En la víspera del año 1500, se celebró una gran fiesta en la Sala de los Santos; la familia y muchos poderosos cardenales y nobles asistieron. Habían instalado una enorme mesa para acomodar a los invitados y se sirvieron un sinfín de exquisiteces; se sirvió vino especiado en tal cantidad como para llenar el Tíber. Yo me había vuelto inmune a las excesivas grandezas del palacio papal, pero esa noche, todo parecía de nuevo impresionante, incluso mágico. El mantel y la mesa estaban adornados con guirnaldas y cajas de perfume de azahar, que desprendían un dulce olor; en las paredes y los dinteles había cintas de brocado dorado. Habían encendido la gran chimenea, junto con más de un centenar de velas, que llenaban el lugar con un cálido resplandor que hacía que nuestras copas doradas, los techos con pan de oro y los suelos de mármol pulido reverberasen con la luz; incluso el cabello rubio de santa Catalina resplandecía.
Su Santidad estaba de un humor extraordinario, a pesar de su fragilidad. Había envejecido mucho en los últimos tiempos; tenía los ojos amarillos por la ictericia y su pelo había pasado del gris al blanco. Le colgaban las pieles debajo de la débil barbilla, y sus mejillas y su nariz estaban enrojecidas por las venas reventadas. Sin embargo, estaba resplandeciente con su capa de brocado dorado y blanco tachonada con diamantes, y un capelo tejido con hilo de oro, diseñados para la ocasión.
Cuando alzó la copa, su mano mostró un leve temblor.
– ¡Por el año 1500! -brindó, y la gran asamblea sentada a la mesa brindó con él-. ¡Por el año del Jubileo!
Sonrió, el orgulloso patriarca, mientras nosotros repetíamos sus palabras. Luego se sentó y nos invitó a todos con un gesto a hacer lo mismo.
Dado que esa era una ocasión especial, Alejandro se sintió impulsado a dar un breve discurso.
– El Jubileo cristiano -anunció, como si nosotros no conociésemos el término- fue instituido hace doscientos años por el papa Bonifacio VIII. Procede de la antigua tradición israelita de observar un año sagrado cada cincuenta; un momento en que son perdonados todos los pecados. No deriva -añadió, con cierta pedantería- de la palabra romana jubilo, «gritar», como la mayoría de los eruditos latinos creen, sino del hebreo jobel, el cuerno de carnero utilizado para marcar el comienzo de una celebración. -Separó las manos-. Bonifacio amplió el plazo de cincuenta años a cien… y aquí estamos, a solo unas horas de un acontecimiento que ninguno de nosotros podrá experimentar de nuevo.
Su tono se volvió orgulloso.
– Todo el duro trabajo que emprendimos el año pasado: la ampliación de las calles, la restauración de puertas y puentes, la reparación de los daños en la basílica de San Pedro, ahora dan sus frutos. -Aquí, hizo una pausa mientras los cardenales, muchos de los cuales habían participado en la supervisión de las obras, lo aplaudían-. Roma está preparada, como todos nosotros, para un tiempo de gran alegría y perdón. He promulgado una bula por la que todos los peregrinos que visiten Roma y San Pedro durante este año santo recibirán el perdón de todos sus pecados. Esperamos que más de doscientas mil almas hagan el viaje.
Escuché, sonriente, sentada junto a mi hermano y Lucrecia, porque era difícil no sentirse arrastrada por el sentimiento de entusiasmo que embargaba a la multitud, pero mi alegría estaba moderada por la preocupación y mi deseo de perdonar afectado por el dolor. No sabía qué podría deparar el año, porque en ese mismo momento, César Borgia luchaba junto a los franceses en Milán. Miré a Alfonso a mi lado, y él me cogió la mano y la apretó como un modo de manifestarme su apoyo.
