Después de la recepción oficial, Jofre y yo, junto con nuestro séquito y equipaje, fuimos llevados al palacio de Santa María en Pórtico, junto al Vaticano. Era una grácil estructura con grandes ventanas en arco que dejaban entrar el sol romano, y que había sido construida para servir de alojamiento al séquito femenino del papa Alejandro. En la planta principal había una logia que daba a los vastos jardines; Alejandro no había reparado en gastos para sus mujeres. Lucrecia vivía allí, y también la joven amante de Alejandro, Julia Orsini, y su madura sobrina, Adriana, que le procuraba sus amantes. Otras bellezas que captaban el interés de Su Santidad se alojaban allí de vez en cuando; mi corazón no me daba respiro al ver que me conducían a ese edificio, a sabiendas de su reputación, incluso si Jofre me acompañaba.
Me sentí todavía más preocupada al descubrir que el dormitorio de mi marido se hallaba en otra ala del palacio, más cerca de las habitaciones de Lucrecia y de Julia. En circunstancias normales, una esposa no se hubiese preocupado tanto al verse alojada cerca de otras de su mismo sexo; excepto por el hecho de que Alejandro parecía tener una peculiar afición por las mujeres casadas. Incluso la muy hermosa Julia Farnese no despertó en él la pasión suficiente para llevarla al Vaticano; hasta que la casó con el hijo de su sobrina Adriana, el desdichado y redundantemente llamado Orsino Orsini. Su Santidad sentía un placer especial al violar la santidad de los matrimonios de otros hombres.
Por consiguiente, cuando Jofre y yo nos separamos para ir cada uno a nuestras respectivas habitaciones, me detuve y apoyé una mano en su todavía suave mejilla de adolescente. Él me miró, con una amplia sonrisa, sonrojado por la excitación de su gran regreso a su ciudad natal. Tenía quince años, ahora era de mi misma estatura, con el pelo largo y rizado; mientras apoyaba mi mano en su cálida mejilla, me juré que nunca permitiría que su padre lo convirtiese en un cornudo.
Al mismo tiempo, recé para no volver a ver nunca más a aquel sorprendente joven cardenal cuya mirada había despertado semejante ola de pasión en mí.
Como todas las demás, fue una súplica a la que Dios no quiso atender.
Descansamos un rato después de nuestro viaje. Lo intenté pero no pude dormir, aunque la cama, con sus cojines de brocado y terciopelo, sus sábanas de hilo y las mantas de pieles era suntuosa, mucho mejor que la cama que había tenido en el Castel Nuovo. Los Borgia no eran tímidos a la hora de exhibir su riqueza. Mientras mis damas deshacían el equipaje y colocaban mis pertenencias en la habitación, vi un pequeño libro encuadernado en cuero en la mano de doña Esmeralda. Antes de que pudiese dejarlo, se lo arrebaté, me senté en un cojín y comencé a leer.
Era el Cancionero de Petrarca, los poemas de amor dedicados a la misteriosa Laura; el libro, del tamaño de una mano, había sido un regalo de Onorato. Siempre había tenido opiniones contradictorias acerca de Petrarca: por un lado, encontraba divertido y encantador que hiciese tales proclamas de sensiblería sentimental, cuando describía el amor como un dardo que le había atravesado el corazón, y al mismo tiempo bendecía el día en que tal herida emocional había ocurrido. Siempre hablaba de dolores, fiebres y escalofríos. En ocasiones, leía su poesía en voz alta a mis damas, en tonos exagerados y con tal sarcasmo que llegaba el momento en el que ya no podía seguir leyendo, y todas nos moríamos de risa. «¡Pobre Petrarca! -suspiraba yo-. Yo creo que no sufre tanto de amor como de gota.»Algunas, sin embargo, no se reían de la misma manera y decían con timidez: «Tal cosa existe. Un día, doña Sancha, podría ocurriros a vos».
¡Cómo me burlaba de ellas! No obstante, en privado, me preguntaba si no tendrían razón, y ansiaba en secreto experimentar tal magia; ¿Petrarca hablaba en serio cuando decía sentirse paralizado por una simple mirada de su Laura, y desde aquel momento sujeto para siempre? En Petrarca eran siempre los ojos, y nada más que los ojos.
