Capítulo 27

Por la mañana, dejé a mi marido dormido, me vestí y fui hacia las habitaciones de Su Santidad muy temprano, antes de que este saliese para ocuparse de sus tareas oficiales.

Me recibió en su despacho, sentado detrás de una gran mesa dorada.

Saludé con una reverencia, y después dije en tono grave:

– Santidad, vuestro hijo Jofre fue herido anoche en un altercado con el alguacil.

– ¿Herido? -Se levantó, de inmediato preocupado-. ¿Es grave?

– Fue anoche, santidad. Una flecha oxidada atravesó el muslo de Jofre; ha sobrevivido por la gracia de Dios. Aún no hay fiebre. El médico confía en que se recuperará. Pero su estado sigue siendo grave.

– ¿Cómo ocurrió? -preguntó, un poco más relajado.

– Jofre estaba anoche con algunos de sus hombres, muy tarde; estaban cruzando el puente de Sant'Angelo cuando el alguacil los detuvo y exigió saber cuáles eran sus asuntos.

– Es lo que debía hacer -manifestó Alejandro-. Hablé con Jofre de sus escapadas nocturnas. Ha estado yendo por ahí con sus españoles, en busca de pelea. Por lo visto, consiguió su propósito.

Su tono era despectivo; lo observé y solté una exclamación.

– ¡Santidad, los hombres responsables de herir a Jofre deben ser llevados ante la justicia!

Alejandro se sentó; era obvio que ya no estaba preocupado. Me miró con sus grandes ojos castaños; ojos que parecían benévolos en la superficie, y que, sin embargo, ocultaban un alma conspiradora.

– Por lo que parece solo estaban cumpliendo con su deber. No puedo «castigarlos», como tú pides. Jofre recibió lo que merecía. -Volvió la atención al documento que tenía sobre la mesa, y no me hizo caso.

– ¡Él es vuestro hijo! -exclamé, sin preocuparme de ocultar mi ira.

Me miró con frialdad.

– En cuanto a eso, estás mal informada, madonna.

Mi temperamento se apoderó de mi lengua antes que de mi inteligencia.

– Habéis dicho al mundo todo lo contrario -repliqué en el acto-, cosa que os hace un mentiroso y un cornudo.

Se levantó de nuevo al escucharme, con una rapidez y una furia iguales a las mías, pero antes de que pudiese responder, le di la espalda, sin pedirle permiso para retirarme, y salí de la habitación dando un portazo.


Más tarde, empecé a pensar que había empeorado la situación de Alfonso y la mía. Por la tarde, estaba tan nerviosa por mi equivocación que fui a buscar a mi hermano; me vi obligada a esperar varias horas hasta que regresó de una cacería.

Nos reunimos clandestinamente, como siempre; en el dormitorio de Alfonso, con la puerta de la antecámara cerrada con llave. Mientras mi hermano escuchaba, sentado en una silla después de un duro día de cabalgada -cansado hasta tal punto que ni siquiera se quitó la capa antes de sentarse-, caminé ante él y confesé mi estupidez y mi sentimiento de culpa.

Sacudió la cabeza con expresión indulgente y exhaló un suspiro.

– Sancha, debes comprenderlo: tus arranques de furia enfadan mucho a Alejandro, pero al final él comprenderá que estás defendiendo a tu marido. Tu enfado no tendrá ninguna consecuencia. -No tenía sentido intentar convencerlo de lo contrario; estaba demasiado acostumbrado a ver solo lo bueno en las personas. Por mucho tiempo que permaneciese en Roma, nunca llegaría a entender el talento de los Borgia para la traición.

Exhalé un suspiro, pero entonces Alfonso añadió:

– No puedes haber empeorado nuestra situación. Es casi imposible que empeore más.

Entonces me contó algo que me había mantenido oculto desde hacía unos días: que los representantes del rey español, Fernando, estaban cada vez más escandalizados por las acciones de Alejandro. Hasta tal punto, que zarparían por la mañana de regreso a España, con el fin de reunirse con Fernando en persona. Su partida pretendía ser una afrenta intencionada al Papa, pero antes de marcharse transmitirían a Su Santidad su convicción de que el ejército papal había estado recibiendo municiones de Francia, ocultas en toneles de vino.

Alfonso me transmitió esto con un cansancio que nacía de algo más que el agotamiento físico. Con una sien apoyada en el puño, dijo con voz lenta:

– El Papa ha conseguido enfadar tanto a los españoles con sus constantes halagos al rey Luis que los embajadores insultaron abiertamente a Alejandro. Garcilaso de la Vega tuvo el coraje de decirle a Su Santidad sin pelos en la lengua: «Espero que os veáis forzado a seguirme a España como un fugitivo, en una barcaza, y no en una hermosa nave como la mía».

