podía creer nada de lo que había dicho César.
Ahora, habían hecho creer a Alejandro que el hijo de Lucrecia era suyo, cuando en realidad, era de su hermano. Un pensamiento se repetía una y otra vez en mi mente, mientras miraba desde mi balcón los oscuros jardines: «¿Qué monstruosa familia es esta?».
No podía confiar en ninguno de ellos; incluso mis sentimientos hacia Lucrecia cambiaron. Si bien ella quizá me quería con sinceridad, y había rogado a su hermano que me tratase con bondad, su idea del amor y la lealtad era tan retorcida que iba más allá de mi comprensión. Me había incitado a reconciliarme con César a pesar de que pretendía seguir siendo su amor.
Me sentía tan llena de dolor aquella noche, tan cerca de la locura, que sujeté el frasco de canterella en mi mano y me pregunté si debía beber su contenido. Odiaba a César con toda mi alma… y al mismo tiempo, seguía temerosa y violentamente enamorada de él. Comprenderlo me llenó de desesperanza. ¿Cómo había sido incapaz de descubrir su traicionera naturaleza? Sin duda tendría que haber habido señales; cierta frialdad en sus ojos, quizá una fugaz crueldad en los labios… De entre todas las personas, yo tendría que haberlo visto porque ya las había visto antes, en los ojos y en los labios de mi padre, y aunque no eran visibles en Ferrante, las había intuido en su malvado corazón.
Salí del balcón, crucé en silencio el dormitorio, donde dormía Esmeralda, y salí a la antecámara. Allí, busqué el camino con mucho cuidado en la oscuridad, me serví una copa de vino y, con dedos temblorosos, me esforcé en abrir el frasco de cristal.
Como un sueño, una imagen se formó ante mí en las sombras: el cuerpo de mi padre colgado de un enorme candelabro de hierro forjado, con la bahía de Mesina al fondo.
Apreté los labios, me erguí y miré el frasco con desagrado. Me juré a mí misma en aquel momento que nada ni nadie -y menos todavía César Borgia- conseguiría provocarme hasta el punto de que me quitara la vida. Nunca me convertiría en el cobarde que había sido mi padre.
Durante el resto de la noche, permanecí sentada en el balcón, y me maldije a mí misma por no ser capaz de controlar mis sentimientos por César. No sabía durante cuánto tiempo persistirían, pero estaba decidida a no volver a satisfacerlos durante el resto de mi vida.
Por la mañana, con la primera luz, le escribí una carta donde decía que, dados los rumores referentes a los miembros de la familia en el Vaticano, lo mejor era que suspendiésemos nuestras citas, al menos por un tiempo, con el fin de no dar pie a más habladurías. Mandé a doña Esmeralda que se la entregase a uno de sus servidores.
No me respondió, ni en persona ni por carta; si estaba herido por mi petición, no lo mostró en público, y me trató con cortesía.
Durante los dos días siguientes, no aparecí en las cenas familiares, y rechacé las invitaciones de Lucrecia para que fuese a visitarla. No podía soportar verla después de saber lo que ella sabía. Permanecí en la cama durante días, aunque no dormía. Tampoco encontraba el descanso por la noche; en cambio, me sentaba en el balcón en la oscuridad, con la mirada perdida en el cielo alumbrado por las estrellas y con el deseo de poner fin a mi dolor.
Continué con esta conducta hasta que, en las últimas horas de la noche, doña Esmeralda apareció en el balcón vestida con su camisón.
– Doña Sancha, debes poner fin a esto. Acabarás enfermando.
– Quizá ya lo esté -respondí, con indiferencia.
Ella frunció el entrecejo, pero su expresión continuó siendo de maternal interés.
– Me preocupas. Te comportas como hizo tu padre, cuando lo dominaron los tiempos de la negrura.
Dicho esto volvió al dormitorio.
Atónita, la miré cómo se marchaba. Luego miré de nuevo al cielo, como si buscase allí una respuesta. Pensé en Jofre, mi esposo, una persona con la que estaba en deuda. Quizá era débil de carácter, pero seguía siendo una persona dulce en medio de toda aquella perversidad, y a diferencia de sus supuestos hermanos, no deseaba el mal a nadie. Merecía una buena esposa.
También pensé en Nápoles, y en aquellos que amaba allí.
Por fin me levanté. No entré en el dormitorio con la esperanza de dormir, sino que fui a la antecámara, encendí una vela y luego busqué recado de escribir.
Querido hermano:
Ha pasado mucho tiempo desde que recibí noticias tuyas sobre la vida en Nápoles. Dime, por favor, cómo estáis tú y madre. No me ahorres ningún detalle…
Respecto a Juan, César había tenido razón al decir que no tardaría mucho en aparecer la oportunidad para que la familia de deshiciese de él.
