Capítulo 14

Aquella noche, envié a mis damas de compañía fuera de mi dormitorio, con la excusa de querer dormir sola. Estaban acostumbradas a mis caprichos y no hicieron ninguna pregunta, y se resignaron a dormir en una habitación cercana. Antes de que se marchasen, insistí en que la más joven de mis doncellas, Felicia, me preparase una túnica de seda negra y un velo, pues dije que echaba de menos Nápoles y que deseaba vestir de luto durante el resto de la semana.

Sabía que debía haber consultado con doña Esmeralda; que sin duda ya habría encontrado fuentes de información y habría averiguado todo lo posible acerca de los miembros de la familia Borgia. Pero tan fuerte era mi enamoramiento que no hice pregunta alguna; si César era un truhán, lascivo y caprichoso como su padre, no quería saberlo. Incluso si me lo hubiesen dicho, habría rechazado la información.

Apenas había tenido tiempo de apagar la lámpara de aceite de mi mesa cuando sonó una rápida llamada en la puerta del dormitorio; me desesperé, porque la reconocí como la de Jofre. Sin esperar respuesta, él entró; en la luz amarillenta vi la expresión libidinosa en su rostro.

– Sancha, amor mío -dijo-. ¿Hay un lugar esta noche para mí en tu cama? -Cerró la puerta. Se balanceaba un poco, y tenía los ojos entrecerrados; estaba borracho, un estado en el que lo había encontrado en repetidas ocasiones desde que habíamos ido a vivir con su familia.

Desapareció el color de mi rostro.

– No me siento muy bien -tartamudeé, y como si fuese una virgen, me sujeté el camisón alrededor del cuello, para que no viese tanta carne.

Jofre pareció no escuchar mis palabras. Animado por el vino, se acercó tambaleante hasta donde yo estaba sentada en la cama, y apoyó sus manos sobre mis pechos.

– Tengo la esposa más bella del mundo -farfulló-, y la poseeré ahora.

Sentí dos cosas: piedad, porque no podía corresponder a sus sentimientos, y miedo de que el vino pudiese hacer que se durmiera en mi lecho la misma noche que había planeado mi primer acto de infidelidad.

De haber sido él un borracho cualquiera hubiese sido incapaz de culminar el acto. Me tendí obediente en la cama y separé las piernas. Él, a su vez, se bajó los calzones y me subió la enagua hasta la cintura, se montó sobre mí y me penetró.

Lo que siguió no hubiese inspirado ni siquiera a Petrarca. Jofre permaneció sobre mí, incapaz de soportarse con los brazos, el rostro hundido en mis pechos. Por un momento, empujó violenta, torpemente y después, agotado, se detuvo y jadeó en busca de aire.

– ¿Podrás amarme alguna vez? -preguntó, su voz casi ahogada por los sollozos-. Sancha, ¿llegarás a amarme alguna vez?

– Tú eres mi príncipe -le respondí. Podía engañarlo con César, pero no podía mentirle a la cara-. Con el paso de los días te aprecio cada vez más.

Bamboleó la cabeza; el sueño amenazaba.

Utilicé una treta femenina que me habían enseñado antes de mi boda: utilicé los músculos que sujetaban el órgano de Jofre para apretarlo con fuerza y de esta forma enardecerlo lo suficiente para que continuase empujando, y, al fin, cediese al placer y al colapso.

Exhaló un suspiro y se tumbó boca arriba; intuí que de nuevo estaba a punto de quedarse dormido, así que le subí las calzas, y luego lo ayudé a levantarse.

– Debes volver a tu habitación -dije, sin dar más explicaciones-. Vamos, deja que te ayude.

Agotado por el vino y la descarga sexual, Jofre estaba demasiado confuso para discutir. Tuve que soportar su peso mientras se tambaleaba hacia la puerta.

Como era nuestra costumbre, le di un rápido beso.

– Buenas noches, querido.