En cuanto a Lucrecia, ella no advirtió mi preocupación o la de Alfonso. Escuchaba a su padre con una expresión de arrobado entusiasmo; ahora que tenía a su marido y a su hijo, era totalmente feliz. Creo que no se permitía considerar la posibilidad de que su hermano pudiese interferir; le habían negado durante tanto tiempo una vida normal que no pude culparla por su deseo de permanecer en la ignorancia. Su felicidad se mostraba aquella noche en su aspecto: nunca la había visto tan hermosa como durante aquellos días con Alfonso.
Por fortuna, el discurso del Papa fue breve, y muy pronto comenzamos a cenar. Después de comer y de que hubiesen retirado los platos, no me quedé mucho más para disfrutar de las festividades, solo lo que imponía la cortesía.
Regresé a mi dormitorio, donde encontré a doña Esmeralda de rodillas delante de su imagen de san Genaro.
– ¡Esmeralda! ¿Qué ha pasado?
Ella me miró, con su rostro moreno, enmarcado por los cabellos grises debajo de un velo negro, surcado por las lágrimas.
– Rezo a Dios por que no venga el fin del mundo.
Exhalé un largo suspiro y me calmé, un tanto enfadada por su supersticiosa actitud. Muchos curas campesinos habían vaticinado que el año 1500 -una fecha creada por el hombre- era de tanta importancia para Dios que la había escogido para el Apocalipsis. Ya había escuchado a otros sirvientes susurrar entre ellos con mucho temor sobre esa posibilidad.
– ¿Por qué Dios iba a hacer semejante cosa? -pregunté. Mi tono era duro; me pareció que no serviría de nada fomentar el injustificado terror de Esmeralda.
– Es una fecha especial. Lo siento en mis huesos, doña Sancha; Dios no retrasará mucho Su juicio. Hace casi dos años, el Papa asesinó a Savonarola… y ahora ha llegado el momento de que Alejandro sea castigado, y toda Italia sufrirá con él.
– Italia ya sufre -le respondí en voz baja, pero sufría a manos de César, no por las de Dios.
Dejé estar a Esmeralda. Me desvestí yo misma y me fui a la cama, donde escuché sus angustiadas plegarias durante toda la noche.
Me desperté el primer día del año nuevo para encontrarme con que el mundo no había sido consumido por el fuego y el azufre, como habían avisado los sacerdotes, en cambio, era un fresco día de invierno. Una malhumorada doña Esmeralda me vistió con mis mejores galas, porque se me requería aparecer en público. Alfonso, Jofre, Su Santidad y yo viajamos en una carroza a una respetuosa distancia detrás de Lucrecia y cruzamos el puente de Sant'Angelo para entrar en la ciudad. Ella cabalgó hasta la iglesia de San Juan de Letrán, precedida por una comitiva de cuatro docenas de jinetes, que despejaban las calles.
Una vez en las escalinatas de la iglesia, vestida de satén blanco recamado de perlas y una larga capa de armiño, y con los dorados rizos que caían sobre la espalda, Lucrecia soltó bandadas de palomas blancas al cielo. Era una visión deliciosa, los brazos abiertos en un gesto de súplica, el rostro enrojecido por el frío, alzado hacia el cielo cubierto de nubes.
Rezó para pedirle a Dios que concediese un favor especial a aquellos que hacían la peregrinación a Roma.
En cuestión de semanas, los agotados viajeros comenzaron a llegar. El puente del castillo de Sant'Angelo estaba lleno con una multitud de cuerpos en movimiento en su camino de ida y vuelta a San Pedro. Aquellos que no se podían permitir las comodidades de una posada -o que no habían podido encontrar habitación, debido al enorme número de viajeros-, llevaron mantas y durmieron en las escalinatas de la basílica. Cada vez que cruzábamos la plaza, o íbamos a misa, los encontrábamos, y muy pronto nos acostumbramos tanto a verlos que ya no advertíamos su presencia.
