Capítulo 18

Aquella tarde, envié un críptico mensaje a través de Esmeralda que solo César comprendería: la dama de negro estaba enferma. No estaba de humor para contar a nadie los acontecimientos del día, así que pasé la noche sola, acompañada únicamente por la buena de Esmeralda, con quien compartí la cama y cuya silenciosa presencia me dio un gran consuelo. Por respeto a mi sufrimiento, Esmeralda solo habló una vez; con mucha suavidad, pero con una firmeza no menos escalofriante: «No temas, Sancha mía. Dios es testigo del crimen cometido contra ti, y en su momento, Él se tomará venganza».

A la mañana siguiente, aún no estaba segura si debía relatarle a mi amante el crimen de su hermano. Me preocupaba que César se dejase llevar por su temperamento y reaccionase con violencia; a pesar de que soñaba con asesinar a Juan yo misma. Pero el duque de Gandía era el favorito de Alejandro, y yo temía, después de saber que el padre de César lo había amenazado, que Su Santidad vengaría cualquier daño hecho a Juan.

Durante dos días, fingí estar enferma -rechacé a Jofre con la misma excusa-; luego, César envió un mensaje a través de Esmeralda, donde me suplicaba que fuese a verlo a nuestro lugar de costumbre si ya estaba recuperada.

Respondí que me encontraría con él, porque lo echaba de menos, pero ya había inventado una excusa para justificar por qué aquella noche no podríamos mantener relaciones sexuales. Los morados en mi espalda -las huellas de cada maldito guijarro del sendero donde Juan me había violado- se habían borrado en parte, como también las marcas en mis muslos y muñecas, pero eran lo bastante visibles para provocar preguntas.

Así que, vestida de negro, fui a la hora convenida al lugar y me encontré, por primera vez, a solas. César no me estaba esperando, como siempre había hecho. César no apareció.

Mi primera reacción, por ser de sangre real y de naturaleza impaciente, fue de cólera. ¿Cómo se atrevía a insultarme de ese modo?

Mi segunda reacción fue de temor. ¿Qué pasaría si se había enterado del crimen de Juan y había resultado herido o muerto en un intento de hacer justicia?

Esperé en la oscuridad, con la ilusión de que César se presentara con una explicación que borrara mis dudas, pero no acudió, y regresé a mis aposentos preocupada.

Al día siguiente, César estaba muy ocupado con los asuntos vaticanos y no apareció a la hora de cenar. Le envié una carta donde le preguntaba si había habido algún malentendido, pero pasó un día, y luego otro más, y no recibí respuesta.

Mi desconcierto fue en aumento. Incluso si César se había enterado del crimen cometido por Juan contra mí, eso no podía ser causa de su súbito silencio. Es más. Tendría que haber aparecido corriendo para consolarme, para jurar venganza.

Mi oportunidad llegó por fin en una de las muchas fiestas que organizaba Lucrecia. La gran logia del palacio de Santa María fue el lugar escogido, lo bastante grande para acoger a un gran número de bailarines. Su Santidad ocupó su trono y disfrutó señalando quién debía bailar con quién.

Llegó el momento en que decidió que César y yo bailásemos juntos. Por fortuna, la música era fuerte, y no éramos los únicos bailarines en la pista. Ello me dio la oportunidad de dirigirme a él con absoluta sinceridad.

Lucrecia había deseado que fuese un baile de máscaras; yo llevaba una máscara de plumas teñidas de azul, mientras que la de César era de cuero dorado. Con o sin el disfraz, su expresión habría sido de todos modos inescrutable.

Me sujetó la mano con aire distante, y limitó nuestro contacto al estrictamente necesario para interpretar la danza. Enmarcados por el cuero resplandeciente, sus ojos oscuros se veían inexpresivos.

– No has contestado a mis mensajes -dije, mientras comenzábamos a dar los pasos. Me resultaba difícil reprimir la angustia de mi voz; me sentía herida y traicionada por partida doble-. ¿Por qué no me has respondido?

– No lo entiendo -respondió él, con una frialdad que me heló la sangre-. Sancha, me haces una pregunta cuya respuesta ya conoces.

– Solo sé -afirmé, con la voz temblorosa por el dolor- que no quieres verme. Que me has avergonzado al hacerme esperar cuando no tenías la intención de acudir. ¿Cuál es la causa de esta súbita crueldad?

El desdén en la actitud y el tono de César eran insoportables.

– Pregúntale a Juan.

Me detuve en mitad de un paso; César tuvo que ayudarme a continuar.

– ¿Te ha dicho lo que hizo conmigo? -pregunté, incrédula-. Entonces, por favor, dime, ¿por qué estás furioso conmigo?

Me miró con un desagrado indescriptible, y por un momento no dijo nada. Por fin, contestó:

– No te entiendo, madonna. ¿Mantienes una aventura con mi hermano y me preguntas por la causa de mi enfado?

– ¿Una aventura? -Retrocedí como si me hubiesen abofeteado-. ¡Me violó!

César no se conmovió.

– Hay un testigo que dice lo contrario.

– ¿Estás dispuesto a creer la palabra de esa persona por encima de la mía?

– Madonna, Juan lleva el anillo de oro de tu madre colgado de una cadena alrededor del cuello; una prenda de amor. La lleva oculta para que no se vea, pero yo la he visto. Me confesó su amor por ti y que tú le correspondías, sin saber que nosotros dos éramos íntimos.