Solo unos días después de enviarle a César la carta donde le decía que no volveríamos a encontrarnos, el cardenal Ascanio Sforza -hermano de Ludovico Sforza, gobernante de Milán, y pariente del calumniado Giovanni Sforza- ofreció una gran recepción en el palacio de la vicecancillería en Roma. Muchos distinguidos huéspedes asistieron. Lucrecia aún permanecía enclaustrada en San Sixto, pero Jofre me suplicó que fuese con él. Con el deseo de ser una esposa obediente, acepté, pese a que en la lista de invitados había dos hombres a los que deseaba evitar: el duque de Gandía y su hermano, el cardenal de Valencia.
El palacio del vicecanciller era fantástico: las fincas eran tan grandes que estábamos obligados a ir hasta la entrada en carruajes, y cuando entramos en el gran salón -tres veces más grande que el del Castel Nuovo- esperar a que nos anunciasen. Los Borgia llegamos juntos, y fuimos presentados en orden de importancia al Papa: primero Juan, que se quitó la gorra con su penacho de plumas y la agitó en dirección a la multitud para responder a los gritos y aplausos dedicados al capitán general; luego César, silencioso y vestido de negro; y por último Jofre y yo, el príncipe y la princesa de Squillace. El entorno era extraordinario; habían construido una fuente interior de tres niveles, rodeada por centenares de velas cuya luz teñía de dorado cada gota de agua. Los suelos estaban cubiertos con pétalos de rosa, que perfumaban el aire; este efecto solo era superado por el aroma de la comida, traída en bandejas de oro por los sirvientes. Tan enorme era la habitación que incluso las grandes estatuas de mármol blanco -de gloriosos hombres y mujeres desnudas, al parecer antiguos romanos- parecían pequeñas.
Forcé la sonrisa y saludé a aquellos dignatarios a los que ya conocía, y dejé que me presentasen a otros. Sobre todo, hice lo imposible para evitar a Juan y a César.
Mientras caminaba del brazo con mi marido, nos encontramos con Giovanni Borgia, el cardenal de Monreale, que había sido testigo de nuestra noche de bodas. El cardenal había engordado, y la franja de pelo debajo del capelo rojo era casi totalmente gris, pero en sus dedos brillaban como siempre los diamantes.
– ¡Altezas! -gritó, con un entusiasmo que me recordó al de su primo Rodrigo-. ¡Qué alegría veros a los dos! -Observó mis pechos sin disimulo, luego le guiñó un ojo a Jofre y lo tocó con el codo-. Veo que las rosas todavía florecen.
Jofre se rió, un tanto avergonzado por la referencia, pero respondió:
– Cada día es más hermosa, ¿no es verdad, ilustrísima?
– Así es. -El cardenal sonrió-. Y tú, don Jofre, te has convertido en todo un hombre… Sin duda porque tienes a toda una mujer por esposa.
Sonreí cortésmente; Jofre rió de nuevo. Estábamos a punto de ir a saludar a otros cuando César -para mi desconsuelo- se unió al grupo.
– Don Giovanni -dijo con afecto-, se os ve saludable y joven como siempre.
El sobrino del Papa sonrió.
– La vida me favorece… como puedo ver que hace con tus hermanos. Pero Jofre -bajó el tono para parecer un conspirador-, da un poco más de comer a tu esposa. Está un poco delgada. ¿La montas demasiado, muchacho?
Sorprendido, Jofre abrió los labios para responder; por fortuna, el cardenal fue requerido en aquel momento por nuestro anfitrión, Ascanio Sforza.
Mi esposo me miró; desde hacía semanas se interesaba por mi salud, y siempre era amable y cariñoso.
– Me ocuparé de eso -declaró-. Permíteme que vaya a buscar a un sirviente para que te sirva algo de comer. -Con esto se marchó, y me dejó sola con César.
Intenté alejarme hacia otro grupo, pero César me cortó el paso, y me obligó a quedarme.
– Ahora eres tú quien se muestra poco bondadosa conmigo, madonna -dijo César; su tono era el de un amante dolido-. Comprendo tu carta, y aprecio tu deseo de discreción, dadas las circunstancias con mi hermana, pero…
– Es más que eso -le interrumpí-. Juan hizo correr rumores sobre nosotros; debemos hacer lo posible para acallarlos. -Intenté mantener mi expresión controlada; luché para fingir que estaba haciendo aquello por nuestro bien, y no porque lo despreciaba.
