El carruaje que nos había llevado a mí y a mi esposo a Squillace fue preparado para el viaje de regreso a Nápoles. Esta vez viajamos con un gran contingente de guardias, armados para la batalla; atravesamos Italia de costa a costa. Dado el tamaño de nuestra comitiva -tres carretas con nuestros ayudantes y el equipaje- el viaje requirió varios días.
Durante ese tiempo pensé con temor en la reunión con mi padre. «Muy alterado -había dicho el mensajero-. No está bien. No es el mismo.» Había dejado el gobierno del reino en manos de Federico. ¿Estaba cediendo a la misma locura que se había apoderado de Ferrante? En cualquier caso, me juré que dejaría a un lado mi dolor personal y mi antipatía. Mi padre era el rey, y en esos momentos de guerra inminente requería absoluta lealtad. Si estaba en condiciones de entenderme, se la manifestaría.
La última mañana de nuestro viaje, cuando vimos que el Vesubio se alzaba sobre el panorama, sujeté emocionada la mano de doña Esmeralda. Qué alegría acercarnos a la ciudad y ver la gran cúpula de la catedral, la piedra oscura del Castel Nuovo, la impresionante fortaleza del Castel dell'Ovo; cuánta felicidad, y al mismo tiempo pesar, al saber que mi amada ciudad corría peligro.
Nuestro carruaje pasó por debajo del arco triunfal de Alfonso el Magnánimo y entró en el patio del palacio real.
Los vigías habían avisado de nuestra llegada; mi hermano esperaba cuando a Jofre y a mí nos ayudaron a bajar del carruaje. Sonreí. Alfonso tenía catorce años; el sol napolitano resplandecía en una incipiente barba rubia en sus mejillas.
– ¡Hermano! -grité-. ¡Mírate, estás hecho un hombre!
El me devolvió la sonrisa, sus dientes blancos relucieron; nos abrazamos.
– Sancha -dijo, con una voz que se había vuelto todavía más profunda-; ¡cuánto te he echado de menos!
Nos separamos de mala gana. Jofre esperaba un poco más allá; Alfonso le tendió la mano.
– Hermano, te agradezco que hayas venido.
– No podíamos hacer menos -replicó Jofre graciosamente; una declaración que era cierta, aunque solo fuese debida a mi insistencia.
Mientras los sirvientes se ocupaban del equipaje y otros efectos, Alfonso nos llevó hacia el palacio. A medida que la alegría del reencuentro se atenuaba, advertí la tensión en el rostro de mi hermano, en sus modales, en su paso. Algo malo acababa de ocurrir, algo tan terrible que Alfonso estaba esperando el momento adecuado para contármelo.
– Os hemos preparado habitaciones para ambos -dijo-. Seguramente queréis refrescaros antes de saludar al príncipe Federico.
– Pero ¿qué pasa con padre? -pregunté-. ¿No debería ir a él primero? A pesar de sus problemas, todavía es el rey.
Alfonso titubeó. Una sombra cruzó sus facciones antes de que pudiese reprimirla.
– Padre no está aquí. -Nos miró a mí y a mi marido; nunca había escuchado en él un tono tan sombrío-. Escapó durante la noche. Al parecer lo planeaba desde hacía un tiempo; se llevó la mayor parte de sus prendas y posesiones, y muchas joyas. -Agachó la cabeza y se ruborizó, mortificado-. No lo creíamos capaz de esto. Se había ido a la cama. Lo descubrimos hace tan solo unas horas, Sancha. Creo que puedes comprender por qué todos los hermanos, en particular Federico, están muy preocupados ahora mismo.
– ¿Escapado? -Estaba atónita, avergonzada. Hasta ese momento, había creído que el hombre más traicionero de la cristiandad era el Papa, que había abandonado a Nápoles cuando más lo necesitaba; pero mi propio padre había demostrado ser capaz de una traición aún mayor.
– Falta uno de sus cortesanos -añadió mi hermano con voz triste-. Suponemos que era parte del plan. No estamos seguros de adonde se dirige padre. Ahora mismo están realizando una investigación.