La voluntad del Papa era mostrarle a su hija un favor especial; su manera, creo, de distraer a Lucrecia para que creyese que todo iba bien con su pequeña familia. Alejandro le dio muchas nuevas propiedades, incluida una finca que pertenecía a la familia Caetani de Nápoles; la misma familia a la que había pertenecido mi amor de juventud, Onorato.
Si ella tenía alguna preocupación por el bienestar de Alfonso, la olvidó gracias a una aventura amorosa platónica y cortesana con el poeta Bernardo Accolti de Arezzo, quien se refería a sí mismo con mucha arrogancia como «el Único».
Había muy poco de único en la poesía de Accolti. Le enviaba páginas y páginas a Lucrecia, donde proclamaba su eterna pasión por ella; presentaba a Lucrecia como su Laura y a él mismo como el sufriente Petrarca.
Lucrecia me mostró los poemas, con cierta timidez. Cuando vio que yo no ocultaba mi desdén, se rió conmigo; pero yo veía que se sentía halagada. Esto la inspiró a escribir sus propias poesías, que me dio a leer con idéntica timidez.
Le dije -y fui sincera- que ella era mucho mejor poetisa que Accolti. Al menos, era mucho menos dada a babear, a las lágrimas y a suspirar en verso.
Mientras Lucrecia se ocupaba en su nueva distracción, tuvo lugar la segunda batalla por Milán. El duque Ludovico plantó cara a las fuerzas francesas; fue hecho prisionero y condenado a permanecer preso durante el resto de su vida, Tampoco su hermano, el cardenal Ascanio Sforza, logró escapar.
Con la casa de Sforza derrotada, los franceses miraron hacia el sur, hacia Nápoles, aquella resplandeciente gema sobre el mar que tanto habían deseado.
Las garantías de Su Santidad quedaron ahogadas por las voces de todos los demás italianos, que resonaban sin cesar en mis oídos, un grito silencioso: los franceses iban a tomar Nápoles. Solo era cuestión de tiempo.
Yo no dudaba que César Borgia cabalgaría con ellos.
Al mes siguiente, César regresó a casa en un gran despliegue presenciado por toda Roma. En un toque magistral, decidió no alimentar los rumores respecto a su arrogancia y ambición y se preocupó de evitar una pomposa entrada triunfal.
Observé el paso del desfile desde la logia de nuestro palacio. Comenzó con no menos de cien carruajes, los caballos y los carros llevaban telas negras. Muy pronto quedó claro que se trataba de una procesión fúnebre, que indicaba el duelo de la casa Borgia por la pérdida de uno de sus miembros, el cardenal Giovanni el Menor, que había muerto tan rápida y misteriosamente en su viaje para «felicitar» a César.
Ningún heraldo anunció el regreso del capitán general; las trompetas permanecieron en silencio. No había color, ni fanfarria; no redoblaron los tambores, no sonaron los pífanos. Los soldados -centenares de ellos, vestidos de negro- marcharon en un silencio únicamente roto por el retumbar de las ruedas y los golpes de los cascos.
Siguiendo la procesión iba Jofre, a caballo, y después, Alfonso, forzado a tomar parte en esa solemne parodia.
El último era César; de nuevo vestido con sencillez y elegancia con un traje de terciopelo negro.
En un hueco en la procesión, iban los miembros menores de la familia y la nobleza.
El desfile acabó en la fortaleza del castillo de Sant'Angelo, donde ya estaba encerrada la prisionera Caterina Sforza. Allí, el tono apagado del desfile se rompió de pronto cuando se lanzaron al aire fuegos de artificio desde lo alto de la torre.
La exhibición, que se reflejaba en el cercano Tíber, fue deslumbrante. Los fuegos de artificio estaban calculados para que las explosiones -si se utilizaba la imaginación- formasen la cabeza, el tronco y los miembros de un hombre. (César había intentado representar a un guerrero, como me informó Jofre más tarde aquella misma noche.)Los fuegos de artificio continuaron durante un buen rato; cada nuevo lanzamiento era más ambicioso que el anterior, y provocaba mayores gritos de entusiasmo de la multitud.