Sin embargo, al mediodía del 20 de mayo, me senté y comencé a leerles a mis damas con mi habitual tono burlón mientras ellas se movían bulliciosas por la habitación. Fue entonces cuando llegué al verso: «Temo, sin embargo anhelo; me quemo, y soy hielo».
Se me quebró la voz. Dominada de pronto por la emoción, volví la cabeza; cerré el libro y lo dejé a mi lado sobre el cojín. Las palabras describían con exactitud lo que había sentido al cruzar mi mirada con el apuesto cardenal; de nuevo experimenté un sentimiento que me dejaba indefensa. La memoria recuperó la imagen del rostro de mi madre, el sonido de su voz, por una vez desafiante: «Hablas como si hubiese tenido otra alternativa». Por fin, comprendía lo que había querido decir.
Las mujeres ralentizaron sus movimientos, una a una desviaron la mirada de su trabajo hacia mí; sus sonrisas dieron paso a expresiones de preocupación.
– Se añora -dijo Esmeralda, con conocimiento-. Doña Sancha, no estés triste. Jofre está contigo y también todas nosotras; tu corazón también estará muy pronto aquí.
¿Cómo podía decirle que mi corazón ya estaba allí, pero en absoluto de la manera que yo deseaba?
Furiosa por haber permitido dejarme seducir con tanta facilidad por un extraño, me levanté y salí al balcón, donde miré los jardines con expresión ceñuda.
A última hora de la tarde, Jofre y yo asistimos a una fiesta ofrecida por Su Santidad en nuestro honor. Escoltados por los guardias y mis damas de compañía, caminamos juntos como jóvenes amantes, cogidos del brazo, desde el palacio; el tiempo primaveral era hermoso, y el sol, ahora bajo en el horizonte, proyectaba un resplandor dorado sobre la gran plaza y los brillantes edificios de mármol blanco que la rodeaban. Jofre me sonreía con orgullo. Yo me aferraba a él -por afecto, creía el querido muchacho, y devolvía mi fuerte sujeción de la misma manera y con una dulce mirada- pero era más por temor. Solo parte de mi preocupación consistía en cómo respondería a cualquier avance amoroso del Papa; la principal era la atracción que sentía por el misterioso cardenal.
Llegamos a los aposentos de los Borgia. Desde la entrada, me volví y vi, más allá del imponente castillo de Sant'Angelo, los muy bien cuidados jardines y viñedos que se extendían como una alfombra hasta las distantes montañas, y filas de naranjos salpicados con cipreses. Las flores perfumaban el aire fresco.
Nos anunciaron y entramos, seguidos por nuestros asistentes.
Los aposentos no eran grandes, pero sí espléndidos; los techos dorados, con los frescos que reproducían escenas paganas y cristianas pintados por Pinturicchio. Debajo de los frescos, colgaban tapices de seda, y los suelos estaban cubiertos con alfombras orientales. Había lugares para sentarse por todas partes: mullidos cojines de terciopelo y brocado, taburetes y sillas.
El Papa, sus anchos hombros cubiertos con una túnica blanca inmaculada, estaba de pie sonriente a la entrada del comedor.
A diferencia de Jofre, era un hombre fornido y llenaba el vano, con los brazos abiertos en señal de saludo; la amplitud de los hombros, el cuello y el pecho me hizo pensar en un poderoso toro.
– ¡Hijos míos! -gritó, sin el menor rastro de pompa-. ¡Jofre, Sancha, venid!
Primero abrazó a su hijo, y luego a mí, al tiempo que me besaba en los labios con un alarmante entusiasmo.
– Jofre, ocupa tu lugar para la cena. En cuanto a ti, alteza -me dijo-, permíteme que te lleve a recorrer nuestros aposentos.
No me atreví a protestar; Alejandro me rodeó la cintura con el brazo, y luego me llevó a una habitación donde estábamos solos.