Sin embargo, al mismo tiempo, otra parte de mí lo deseaba; algo que me llenaba de vergüenza y desprecio por mí misma. Lo miré, tan apuesto, seguro de sí mismo, elegante y malvado…
Él se acercó un paso; retrocedí por instinto, al recordar que rodeó con sus brazos la cintura de Lucrecia y proclamaba: «Tú serás mi reina…».
– Si ya hay rumores, ¿por qué debemos sufrir? ¿Por qué n© seguir como antes? Solo pasamos una noche juntos desde nuestro reencuentro… -Hizo una pausa para agachar la cabeza, luego exhaló un suspiro y la levantó de nuevo-. Sé que tienes razón, Sancha, pero es tan difícil… Al menos, dame una esperanza. Dime cuándo podré verte de nuevo.
En ese instante la aparición de Jofre evitó la respuesta; me volví hacia mi marido, que me ofrecía un plato de almendras azucaradas y pasteles. Me ocupé de la comida e hice lo posible para eludir la mirada de César.
Mientras comía, atrajo nuestra atención un fuerte y ebrio grito desde otro rincón; reconocí la voz mientras todos nos volvíamos hacia el origen del disturbio.
– ¡Mirad a esos glotones! -farfulló Juan.
Acompañado por uno de sus capitanes, que en ese momento intentaba acallarlo, señaló con gesto extravagante a uno de los invitados: el corpulento Antonio Orsini, un pariente del marido de Julia y también del cardenal Sforza. Orsini estaba sentado a la mesa junto a su robusta esposa y sus dos hijos, ambos obispos, y en aquel instante se metía en la boca todo lo que podía de un pato asado. Era gordo hasta tal punto que sus manos apenas llegaban a tocarse por encima de la enorme barriga; su rostro, hinchado y carnoso, mostraba nada menos que tres papadas, que ni siquiera su barba negra podía ocultar.
– Quizá, don Antonio -añadió Juan, con una voz lo bastante fuerte como para ser escuchada por todos los presentes-, si no pasases tanto tiempo en las mesas de tus parientes más ricos, no serías un tonel.
Algunos se rieron.
Don Antonio dejó el resto del bocado en el plato y movió la mano manchada de grasa en un gesto despectivo.
– Quizá, donjuán, si no te alejaras tan rápido de tus enemigos no serías tan delgado.
Muchos de los presentes soltaron exclamaciones de asombro.
Juan desenvainó la espada y avanzó tambaleante hacia el burlador.
– Pagarás muy caro tu insulto, señor. Te desafiaría a un duelo, pero, como soy un caballero, no puedo aprovecharme de alguien del todo incapaz de un esfuerzo físico.
Don Antonio se levantó y dio un par de pasos hacia delante; incluso ese pequeño esfuerzo lo dejó sin aliento.
– Soy perfectamente capaz de responder a tu desafío, señor; pero tú no eres un caballero. No eres más que un cobarde y un vulgar bastardo.
Los ojos de Juan se entrecerraron de furia; la misma ira incontrolada que una vez había dirigido contra mí. Esperé verle lanzar un golpe con la espada; en cambio, pálido y mudo, giró sobre sus talones y salió del palacio.
Orsini soltó una sonora carcajada.
– Como siempre, un cobarde. ¿Lo veis? Ha vuelto a escapar.
Ascanio Sforza, ansioso como anfitrión de evitar cualquier escena desagradable, hizo una seña a los músicos para que comenzasen a tocar. Se inició el baile; recibí varias invitaciones pero las rechacé todas. Muy pronto le susurré a Jofre que estaba cansada y deseaba regresar a casa. Buscó al cardenal Sforza, para poder despedirnos.
Pero fuimos interrumpidos por una gran conmoción en la entrada: para asombro de los presentes, entró un contingente de una docena de guardias papales, con las espadas desenvainadas y expresiones amenazadoras.
– Buscamos a don Antonio Orsini -anunció el comandante.
El cardenal Sforza se acercó presuroso.
– Por favor, por favor -le dijo al comandante-. Esta es una residencia privada y solo se trataba de una disputa entre dos invitados; y una disputa menor, provocada por el vino. No hay necesidad de una respuesta extrema.
– Estoy aquí por orden de Su Santidad, el papa Alejandro -replicó el oficial-. Tanto el capitán general como Su Santidad han sido insultados. Tal crimen no se puede perdonar.
Llevó a su tropa hacia el interior; mientras los demás observábamos, detuvieron al desdichado don Antonio.
– ¡Esto es un ultraje! -exclamó, mientras su esposa lloraba y se retorcía las manos-. ¡Un ultraje! No he hecho nada para que sea detenido.
Pero llevarse al prisionero no era la intención de los soldados: arrastraron a la víctima al jardín, donde un par de sus compañeros ya habían atado una cuerda a un viejo olivo.
