Gracias a su fuerte constitución, Alejandro se recuperó sin problemas. El rayo de Dios dio a Su Santidad el sentido de mortalidad y un renovado aprecio por la vida; comenzó a pasar menos tiempo con César para ocuparse de las estrategias de conquista y más tiempo en compañía de su familia, que consistía en el pequeño Rodrigo, que crecía a pasos agigantados, Lucrecia, Alfonso, Jofre y yo. De nuevo, cenábamos cada noche en compañía del Papa, y en la mesa hablábamos de temas domésticos en lugar de política. Se estaba abriendo una grieta entre César y Alejandro en términos de lealtad; solo podía rogar para que el Papa fuese lo bastante fuerte para resultar vencedor.
Mi apocalipsis privado comenzó el 15 de julio, apenas dos semanas después de que se derrumbara el techo sobre el trono papal. Aquella noche cenábamos con Su Santidad, y Lucrecia y yo manteníamos una agradable conversación con él, cuando Alfonso se levantó para anunciar:
– Con vuestro permiso, santo padre, estoy cansado y deseo retirarme temprano.
– Por supuesto, por supuesto. -Entretenido en la conversación, Alejandro lo despidió solo con un cortés gesto-. Que Dios te conceda una buena noche de descanso.
– Gracias. -Alfonso se inclinó, besó la mano de Lucrecia y la mía, y se marchó.
No recuerdo de qué hablábamos, pero recuerdo haberlo mirado y haberme sentido conmovida por el cansancio en su rostro. Roma y sus perversas intrigas lo habían envejecido; la visión me trajo un lejano recuerdo: yo era una traviesa niña de once años en el palacio de Ferrante, y provocaba a mi hermano menor con el museo de los muertos de nuestro abuelo.
«¿Cómo puedes soportarlo, Alfonso? ¿No quieres saber si es verdad?»«No. Porque podría serlo.»Había muchas cosas que deseaba no haber descubierto; muchas cosas de las que deseaba haber podido proteger a mi hermano en Roma, y permitirle vivir en una bendita ignorancia. Pero eso había sido imposible.
Sentí un extraño deseo de abandonar mi conversación con Lucrecia en aquel momento y acompañar a Alfonso a sus habitaciones; pero hubiese sido una descortesía. En retrospectiva, no puedo menos que preguntarme cómo hubiesen cambiado nuestras vidas de haberlo acompañado. En cambio, le sonreí mientras él besaba mi mano; cuando se marchó, me olvidé de todos esos pensamientos por considerarlos una preocupación inútil.
Un par de horas más tarde, Lucrecia, el Papa y yo nos habíamos ido a conversar a la Sala de los Santos; nuestras voces resonaban en las paredes del amplio y casi desierto salón. Estaba cansada y pensaba en marcharme cuando escuchamos el ruido de unas fuertes pisadas y las voces alarmadas de hombres que se acercaban a nosotros. Antes de darme cuenta de qué pasaba, los soldados habían entrado en la habitación.
Los miré, sorprendida.
Un guardia papal, acompañado por otros cinco de su batallón, se acercó a Alejandro. Era un joven de no más de dieciocho años; su expresión era aturdida y tenía el rostro pálido por el miedo. El protocolo exigía que se inclinase y pidiese permiso para dirigirse a Su Santidad; el muchacho abrió la boca, pero fue incapaz de hablar.
En sus brazos, laxo y pálido como la muerte, estaba mi hermano. De inmediato pensé en la imagen de la Virgen que acunaba al martirizado Cristo.
La sangre manaba de la frente de Alfonso, teñía de rojo sus rizos dorados y oscurecía la mitad de su rostro. La capa que había vestido aquella noche había desaparecido -arrancada- y su camisa estaba cortada en aquellos lugares donde no se pegaba a la carne con la sangre. Una de las perneras de sus calzones también estaba empapada en sangre.
Tenía los ojos cerrados, la cabeza caída sobre los brazos del soldado. Creía que estaba muerto. No podía hablar, no podía respirar; mi mayor temor se había hecho por fin realidad. Mi hermano había muerto ante mis ojos; ya no tenía razón para vivir, ya no tenía ningún motivo para respetar la moral de los hombres decentes.