– Esta es la Sala de los Santos -anunció-, donde se casó nuestra Lucrecia. -No se molestó en mencionar al novio.
Miré en derredor e hice lo posible para contener una exclamación; me sentí abrumada como un vulgar plebeyo al ver por primera vez el interior de un palacio.
El Castel Nuovo, que hasta aquel momento había representado mi idea del lujo regio, estaba amueblado al estilo español, con las paredes encaladas, las ventanas en arco y los techos decorados con monturas de madera oscura. Los adornos consistían en alfombras, oscuras pinturas y estatuas. Siempre había creído que aquello era lujo.
Pero al entrar en la Sala de los Santos, me quedé deslumbrada como si hubiese mirado al sol. Nunca había visto colores tan intensos, tal profusión de decorados. La bóveda del techo aparecía cubierta con innumerables pinturas, cada una separada por molduras doradas, algunas contenidas dentro de lunetas; el color de fondo era el azul más oscuro que jamás hubiese visto, hecho de lapislázuli puro aplastado, sobre el que estaban los vivos rojos, amarillos, verdes, y más oro puro. En cada pared había un fresco que representaba un santo distinto: vi a santa Susana, vestida con una túnica azul, asediada junto a una fuente por dos viejos libidinosos; en primer plano había conejos, símbolos de la lujuria.
– Le pagamos a Pinturicchio una generosa cantidad por su trabajo. Hermoso, ¿verdad? -preguntó mi anfitrión en voz baja; luego con un tono más lúbrico, añadió-: aunque no tan hermoso como tú, querida mía.
Me aparté de él, y caminé a través del mármol color pastel hacia una representación de Catalina, que discutía con los filósofos paganos delante del emperador Maximiliano; en el fondo, se veía el Arco de Constantino. La joven santa, vestida como una noble romana en rojo y negro, con los cabellos dorados sueltos hasta la cintura, me resultó conocida.
– Vaya, si es Lucrecia -comenté.
El Papa se echó a reír, complacido.
– Así es. -No había ni una pizca de piedad en él, solo el amor mundano por la vida. Era apropiado que hubiese adoptado el nombre de Alejandro; no el nombre de un cristiano, sino el del conquistador macedonio.
Miré el techo. Había otras pinturas -el martirizado san Sebastián, san Antonio visitando al ermitaño, Pablo- pero la pintura dominante era la de un hombre y una mujer paganos que señalaban a un gran toro. Entonces vi que unos cuadros más pequeños del toro se repetían por todas partes, intercalados con el símbolo del papado, la tiara encima de las llaves del reino del Cielo.
– El buey Apis -explicó Alejandro-. En el antiguo Egipto, era adorado como una encarnación del dios Osiris. El buey aparece en nuestro escudo familiar. -Antes de que pudiese reaccionar, él se me acercó de nuevo y me rodeó la cintura con el brazo-. Es el símbolo de la fuerza y la virilidad masculinas. -Al tiempo que lo decía apoyó una mano en mi pecho e intentó besarme; me escabullí de su abrazo y una vez más, me alejé. Comprendí por qué el pío Savonarola había llamado a Alejandro el Anticristo… porque en los aposentos del Papa, el simbolismo pagano predominaba sobre el cristiano.
El Papa me dejó escapar con una risita.
– Eres tímida, querida. No importa; disfruto de la cacería.
– Santidad, por favor -dije con la mayor sinceridad-. Solo deseo ser la fiel esposa de vuestro hijo. No deseo ser una favorita; y vos podéis escoger entre tantas mujeres…
– Ah, pero ninguna tan hermosa.
– Me siento halagada -repliqué-, pero por favor, dejad que solo sea vuestra leal nuera.
El sonrió con una expresión relamida y asintió, aunque eso no pareció cambiar sus planes para mí. Hizo un amplio gesto.
– Como desees. Continuemos con el recorrido.