Dos grandes antorchas ardían a cada lado; se pretendía que el acto tuviese testigos. Los invitados lo seguimos, atónitos.
A la vista de la horca que le esperaba, don Antonio cayó de rodillas y soltó un alarido.
– ¡Me disculpo! ¡Por favor, basta! ¡Decidle al capitán general que ruego su perdón, que haré cualquier disculpa pública que desee!
«Esto detendrá esta locura», pensé. Pero el comandante no dijo nada, solo les hizo una seña a sus soldados. Don Antonio fue arrastrado, gimiente y tembloroso, a su destino. Con dificultad, los soldados lo ayudaron a subir a un banquillo debajo del árbol.
Incluso hasta el último instante, no creí que fuese a suceder; probablemente ninguno de nosotros lo creía. Sujeté el brazo de Jofre; César estaba a mi otro costado. Los tres miramos, traspuestos.
Tuvieron que aflojar el nudo para deslizado alrededor del grueso cuello de don Antonio. El cardenal sollozaba desesperado mientras volvían a ajustarlo. El comandante dio la señal para que derribaran el banquillo.
La multitud soltó una exclamación, incrédula. Solo César no emitió ningún sonido.
Don Antonio colgó ante nosotros en el frío aire de la noche, los ojos saltones, sin vida. Durante unos momentos reinó un silencio absoluto, el único sonido era el crujido de la rama mientras el pesado cuerpo se balanceaba.
Desvié la mirada; primero hacia Jofre, cuyas amables facciones estaban heladas en una expresión de absoluto horror. Después miré a César.
La mirada del cardenal era atenta, pensativa, la de una mente ambiciosa en funcionamiento. Miraba el cadáver de don Antonio; sin embargo, a través de él veía la oportunidad que estaba más allá.
Una semana más tarde, a mediados de junio, cuando Lucrecia llevaba en San Sixto poco más de quince días, Vannozza Cattanei celebró una fiesta familiar en honor de sus hijos. Jofre y yo asistimos, junto con César y Juan en toda su arrogante gloria, como también el cardenal Borgia de Monreale.
La fiesta, al aire libre para aprovechar el buen tiempo, tenía lugar en un viñedo propiedad de Vannozza. Habían instalado una gran mesa para acomodarnos a nosotros y a nuestros cortesanos; estaba engalanada con flores y candelabros de oro, flanqueada por muchas antorchas; la fiesta comenzaba por la tarde, pero la intención era que continuase hasta bien entrada la noche.
Sujeté el brazo de Jofre mientras éramos escoltados a la propiedad. Si bien él todavía se entretenía con las cortesanas y bebía en exceso, yo hacía la vista gorda a tal comportamiento; en cambio, me concentraba en su bondad. Había decidido dedicarme a complacerlo lo mejor que pudiera, porque no sabía qué otra cosa hacer para dar sentido a mi vida.
Una vez que llegamos al lugar de la fiesta, fui presentada a su madre por primera vez. Vannozza era una atractiva mujer, de cabellos cobrizos y poseedora de una serena confianza; la maternidad había ensanchado un poco su cintura, pero aún poseía una bella figura, con grandes pechos y largos y delicados brazos y manos; sus ojos eran tan claros como los de Lucrecia. Su rostro era el de César; con una mandíbula fuerte, mejillas esculpidas y una nariz recta y prominente. Ese día, llevaba un vestido de seda gris tortora, que acentuaba el color de sus ojos y los cabellos.
Solté el brazo de Jofre y sujeté las manos que me ofrecía Vannozza; ella me dirigió una mirada entre calculadora y afectuosa.
– Doña Sancha. -Nos abrazamos; luego, ella se apartó para observarme y esperó hasta que Jofre se hubiese alejado lo suficiente para decirme-: Mi hijo te quiere muchísimo. Espero que seas una buena esposa para él.
Le devolví la mirada abierta y sinceramente.
– Hago todo lo que puedo, donna Vannozza.
Ella sonrió con orgullosa satisfacción a sus tres hijos, mientras Jofre se reunía con Juan y César y aceptaba una copa de vino de un sirviente.
– Lo han hecho muy bien por sí mismos, ¿verdad?
– En efecto, madonna.
– Vamos a reunimos con ellos.
Así lo hicimos. Advertí que por una vez César no iba vestido con su habitual sotana negra, sino con una magnífica túnica escarlata bordada con hilos de oro; Juan, como siempre, vestía de forma exagerada, con rubíes, brocado de oro y brillante terciopelo azul; sin embargo, el cardenal de Valencia resultaba muchísimo más elegante.