Transcurrió una hora de agonía. Durante ese tiempo caminé arriba y abajo por el elegante dormitorio de huéspedes; Juana ocupaba ahora en el que una vez había sido mío. Salí al balcón; miraba al este hacia el Vesubio y el arsenal. Me detuve para contemplar el agua. Recordé cuando, mucho tiempo atrás, desde mi viejo balcón arrojé el rubí de Onorato al mar. Deseé poder rectificar aquella acción infantil; aquella joya podría haber comprado víveres para innumerables soldados, o docenas de cañones a España.
Por fin Alfonso vino a buscarme, acompañado por Jofre. Juntos, fuimos al despacho del rey, donde el tío Federico estaba sentado con aspecto agobiado detrás de la mesa de madera oscura. Había envejecido desde la última vez que le había visto; comenzaban a aparecer canas en sus cabellos negros, y las sombras que había visto en el rostro de mi padre ahora comenzaban a apuntar debajo de los ojos castaños de Federico. Sus facciones eran redondas y no muy apuestas; su porte severo como el del viejo Ferrante, aunque de alguna manera todavía bondadoso. Al otro lado estaba su hermano menor, Francisco, y su hermanastra, Juana, la menor de todos.
Al vernos, se levantaron. Era obvio que Federico había asumido el mando; fue el primero en adelantarse, y abrazó a Jofre, y después a mí.
– Tienes el corazón leal de tu madre, Sancha -me dijo-. Tú, Jofre, eres un verdadero caballero del reino, para acudir en ayuda de Nápoles. Como protonotario y príncipe te damos la bienvenida.
– Les he informado de las noticias referentes a su majestad -explicó mi hermano.
Federico asintió.
– No endulzaré la verdad. Nápoles está amenazada como nunca hasta ahora. Los barones se han declarado en rebeldía, y admito que con buenas razones. Desoyendo todos los consejos, el rey los exprimió sin conciencia, se apropió de tierras para su propio uso y después torturó y ejecutó públicamente a aquellos que se atrevieron a protestar. Ahora que saben que los franceses están en camino, los barones se han envalentonado. Lucharán junto a Carlos para derrotarnos.
– Pero Ferrandino viene hacia aquí con nuestro ejército -señalé.
El príncipe Federico me miró con una expresión de cansancio.
– Sí, Ferrandino viene… con los franceses pegados a sus talones. Carlos tiene cuatro veces más hombres que nosotros; sin el ejército papal, estamos condenados. -Esto lo dijo sin disculparse, a pesar de que Jofre se movió inquieto al escuchar sus palabras-. Esta es una de las razones por las que te mandé llamar, Jofre. Necesitamos tu ayuda más que nunca; debes hacer buenos tus vínculos con nuestro reino y convencer a Su Santidad de que envíe ayuda militar lo más rápido posible. Comprendo que está comprometida la seguridad de tu hermano César, pero quizá se pueda encontrar una solución. -Hizo una pausa-. Hemos pedido ayuda a España, pero no hay modo de que dicha ayuda, incluso si nos la conceden, pueda llegar a tiempo. -Soltó un sonoro suspiro-. Y ahora estamos sin rey.
– Tienes un rey -replicó mi hermano en el acto-. Alfonso II ha abdicado en favor de su hijo, Ferrandino. Eso es lo que hay que decir a los barones y al pueblo.
Federico lo miró con admiración.
– Astuto. Muy astuto. No tienen ningún motivo para odiar a Ferrandino. Lo aprecian muchísimo más de lo que jamás apreciaron a tu padre. -Comenzó a asentir con las primeras señales de entusiasmo-. Al demonio con Alfonso. Tienes razón, debemos considerar su marcha como una abdicación. Por supuesto, será difícil. Los barones no confían en nosotros… quizá aún quieran luchar si creen que es una maniobra política por nuestra parte. Pero con Ferrandino, tenemos más oportunidades de ganarnos el apoyo popular.
Mi tío Francisco por fin intervino en la conversación.