No pude contener una exclamación de deleite al pensar en De la Vega, que había puesto a Alejandro en su lugar; al mismo tiempo, sabía que tanta sinceridad solo podía atraer ganas de venganza.

– ¿Qué dijo el Papa?

– Tartamudeó -manifestó Alfonso-. Dijo que don De la Vega lo había deshonrado, al acusarlo de complicidad con Francia, y afirmó que su lealtad a España permanecía firme.

Guardé silencio; observé a mi hermano con mucha atención. Temía que Lucrecia continuase influyendo en él hasta el punto de que considerara la retirada de los embajadores españoles una reacción exagerada; pero no lo hizo. Su expresión permaneció grave, preocupada.

Después de una pausa, Alfonso habló de nuevo; su tono era de franca derrota:

– He conversado en varias ocasiones con Ascanio Sforza. Me señaló que si bien Lucrecia puede amarme, el Papa no la escuchará en este asunto. Ella se opuso a su divorcio de Giovanni Sforza, pero al final, no sirvió de nada.

Contuve mi lengua, para evitar señalarle que yo había dicho lo mismo unas semanas atrás y no me había querido escuchar. En cambio, dije:

– Solo a una persona presta oído Alejandro, y es César. El es el mayor peligro al que nos enfrentamos.

Alfonso consideró mis palabras durante unos momentos, y después continuó:

– Sforza está pensando en abandonar Roma. No tiene muy claro durante cuánto tiempo será seguro para los partidarios de la casa de Aragón permanecer aquí.

Me quedé de una pieza. Sabía que las maniobras políticas de César con los franceses nos habían puesto a mi hermano y a mí en una grave situación. Pero el peligro físico -que los Borgia quizá intentasen asesinar a Alfonso- nunca había parecido real hasta aquel momento, cuando miré a mi bondadoso hermano y comprendí lo que había hecho César: la casa de Aragón corría un grave peligro. La alianza francesa había incluso permitido al Papa la audacia de negar ante mí la paternidad de Jofre.

¡La declaración de César de que deseaba casarse con Carlota había sido solo un engaño! ¿Siempre había tenido la intención de casarse con una mujer escogida por el rey Luis, y aliarse con el peor enemigo de mi país? Si deseaba vengarse de mí, no había mejor camino que amenazar a Alfonso. Me preocupaba más la vida de mi hermano que la mía.

Con el ejército francés a disposición del Papa, César podía arrebatarme algo más que Alfonso: podía tomar Nápoles.

De inmediato me vi transportada al lejano pasado. Me encontraba en la oscura cueva de la bruja cerca del Vesubio, vi sus atractivas facciones detrás del velo de gasa negra y escuché su melodiosa voz: «Ve con cuidado, o tu corazón destrozará a todos aquellos a los que amas».

«César -pensé, en un instante de desesperado miedo, e instintivamente apoyé una mano en el estilete siempre oculto en mi corpiño-. César, mi corazón… mi negro y malvado corazón. No puedo permitir que destruyas a mi hermano.»


Jofre se recuperó completamente, y renunció a sus locas salidas nocturnas. Alfonso y yo nos quedamos en Roma incluso en julio, después de que Ascanio Sforza se marchase a Milán, para apoyar a su hermano, el duque Ludovico Sforza. El ejército francés ya había cruzado los Alpes y se preparaba para atacar aquella ciudad norteña.

A mí solo me preocupaba Alfonso: era un varón y por tanto capaz de ejercer alguna influencia política. Yo solo era una mujer, por lo que era vista como una molesta esposa, pero no como una amenaza directa. Ambos intentábamos convencernos de que estábamos seguros, sobre todo porque Lucrecia estaba embarazada de cuatro meses, y Alejandro esperaba con ansia el nacimiento de su primer nieto legítimo: el heredero de las casas de Aragón y Borgia.

El Papa repetía que el rey Luis nunca invadiría Nápoles: insistía en que al rey francés solo le interesaba la región de Milán.

Una vez que Luis tuviese Milán en su poder, él y su ejército se marcharían.

Nosotros intentábamos desesperadamente creer las palabras de Alejandro.

Pero Alfonso solo podía creerlas hasta cierto punto. Me ocultaba un secreto, algo que aún no he podido perdonarle, aunque sé que solo lo hizo para protegerme.