Me coloqué junto a Jofre, y dirigí la sonrisa y el saludo obligado a sus dos hermanos mayores.
– Ilustrísima -le dije a César, al tiempo que desviaba los ojos cuando él me besó en cada mejilla, como se requería en las relaciones familiares-. Capitán general -le dije a Juan. Para mi sorpresa, no había vanagloria en los ojos del duque de Gandía, ningún desafío, ninguna ira disimulada; su beso fue cortés, distante. Se comportaba como alguien que había sido castigado.
Saludé a los demás huéspedes. Cuando llegó el momento de dirigirnos a la mesa, Vannozza me cogió del brazo y dijo con voz firme:
– Aquí, Sancha. He escogido el lugar de cada uno.
Para mi pesar me sentó entre Juan y César.
Por fortuna, al comienzo de la cena, todos nos distrajimos con los brindis, dirigidos por la matriarca, Vannozza. Juan fue el primer saludado.
– Por el capitán general -proclamó donna Vannozza, con entusiasmo-, que conseguirá para todos nosotros la paz y la prosperidad.
Esto provocó los aplausos de los servidores de Juan; él dio las gracias con una exagerada reverencia, como un gracioso soberano.
– Por el sabio y erudito cardenal de Valencia -anunció Vannozza a continuación.
Hubo algunos corteses murmullos; luego llegó el brindis final.
– Por el príncipe y la princesa de Squillace. -Este brindis fue recibido con disimuladas sonrisas.
La cena, aunque interminable, no fue tan mala como había temido. Juan no me dijo ni una palabra; hablaba con el cardenal Giovanni Borgia, sentado a su derecha. En cuanto a César, de vez en cuando captaba mi mirada; la suya era dolorosa y suplicante. En cierto momento intentó hablarme al oído mientras los demás estaban distraídos, pero yo lo aparté gentilmente, mientras le decía:
– Este no es el momento oportuno, cardenal. No nos causemos más dolor hablando de nuestra situación.
No me hizo caso, y susurró:
– Mírate, Sancha, tu rostro esta tenso, has perdido peso. Admítelo, eres tan desdichada como yo. Pero veo que ahora te aferras a Jofre; no me digas que dejarás que algo tan ridículo como la culpa destruya nuestro amor.
Lo miré, herida. No podía negar mi pesar; pero el motivo iba mucho más allá de lo que César sospechaba. Me aparté de él.
No nos dijimos nada más el uno al otro. En cuanto se ocultó el sol, encendieron las velas y las antorchas.
En ese momento un desconocido se unió a nuestro grupo, un hombre alto y delgado, con el rostro cubierto por una máscara de cerámica pintada con brillantes colores al estilo veneciano. Por las aberturas para los ojos y la boca, podía verse una solemne expresión; en la frente llevaba dibujado el símbolo de las balanzas. El pelo y el cuerpo estaban cubiertos con una capa con capucha, que ocultaba todavía más su apariencia. Nuestro visitante conocía a los miembros de nuestro grupo, y los saludó a todos por su nombre, pero disfrazó su voz haciéndola más profunda; intrigados, intentamos adivinar su identidad. Era la época del carnaval y había muchas fiestas de disfraces en la ciudad; todos creímos que el invitado había venido de una de dichas fiestas.
Vannozza lo invitó a la mesa y los sirvientes trajeron una silla para él; me encantó cuando la colocaron entre Juan y yo, y, de esta manera, aumentó la separación. Juan se mostraba muy interesado por nuestro misterioso visitante, y dedicó mucho tiempo a interrogarlo en un esfuerzo por descubrir su identidad. El desconocido lo conquistó, porque a medida que transcurría la noche, ambos conversaban con las cabezas casi juntas y oí que hacían planes para nuevas aventuras después de la fiesta. Llegó un momento en que Juan se marchó para aliviarse de la abundancia de vino, y Jofre y yo aprovechamos para despedirnos y regresar a casa.
Pero antes de levantarme, me volví hacia el hombre desconocido a mi lado y le pregunté, en voz baja:
– Me marcho, señor. Siento curiosidad: ¿me dirás tu nombre? Te prometo que no se lo diré a nadie.
Me miró, y vi una extraña luz que brillaba en los ojos oscuros detrás de la máscara.
– Llámame Justicia, madonna -respondió, con voz suave-. Estoy aquí para poner las cosas en su sitio.
Su respuesta me provocó un escalofrío. Lo observé en silencio, y luego me levanté para ir a reunirme con mi esposo. En el momento en el que abrazábamos y besábamos a Vannozza antes de retirarnos, Juan volvió a la mesa y decidió que había llegado el momento para que él y su misterioso amigo fuesen en busca de mujeres amorosas.