Pasamos por las diversas habitaciones, cada una tan gloriosa como la primera, cada una con un tema diferente: la Sala del Credo, la Sala de la Fe, con un gran mural donde aparecía la adoración de los Magos, la Sala de las Sibilas, con pinturas de los profetas del Antiguo Testamento que anunciaban la ira de Dios, acompañados por severas sibilas, las videntes paganas. Nunca había visto tal exhibición de magnificencia y riqueza; en realidad me alegró haber visitado las demás habitaciones antes de ir a cenar, porque así evitaría contemplar mi entorno como una pasmada campesina.
Su Santidad no hizo ningún otro intento de seducirme, y por fin nos reunimos con los demás para la cena en la Sala de las Artes Liberales. Debajo de una pintura de La Aritmética -una mujer rubia vestida con terciopelo verde que sostenía un tomo dorado- el Papa me señaló.
– Tú te sentarás a mi lado.
Mientras me llevaba hacia la larga mesa, cubierta con candelabros y un extraordinario banquete -aves, venado y cordero asados, vino, uvas, quesos y panes-, pasé junto a varios cardenales, todos ellos Borgia, vestidos con las tradicionales túnicas rojas. Observé sus rostros y no encontré a mi apuesto hombre entre ellos.
En la cabecera de la mesa estaba la silla del Papa, más alta y más ornada que las demás; a su derecha se sentaba Lucrecia. La saludé y ella me dedicó un recatado gesto de asentimiento, con sus finos y pequeños labios muy apretados, los ojos entrecerrados para conseguir, con gran astucia, transmitirme solo a mí la intensidad de su desprecio. Jofre no vio estas sutilezas; besó a su hermana y se sentó a su lado.
Mi silla vacía esperaba a la izquierda del Papa; una vez más, me habían colocado en oposición directa a Lucrecia. Me dispuse a ocuparla pero fui detenida en el acto por la mano del Papa, firme y a un tiempo afectuosa, sobre mi hombro.
– ¡Espera! ¡Nuestra querida doña Sancha aún no ha conocido a su nuevo hermano!
Mi mirada siguió el gesto del Papa hacia la silla que estaba junto a la mía. El joven sentado en ella ya se había levantado: un hombre de mi edad. Un hombre extraordinariamente apuesto, con una clásica nariz recta y una fuerte barbilla, cubierta por una espesa barba.
– ¡César! ¡César, besa a tu nueva hermana, Sancha!
Tenía las facciones de su madre y el pelo negro azabache, así que no lo había reconocido como un Borgia. A diferencia de los demás cardenales, se había vestido con la sotana negra de un sacerdote; una de un diseño sencillo pero elegante. La mirada que intercambiamos no fue menos poderosa que la de aquella mañana, cuando le había mirado desde mi asiento junto al trono papal.
Sabía que Jofre tenía un hermano mayor, César, cardenal de Valencia, llamado por algunos Valentino. Sin embargo no había establecido la relación durante la audiencia papal, cuando Jofre había ido a colocarse a su lado.
Nos volvimos el uno hacia el otro y nos dimos el cortés pero familiar abrazo, cada uno sujetó los brazos del otro por encima de los codos. Le ofrecí la mejilla, y me sorprendí cuando él se inclinó para darme un firme y único beso en la frente. La barba era espesa y abundante, la de un hombre, y temblé cuando rozó mi piel.
– Debéis escuchar mi confesión, santidad -dijo, sin desviar la mirada-. Envidio a mi hermano; ha conseguido a una mujer de una notable belleza. -Las corteses risas de los demás celebraron el comentario.
– Eres demasiado amable -murmuré.
Alejandro se sentó -cosa que permitió que todos los demás lo imitasen- y con una sonrisa señaló a César.
– ¿No es ingenioso? -preguntó con sincero amor y orgullo-. Estoy bendecido con los más hermosos e inteligentes hijos de toda la cristiandad; doy gracias a Dios porque cada uno de vosotros esté ahora aquí conmigo y a salvo.
Me había sentido repelida por la incapacidad del Papa de controlar su lujuria; pero ahora vi cómo sus hijos y su hija florecían con sus sentidas alabanzas. Resultaba obvio que Alejandro era un hombre de generosas emociones, a pesar de sus fallos, y me pregunté con una clara nostalgia cómo hubiese sido tener a un padre dotado de tanto afecto y bondad.