El rey Luis se apoderó de Milán con extrema facilidad; los ciudadanos, preocupados por salvar el pellejo, se echaron a las calles para darle la bienvenida. En cuanto al duque Ludovico y su primo, el cardenal Sforza, fueron incapaces de reunir el apoyo necesario para repeler la invasión. Cuando se dieron cuenta de ello, escaparon incluso antes de que la ciudad abriese sus puertas al ejército francés.

César Borgia cabalgaba junto al rey.


Solo hacía dos días que había empezado agosto, y las mañanas todavía eran frescas. Lucrecia me invitó a comer en la logia del palacio. Manteníamos la alegre charla propia de las mujeres cuando una de ellas está cerca de dar a luz, pero nuestra plática se vio interrumpida por la aparición de los sirvientes papales, y luego por Su Santidad.

Cruzó la logia con una rapidez y una fuerza poco características, sus anchos hombros curvados hacia delante. Me recordó el escudo de los Borgia, porque Alejandro se parecía mucho a un toro que carga con furia.

Se acercó; la blancura de sus prendas de satén acentuaba el rojo de su rostro redondo y la oscuridad de sus ojos entrecerrados. Su mirada, afilada como una espada, pasaba alternativamente de Lucrecia a mí; era obvio que ambas habíamos hecho algo que había despertado su ira y desprecio.

Nos levantamos, Lucrecia con dificultad debido a la carga que llevaba; pero Alejandro nos indicó de inmediato que volviésemos a sentarnos.

– ¡No! Sentaos, lo necesitaréis. -Su tono era duro, su expresión enfurecida. Llegó a nuestra mesa y arrojó una carta junto al plato de Lucrecia. Yo me quedé como una estatua, sin atreverme casi ni a respirar.

Lucrecia, muy pálida -quizá sospechaba aquello que yo estaba demasiado sorprendida para intuir-, recogió la carta y comenzó a leer. Soltó una exclamación, luego una extraña risa de incredulidad.

– ¿De qué se trata? -pregunté, en voz muy baja para no provocar más la ira de Su Santidad.

Me miró, desconcertada; creí que iba a perder el conocimiento. Pero se controló. Al responderme, intuí el llanto en su voz:

– Alfonso. Dice que ya no está seguro en Roma. Se ha marchado a Nápoles.

– ¡Te pide que te reúnas con él! -gritó Alejandro, y movió una de sus manazas hacia la carta; Lucrecia se encogió, como si temiese recibir un golpe-. Más te vale jurar, ante Dios, que no sabías nada de esto.

Lucrecia parpadeó varias veces, y susurró:

– No sabía nada, lo juro.

Alejandro continuó con sus críticas.

– ¿Qué clase de traidor es, que acusa a su propia familia, me acusa a mí, de deslealtad, y después abandona a su pobre esposa embarazada? Todavía peor, ¿qué clase de canalla pone a su esposa en semejante posición, le pide que reniegue de su propia sangre, a sabiendas de sus responsabilidades familiares y políticas?

En aquel momento deseé pegarle. Estaba furiosa con él por insultar a mi hermano, un hombre de tal decencia que Alejandro nunca podría comprender; y también estaba furioso con Alfonso por haber huido tic Roma sin decírmelo.

Al mismo tiempo comprendí por qué había guardado silencio; conocer el secreto hubiese puesto en peligro mi cabeza. Al dejarme atrás, sin conocer en absoluto sus planes, Alfonso se había asegurado de que los Borgia me consideraran inofensiva.

– Por supuesto no le responderás -ordenó Alejandro a su hija con dureza, en absoluto conmovido por las lágrimas que caían por sus mejillas y sobre el pergamino que estaba junto a su plato-. Tus movimientos en esta casa serán vigilados a partir de este momento; no irás a ninguna parte sin mi permiso, te lo aseguro. -Se volvió hacia mí-. En cuanto a ti, doña Sancha, puedes comenzar a preparar tus maletas en este mismo instante. Es obvio que el rey Federico no quiere dejar aquí ninguna de sus pertenencias, así que seguirás a tu hermano a Nápoles.

El rubor encendió mis mejillas. Me levanté; mi voz era fría pero temblaba de ira.

– Haré lo que diga mi marido.

– Tu marido -Alejandro se me acercó con gesto amenazador- no tiene nada que decir en esta casa, como bien sabes. Espero que te marches del palacio no más tarde de mañana y te lleves tu arrogancia y temperamento aragoneses contigo.

Se volvió y se marchó con el vigor de un hombre mucho más joven; sus pajes tuvieron que correr para seguirlo. Lucrecia se quedó sentada con una expresión de asombro, con la mirada fija en la carta escrita por el hombre que más cerca había estado de ella, y que ahora estaba tan lejos. Me acerqué a ella, me arrodillé y la abracé. Cerré los ojos, porque no podía soportar mirarla a la cara y ver cómo se le rompía el corazón.