Mientras los dos se marchaban, sin despedirse de la anfitriona, me volví para mirar a César.
El cardenal acababa de llevarse la copa a los labios, pero podía ver sus ojos. Estaban fijos en Juan y en el desconocido, con la misma distante intensidad con la que habían mirado cómo el corpulento cuerpo de Antonio Orsini se balanceaba de la rama del olivo.
Ninguno de nosotros -incluida Su Santidad- advirtió que Juan no había regresado a la mañana siguiente. Era su costumbre, cuando se despertaba en la cama de una mujer desconocida, esperar hasta al atardecer para volver al Vaticano.
Pero el ocaso dio paso a la noche. Jofre y yo habíamos sido invitados a cenar con el Papa y escuchamos las palabras de preocupación de Alejandro. Mientras estábamos cenando apareció el capitán de Juan, y anunció que el capitán general no se había presentado para ocuparse de los asuntos más urgentes del día.
Alejandro se retorció las manos.
– ¿Dónde puede estar? ¿Por qué quiere causarle a su pobre padre tanta preocupación? Si algo le ha ocurrido…
Jofre se levantó de su lugar y apoyó una mano en el hombro de Alejandro.
– No ha ocurrido nada, padre. Ya sabéis cómo es Juan cuando encuentra a una nueva mujer. Es incapaz de negarse otra noche de amor… pero estoy seguro de que regresará llegada la mañana.
– Sí, sí… -murmuró Alejandro, ansioso por aceptar aquel consuelo.
No dije nada, pero no pude borrar de mis pensamientos la imagen del extraño enmascarado llamado Justicia.
Con Su Santidad más tranquilo, nos retiramos y nos dirigimos a nuestras respectivas habitaciones.
Algunas horas más tarde, me despertó un soldado armado y me llevó al Vaticano. El Papa no estaba sentado en el trono a la espera del tradicional saludo de un beso en la zapatilla; se paseaba, y miraba a través de la ventana la plaza iluminada por las antorchas. En aquel momento no lo sabía, pero eran las antorchas de los guardias españoles, que recorrían las calles en busca de su comandante desaparecido. Jofre estaba junto a Alejandro, e intentaba mantener un brazo sobre los hombros de su desesperado padre para consolarlo.
Solo más tarde caí en la cuenta de que Alejandro no había llamado a César para que lo consolara.
– ¿Qué ocurre, santidad? -pregunté; la situación no daba lugar a las formalidades-. ¿Qué ha pasado?
Alejandro volvió su rostro hacia mí, su ancha frente surcada por profundas arrugas. Las lágrimas no derramadas brillaban en sus ojos.
– Juan ha desaparecido. Me temo lo peor.
– Padre -dijo Jofre con voz serena-, no conseguís nada desesperándoos. Juan debe de estar con una mujer; como os dije. Ya lo veréis. Estará de regreso por la mañana.
– No. -Alejandro sacudió la cabeza-. Soy el culpable de esto. Ataqué al huésped de Ascanio Sforza; nunca tendría que haber mandado que lo ahorcasen. Dios me castiga arrebatándome a mi hijo favorito.
Meritoriamente, Jofre ni siquiera parpadeó al escuchar las últimas palabras de su padre.
Tuve una fría certidumbre. Juan estaba muerto, pero no por la razón que creía Alejandro.
Me esforcé para encontrar un poco de compasión en mí; Alejandro me había llamado para que lo consolase. Lucrecia ya no estaba allí para darle la suave y femenina presencia que tranquilizaba su espíritu; y Jofre era amable, a diferencia de César. ¿Cómo podía hacer aquello para lo que me habían llamado? Seguí el ejemplo de mi marido, y apoyé una mano en el otro hombro de Alejandro.
– Santidad, todo está ahora en las manos de Dios. Preocuparse es inútil; sabremos el destino de Juan cuando llegue el momento oportuno. Jofre tiene razón: no debemos preocuparnos hasta la mañana.
Alejandro se volvió hacia mí.
– Ah, Sancha. Me alegra haber mandado llamarte; eres muy sabia. -Me sujetó las manos entre las suyas. Las lágrimas que corrían por sus mejillas cayeron sobre mi piel.
– Quizá deberíamos rezar un rosario por Juan -propuso Jofre, con mucha seriedad-. Haya o no sufrido algún daño, solo hará bien a su alma.
Tanto el Papa como yo lo miramos con escepticismo; comprendí al mirar a Alejandro que no creía más que yo en la eficacia de la oración. No obstante, era tal su angustia que abrazó a su hijo.
– Tú reza por mí, Jofre. Mi corazón está demasiado preocupado. Pero me hará bien escucharte.