Dije y comí poco durante la cena, aunque los demás rieron y hablaron a placer; dediqué mi tiempo a escuchar a César. Recuerdo poco de lo que dijo, pero su voz, sus modales, eran como el terciopelo.
El banquete estaba limitado a la familia, que era muy numerosa; había muchos nombres que retener en la memoria. Yo ya conocía al cardenal Borgia de Monreale, que había sido testigo de la consumación de mi matrimonio con Jofre.
Mucho después de haber salido la luna, el Papa apoyó sus enormes manos sobre la mesa y se levantó; cosa que obligó a todos los demás a hacer lo mismo.
– A la recepción -anunció, con la voz ronca por el vino.
Salimos para ir a la habitación más grande de los aposentos, donde esperaba una pequeña multitud. Al vernos, los músicos comenzaron a tocar los laúdes y las flautas. Aunque no me la habían presentado, identifiqué en el acto a aquella que Roma llamaba La Bella; la infame Julia, con las facciones tan delicadas y blancas como una estatua de mármol, y con los cabellos castaños claros trenzados, recogidos y cubiertos con una redecilla de oro, excepto por los finos rizos que enmarcaban su rostro. Vestía una túnica de seda rosa pálido, con tantos pliegues y de un material tan vaporoso que susurraban con cada movimiento. Sus ojos eran grandes y de párpados gruesos; delataban una extraña vergüenza y timidez para alguien que había conquistado el corazón de un hombre tan poderoso. No advertí ninguna malicia en ella, ninguna pretensión. Había recibido el favor de Su Santidad sin ningún esfuerzo o manipulación de su parte; parecía una niña abrumada por un juguete demasiado magnífico.
Con ella estaba su marido, Orsino Orsini, que era tuerto, porque había perdido un ojo unos años atrás. Orsino era bajo, fornido, de expresión huraña y una actitud resignada. Él y su esposa eran observados con atención por su madre, la sobrina del Papa, Adriana Mila, una robusta matrona con una mirada astuta y el entrecejo siempre fruncido. Adriana era una estratega experta; se había ganado el favor del Papa no solo al procurarle a Julia, sino también al encargarse de criar a Lucrecia en la casa del Papa. Sin duda, nadie criado por esa mujer podía aprender el arte de la confianza.
Había más gente: nobles y sus esposas, miembros de la corte papal, más cardenales y mujeres solas a las que no fui presentada. La fiesta era informal, no era en absoluto a lo que estaba acostumbrada en Nápoles o Squillace, donde Jofre y yo ocupábamos nuestros tronos y a los nobles y sus familias se les asignaban los lugares y se les servía de acuerdo al rango. Trajeron un trono para Su Santidad y lo colocaron donde mejor podía ver el desarrollo de la fiesta, pero por lo demás, todos se movían con total libertad; de vez en cuando se sentaban en un cojín o en una silla cada vez que lo deseaban y los dejaban con la misma tranquilidad, para que lo ocupase otro.
Esto no me preocupó; las costumbres variaban en cada casa real. Pero entonces trajeron una silla para Julia, para que se sentara junto al Papa; él la vio, se le acercó y, delante de toda la gente, la besó sin modestia y luego la invitó a sentarse.
Me sentí un tanto escandalizada. Mi madre era la amante de un príncipe, pero mi padre nunca se habría sentado a su lado o la hubiese besado en un acto público; y allí estábamos, después de todo, en el Vaticano. Me pareció también repugnante que solo unas pocas horas antes, las manos que ahora acariciaban a Julia me hubiesen buscado a mí. Sin embargo, no me permití ninguna reacción; Jofre era mi guía. Él aceptaba el comportamiento de su padre como algo muy natural, así que yo también intenté hacerlo.
Mientras tanto, corría el vino. Tomé el mío mezclado con agua, y solo un par de copas.
– He estado en Nápoles, y conozco algo del lugar -me comentó Lucrecia, muy amable-, pero nunca en Squillace. Dime cómo es. -Como yo, había tenido cuidado con el vino; necesitaba la mente despejada para juzgarme y evaluar la rivalidad entre nosotras.