Al mismo tiempo, vi la profundidad de mi locura en un destello: siempre había sabido, en lo más profundo de mi corazón, que César intentaría matar a mi hermano, ¿no era así? Era la mayor venganza que podía cobrarse por haberlo rechazado; más grande, desde luego, que arrebatarme mi propia vida.
¿No había sido esa su amenaza en nuestro último encuentro a solas?
«Ahora sé dónde estoy; ahora sé qué camino tomar.»Lucrecia se levantó de un salto, pero inmediatamente se desmayó.
La dejé en el suelo y corrí hacia mi hermano. Acerqué un oído a su boca abierta, y casi también me desvanecí con atormentada gratitud al escuchar el sonido de su respiración. «Dios -juré para mis adentros-, haré lo que Tú me pidas. No seguiré escapando de mi destino.»Él estaba vivo; vivo pero muy mal herido, si es que la herida no era mortal.
A mi espalda, Alejandro había bajado de su trono e intentaba reanimar a su hija.
Creo que la voluntad y comprender que se la necesitaba con desesperación, hizo que Lucrecia volviese en sí casi en el acto.
– ¡Estoy bien! -gritó, furiosa consigo misma ante esa muestra de debilidad en tal momento-. ¡Dejadme ver a mi marido! ¡Soltadme!
Se apartó del abrazo de su padre, se acercó a mí y juntas observamos las heridas de Alfonso. Yo quería gritar, desmayarme como había hecho Lucrecia. Por encima de todo, quería estrangular a Su Santidad mientras estaba allí, con aquella fingida expresión de inocencia, porque no tenía ninguna duda de que él tenía pleno conocimiento del ataque.
Contemplé el hermoso e inerte cuerpo de Alfonso; como su esposa, me forcé a mí misma a mantener una calma sobrenatural. En mi mente, recordé las palabras de mi abuelo. «Los fuertes debemos cuidar de los débiles.»-No podemos moverlo -dijo Lucrecia.
– Necesitamos una habitación aquí -señalé-, en estos aposentos.
Lucrecia miró a su padre; no con su habitual adoración e interés, sino con una fuerza poco común. En sus ojos grises había una clara amenaza si su orden no se cumplía. Alejandro cedió en el acto.
– Por aquí -dijo, y le hizo un gesto al soldado que llevaba a Alfonso para que lo siguiese.
Nos llevó hasta la cercana Sala de las Sibilas, donde el guardia dejó a Alfonso con mucho cuidado sobre un banco tapizado. Lucrecia y yo lo seguíamos tan de cerca, que nos apretábamos a cada lado del soldado.
– Llamaré a mi médico -añadió Alejandro, pero sus palabras no se oyeron porque Alfonso tosió de pronto.
Mi hermano parpadeó, luego abrió los ojos. Al vernos a Lucrecia y a mí, que estábamos casi tocándolo, susurró:
– Vi a los atacantes. Vi quién los mandaba.
– ¿Quién? -lo apremió Lucrecia-, ¡Mataré a ese asesino con mis propias manos!
Adiviné la siguiente palabra de mi hermano antes de que abriese los labios.
– César -dijo, y de nuevo perdió el conocimiento.
Solté una maldición.
Lucrecia hizo una mueca, se llevó las manos al estómago y se inclinó hacia delante, como si ella misma hubiese sido atravesada por una espada; le sujeté el brazo, convencida de que se caería de nuevo.
No lo hizo. En cambio, se controló y no mostró ninguna sorpresa ante esa terrible revelación; se dirigió a su padre con un tono seco, como si fuese un sirviente.
– Podéis llamar a vuestro médico. Pero mientras tanto, enviaré a llamar al médico del rey de Nápoles. También hay que llamar de inmediato a los embajadores de España y Nápoles.