Jofre me interrogó con la mirada. Yo le respondí con otra que dejaba claro que no deseaba unirme al rezo. Incluso de haber sido una buena cristiana, habría sido incapaz de participar en la hipocresía de rezar por alguien como Juan; una parte de mí aún deseaba vengarse de ese hombre.
A la vista de que nadie más deseaba unirse a él, Jofre sacó un rosario de su túnica -algo que me sorprendió- y comenzó a rezar con gran fervor:
O Vergin benedetta, sempre tu
Ora per noi a Dio, che ci perdoni
E diaci ¿razia a viver si quaggiu
Che'l paradiso al nostro fin ci doni.
«Oh Virgen bendita, ruega siempre por nosotros, que Dios pueda perdonarnos y darnos la gracia para vivir y así quizá ser recompensados con el cielo después de nuestra muerte.»La situación era demasiado grave para que yo mostrase asombro, pero me sorprendió escuchar a mi marido repetir el Vergin benedetta preferido por la gente común en lugar de la versión latina, Ave María gratia plena, que había sido aprobada por su propio padre como la versión «correcta». A diferencia del Papa, Jofre al parecer creía en Dios; era obvio que la oración se la había enseñado algún sirviente beato, y la prefería a la que había tenido que aprender durante sus estudios de latín.
Si Alejandro advirtió la diferencia, no lo demostró.
Volvió a acercarse a las ventanas, y continúo con su paseo.
Una y otra vez, Jofre repitió la oración; se decía que santo Domingo recomendaba ciento cincuenta repeticiones al día, y ciertamente, Jofre debía de estar muy cerca de ese número antes de que fuese interrumpido. El sedante y monótono sonido de su rezo hizo que Alejandro y yo recuperásemos un poco de calma, porque al final Su Santidad fue a sentarse en su trono y se quedó en silencio.
Ese momento de paz fue roto por la aparición de uno de los guardias, con el uniforme manchado de sangre. Nos volvimos y lo observamos con horror.
– Santidad -dijo sin aliento, y se arrodilló para besar el pie del pontífice. Incapaz de hablar, Alejandro hizo un gesto frenético para que el hombre se alzase y diese su informe-, encontramos al criado del duque de Gandía -añadió el guardia-, en una callejuela cerca del Tíber. Lo han atravesado varias veces con una espada; agoniza, y no puede dar testimonio.
Alejandro apoyó la cabeza en las manos y se deslizó del trono hasta quedar de rodillas.
– Déjanos ahora -ordenó Jofre-. Vuelve cuando tengas noticias del duque.
El soldado saludó y se marchó, mientras nosotros íbamos hasta el lloroso Alejandro, que se balanceaba en su desdicha sobre los escalones, e intentamos abrazarlo. Hice lo que se esperaba de mí, como una buena nuera; no obstante, me sorprendió descubrir que, aunque lo despreciaba, no podía evitar un sentimiento de piedad por el sincero sufrimiento del viejo.
– Esto es obra mía, Dios mío -gimió, con una voz tan conmovedora, tan sincera que no dudé que llegaría al cielo-. ¡He matado a mi hijo, mi amado hijo! ¡Permíteme morir ahora, deja que muera en su estela!
Sus llantos continuaron durante una hora, hasta que un guardia papal entró en la habitación, acompañado por un campesino.
– Santidad -dijo el guardia-, tengo aquí a un testigo que dice haber visto una actividad sospechosa relacionada con la desaparición del duque.
Alejandro se recuperó con una voluntad admirable. Se levantó, y sin aceptar mi ayuda ni la de Jofre, subió con gran dignidad al trono y se sentó.
El testigo -un hombre de mediana edad con barba y cabellos oscuros, vestido con una sucia y rasgada túnica cuyo desagradable olor delataba su profesión de pescador- se quitó la gorra y, tembloroso, subió los escalones para besar la zapatilla papal. Luego bajó y, mientras retorcía la gorra en sus manos, dio un respingo cuando el Papa le ordenó:
– Dime lo que has visto y oído.
Su relato era sencillo. La noche de la desaparición de Juan, el pescador estaba en su barca en el Tíber, cerca de la orilla. Oculto en parte por la niebla, había visto que un hombre montado en un caballo blanco se acercaba al río por una de las callejuelas. Esto en sí no tenía nada de particular, pero lo que llamó la atención del pescador fue el cuerpo tumbado sobre la grupa del caballo, y sujetado por dos sirvientes. Cuando el jinete llegó a la orilla y puso al caballo de lado, los dos sirvientes cogieron el cuerpo y lo arrojaron al río.
– ¿Se ha hundido? -preguntó el caballero.