Solté una exclamación. Por un momento me quedé muda, demasiado ultrajada, demasiado herida para saber cómo enfrentarme a la revancha que Juan se había cobrado; una dura revancha para un rechazo y una única bofetada en público. Con sus falsas palabras, había destruido la única cosa que me había dado felicidad desde mi llegada a Roma.

– ¡Es una maldita mentira! -exclamé-. ¿Qué clase de hombre…? -Me interrumpí y luché para recuperar el control de mí misma, porque había dejado de bailar y había alzado la voz hasta casi gritar. Los bailarines más cercanos nos miraron y murmuraron; tal era mi furia que no me importó, incluso a pesar de que Alejandro nos miraba con el entrecejo fruncido-. Sé qué clase de hombre es -proseguí en un tono más bajo-. Tu hermano es una serpiente, la más vil y baja de las criaturas… no solo ha mancillado mi honor, ha perpetrado la más siniestra falsedad para castigarme por haberle abofeteado en público. Me robó aquel anillo. No acudí a ti aquella noche porque estaba atormentada por el dolor… y temí que pudieras hacer alguna locura. Temía por tu bien. Ahora veo que estaba totalmente equivocada.

Debajo de la máscara, sus labios temblaron, pero no me respondió.

– Trae a tu «testigo»; Giuseppe, ¿no? Deja que me mire a los ojos y a ver si es capaz de repetir la mentira, porque fue él quien me sujetó. Interrógalo, y la verdad saldrá a la luz.

– Giuseppe ha sido mi leal sirviente durante años -dijo César-. Desprecia a Juan. Por nada en el mundo estaría dispuesto a ayudar a mi hermano a cometer semejante acto.

– Algo lo llevó a ello, cardenal. -Hice una pausa solo de voz, porque mi cuerpo continuaba ejecutando los pasos sin sentido de la danza, seguía el ritmo de la música que parecía carecer de melodía-. Juan miente cuando finge no saber nada de nuestra relación. La verdad es que lo abofeteé aquella primera noche porque dijo que podía acostarme con él, dado que ya me acostaba con sus otros dos hermanos.

César titubeó; pero entonces, el orgullo herido pudo más, y respondió:

– No toleraré ser un cornudo, madonna. No tiene sentido continuar discutiendo este asunto.

– Por lo tanto -señalé en voz baja, con una dignidad y compostura que no sentía-, prefieres creer en la palabra de Juan por encima de la mía.

No respondió.

– Es tu hermano, César, y no yo, quien te ha tomado por un tonto -añadí.

Acabamos el baile sin decirnos ni una palabra más.


Aquella noche ni siquiera intenté acostarme. El amor me había despojado de todo respeto por mí misma; tanto que había reprochado a mi madre su irrazonable amor por mi padre, y ahora me encontraba en la misma posición. Humillada, me vestí con mi tabardo negro y el velo, y caminé sola por el pasillo secreto que llevaba desde Santa María a San Pedro. Los guardias me conocían y me dejaron pasar; al verme, el único centinela en la puerta de la antecámara de César se apartó mientras yo llamaba a la pesada puerta.

Era tarde. César abrió la puerta en persona, todavía vestido, y me alivió ver que él tampoco podía dormir. Me sentí todavía más aliviada al encontrarlo solo.

Al verme, velada y muda, no dijo nada; solo me miró con expresión huraña. Luego me invitó a entrar con un gesto.

De inmediato me quité el velo.

– César, no puedo soportar estar separada de ti. Estoy dispuesta a rebajarme para recuperar de nuevo tu confianza.

Él esperó más palabras, con una expresión escéptica en su apuesto rostro barbado, con los brazos cruzados sobre el pecho; pero no me arredré. Me quité el pesado tabardo, luego me despojé de la enagua negra por encima de la cabeza; en un instante, me mostré desnuda ante él, y le enseñé mis brazos.

– Aquí están mis muñecas, donde Giuseppe me sujetó -dije al tiempo que las giraba para mostrar mejor los amarillentos morados; luego me volví para mostrarle la espalda, donde Esmeralda decía que aún podían verse las numerosas marcas dejadas por las piedras del jardín. Deseaba escuchar la exclamación de César, oírle maldecir a su hermano, pero detrás de mí solo había silencio.

Me volví para enfrentarme de nuevo a él; vi la duda en su expresión, así que me humillé todavía más y separé las piernas.

– Aquí. -Señalé mis muslos, los oscuros morados dejados por las ásperas manos de Juan en la pálida carne.

Un largo silencio se hizo entre nosotros. El rubor subió a mis mejillas; recogí mis prendas y volví a vestirme, aunque me veía incapaz de dejarlo. Esperé desesperada, con el corazón en un puño, ansiosa por ver la menor señal de que había recuperado su confianza.

– Esas podrían ser tan solo las marcas dejadas por una gran pasión -manifestó él, con voz pausada.

Lo miré estupefacta, hasta el punto de quedarme muda. Salí de su habitación corriendo, para impedir que viese qué profundo era mi dolor.

No regresé a mi cama. Busqué la oscura intimidad del jardín, y allí me senté paralizada por el dolor, hasta que la noche comenzó a dar paso al amanecer.

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