– Squillace es muy hermoso a su manera. Está en la costa del mar Jónico, y aunque la costa no es panorámica como Nápoles (después de todo, no tiene un Vesubio) la bahía es encantadora. La ciudad tiene muchos artistas, muchos artesanos conocidos por su alfarería y la cerámica.
– ¿No es grande como Nápoles?
– No, desde luego. -Jofre soltó una risita.
César, hasta ese momento silencioso, se sumó a la conversación.
– Pero es igualmente encantador, según me han dicho. El tamaño y la belleza no siempre están relacionados.
Lucrecia ladeó la cabeza; entrecerró un poco los párpados.
– Ah. Hay momentos en que añoro la simplicidad de las provincias; Roma es enorme, y las exigencias de nuestro tiempo tan grandes, que puede ser abrumador. Aun así, tenemos la responsabilidad de impresionar al populacho en todos los actos sociales. Aquí, me temo que a diferencia de Squillace, la gente siempre espera más.
Alcé la barbilla ante el sutil insulto: ¿se refería a mi atuendo, que intencionadamente había elegido discreto, para que ella pudiese destacar más en nuestro primer encuentro? Si era así, no volvería a cometer el mismo error.
– ¡Lucrecia! -llamó el Papa, bastante borracho de tanto vino-. ¡Baila para nosotros! ¡Baila con Sancha! -Tenía un brazo alrededor de Julia; ella se rió cuando Alejandro la atrajo hacia él, hasta quedar nariz contra nariz, y la besó.
Lucrecia me dedicó otra de sus miradas de soslayo un tanto burlonas.
– Por supuesto conocerás la moda española… ¿o no la enseñan en el sur?
– Soy una princesa de la casa de Aragón -respondí, en un tono seco.
Unimos las manos y mientras el Papa palmeaba de vez en cuando con deleite y los músicos interpretaban, realizamos los pasos de una antigua danza castellana.
En aquel momento, me alegré de haber sido criada por mi padre, haber aprendido que los hombres y las mujeres podían comportarse con aparente cortesía, y al mismo tiempo poseer un talento para la duplicidad; intuí que Lucrecia era una de esas personas. Así que, mientras hablábamos cortésmente durante nuestro baile, mantuve mi cerebro alerta. Al final llegó el instante en que Lucrecia erró adrede un paso de la danza, y tendió el pie para que yo tropezase y quedara en ridículo.
Estaba preparada. Quizá tendría que haber sido amable, evitar la traba y fingir que había hecho un movimiento no intencionado; pero la ira y la altivez de mi padre crecieron en mí. Con toda intención descargué mi pie sobre el suyo.
Ella soltó un pequeño grito y se volvió hacia mí con viveza; aunque continuamos con los movimientos, nos miramos como dos oponentes en un duelo.
– ¿Cómo jugaremos a esto, madonna? -pregunté, siempre amable, aunque mi mirada era dura-. No he venido a Roma por mi voluntad; desde luego no para ganarme una enemiga. No deseo otra cosa que ser una buena hermana para ti.
Atenta a aquellos que observaban, sonrió; fue la expresión más fría y aterradora que había visto.
– Tú no eres mi hermana, y nunca serás mi igual. Tenlo en cuenta.
Guardé silencio, sin saber cómo disminuir sus celos.
Durante nuestro baile, aparecieron sirvientes con bandejas de golosinas. Alejandro hizo todo un espectáculo al darle de comer uno a Julia en la boca; luego, ella hizo lo mismo. En el momento en el que acababa nuestro baile y el público aplaudía, Alejandro -con una amplia sonrisa infantil- lanzó una golosina que golpeó a César.
El joven cardenal vestido con la sotana oscura reaccionó con consumada gracia; sonrió sin sorprenderse, la recogió y se la comió con un placer que complació a su risueño padre. Luego Alejandro, con un gesto exagerado, dejó caer otra en el escote de Julia.
Por un instante, la consternación cruzó el rostro de la muchacha. No quería ver estropeado su caro vestido.