– Sí, mi señor -respondió uno de los criados.
Pero el muerto se negaba a cooperar; el sirviente apenas si había tenido tiempo de responder cuando la capa del cadáver se llenó de aire y arrastró el cuerpo de nuevo a la superficie.
– Haced lo que haga falta -ordenó el señor.
Los sirvientes arrojaron piedras contra el cadáver hasta que finalmente desapareció debajo de la negra superficie del Tíber.
Mantuve mis brazos apretados alrededor de Jofre mientras él escuchaba horrorizado. En cuanto a Su Santidad, lo escuchó todo con una expresión dura.
Cuando acabó el relato le preguntó al pescador:
– ¿Por qué no informaste de esto de inmediato?
– Santidad -respondió el hombre con voz temblorosa-, he visto arrojar al Tíber a más de cien cadáveres. Nunca nadie ha demostrado la menor preocupación por ninguno de ellos.
Por asombrosa que fuese esta declaración, no dudé de su veracidad. Se cometían al menos dos o tres asesinatos cada noche en Roma, y el Tíber era el cementerio favorito para las víctimas.
– Sacadlo de aquí -ordenó Alejandro.
El guardia obedeció y se marchó con el pescador. En cuanto hubieron salido, el Papa ocultó de nuevo el rostro entre las manos.
Jofre subió los peldaños hasta el trono.
– Papá -dijo, al tiempo que abrazaba a su padre-, nos ha hablado de un asesinato, pero seguimos sin saber si el muerto era Juan.
Ninguno de nosotros se atrevió a mencionar que el caballo favorito de César era un semental blanco.
– Quizá no -murmuró Alejandro. Miró a su hijo menor con una chispa de esperanza-. Quizá todo nuestro sufrimiento es en vano. -Soltó una risa trémula-. Si lo es, debemos pensar en un terrible castigo para Juan por hacernos sufrir tanto.
Vacilaba entre la esperanza y la desesperación. Por lo tanto, permanecimos con él otra hora hasta que apareció un tercer guardia papal.
Al ver la expresión de este soldado, Alejandro soltó un aullido. Jofre se echó a llorar; porque el temor en los ojos del joven soldado revelaba lo que había venido a anunciar. Esperó hasta que los sonidos del dolor se apagaron lo suficiente para ser escuchado.
– Santidad… han encontrado el cuerpo del duque de Gandía. Lo han llevado al castillo de Sant'Angelo, donde lo lavarán para el sepelio.
Nadie pudo contener a Alejandro, no atendía a razones. Insistió en ir a ver el cuerpo de Juan, incluso a sabiendas de que aún no había sido preparado para ser visto, pero no podía creer que su hijo estuviese muerto.
Jofre y yo lo acompañamos. Lo escoltamos al entrar en la habitación donde las mujeres lavaban el cadáver; se inclinaron, asombradas al ver a Su Santidad, y se apresuraron a dejarnos a solas. El cadáver de Juan estaba envuelto en una tela; Jofre la apartó, respetuoso.
El hedor penetró en nuestras narices. El cuerpo había estado en el río una noche y un día enteros en pleno verano.
Juan mostraba un aspecto grotesco. El agua había hinchado su cadáver hasta el doble de su tamaño; sus ropas estaban rasgadas, la barriga sobresalía por debajo de la túnica. Sus dedos eran gruesos como salchichas. Resultaba duro verlo así: la lengua hinchada asomaba entre los dientes; los ojos abiertos, cubiertos con una película lechosa; el pelo aplastado contra su rostro por el barro. Lo habían apuñalado varias veces; vaciado de sangre, su piel tenía el color del mármol. Lo peor de todo era que le habían rajado la garganta de oreja a oreja, y la herida se había llenado con barro, hojas y trozos de madera.
Alejandro soltó un alarido y se desplomó. Ni siquiera los esfuerzos de Jofre y míos lograron levantarlo.
Debido al calor, Juan fue enterrado tan pronto como acabaron de lavarlo y vestirlo. Los miembros de la casa del duque y sus hombres más allegados, seguidos por un contingente de sacerdotes, cargaron el féretro. Jofre y yo observamos desde los aposentos papales mientras la procesión alumbrada por las antorchas caminaba hacia la catedral de Santa Maria del Popolo, donde Juan fue enterrado junto a la cripta de su hermano, Pedro Luis.
El Papa no asistió, pero lloró con tanto dolor que Jofre y yo no pudimos escuchar los lamentos de la procesión. Nos quedamos con él aquella noche -incapaces de convencerle de que comiese, bebiese o durmiese-, pero no hicimos un solo comentario ni entonces ni más tarde, sobre la conspicua ausencia de César.