Desde su habitación en el castillo de Sant'Angelo, Caterina sin duda también contemplaba la exhibición.
Luego llegó el golpe de gracia: dos docenas de cohetes disparados a la vez. Las explosiones fueron tan violentas que me tapé los oídos; las persianas abiertas se sacudieron con tanta fuerza que temí que cayesen al suelo.
César Borgia había regresado, y quería que todo Roma lo supiese.
Aquella noche se celebró una fiesta en honor al capitán general en la Sala de las Artes Liberales. Las obligaciones familiares me forzaron a asistir; por fortuna, el número de visitantes era extraordinario, y conseguí evitar a César durante gran parte de la velada. En un aparente arranque de celos hacia su hermano, Jofre se emborrachó muy pronto y dedicó sus atenciones a una de las mujeres contratadas para entretener a los invitados masculinos. Me dolió; había esperado que con el paso del tiempo me acostumbraría a las infidelidades de mi marido. Pero como consideraba que no estaba bien que una esposa regia mostrase celos en tales asuntos, los evité a ambos.
En cambio, presenté mis respetos a Su Santidad, a la mayoría de los cardenales del consistorio y a los nobles. Me sorprendí al ver a Vannozza Cattanei, porque nunca antes la había encontrado en ningún acto en la residencia papal. Nos saludamos con afecto, como si fuésemos viejas amigas.
Cuando llegó el momento oportuno, me despedí de Alejandro y me dirigí hacia la puerta, agradecida de haber conseguido marcharme sin tener que ver al huésped de honor. Le hice una seña a doña Esmeralda y a mis otras damas para que me acompañasen, y llamé a los guardias para que nos escoltasen a través de la plaza abarrotada.
Pero en cuanto salí al pasillo, me sujetaron de la muñeca, suavemente pero con firmeza. Vi a César, en el momento en que hacía un gesto a doña Esmeralda y a las otras damas para que nos dejasen un momento a solas.
Mi corazón se aceleró. Ya no sentía ninguna emoción al contacto de su carne; ahora solo sentía odio, y el deseo de dar rienda suelta a mis emociones, cosa que pondría todavía más en peligro a Alfonso y Nápoles.
César me llevó por el pasillo, lejos del ruido y los invitados. Cuando se aseguró de que nadie podía escucharnos, dijo con su habitual tono controlado:
– Quizá ahora te das cuenta de la vida que has rechazado. -Me observó con atención-. No es demasiado tarde para un cambio.
Solté una exclamación que acabó en una carcajada de incredulidad.
– ¿Te estás declarando?
De inmediato, su voz y su expresión se hicieron todavía más cautelosas.
– ¿Qué pasa si lo hago?
Aparté mi mano de la suya; mantenía mis labios tan apretados que no pude responderle. Hubo un momento, antes de que asesinase a Juan, en el que me habría sentido abrumada de alegría al saber que él aún me amaba. Ahora solo sentía rechazo.
Se dio cuenta de mi reacción; cuando habló de nuevo, su tono era de burla:
– Pero por supuesto, todavía eres leal a Jofre. Veo que, como una buena esposa, has hecho caso omiso de que ya se haya marchado para estar en los brazos de una cortesana.
Sonreí con frialdad, y decliné responder a sus dardos.
– He oído decir que cada vez te pareces más a tu hermano Juan. Ninguna mujer en la Romaña está a salvo de tus no deseados afectos; y Caterina Sforza menos que ninguna.
Me dedicó una sonrisa cruel.
– ¿Estás celosa, madonna?
Una parte de mí lo estaba; sin embargo, la mayor parte solo sentía repulsión. No pude contener la lengua.
– ¿Celosa, capitán general? ¿De la marca que intentas ocultar debajo de la barba? ¿Del obsequio que las putas francesas te hicieron? Estoy segura de que tu nueva esposa estará encantada cuando se entere del regalo que le has traído de tus viajes.