– Ferrandino y los mercenarios. No tenemos más alternativa que la de contratar ayuda, y pronto, antes de que lleguen los franceses. Está muy bien que el príncipe Jofre intente convencer a Alejandro para que envíe a sus tropas, pero no tenemos tiempo para tanta diplomacia. Además, están demasiado al norte para llegar a tiempo.
Federico frunció el entrecejo.
– Nuestras finanzas están al límite. Apenas podemos mantener a nuestro propio ejército, después de los gastos de Alfonso para reconstruir los palacios y encargar toda clase de obras de arte innecesarias…
– No tenemos opción -señaló Francisco-. Es eso, o perder la guerra contra los franceses. Siempre podremos pedir dinero prestado a España después de la guerra.
Federico continuaba con el entrecejo fruncido; abrió la boca para replicar, pero la cerró de nuevo al escuchar una llamada urgente.
– Adelante -ordenó.
Reconocí al hombre de cabellos blancos y nariz ganchuda que apareció en el umbral; era el senescal, el hombre a cargo de la casa real, incluidas las joyas reales y las finanzas. Su expresión era de absoluto desconsuelo. Federico, al verlo, se olvidó de todo el protocolo real y se le acercó de inmediato; inclinó la cabeza para que el viejo pudiese susurrarle al oído.
Mientras Federico escuchaba, sus ojos se agrandaron; luego, pareció marearse. En cuanto acabaron, el senescal se apartó y la puerta se cerró de nuevo. Mi tío dio unos pasos vacilantes y se dejó caer vencido en la silla; agachó la cabeza y se llevó una mano al corazón. Soltó un gemido ahogado.
Creí, durante un aterrador instante, que iba a morir.
El tío Francisco se levantó de inmediato y acudió a su lado. Se arrodilló y apoyó una mano en el brazo del hombre sufriente.
– ¡Federico! Federico, ¿qué pasa?
– El se los ha llevado -jadeó Federico-. Los tesoros de la Corona. Él se lo ha llevado todo… -El tesoro de la Corona constituía la mayor riqueza de Nápoles.
Pasó un momento antes de que comprendiese que con la palabra «él» se refería a mi padre.
Siempre había imaginado que el regreso a casa para visitar a mi hermano sería uno de los momentos más felices de mi vida, pero durante los días siguientes en el Castel Nuovo todos estábamos hundidos en una profunda tristeza. Mi marido y yo pasábamos mucho tiempo en compañía de Alfonso, pero no éramos felices; el daño que nuestro padre había causado al reino nos había dejado atónitos y sombríos. No podíamos hacer otra cosa que esperar y desear que Ferrandino y sus tropas llegasen a Nápoles antes que los franceses.
Incluso más doloroso fue descubrir que mi madre también había desaparecido. Era un hecho duro de aceptar: «Tienes el corazón leal de tu madre», había dicho el tío Federico, pero yo no podía aceptar que la lealtad de Trusia a su amante superase a la lealtad hacia Nápoles y sus propios hijos. La idea era tan espantosa que mi hermano y yo no soportábamos comentarla; así que la traición de mi madre pasó sin mencionar.
La mañana siguiente a nuestra llegada al castillo, doña Esmeralda hizo pasar a Alfonso a mis aposentos. Esbocé una sonrisa en señal de saludo, pero mi hermano no me correspondió. Sostenía una caja de madera un poco más larga que mi mano y la mitad de ancha; me la ofreció como si fuese un regalo.
– Para tu protección -dijo con gravedad-. No podemos predecir qué pasará, y no descansaré hasta saber que eres capaz de defenderte a ti misma.
Me eché a reír, en parte por el deseo de descartar ese temor.
– No te rías -dijo Alfonso-. No es una broma; los franceses se están acercando a Nápoles. Ábrela.
A regañadientes, obedecí. En el interior de la caja, colocada sobre un terciopelo negro, había una larga daga con una delgada empuñadura de plata.