Regresé a mi cama. Si todo lo que había aprendido acerca de Dios era verdad, entonces estaba condenada, y con toda justicia; la culpa me abrumó. No quería traicionar a mi marido, y, sin embargo, mi corazón no me permitiría hacer otra cosa. «Eres malvada -me dije a mí misma-. Perversa. ¿Cómo puedes ser tan cruel con alguien que te ama?» Pero incluso con mis piernas pegajosas por la simiente de mi marido, soñé con su hermano y con la próxima cita. La fuerza de mis sentimientos por César no me dejaba otra alternativa. Parecía irónico que algo tan deslumbrante y magnífico como el amor hubiese llegado demasiado tarde, cuando ambas partes habían pronunciado votos que prohibían su celebración.

Me limpié con un paño. Por fin llegó el momento; me levanté y me vestí con torpeza en la oscuridad.

Las otras damas dormían, pero doña Esmeralda no se había dejado engañar. Mientras luchaba para atarme el corpiño con dedos inexpertos, la robusta y vieja matrona, vestida con su camisón de lino blanco, entró en mi habitación.

No dijo nada. Dada la falta de luz, no podía ver su rostro, pero podía intuir su desaprobación, imaginar su severa mirada.

– No puedo dormir -dije, altiva. Ante el continuado silencio de Esmeralda, exigí-: Al menos ayúdame con mi corpiño.

Esmeralda obedeció, y me abrochó la prenda sin muchas gentilezas.

– Esto solo conducirá a más problemas, madonna.

Yo me sentía demasiado impetuosa, demasiado ebria de amor como para tolerar la verdad.

– ¡Te lo he dicho, no puedo dormir! Necesito respirar un poco de aire fresco.

– No es correcto que una mujer joven salga sola a estas horas. Deja que vaya contigo, o llama a uno de los guardias. -Su tono era insistente.

– ¡Ata los lazos de mi corpiño, y después vete! Anoche dejé la fiesta sola, y regresé a mi habitación sin problemas, ¿no es así? Puedo cuidar de mí misma.

Por un momento, ella no respondió y se limitó a acabar su trabajo; luego se apartó. La escuché respirar con fuerza; me conocía demasiado bien como para no decir lo que pensaba.

– Ese no es el caso, ¿no es así, madonna? Anoche necesitaste mucha ayuda.

Me sentí demasiado asombrada para responder. ¿Cómo podía alguien, además de mí misma y de César, saber de la indiscreción de Su Santidad? Si doña Esmeralda ya conocía el secreto, entonces no tenía ninguna esperanza de poder ocultar una aventura con César a nadie en la corte papal.

Me dije a mí misma que no me importaba.

– No volveré a hablar de esto contigo -manifestó Esmeralda-. Sé que eres tozuda y no atiendes a razones. Pero escúchame, si puedes: esto solo te conducirá a un peligro mayor que el que afrontaste anoche, Sancha mía. Tú eres la Eva en el Jardín, y te enfrentas nada menos que a la serpiente.

– Déjame -ordené, y me cubrí el rostro con el velo.


El aire de la noche solo había refrescado un poco después del calor del día; estaba acostumbrada a las brumas y a la niebla del clima de la costa, pero Roma no ofrecía ese escondite. Me refugié en la oscuridad y en mi velo para ocultarme en esta, mi primera incursión en el engaño.

En el cielo, las nubes medio tapaban una luna menguante. Con una luz tan débil y mi visión obstruida por una tela de seda oscura, me moví titubeante, como alguien casi ciego. El jardín parecía desconocido: los brillantes colores del follaje se habían reducido a tonos de gris, y los rosales y los naranjos se habían convertido en súbitos extraños. Vacilé a lo largo del sendero, mientras luchaba contra el pánico. ¿Había doblado en ese recodo, o el siguiente? Si me perdía, ¿César creería que me había burlado de él y se marcharía del jardín enfadado?

¿O se había burlado él de mí?

Me reproché sentir esos temores; detestaba la intensidad de mi amor por César, porque me hacía débil.

Respiré a fondo para tranquilizarme, tomé una decisión y giré en el siguiente recodo. Al hacerlo, divisé el banco de piedra debajo del árbol a la sombra, y algo oscuro que se movía contra el blanco de la piedra: el perfil de un hombre.

César. Quise gritar como una niña y correr hacia él, pero me obligué a caminar sin prisas, con un porte regio: él no hubiese querido menos.