– Que traigan agua y vendas -añadí-. Debemos hacer lo que podamos antes de que llegue el médico. -Como mi hermano continuaba sangrando, me desabroché las mangas en los hombros y me las quité; luego apreté el grueso terciopelo contra la herida abierta en su frente. Apelé a la frialdad de mi padre, a su falta de sentimientos, y por primera vez, agradecí encontrarlas en mí misma.
Lucrecia siguió mi ejemplo; ella, también, se quitó una de las mangas y la utilizó para tapar la herida en el muslo de Alfonso.
– ¡Mandad llamar a los sirvientes de Alfonso y a mis damas! -ordené. De pronto no quería otra cosa que la reconfortante presencia de doña Esmeralda y la compañía de nuestras personas más leales de Nápoles.
En nuestra desesperación, Lucrecia y yo no nos dimos cuenta de que el propio Papa había tomado nota de la mayoría de nuestras peticiones y había corrido para transmitírselas a los sirvientes. Uno o dos de los guardias papales intentaron marcharse para seguir nuestras órdenes, pero les eché una mirada que no admitía réplicas.
– ¡Quedaos aquí! No podemos quedarnos sin vuestra protección. La vida de este hombre está en juego, y tiene enemigos dentro de su propia casa.
Lucrecia no me contradijo. Cuando su jadeante padre regresó, le dijo:
– Necesito un contingente de por lo menos dieciséis guardias armados en la entrada de estas habitaciones a todas horas.
– ¿No creerás…? -comenzó su padre.
Ella lo miró con frialdad, su expresión mostraba que sin duda sí creía.
– ¡Los quiero!
– Muy bien -aceptó Alejandro, con voz apagada; quizá por el sentimiento de culpabilidad al ver el dolor que había permitido que César causara a Lucrecia. Por primera vez, el Papa demostró públicamente lo cobarde que era: su inconstancia no era tanto el resultado de las intrigas políticas como la consecuencia de que sus consejeros y sus hijos tiraran de él.
Muy pronto nos vimos rodeadas en nuestro santuario por los embajadores de Nápoles y España, el médico del Papa y el cirujano, los sirvientes de Alfonso y los míos, junto con un pelotón de guardias armados. Insistí en que trajesen un colchón; no me alejaría de Alfonso ni un instante, ni tampoco Lucrecia. También pedí un puchero para la chimenea. Conociendo la existencia de la canterella, tenía la intención de preparar todas las comidas de mi hermano con mis propias manos.
Varias horas más tarde, Alfonso volvió en sí el tiempo suficiente para decir los nombres de los hombres que le habían acompañado cuando se produjo el ataque; su escudero, Miguelito, y un caballero, Tomaso Albanese.
Lucrecia llamó a los dos hombres de inmediato.
Albanese todavía estaba siendo atendido por el cirujano y no se podía mover, pero Miguelito, el escudero, acudió casi al instante.
El escudero preferido de Alfonso todavía era un mozo, pero era alto y musculoso. Tenía el hombro vendado y el brazo derecho en cabestrillo. Se disculpó por no haber acudido antes a interesarse por su amo, pero la palidez y la debilidad dejaron claro que sus propias heridas eran graves. En realidad, se tambaleaba tanto que insistimos en que se sentara; se apoyó en el respaldo de la silla con un suspiro de agradecimiento y descansó la cabeza contra la pared.
Lucrecia mandó que le sirviesen una copa de vino; él la bebió a sorbos mientras nos hacía el relato que ella y yo insistimos en escuchar.
– Los tres, el duque, don Tomaso y yo, íbamos desde el Vaticano hacia el palacio de Santa María. Esto nos obligó a pasar por delante de San Pedro, donde muchos peregrinos ya dormían en las escalinatas. No nos preocupamos por ellos, madonna; quizá yo tendría que haber estado más alerta por el bien del duque… -La culpa apareció en sus rudas facciones-. Pero pasamos junto a lo que parecía ser un grupo de vulgares mendigos; creo que eran seis, todos vestidos con harapos. Creí que habían hecho voto de pobreza. Como digo, no les hicimos caso; el duque y don Tomaso conversaban, y yo, lo admito, no estaba alerta.