– Un estilete -explicó mi hermano, mientras yo la sacaba de la vaina. La empuñadura era bastante corta; la mayor parte del arma estaba formada por la hoja triangular, de un fino acero pulido que terminaba en una punta muy afilada. Ni siquiera me atreví a tocarla con el dedo para probar su agudeza; sabía que de inmediato me haría sangrar-. La escogí para ti porque puedes ocultarla fácilmente en tus vestidos -añadió Alfonso-. Tenemos modistas que pueden ocuparse del trabajo en el acto. He venido ahora porque no tenemos tiempo que perder. Te enseñaré a manejarla.
Solté un chasquido de escepticismo.
– Aprecio tu previsión, hermano, pero no creo que un estilete pueda batirse contra una espada.
– No -señaló Alejandro-, y ahí está la gracia. Cualquier soldado creerá que estás desarmada, y por lo tanto se acercará a ti sin temor. Cuando tu enemigo se acerque, tú lo sorprenderás. Mira. -Cogió el arma de mi mano, y me enseñó a sujetarla correctamente-. Con un estilete, el mejor modo de causar el mayor daño es golpeando desde abajo hacia arriba. -Me lo demostró con un movimiento que rajó a un imaginario oponente desde el vientre a la garganta, y después me entregó el pequeño puñal-. Ten. Inténtalo.
Copié sus movimientos con extraordinaria perfección.
– Bien, bien -murmuró con aprobación-. Eres una luchadora nata.
– Soy hija de la casa de Aragón.
Una débil sonrisa asomó en su rostro, tal como era mi intención.
Observé el acero en mi mano.
– Esto puede ser útil contra un angevino -afirmé-, pero en absoluto será letal contra un francés acorazado.
– Ah, Sancha, ahí reside su poder. Es lo bastante delgada para atravesar la cota de malla, para deslizarse entre los espacios de una armadura; y lo bastante aguda y fuerte, si se la empuña con la suficiente determinación, para atravesar el metal liviano. Lo sé porque era mía. -Hizo una pausa-. Solo ruego que nunca tengas que usarla.
Por su bien, fingí no compartir su temor.
– Es bonita -dije, y la sostuve al sol-. Como una joya. La llevaré siempre, como un recuerdo.
Los días siguientes, después de que añadiesen pequeños bolsillos en mis corpiños, por encima de los pliegues de mi falda, practiqué a solas: sacaba el estilete rápida, subrepticiamente, y asestaba golpes de abajo hacia arriba, una y otra vez, para matar a enemigos invisibles.
Pasaron otros dos días, durante los cuales los hermanos del rey se reunieron a todas horas para concretar su estrategia. Se anunció en las calles que el rey Alfonso II había abdicado a favor de su hijo, Ferrandino. Confiábamos en que esto aplacaría a los barones y evitaría que combatiesen con los franceses contra la Corona. Mientras tanto, Jofre escribió una vehemente carta a su padre, Alejandro, para explicarle oficialmente la renuncia al trono de Alfonso y solicitar el apoyo papal; el príncipe Federico la corrigió a fondo, y después la envió a Roma con un mensajero secreto.
Una soleada mañana de febrero, poco antes del mediodía, estaba comiendo con Jofre y Alfonso cuando nuestra discreta e insulsa conversación fue interrumpida por un trueno lejano. Tres pensamientos simultáneos compitieron por mi atención.
«No es nada, solo una tormenta pasajera.»«¿El Vesubio ha entrado en erupción?»
«Dios mío, son los franceses.»Con los ojos muy abiertos, miré primero a mi hermano y luego a mi marido mientras se repetía el sonido -esta vez, claramente desde el noroeste- y resonó contra el cercano Pizzofalcone. Sin duda todos compartimos este último pensamiento, porque nos levantamos al unísono y corrimos escalera arriba hasta el piso superior, donde un balcón ofrecía una vista de la parte occidental de la ciudad. Muy pronto doña Esmeralda se reunió con nosotros y señaló al norte del Vesubio, hacia el límite extremo de Nápoles. Seguí el gesto con la mirada, y vi unas pequeñas nubes de humo negro en la distancia. El trueno sonó de nuevo.