Él también vestía de negro; solo podían verse sus manos y su rostro contra el telón de la noche.

Esperó, alto y digno, hasta que llegué a su lado. Luego ambos abandonamos toda contención. No puedo decir quién se movió primero; quizá nos movimos juntos, pero no noté el paso del tiempo entre el momento en que me adelanté hacia él y el momento en que apartó mi velo y nos abrazamos, labio contra labio, cuerpo contra cuerpo, con tanta fuerza y pasión que sentí como si mi carne se disolviese en la suya. Tan grande era el calor generado que, de no haber estado sujeta por sus brazos, hubiese caído sin sentido.

Para mi desmayo, él se apartó de mí.

– Aquí no -manifestó, con una voz ronca y desesperada-. Tú no eres una cualquiera a la que se pueda poseer tumbados en el suelo. Confía en mí; he hecho arreglos. Estaremos seguros.

Me coloqué el velo de nuevo; él cogió mi mano. Su paso era firme; conocía muy bien el camino. Me llevó por la parte de atrás del palacio hasta una entrada sin vigilancia que daba a un pasillo. Conducía a una pesada puerta de madera que se abría a otro pasillo, este largo y de reciente construcción, apenas acabado y con el único fin de facilitar un acceso privado. Unas antorchas sujetas a soportes en las paredes alumbraron nuestro camino.

Después de un momento, llegamos a otra puerta, que César abrió haciendo una floritura. Fruncí el entrecejo, intrigada. Ante nosotros se abría una gran capilla, antigua y adornada; las lámparas votivas alumbraban el altar, y había un gran trono papal a un costado, con bancos para los cardenales.

Los labios de César se curvaron en una sonrisa.

– La Capilla Sixtina -explicó, mientras me ayudaba a pasar-. Estamos en San Pedro.

El velo me rozó los labios cuando los separé, asombrada. Ese era el mismo pasadizo que Su Santidad utilizaba para pasar rápidamente al palacio de Santa María.

– Ven -añadió.

Cruzamos la capilla a paso rápido, luego la catedral, y entramos en los salones del Vaticano. No encontramos ni un solo guardia; César se había ocupado de asegurar nuestra intimidad.

Me llevó a los aposentos de los Borgia, que reconocí de la fiesta de la noche anterior; me inquietó un poco pensar que estaría tan cerca del Papa. Por fortuna, César me llevó en otra dirección, y subimos la escalera; por fin llegamos a una habitación sin vigilancia y abrió las puertas con un gesto elegante.

– Te he traído a mi propia cama, y he despedido a todos los sirvientes hasta la mañana -dijo, y cerró las puertas detrás de nosotros-. El tiempo que quieras quedarte es decisión tuya, madonna.

– Para siempre -murmuré.

De inmediato, cayó de rodillas delante de mí y se abrazó a mis faldas, con los brazos alrededor de mis piernas, el rostro vuelto hacia arriba; con el ansia más profunda, proclamó:

– Solo di que lo deseas, Sancha y renunciaré al sacerdocio. Mi padre quiere que sea Papa, y por lo tanto debo ser cardenal; pero no está en mi naturaleza responder a la llamada. Su Santidad hará cualquier cosa que le pida; anulará tu matrimonio con Jofre. Sin duda tú sabes que tu marido no es en realidad su hijo…

¿Jofre no era hijo del Papa? La revelación sorprendió a una parte muy profunda dentro de mí, aquella pequeña, distante y silenciosa parte que no estaba abrumada por la proposición de César y desesperada por aceptarla.

– Entonces, ¿de quién es hijo? -susurré.

– El hijo legítimo de mi madre Vannozza y su marido. -César sonrió.

Me estremecí, al pensar en César y en mí, libres para amarnos a voluntad, libres para tener hijos juntos. Pero Jofre y yo estábamos casados; mi propio padre y un cardenal Borgia habían presenciado la consumación física. No podía haber motivos para la anulación.

Apoyé mis dedos con firmeza en los labios de César para detener el flujo de sus palabras.

– El acto matrimonial fue presenciado y no se puede deshacer -manifesté-. Pero ahora no es el momento de hablar del futuro; ahora es el momento de que me lleves a tu cama.