»De pronto, los pordioseros en las escalinatas se levantaron de un salto; todos esgrimían espadas. Habían estado esperando al duque, porque oí que uno de ellos llamaba a los demás cuando pasábamos.
»Nos rodearon en el acto. Era obvio que se trataba de soldados preparados. Por fortuna, como bien sabéis, doña Sancha, nosotros también estamos entrenados en el estilo de esgrima napolitano. Vuestro hermano, vuestro marido, doña Lucrecia, era el más hábil y el más valiente de todos nosotros. A pesar de vernos superados en número, don Alfonso combatió tan bien que contuvo a los enemigos durante un tiempo.
»Don Tomaso también luchó con gran valentía y demostró un admirable coraje a la hora de proteger al duque. En cuanto a mí, hice todo lo posible, pero se me parte el corazón al ver al noble duque tendido allí tan pálido e inmóvil.
»A pesar de todos nuestros esfuerzos para protegerlo, el duque resultó herido. Sin embargo continuó luchando, pese a que le sangraran la pierna y el hombro. No fue hasta que recibió el último golpe en la cabeza cuando cayó.
»En aquel momento, los atacantes se centraron en él. Otros hombres, vestidos de oscuro y cuyos rostros no reconocí, habían traído caballos, y los atacantes intentaron llevarse a don Alfonso hacia ellos.
»Don Tomaso y yo renovamos nuestros esfuerzos, porque comprendimos que si se llevaban a nuestro amo, sin duda significaría su fin.
»Gritamos pidiendo ayuda; dirigimos nuestros gritos primero hacia el palacio de Santa María, y a los guardias apostados allí. Levanté a mi amo en brazos y comencé a llevarlo hacia el palacio, mientras don Tomaso, con gran valentía y terribles golpes de espada, contenía a los atacantes que aún quedaban; tres en aquel momento.
»Entonces fue cuando vi a otros dos hombres que esperaban delante del palacio, e impedían el acceso a los guardias en la reja. Uno era un asesino a pie, con la espada desenvainada y a la espera, y el otro montado a caballo…
Aquí, la voz del joven Miguelito se redujo a un susurro, y después guardó silencio. En un primer momento, creí que el cansancio y la pérdida de sangre le habían producido un súbito debilitamiento, sobre todo después del esfuerzo de hablar; le insistí en que bebiese más vino.
Entonces vi la mirada en sus ojos; no era el cansancio, sino el miedo lo que contenía su lengua.
Dirigí una mirada a Lucrecia, y luego me volví hacia el escudero.
– El caballo -pregunté con voz pausada-. ¿Era blanco, con herraduras de plata?
Me miró, asombrado, y después miró a Lucrecia.
– Tu amo ya ha nombrado a César como su atacante -dijo Lucrecia, con una entereza que admiré-. Aquí estás entre amigos de Nápoles, y estoy en deuda contigo por salvar la vida de mi marido. Te juro que no sufrirás ningún daño por decirla verdad.
El joven escudero asintió a regañadientes, y después admitió con voz ronca:
– Sí. Era don César, el duque de Valencia, en su caballo. Temí por mi amo, así que me dirigí en dirección opuesta, de nuevo hacia el Vaticano, mientras don Tomaso mantenía a los asesinos a raya. Los dos gritamos hasta que los guardias papales abrieron las rejas y nos admitieron; en aquel momento, nuestros asaltantes escaparon.
– Gracias -le dijo Lucrecia en un tono áspero que nunca hasta entonces había escuchado; el sonido de su verdadera voz, sin miedo ni afectaciones-. Gracias, Miguelito, por decir la verdad.
Durante los siguientes días, la habitación en los aposentos de los Borgia -vigilada a todas horas por los soldados y los hombres de más confianza de Alfonso- se convirtió en una fortaleza. Colocamos biombos, para dividir la Sala de las Sibilas con sus brillantes frescos en una habitación interior y otra exterior, de forma que dispusiéramos de más intimidad. Se trajeron muebles, y con la ayuda de nuestros asistentes, incluida doña Esmeralda, montamos un primitivo campamento en aquel lujoso lugar, como si estuviésemos en guerra.