– Fuego de cañones -dijo Esmeralda con convicción-. Nunca olvidaré este sonido. Lo he escuchado en mis sueños desde que los barones se levantaron contra Ferrante, cuando yo era joven.
Observamos, cautivados, sin atrevernos a hablar mientras esperábamos la respuesta a nuestra única pregunta: ¿era la recepción de bienvenida a Ferrandino o eran los franceses, que anunciaban su presencia?
Pasé la mano sobre el estilete oculto en mi corpiño, para asegurarme de que estaba allí.
– ¡Mirad! -gritó Jofre, tan por sorpresa que me sobresalté-, ¡Allí! ¡Soldados!
En una formación dispersa, unas pequeñas siluetas oscuras avanzaban a pie por las ondulantes colinas hacia la ciudad. Era imposible distinguir el color de sus uniformes; saber a ciencia cierta si eran napolitanos o franceses.
Alfonso reaccionó.
– ¡Federico debe ser informado de inmediato! -exclamó, y se apresuró a marcharse.
– ¡Don Alfonso, creo que ya lo sabe! -le gritó Esmeralda. Señaló hacia los muros más allá de nuestro palacio, donde los guardias armados corrían a ocupar las posiciones de defensa. Incluso así, mi hermano salió para asegurarse.
Durante un largo y terrible momento nos quedamos mirando a la distancia, sin saber si debíamos dar la bienvenida o luchar contra aquellos que avanzaban implacablemente hacia la ciudad y el palacio real.
De pronto, alzada sobre las tropas que avanzaban, vi el estandarte: flores de lis doradas contra un azul profundo.
– ¡Ferrandino! -grité. Después abracé a mi marido y lo besé en los labios y en las mejillas con una alegría incontenible-. ¡Mirad, es nuestra bandera!
La entrada de Ferrandino en Nápoles distó mucho de ser alegre. Los cañones que, equivocadamente, creí que disparaban nuestros propios soldados para anunciar su llegada, habían sido en realidad disparados por los furiosos barones que estaban emboscados para atacar al joven príncipe. Aunque los rebeldes nobles carecían de tropas y de armas para lanzar una campaña por su cuenta, consiguieron matar a algunos de nuestros hombres. Uno de los cañonazos espantó al caballo de Ferrandino, que a punto estuvo de arrojarlo al suelo.
La familia lo esperamos en el gran salón. Ese día no hubo ni flores ni tapices ni adornos de ninguna clase; todos los objetos de valor habían sido empaquetados por si debíamos huir rápidamente.
Ferrandino distaba mucho de ser el joven arrogante que había conocido en mi infancia. Seguía siendo apuesto, pero se le veía agotado y consumido, humilde y envejecido por la responsabilidad, la guerra y la desilusión. «Todo lo que quiere es que las muchachas bonitas lo admiren y acostarse en una cama blanda», había dicho el viejo Ferrante años atrás, pero estaba claro que el príncipe no había tenido ninguna de las dos cosas durante mucho tiempo.
Entró en la habitación. Se había cambiado de túnica y se había lavado el polvo del viaje, pero su rostro estaba bronceado por el sol y sus cabellos y la barba oscuros estaban descuidados y sin cortar. La hija de Ferrante, Juana, que entonces tenía diecisiete años, de cabellos oscuros y voluptuosa, lo rodeó con sus brazos y se besaron con gran pasión. A pesar de ser tía y sobrino, se habían enamorado el uno del otro hacía mucho, y estaban prometidos.
– Muchacho. -Federico fue el primero de los hermanos en abrazarlo con gran afecto.
Ferrandino devolvió su abrazo y el de Francisco y los besos con un gesto de cansancio; después miró a los reunidos.
– ¿Dónde está padre?
– Siéntate, alteza -dijo Federico. Su voz estaba cargada de afecto y pena.
Ferrandino lo miró con alarma.
– No me digas que está muerto. -Juana, de pie a su otro lado, apoyó una mano en su brazo en un gesto de consuelo.