Él aceptó. Se levantó y, de cara a mí con las puntas de los dedos debajo de los míos, me llevó de nuevo a su dormitorio.

Las persianas estaban cerradas, pero la habitación resplandecía con la luz de veinte velas, colocadas en candelabros de oro. Había un mural a medio acabar en la pared, un tema pagano, y sobre la cama, una colcha de terciopelo rojo. Las pieles cubrían el suelo, y en una preciosa mesa de noche tallada había una jarra de vino y dos copas de oro, incrustadas con rubíes. Ese era el dormitorio de un príncipe, no el de un sacerdote. Estaba preparada para lanzarme a la cama y levantarme las faldas para un acontecimiento apresurado, como estaba acostumbrada con Jofre. Sin embargo cuando me acerqué al lecho, César me detuvo.

– ¿Puedo verte, Sancha, como Dios te hizo?

Me quité el velo y me volví hacia él, sorprendida por la petición. Yo temblaba por la ansiedad de consumar la aventura; vi el temblor en los labios entreabiertos de César. La intensidad en su mirada rayaba la locura; sin embargo, su tono y sus modales eran delicados. Levanté la barbilla, decidida.

– Solo si me devuelves el favor.

En respuesta, se desabrochó el hábito de sacerdote y se lo quitó, para mostrar debajo una túnica negra con rayas de satén y terciopelo negro, con una daga enfundada en la cadera, y calzas negras: el vestido de un caballero romano. Con rapidez y gracia, se quitó primero las zapatillas, luego la túnica, para dejar a la vista un pecho musculoso, con algo de vello en el esternón; era delgado, y las clavículas, las caderas y las costillas destacaban mientras se deslizaba las calzas por sus esbeltos muslos. Cuando acabó, se irguió cuan alto era y se sometió con humildad a mi escrutinio.

Lo miré asombrada. Nunca había visto a un hombre desnudo. Incluso Onorato, siempre preocupado en darme placer, jamás se había quitado la túnica y solo se había bajado las calzas lo necesario durante nuestros encuentros amorosos. Jofre nunca se había quitado la túnica salvo en nuestra noche de bodas, cuando la costumbre requería que estuviésemos desnudos, y creo que él se quitó totalmente las calzas solo una vez. Lo más cerca que había estado de encontrarme desnuda con Jofre había sido en ocasiones como la de esa noche, cuando ya me había quitado el vestido y solo llevaba la enagua. Incluso entonces, nuestras relaciones tenían lugar debajo de las sábanas.

Pero allí estaba César, desnudo y glorioso. No podía evitar mirar el lugar entre sus piernas, donde emergía entre el abundante vello negro azabache su erecto miembro viril, que me apuntaba con una clara inclinación hacia arriba. Era más grande que el de Jofre y comencé a mover mi mano hacia él, con el deseo de tocarlo.

– Todavía no -susurró César. Como una dama de compañía se movió para ponerse a mi espalda, y con una sorprendente habilidad, comenzó a desatar los lazos de mis mangas. Me desprendí de ellas con una carcajada ante la súbita sensación de libertad, y luego esperé mientras él desataba los lazos de mi corpiño.

Hecho esto, me quité el vestido. Un peso tan enorme que soportar, las prendas. Tenía prisa por librarme de la enagua por encima de la cabeza, pero César habló de nuevo:

– Ponte allí delante de la luz de las velas. -Ladeó la cabeza, sus ojos oscuros brillantes de admiración-. El efecto es como el de un velo; como mirar a un ángel, a través de los jirones de una nube.

– ¡Bah! -Me quité la enagua y la arrojé al suelo-. ¡A la cama!

– No -repitió él, con el mismo énfasis de un artista que reclama que se admire una obra maestra-. Mírate -susurró-. Nadie podría poner en duda la sabiduría de Dios.

Sonreí al escucharlo. En parte, por su adoración, en parte, por mi propia vanidad. Todavía era joven, y nunca había amamantado a un niño; mis pechos habían sido calificados de perfectos por Onorato, ni demasiado grandes ni demasiados pequeños, con una firme y agradable forma. También sabía que la curva de mis caderas era muy femenina, y que no era demasiado delgada.