Capté la aguda mirada que le dirigió Adriana Mila: era una advertencia, una amenaza.
De inmediato, Julia sonrió, luego se rió con una sinceridad que solo un hombre cegado por el amor hubiese creído. El Papa también se rió, como un colegial travieso, y metió la mano profundamente entre sus níveos pechos; se tomó un tiempo inusitado y movió las cejas con una expresión de deleite calculada para divertir a la multitud.
Los reunidos se desternillaron.
De pronto, Adriana se acercó a Alejandro y le susurró algo al oído; él asintió, luego se volvió hacia Julia y, sujetando su precioso rostro entre sus grandes manos, la besó en los labios y le murmuró algo. Sospeché que se había arreglado una cita, y me pregunté si el rumor que había escuchado era verdad: que el Papa había mandado construir un pasaje entre el palacio de Santa María y el Vaticano, de forma que pudiera visitar en secreto a sus mujeres cada vez que lo deseaba.
Julia asintió, con el rostro brillante, y se marchó con el desdichado Orsino, ambos precedidos por Adriana.
Esa fue una señal para los invitados que no comprendí: de inmediato, una fila de cardenales se formó ante Su Santidad, que se despidieron. La mayoría de los nobles los imitaron.
La noche aún era temprana, pero ahora la fiesta se había reducido a la familia íntima y a las desconocidas mujeres sin compañía, vestidas de forma extravagante.
Putas, comprendí con una súbita incomodidad, incluso antes de que Su Santidad lanzase otra golosina, que penetró en el corpiño de la mujer con más pecho. La puta se rió. Era una joven atractiva, de cabellos dorados, pero había dureza en sus ojos a pesar de la ebriedad. Se inclinó hacia delante para mostrar mejor sus pechos, y medio corrió, con paso tambaleante, hacia Alejandro.
Él la esperaba. En el momento en que los pechos cubiertos de brocado aparecieron ante él, hundió su rostro entre ellos y comenzó a buscar la golosina oculta como un perro que busca un mendrugo caído de la mesa de su amo.
La mujer soltó una risa aguda y lo apretó contra ella con una mano apoyada en su nuca. Por fin, él se apartó, triunfante, con el rostro manchado y la golosina entre sus labios.
La expresión de César era reservada, sin compromiso, mientras miraba su copa. Resultaba obvio que eso era algo a lo que estaba acostumbrado, aunque no lo aprobase.
Miré de inmediato a Jofre; mi joven marido se reía, bastante borracho, y llamó a un sirviente para que le trajese una bandeja de golosinas. Me olvidé de mí misma: fui incapaz de esconder mi desagrado.
Lucrecia lo advirtió en el acto.
– Ah, doña Sancha, eres provinciana. -Para demostrarme que ese no era su caso, cuando trajeron la bandeja, dejó caer una entre sus pechos.
César, con una habilidad que carecía de cualquier indicio de impropiedad, cogió la golosina de inmediato con dos dedos, y la dejó en la bandeja.
– Debes dar tiempo a nuestra nueva hermana -dijo en voz baja, sin ningún reproche- para que nos conozca, y así no se sienta tan sorprendida por nuestras maneras romanas.
En respuesta, Lucrecia se sonrojó hasta las cejas. Dejó su copa sobre la bandeja, cogió la golosina a medio derretir y se la colocó de nuevo entre los pechos.
Sin decir palabra, fue hasta el trono de su padre y le hizo un gesto a la puta -que ahora estaba sentada en el regazo del pontífice y movía las caderas de forma lasciva- para que se marchase.
La mujer lo hizo, tras despedirse del Papa con voz dulce, aunque era claro que lamentaba la intrusión. Lucrecia ocupó su lugar.
Se sentó sobre las rodillas de su padre y apretó su rostro contra sus pequeños pechos; para entonces, Alejandro estaba borracho, pero no tanto como para no advertir que la mujer había cambiado. Mientras él buscaba la golosina con los labios y la lengua, Lucrecia volvió su rostro hacia mí, con los ojos entrecerrados y una expresión de desafío y triunfo.
Me volví con un susurro de faldas y me marché.