Apenas una hora después de haber sido llamado, llegó el médico del Papa. Examinó a Alfonso, y, para gran alivio de Lucrecia y mío, afirmó que, dada la juventud y la fuerte constitución de mi hermano, sobreviviría, «siempre que sus heridas sean atendidas a conciencia».
Que serían atendidas de esa manera era seguro porque no había enfermeras en el mundo mejor dispuestas que Lucrecia y yo. Limpiamos y vendamos las heridas con nuestras propias manos; bajo la supervisión de doña Esmeralda, preparé yo misma los platos preferidos de Alfonso, y Lucrecia se ocupó de darle de comer. Nuestro cariño por él nos unía de tal modo que sabíamos lo que necesitaba la otra sin necesidad de palabras.
Alfonso comenzó a recuperarse deprisa, aunque sus heridas eran graves y habrían matado a un hombre más débil. Se despertó hacia la medianoche de aquel primer terrible día, y preguntó con mucha coherencia por el estado de su escudero, Miguelito, y de don Tomaso Albanese. Suspiró agradecido al saber que ambos habían sobrevivido.
– Lucrecia -dijo con súbita urgencia (aunque estaba demasiado débil incluso para sentarse) -, Sancha; ninguna de las dos debéis quedaros aquí conmigo. No es seguro. Soy un hombre condenado.
Las mejillas de Lucrecia enrojecieron; con una vehemencia que nos sorprendió, manifestó:
– Juro ante Dios que aquí estás a salvo de César. Aunque tenga que estrangular a mi hermano con mis propias manos, no dejaré que sufras ningún daño. -Vi cómo se esforzaba, para no preocupar más a Alfonso, en contener las lágrimas.
La abracé y, mientras la acunaba y le palmeaba la espalda como se hace con un niño, le expliqué a Alfonso todas las precauciones que su esposa había tomado, la presencia de los embajadores de España y Nápoles, que se encontraban en ese mismo momento en la antecámara, y vigilancia en las puertas a cargo de más de una veintena de soldados.
En respuesta, él sujetó la mano de Lucrecia, débil como estaba, la besó y luego forzó una sonrisa. Ella a su vez se separó de mis brazos y le sonrió lo mejor que pudo. Resultaba doloroso ver cómo intentaban mostrarse valientes por el bien del otro.
Ambos estaban aterrorizados; sabían que el improvisado dormitorio en la Sala de las Sibilas era el único lugar iluminado en la oscura y sombría Roma, donde César Borgia acechaba, dispuesto a atacar de nuevo.
El segundo día, Alfonso se recuperó lo suficiente para comer un poco; al tercero, ya se sentó y habló largo y tendido. Al cuarto, llegaron los médicos de Nápoles: don Clemente Gactula, el médico del rey, y don Galeano da Anna, el cirujano. Saludé a los dos hombres con mucho afecto, porque los conocía desde mi infancia; ellos habían atendido a mi abuelo, Ferrante. Lucrecia les preguntó en cuánto tiempo Alfonso podría caminar, luego montar a caballo, y después cabalgar: no lo dijo con todas las palabras, pero todos la comprendimos: cuanto antes Alfonso pudiese viajar y escapar de Roma para buscar la seguridad de Nápoles, mejor. Por la actitud de Lucrecia hacia su hermano y su padre, no dudé que en esta ocasión ella no permitiría que su esposo la dejase atrás.
Alfonso continuó en franca mejoría, y en ningún momento tuvo fiebre. Lucrecia y yo nos alternábamos para no dejar ni un momento la habitación, y muchas veces, estábamos las dos allí; dormíamos en el suelo, a un palmo de la cama de Alfonso, y los tres comíamos juntos.
En todo momento, yo estaba vigilante, a la espera del siguiente intento para acabar con la vida de mi hermano.
Una tarde, mientras estaba inclinada sobre el hogar como una fregona, asando un trío de faisanes en la parrilla, escuché las voces agudas de hombres en la antecámara.
