Capítulo 33

Tras la marcha de César, me quedé en la antecámara, demasiado atónita y furiosa por su clara amenaza. Aunque mi cuerpo permanecía inmóvil, mi mente estaba más activa que nunca. Sabía más allá de toda duda que a menos que se tomasen severas medidas, César mataría a mi hermano. Ya no podía seguir cerrando los ojos a la verdad y soñar con un final feliz.

Sus palabras tuvieron también un terrible efecto en mis sentidos: vi mi entorno con excepcional claridad, y, por primera vez, comprendí su significado.

Aquella era la Sala de las Sibilas. En las paredes delante de mí, representados en vivos colores rojos, lapislázuli y oro, estaban los profetas del Antiguo Testamento; la mayoría con barbas blancas, con los rostros elevados hacia el cielo y con las manos reclamando un juicio que acabase con los hombres.

Debajo de ellos estaban las sibilas que, con sus fieros ojos, miraban hacia el mismo terrible final.

Recordé a Savonarola en el pulpito, cuando acusaba al papa Alejandro de ser el Anticristo. Pensé en doña Esmeralda de rodillas delante de san Genaro, llorando a lágrima viva porque ese era el año del Apocalipsis.

El rostro de una de las sibilas en particular -de cabellos dorados y piel blanca, en vez de morena y con velos- llamó mi atención. En aquel instante, todas las palabras de la profecía de la bruja volvieron a mí como si las acabase de repetir, a través de los labios de la Sibila: «Porque en tus manos se hallan los destinos de hombres y naciones. Estas armas dentro de ti (el bien y el mal) deben utilizarse con sabiduría, y unirse en el momento adecuado, porque ellas cambiarán el curso de los acontecimientos».

Yo había gritado: «¡Nunca recurriré al mal!». Había intentado convencerme de que el peor mal al que debía enfrentarme -y que ya había rechazado- era casarme con César Borgia.

La bruja había replicado con toda calma: «Entonces condenarás a muerte a aquellos a los que más amas».

También había señalado mi destino de nuevo con mucha claridad la segunda vez que había ido a verla. Ya había empuñado una de las armas, me dijo; ahora solo debía empuñar la otra. Yo siempre había comprendido el mensaje, pero no había querido admitirlo.

De pie en la Sala de las Sibilas, comprendí que tenía una alternativa. Podía confiar en la diplomacia, en la buena voluntad del Papa, en la suerte, en la poco probable esperanza de que la amenaza de César no se cumpliera y no volviera a atacar.

Pero entonces Alfonso moriría.

O podía aceptar que el destino había puesto en mis venas la sangre fría y calculadora de mi padre y del viejo Ferrante. Podía aceptar que yo era fuerte, capaz de asumir tareas que aquellos con corazones más tiernos no podían.

Entonces tomé mi decisión: por amor a mi hermano, decidí asesinar a César Borgia.


Pasé el resto del día en un estado de frío distanciamiento, realicé mis tareas de enfermera, sonreí y hablé con mi hermano y Lucrecia mientras en secreto pensaba en la mejor manera de atacar al capitán general.

No había duda de que cualquier intento que se pudiese relacionar con nosotros, los napolitanos, quedaba descartado. Un ataque tan poco tiempo después del sufrido por Alfonso haría que el Papa se apresurase a culpar a mi hermano y aprovechase esa excusa para hacerlo ejecutar. Si mi intento fallaba, el propio César haría los honores. Por mucho que deseara cometer el asesinato con mi propio estilete, por mucho que deseara que la venganza llegase cuanto antes, la sutileza era esencial. Tendríamos que esperar. Lo mejor sería atacar cuando Alfonso estuviese lo bastante recuperado para escapar a un lugar seguro.

La solución, decidí, era contratar a un asesino; buscar a alguien a quien no se pudiera relacionar conmigo.

Ni siquiera se me ocurrió pedir la ayuda de Jofre. Por celoso que pudiese estar de su hermano mayor, él no tenía el coraje suficiente y era incapaz de contener su lengua. Tampoco se lo pedí a Lucrecia, aunque ella sin duda tenía tales contactos; una cosa era proteger a su marido, y otra pedirle que matase a su hermano. No quería poner a prueba su lealtad hasta ese punto.