– Sancha -dijo, con voz contenida-, ¿por qué no puedo tener una vida feliz con mi marido? ¿Acaso soy tan fea y terrible, una esposa tan horrible que los hombres me abandonan de esta manera?

– No, querida -le respondí con toda sinceridad-. Son cuestiones políticas que solo interesan a tu padre y a César, y no tienen nada que ver contigo. Sé cuánto te ama Alfonso. Me lo ha dicho innumerables veces.

Esto solo sirvió para aumentar su pena.

– Ah, mi querida Sancha, no me digas que tú también te marchas.

– Querida Lucrecia -murmuré en su hombro-, algunas veces nos vemos forzados a hacer aquello que menos deseamos.


Jofre discutió con su padre, pero comprendimos que no serviría de nada. A diferencia de Alfonso, no animé a mi esposo a que me siguiese: no creía que Jofre tuviese la confianza suficiente para dejar atrás el único privilegio que había disfrutado: ser un Borgia, aunque solo fuese de nombre.

Aquella mañana, ordené a todos mis sirvientes que comenzasen a hacer el equipaje.

Al anochecer, Jofre vino a verme a mi habitación y despidió a Esmeralda y a los sirvientes.

– Sancha -dijo, con voz temblorosa por la emoción-. Esto que te ha hecho mi padre es horrible. Nunca podré perdonarle, y nunca seré feliz sin ti. He sido un marido lamentable; no soy ambicioso, apuesto ni tengo fuerza de voluntad, como César, pero te quiero con toda mi alma.

Me sonrojé ante la mención de César y me pregunté si Jofre se había enterado de nuestra aventura. Era imposible vivir en Roma sin escuchar los rumores, pero todo ese tiempo había confiado en que mi esposo -siempre dispuesto a pensar en lo mejor de todos- no les hubiera hecho caso.

– Oh, Jofre -repliqué-, ¿cómo has podido mantener tu alma inocente en medio de tanto engaño? -Lo cogí en mis brazos, y aquella noche se acostó conmigo, quizá por última vez.

Jofre se marchó antes del amanecer. Al mediodía del día siguiente, mis sirvientes ya habían guardado en los cofres y baúles todo lo que deseaba; abandonaba la mayor parte de mis preciosos vestidos.

En el momento de salir de mis aposentos para dirigirme al carruaje que me esperaba, Lucrecia apareció en el pasillo, con los ojos enrojecidos.

– ¡Hermana! -llamó mientras se acercaba. Ahora caminaba con lentitud, porque estaba en el cuarto mes de embarazo-. ¡No te marches sin dejar que te diga adiós!

Cuando se acercó para abrazarme, le susurré:

– No debes hacer esto. Los sirvientes lo verán e informarán al Papa; se pondrá furioso.

– Maldito sea -replicó ella con vehemencia, mientras nos abrazábamos.

– Eres muy valiente y bondadosa al venir -manifesté-. Se me parte el corazón al decir hasta nunca.

– No es un hasta nunca. Solo es un adiós -replicó ella-. Te lo juro, volveremos a encontrarnos. Juro por mi vida que os veré a ti y a Alfonso de nuevo en el seno de nuestra familia. No dejaré que ninguno de los dos os marchéis.

La abracé con mucha fuerza.

– Mi querida Lucrecia -murmuré-, tienes mi amistad y lealtad para toda la vida.

– Y tú la mía -afirmó ella, solemne.

Nos separamos para mirarnos la una a la otra, y ella soltó una risa forzada.

– Bueno, ya está bien. Basta de tristeza. Volveremos a encontrarnos, y tú estarás a mi lado cuando nazca el primogénito de tu hermano. Piensa en el momento feliz que vendrá, y yo haré lo mismo, cada vez que el pesar amenace. Prometamos que lo haremos.

Conseguí esbozar una sonrisa.

– Lo prometo.

– Bien -dijo ella-. Ahora te dejo, con el convencimiento de que nuestra separación será breve. -Se volvió, con tanto coraje y decisión que yo cuadré los hombros.

Corría el año 1499. Se rumoreaba entre la plebe y se proclamaba compasión desde los pulpitos que Dios pondría fin al mundo en el año del Jubileo de 1500. Sin duda a mí me parecía, mientras me preparaba para dejar el palacio de Santa María bajo un manto de vergüenza, que mi propio mundo ya se estaba acabando… pero en realidad, los rumores eran ciertos. El final de mi mundo se acercaba, pero no sería hasta el año siguiente.

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