Se apartó de mi espalda y comenzó a deshacerme el peinado, que consistía en una única y gruesa trenza para mantenerlo apartado mientras dormía. Cuando quedó suelto, sacudí la cabeza y dejé que cayese hasta mi cintura; deslizó los dedos entre mi cabellera, una, dos veces, con un suspiro, y luego se colocó de nuevo delante de mí para observarme como un pintor que evalúa su trabajo.

Una vez más, me sorprendió. Mientras permanecía allí para que me contemplase, él se acercó a mí, se arrodilló de nuevo con la reverencia de un peregrino en un santuario y besó el oscuro monte de Venus entre mis piernas. Me sobresalté un poco, pero después me sobresalté todavía más cuando separó los labios con los pulgares y comenzó a lamer con la lengua.

La vergüenza luchó contra el placer. Me estremecí. Pasé mi peso de una pierna a otra; intenté, abrumada por la sensación, apartarme, pero él apoyó las manos en mis nalgas y me apretó contra él.

– Basta -le supliqué, porque me balanceaba hacia atrás, y estaba a punto de caerme. En respuesta, él medio me levantó y me apoyó contra la pared más cercana-. Basta -supliqué de nuevo, porque la sensación era casi imposible de soportar.

Solo cuando dejé de suplicar y comencé a gemir, él alzó el rostro con una sonrisa complacida y perversa, y dijo:

– Ahora a la cama.

No continuó lamiéndome, como yo esperaba; en cambio, me besó en los labios. Su barba y su lengua estaban cubiertas con mi olor. Por primera vez, experimenté el calor de la carne contra la carne, desde la cabeza hasta el pecho, luego al sexo, y a las piernas, y finalmente a los dedos de los pies. Me estremecí. ¿Cómo podía ser eso un pecado, y no algo divino?

Forcejeamos. No podía, como había hecho con Onorato, yacer y permitir ser el objeto de atención, una criatura pasiva para ser conquistada: luché, en medio del placer que César me daba, por hacer lo mismo por él. Anhelaba hacer lo mismo por él. Una fuerza nunca utilizada creció en mi interior, algo al mismo tiempo bestial y sagrado. Sentí cómo me consumía el fuego; no era algo dado por un Dios externo, sino surgido desde dentro, interno y fuerte, que me llenaba y después estallaba desde la coronilla, como un apóstol en Pentecostés, como una de las velas que ardían en el candelabro de pared cerca de la cama de César.

No me penetró: me hizo esperar, me hizo reclamar, me hizo suplicar. Solo cuando había cruzado el umbral de la locura me complació, y me aferré a él, con los brazos y las piernas sujetándolo tan fuerte que me dolía, pero no me importó; ahora lo tenía, y no le permitiría escapar. El se rió, ante la ferocidad con la cual lo retenía, pero no había ningún distanciamiento. Veía reflejada en sus ojos oscuros la fiereza de los míos; estábamos perdidos el uno en el otro. Yo ya no era una amante más para él, del mismo modo que él no lo era para mí. Estábamos poseídos por una pasión que no todos los hombres y las mujeres tienen la gracia de experimentar en toda una vida.

Me montó -o yo a él, no puedo decirlo, porque nos movíamos al unísono- alternando delicadeza y ferocidad. Durante los momentos de delicadeza, él se movía dentro de mí sin prisa, con los ojos entrecerrados y la respiración pausada; yo, torturada, intentaba debatirme, forzarlo a un amor más brutal, pero me sujetaba, con mis brazos por encima de la cabeza, al tiempo que susurraba: «Paciencia, princesa…».

De nuevo, me llevó a suplicar; algo que nunca hubiese hecho con otro hombre. Ansiaba agotarme, acabar; pero César estaba decidido a llevarme al precipicio de la mayor desesperación que yo nunca había conocido.

Cuánto tiempo pasó desde que entré en su dormitorio, no puedo decirlo. Quizá fueron horas.