Yo estaba lo bastante cerca para advertir las cicatrices y las llagas rojas en sus mejillas. Los napolitanos lo llamábamos «el mal francés»; los franceses intentaban, naturalmente, acusar a las prostitutas que habían frecuentado en Nápoles. Me consoló un poco saber que la enfermedad reduciría su vida; los años finales lo arrastraría a la locura.
La furia brilló en sus ojos; había conseguido asestarle un golpe bajo. Me volví, satisfecha, y me reuní con mis damas.
Desde detrás llegaron unas suaves, pero en absoluto cariñosas palabras:
– Lo he intentado una última vez, madonna. Ahora sé dónde estoy; ahora sé qué camino tomar.
No me molesté en responder.
Por fortuna, pasamos de la primavera al verano sin incidentes; el rey Luis no hizo ningún movimiento hacia Nápoles, y la vida dentro de la casa Borgia transcurrió con normalidad.
Con la excusa de urgentes preocupaciones por el ejército y por cuestiones políticas, César se ausentó de todas nuestras cenas con el Papa. No hablé con él de nuevo después de aquella primera noche de su regreso, y apenas lo vi, excepto de pasada; las miradas que intercambiábamos eran frías. Doña Esmeralda me informó que cuando no estaba con su padre o los representantes franceses, urdiendo complots, César pasaba las noches con cortesanas o con la desdichada Caterina Sforza, a la que hacía llevar de su celda en el castillo de Sant'Angelo a sus aposentos. Los guardias decían que era hermosa, susurró Esmeralda, con el pelo más claro que la paja, y la piel lechosa que resplandecía por la noche como el ópalo. Antes de la captura era un poco rolliza, pero los abusos de César la habían convertido en una mujer delgada.
Nunca la vi en persona, pero había ocasiones en las que me parecía intuir su triste y escandalizada presencia en los mismos pasillos que una vez yo había recorrido de camino a los aposentos privados de César. Sentía celos hacia ella; pero la emoción que predominaba era la de la solidaridad. Sabía qué era ser violada y sentirse indefensa y amargada.
César no hacía ningún gesto en público o en privado para mostrar a Alfonso o al bebé la menor consideración. En cualquier caso, a pesar del obvio desprecio de César por la casa de Aragón, Su Santidad continuó tratándonos con gran afecto personal, y se preocupó de darle a Alfonso un lugar destacado en todas las ceremonias. Yo creía que Alejandro, en su corazón, apoyaba de verdad a Nápoles y a España, y detestaba a los franceses, pese a su aparente alegría ante la boda de su hijo mayor con Carlota de Albret. Pero también recordé cómo Lucrecia, embarazada del hijo de su hermano, había llorado horrorizada mientras confesaba que incluso el Papa temía a César. La pregunta era si Su Santidad tenía la fuerza de voluntad para continuar con su papel de defensor de Nápoles.
A principios de verano, Alejandro cayó víctima de un leve ataque de apoplejía que lo dejó débil y lo mantuvo en cama durante varios días.
Por primera vez, pensé en cuál sería el destino de todos nosotros después de la muerte de Rodrigo Borgia. Todo dependía de si César tenía la ocasión de erigirse como gobernante secular de Italia. Si lo hacía, Alfonso y yo seríamos apartados en el mejor de los casos, y asesinados en el peor; si no era así, entonces todo dependía de quién saldría elegido nuevo Papa en el consistorio de cardenales. Si tenía simpatías hacia Nápoles y España -y todo indicaba que las tendría-, entonces Alfonso podría retirarse con Lucrecia a Nápoles sin ningún temor, mientras que Jofre y yo podríamos regresar al principado de Squillace, que parecía mucho más deseable que nuestras actuales circunstancias. Además, César sería declarado persona non grata en Italia. Tendría que depender del favor del rey Luis para que le permitiese regresar junto a su esposa.