Lucrecia estaba sentada junto a la cama, leyendo poesía a su marido; los tres miramos hacia la puerta alertados por la conmoción, a tiempo para ver cómo César Borgia -escoltado por una pareja de sus guardias de confianza- entraba en el dormitorio.
Lucrecia arrojó el pequeño libro encuadernado en cuero al suelo y se levantó de un salto, el rostro desfigurado por la cólera.
– ¡Cómo te atreves! -gritó. Al principio, creí que se dirigía a su hermano, hasta que ella continuó-: ¡Cómo has podido permitirle nada menos que a él entrar aquí!
– Él insistió, madonna -respondió uno de los guardias con voz sumisa-. Lo cacheamos en busca de armas, pero no lleva ninguna.
– ¡No importa! -La voz de Lucrecia temblaba de furia-. ¡No debes dejarle entrar aquí nunca más!
César escuchó las duras palabras de su hermana con total indiferencia; ni siquiera la expresión de odio en el rostro de Alfonso lo inquietó. Me levanté para colocarme entre César y mi hermano.
– Lucrecia -dijo César con voz amable-, comprendo tu ira. Créeme cuando digo que la comparto, y que me angustió mucho, don Alfonso, enterarme del atentado contra tu vida. Pero he sido maliciosa e injustamente acusado por tu escudero Miguelito Herrera, ¿no se llama así el muchacho? Te lo aseguro, soy del todo inocente. Me duele la insinuación de que soy capaz de herir a un familiar. Deseo realizar una investigación para limpiar mi nombre y recuperar tu confianza.
Cuando César acabó su descarado discurso, siguió un incómodo silencio.
– Idiota -susurró Alfonso.
Me volví. Los ojos de mi hermano resplandecían de odio.
– Idiota -repitió Alfonso, y su voz se hizo más fuerte con cada palabra-. ¿Crees que, porque estaba caído, no te reconocí allí, montado en tu precioso semental blanco, con sus preciosas herraduras de plata?
La expresión de César se ensombreció en una clara señal de peligro.
– Te vi -afirmó Alfonso, colérico-, y también don Tomaso; y él está ahora en un lugar seguro y muy bien protegido. Como ves, no tiene ningún sentido que asesines a Miguelito, todos te vimos, y todos los presentes lo saben.
– Intentaba hacer las paces -declaró César en voz baja, y se volvió.
Los guardias lo escoltaban cuando Lucrecia le gritó, en un tono cargado de inquina:
– ¡Sí, vete, asesino!
Pero Alfonso no había acabado de dirigirse a su cuñado, a pesar de que César ya se encontraba en la antecámara.
– ¡Así que ahora tendrás que matarnos a todos! -le gritó Alfonso-. ¡A los embajadores, a los doctores, a los sirvientes y a los guardias, a todos nosotros!
Seguí a César hasta las puertas de la antecámara; mi odio hacia él me atraía como un imán.
En el momento en que los guardias iban a apartarse para dejarlo pasar, pronuncié su nombre.
Se volvió hacia mí, expectante, inseguro.
Por un momento, pensé en empuñar mi estilete y matarlo en el acto, pero sabía que no tendría ninguna oportunidad. Me detendrían él o alguno de los guardias antes de que pudiese hacerle ningún daño… y siempre se podía decir que yo había actuado por instigación de mi hermano. El hacerlo no significaría ningún bien ni para Alfonso ni para Nápoles.
En cambio, le escupí a la cara. El escupitajo se enganchó en el borde de su barba y chorreó sobre la fina seda negra de su bien cortada túnica. Él se inclinó sobre mí, de una forma tan brusca que dos de nuestros guardias desenvainaron sus espadas. En sus ojos oscuros brilló el instinto asesino. De haber estado a solas, me habría matado allí mismo y habría disfrutado haciéndolo.
Se inclinó para acomodarme un mechón de pelo suelto detrás de la oreja al tiempo que me susurraba:
– Lo que fracasó en la comida tendrá éxito en la cena. Se apartó con una sonrisa tierna y malvada al ver la reacción que sus palabras habían provocado en mí.
Luego se volvió sin más y se marchó, con paso confiado, entre las filas de guardias.