Cuando ya no pude soportarlo más, él se apartó. Eso provocó en mí el más profundo horror; aquello era inadmisible. No obstante, él era más fuerte, y con su fuerza, aplicada con ternura, y con dulces palabras como las que se podrían emplear para calmar a una bestia ansiosa, me convenció para que volviese a tumbarme y empleó de nuevo la lengua y los dedos en el triángulo entre mis piernas.

Creía haber experimentado antes el placer; creía haber experimentado el calor de la pasión. Pero la sensación que César provocó en mí aquella noche empezó paso a paso, como una brasa que se transforma en vivas llamas. Pareció comenzar fuera de mí, en algún lugar en el cielo por encima de mi cabeza, y la sentí descender sobre mí, una fuerza sagrada indescriptible, ineludible, que lo consumía todo. La habitación a mi alrededor -la cama, mi piel desnuda, las paredes y el techo, la luz, incluso el rostro de César sobre el mío, los ojos bien abiertos, ardientes de pasión- desapareció.

Desde luego iré al infierno por decir esto, pero parecía no haber otra cosa en el mundo que Dios, el placer infinito, como sea que pueda llamarse la extrema sensación donde todos los límites entre el ser y el mundo desaparecen. Incluso yo no estaba.

Sin embargo, a pesar de la ausencia de realidad, sentí de nuevo la unión con César. Me había montado otra vez en medio de mi éxtasis, se había fundido con él, lo había cabalgado hasta que nuestras voces se unieron.

Estaba muy acostumbrada a reprimir mis gemidos de deleite, a reducirlos a susurros, ante el temor de que los demás los oyesen. Esa experiencia arrancó de mí un alarido que fui incapaz de controlar. Pero no solo era mi voz; César se unió a ella. Pero no hubiese podido distinguir una de otra; ambos emitimos un único sonido, que sin duda debió de escucharse en todos los rincones de los aposentos papales.

Yacimos un tiempo en la cama. Ninguno de los dos habló; yo no podía, porque me había quedado totalmente ronca y estaba agotada. Mis largos cabellos pegados a mis brazos, a mi espalda, a mis pechos, con el sudor. Después, César se volvió hacia mí y apartó los mechones de mi frente y de las mejillas.

– Nunca había tenido una experiencia tan increíble con una mujer. Creo que nunca había conocido el amor hasta ahora, Sancha.

Tosí, luego conseguí susurrar:

– Mi corazón es tuyo, César, y ambos estamos maldecidos por ello.

Se levantó para servirme una copa de vino. Me dominó un súbito deseo de hacer una travesura -la misma clase de tontería que me había dominado en San Pedro- quizá debido a la sensación de libertad provocada por la deliciosa descarga. No podía, me dije a mí misma, verme privada del mejor amante que había conocido; al menos no tan pronto después de haber sido conquistada por él. Cuando intentó levantarse de la cama, envolví mis piernas alrededor de su muslo.

Se rió; el digno César, siempre controlado, se rió con una indefensa sorpresa ante mi inesperada acción. Sin embargo, continuó levantándose, con la intención de coger la jarra de vino, sin duda convencido de que yo no persistiría en mi comportamiento infantil.

Con una carcajada, aumenté la presión de mis piernas; él a su vez, no desistió de su intento.

Me aferré a su pierna a pesar de que él me arrastraba fuera de la cama para hacerme caer al suelo cubierto de pieles. Él se rió con hilaridad y asombro; dio un paso y luego dos, mientras yo continuaba aferrada y lo obligaba a arrastrarme con cada movimiento.

Por fin, él cedió y se desplomó sobre mí, y ambos nos reímos tumbados en el suelo como niños.


Cuando regresé a mi propia cama yací durante unos momentos escuchando la suave respiración de Esmeralda, con la mirada perdida en la oscuridad. Primero caí en una somnolienta euforia y reviví los momentos de placer con César… pero luego reapareció la culpa, que me llevó a un agitado despertar.

Yo era, como mis antepasados, demasiado capaz de crueldad y engaño; sobre todo cuando estaba lejos de la buena y amable influencia de mi hermano. Solo llevaba dos días entre los Borgia y ya era una adúltera. ¿En qué me convertiría, si pasaba el resto de mi vida en Roma?

Загрузка...