Confieso que, por primera vez en años, muchas veces me dirigí a Dios durante los días de la enfermedad del Papa; mis oraciones aquellas semanas fueron oscuras e interesadas.
«Por favor, si la muerte salva a Alfonso y al bebé, entonces llévate a Su Santidad ahora.»Alejandro, por supuesto, se recuperó muy pronto.
Dios me había desilusionado una vez más; pero pronto habló con vehemencia, de una manera inesperada.
El penúltimo día de junio -el día de San Pedro, que conmemoraba al primer Papa- Alejandro nos invitó a todos, incluido al pequeño Rodrigo, a visitarlo en sus aposentos.
Era un día de mucho calor, y había negros nubarrones que muy pronto ocultaron el cielo. El viento comenzó a soplar. Mientras nosotros -Lucrecia, Alfonso, Jofre y yo caminábamos con nuestras damas y asistentes desde el palacio hacia el Vaticano, una súbita racha de aire frío hizo que se me pusiera la carne de gallina en los brazos y el cuello; con ella llegó un fuerte trueno.
El pequeño Rodrigo -que entonces contaba ocho meses, y tenía fuerza y un buen tamaño para su edad- chilló aterrorizado ante el sonido, y se removió con tanto vigor en los brazos de su ama de cría que Alfonso tuvo que cogerlo. Apresuramos el paso, pero no logramos escapar del aguacero; una lluvia helada, acompañada de granizo, nos castigó mientras subíamos corriendo la escalinata del Vaticano. Alfonso ocultó la cabeza de su hijo debajo de sus brazos, y se encorvó, para protegerlo lo mejor que podía.
Empapados, pasamos por delante de los guardias y cruzamos las grandes puertas para buscar refugio en el vestíbulo. Mientras Alfonso sujetaba al bebé lloroso, Lucrecia y yo nos ocupamos del pequeño; utilizamos las mangas y los dobladillos de nuestras túnicas para secarlo.
Otro terrible trueno sacudió las pesadas puertas y el suelo debajo de nuestros pies; todos nos sobresaltamos, y el bebé comenzó a chillar con desesperación.
Alfonso y yo nos miramos asustados, al recordar los horrores que habíamos presenciado en Nápoles, y susurramos al mismo tiempo la palabra: «Cañones».
Por un instante, tuve la loca idea de que los franceses estaban atacando la ciudad; pero eso era imposible. Habríamos tenido alguna advertencia; hubiésemos recibido informes del avance de su ejército.
Entonces, desde las profundidades del edificio, escuchamos los frenéticos gritos de los hombres. Yo no entendía las palabras, pero la histeria se había desatado.
Lucrecia se volvió hacia el sonido y sus ojos se abrieron como platos.
– ¡Padre! -gritó, y luego se recogió las faldas y echó a correr.
La seguí, como hicieron Jofre y Alfonso, que antes devolvió su hijo a la niñera. Subimos los escalones de dos en dos; los hombres nos aventajaron, porque no tenían la traba de las largas faldas.
En el pasillo que llevaba a los aposentos privados de los Borgia, nos encontramos con una densa y oscura bruma que hacía arder los ojos y los pulmones; caminé detrás de Alfonso y Jofre, pero nos detuvimos con horrorizado asombro en la arcada que conducía a la Sala de la Fe, donde se suponía que Su Santidad nos esperaba sentado en el trono.
En el lugar donde había estado el trono solo había una pila de vigas de maderas, escombros y yeso, todo envuelto en una gran nube de polvo: se había desplomado el techo encima del trono, junto con las alfombras y los muebles que estaban en el piso superior.
Reconocí la alfombra y los muebles, porque los había visto muchas noches en la habitación de César. Sentí una punzada de perversa esperanza: si César y el Papa habían muerto, mis temores por mi familia y Nápoles habían terminado.