Federico apretó los labios hasta formar una delgada línea recta.
– No. -Mientras el joven príncipe se sentaba, el viejo murmuró-: Mejor hubiese sido que lo estuviese.
– Dímelo -ordenó Ferrandino. Miró al resto de nosotros, de pie alrededor de la mesa, y dijo-: Sentaos. Tú, tío Federico, habla.
Con un suspiro, Federico se sentó en la silla junto a su sobrino.
– Tu padre se ha marchado. Hasta donde sabemos, se ha ido a Sicilia, y se ha llevado los tesoros de la Corona con él.
– ¿Que se ha ido? -El príncipe lo miró con los labios entreabiertos en una expresión de incredulidad-. ¿A qué te refieres? ¿Por su seguridad? -Miró a la solemne asamblea que formábamos, como si suplicase por una palabra, una señal, que lo ayudase a comprender.
– Ha huido. Se marchó en mitad de la noche sin decírselo a nadie. Ha dejado el reino sin fondos.
Ferrandino se quedó de una pieza; por unos momentos, no habló ni miró a nadie. Un músculo en su mejilla comenzó a temblar.
Federico rompió el silencio:
– Dijimos a la gente que el rey Alfonso decidió abdicar en tu favor. Es la única manera de recuperar la confianza de los barones.
– Hoy no nos han mostrado ninguna confianza -replicó Ferrandino, con voz tensa-. Dispararon contra nosotros, abatieron a algunos hombres y caballos. Unos pocos locos con espadas incluso cargaron contra nuestra infantería. -Hizo una pausa-. Mis hombres necesitan comida y nuevos suministros. No pueden combatir con el estómago vacío. Ya han pasado suficiente. Cuando se enteren…
Se interrumpió y se cubrió el rostro con las manos; luego se inclinó hacia delante hasta que su frente tocó la mesa. Reinó el silencio.
– Se enterarán de que tú eres el rey -dije. Sorprendí a todos, incluso a mí misma, con mis súbitas y vehementes palabras-. Tú serás mucho mejor rey de lo que nunca fue mi padre. Eres un buen hombre, Ferrandino. Tratarás al pueblo justamente.
Ferrandino se irguió, se pasó las manos por el rostro y se obligó a no mostrar su dolor; el príncipe Federico me dirigió una mirada de profunda aprobación.
– Sancha tiene razón -afirmó Federico, y se volvió de nuevo hacia su sobrino-. Quizá los barones desconfíen ahora de nosotros. Pero tú eres el único hombre que puede ganarse su confianza. Tú, a diferencia de Alfonso, eres justo.
– No hay tiempo -manifestó Ferrandino con voz cansada-. Los franceses muy pronto estarán aquí con un ejército que triplica el nuestro. Además, ahora no hay dinero.
– Los franceses vendrán -admitió Federico, en tono grave-. Intentaremos todo lo que esté a nuestro alcance cuando lo hagan. Pero Jofre Borgia ha escrito a su padre, el Papa; te conseguiremos más tropas, alteza. Aunque tenga que nadar hasta Sicilia con estos cansados y viejos brazos -los levantó en un gesto teatral-, te conseguiré el dinero. Lo juro. Ahora, lo que debemos hacer es encontrar el modo de sobrevivir.
El instinto me impulsó a levantarme, ir junto a Ferrandino y arrodillarme.
– Majestad, te juro fidelidad, mi soberano y señor. Lo que tengo es tuyo; estoy enteramente a tus órdenes.
– Mi dulce hermana -susurró él, y me sujetó la mano; me ayudó a levantarme mientras el viejo Federico se arrodillaba y también juraba su lealtad. Uno a uno, todos los miembros de la familia siguieron mi ejemplo. Éramos un pequeño grupo atormentado por el miedo y la duda sobre lo que podría pasar en los próximos días; nuestras voces temblaron mientras gritábamos: « Viva re Ferrandino!»Pero nuestros corazones nunca habían estado más angustiados.
Así fue como el rey Femado II de Nápoles asumió el poder sin ceremonias, sin corona, ni joyas.