«¡Santo Padre!» «¡Santidad!» Los dos ayudantes del Papa, el chambelán Gasparre y el obispo de Padua, lo llamaban con desesperación mientras se inclinaban sobre los escombros e intentaban encontrar debajo de ellos señales de vida. Habían sido sus gritos los que habíamos oído, y ahora Lucrecia y Jofre añadieron sus voces.
– ¡Padre! ¡Padre, respondednos! ¿Estáis herido?
Ningún sonido llegó de la impresionante pila. Alfonso fue en busca de ayuda; regresó enseguida con media docena de trabajadores provistos con palas. Abracé a Lucrecia, que miraba asustada la pila, segura de que su padre había muerto; yo también lo creía y luchaba entre la culpa y el entusiasmo.
Muy pronto quedó claro que César no estaba en su aposento, porque no había rastro de él. Nada menos que tres pisos habían caído sobre el pontífice. La montaña de escombros era formidable; nos quedamos allí por espacio de una hora mientras los hombres trabajaban con denuedo bajo la dirección de Alfonso.
Por fin, Jofre, que cada vez estaba más desesperado, no pudo contenerse más.
– ¡Está muerto! -gritó-. ¡No puede haber ninguna esperanza! ¡Padre está muerto!
El chambelán Gasparre, otro hombre de emociones a flor de piel, repitió la frase mientras se retorcía las manos con desesperación.
– ¡El Santo Padre está muerto! ¡El Papa está muerto!
– ¡Silencio! -les ordenó Alfonso, con una dureza que no le conocía-. Silencio, o sumiréis a toda Roma en el caos.
No se equivocaba, debajo de nosotros sonaban las pisadas de los guardias papales que corrían para cerrar las entradas del Vaticano. También escuchábamos las voces de los sirvientes y los cardenales mientras repetían el grito.
«¡El Papa está muerto! ¡Su Santidad ha muerto!»
– Ven -le dije a Jofre, y lo aparté de los escombros-, Jofre, Lucrecia, ahora debéis ser fuertes y no aumentar la angustia de los demás.
– Es verdad -admitió Jofre en un tímido intento de reunir coraje; sujetó la mano de su hermana-. Ahora debemos confiar en Dios y en los trabajadores.
Los tres entrelazamos los brazos y nos obligamos a esperar en calma el resultado, sin hacer caso de los frenéticos sonidos en el piso inferior.
De vez en cuando, los hombres dejaban de cavar, y llamaban al Papa; no recibieron ninguna respuesta. Desde luego había muerto, me dije a mí misma. En mi mente, yo ya estaba de regreso en Squillace.
Después de una hora, consiguieron abrirse paso entre los escombros, lo suficiente para descubrir un borde de la capa dorada de Alejandro.
«¡Santo Padre! ¡Santidad!»Seguimos sin oír ningún ruido.
Pero Dios solo nos estaba haciendo una jugarreta. Al final, después de haber apartado los maderos y los tapices dorados, encontraron a Alejandro, cubierto de polvo, mudo de terror, sentado rígido en el trono, con sus enormes manos agarrando los brazos tallados de las sillas.
Los cortes y rasguños eran tan pequeños que ni siquiera pudimos verlos.
Gasparre lo condujo hasta su cama mientras Lucrecia llamaba al médico. Le practicó una sangría; solo tenía unas décimas de fiebre, pero no quería ver a nadie excepto a su hija y a César.
Se abrió una investigación. En un primer momento se habló de que un noble rebelde había lanzado una bala de cañón, pero en realidad había sido un rayo, combinado con un fuerte viento, lo que había derribado el techo. El azar quiso que César dejara sus habitaciones unos momentos antes.
Era una advertencia divina, susurraron muchos, para que los Borgia se arrepintiesen de sus pecados y evitar que Dios nos llevase a todos con su caída. Savonarola había hablado desde más allá de la tumba.
Para César era una advertencia de que debía comenzar a actuar cuanto antes para asegurarse un lugar en la historia mientras su padre todavía respirase.