Había alguien que conocía a más personas que todos nosotros, que estaba vinculada a una red que podía conseguir el más íntimo conocimiento de cualquier acontecimiento o individuo; y ella era la única en cuya integridad yo confiaba tanto como en la de Alfonso. Decidí que sería el primer eslabón de mi cadena.


Aquella noche, mientras Alfonso y Lucrecia dormían muy juntos, me levanté y di unos pocos pasos hasta el pequeño jergón donde doña Esmeralda dormitaba.

Me arrodillé a su lado y susurré su nombre al oído; sus ojos se abrieron al tiempo que soltaba una exclamación y daba un respingo. Apoyé una mano sobre su boca para hacerla callar.

– Debemos hablar en el exterior -le dije con voz suave y señalé hacia las puertas que se abrían a un pequeño balcón.

Somnolienta y confusa, obedeció y salió al balcón, donde esperó mientras yo cerraba las puertas con gran sigilo-¿Qué ocurre, madonna? -murmuró.

Me acerqué a ella tanto, que mi boca rozó su oreja mientras susurraba, tan quedamente que apenas debía de oír mis palabras.

– Tenías razón en que César es malvado, y ha llegado el momento de detenerlo. Hoy, me ha dicho sin más que pretende llevar a cabo su crimen, matar a Alfonso.

Ella se echó hacia atrás y soltó un suave sonido de angustia; me llevé un dedo a los labios para pedirle silencio.

– Debemos mantener la más absoluta calma al respecto. Estoy segura de que conoces a algún sirviente que se pueda poner en contacto con alguien… un hombre cuyos servicios podamos contratar.

Sus ojos se abrieron como platos; se persignó.

– No puedo ser cómplice de un asesinato. Es un pecado mortal.

– La culpa será toda mía. Te ordeno que lo hagas; Dios sabe que tú no tienes culpa alguna. -Hice una pausa-. ¿No lo ves, Esmeralda? Al fin estamos cumpliendo la misión de Savonarola. Estamos deteniendo el mal. Somos la mano vengadora de Dios contra los Borgia.

Ella se quedó muy quieta mientras lo pensaba.

Le di un momento, y luego insistí:

– Lo juro ante Dios. Esta sangre caerá solo sobre mi cabeza, y sobre la de nadie más. Piensa en los pecados que César ha cometido: cómo asesinó a su propio hermano, cómo ha violado a Caterina Sforza, ha abusado de Italia y ha traicionado a Nápoles… nosotros no somos los criminales. Somos los instrumentos de la justicia.

De nuevo ella permaneció en silencio. Por último, su expresión se endureció; había tomado una decisión.

– ¿Cuando se debe cometer, madonna?

Yo sonreí en la oscuridad.

– Cuando Alfonso esté lo bastante recuperado para huir. Probablemente dentro de un mes a partir de este mismo día; no más tarde. -Sabía que César estaba ligado por las mismas restricciones; si atacaba de nuevo a mi hermano demasiado pronto, incluso si lo hacía por medios secretos, todos sabrían que era el culpable. Entonces Nápoles y España protestarían de tal modo que Alejandro no podría hacer caso omiso.

– Entonces, un mes -dijo ella-. Que Dios nos mantenga a todos sanos y salvos hasta entonces.


Transcurrieron dos semanas; julio dio paso a agosto. Durante ese tiempo, doña Esmeralda hizo los arreglos necesarios, aunque no compartió conmigo ningún detalle, para mi protección. Una doncella de confianza sacó una joya de mis habitaciones; se utilizaría para pagar a nuestro asesino desconocido.

A pesar del húmedo calor romano, Alfonso no sufrió ninguna infección ni fiebre; fue el resultado de los muchos cuidados que recibió de mí y de Lucrecia. Con el tiempo, la profunda herida en el muslo cicatrizó lo suficiente para permitirle recorrer distancias muy cortas; solía andar de un extremo al otro del balcón, donde contemplaba los magníficos jardines vaticanos. Llegó el momento en que sacamos al balcón sillas tapizadas y otomanas para apoyar la pierna herida; allí se sentaba a menudo y tomaba el sol.

Una tarde, estábamos sentados manteniendo una tranquila conversación; Lucrecia había cedido a la tensión y al cansancio y dormía a pierna suelta en su colchón en el fondo del dormitorio. El sol se ponía entre las columnas de nubes que resplandecían con un color coral oscuro.

– Fui un tonto al regresar a Roma -admitió Alfonso en tono amargo. Su alegría natural era cosa del pasado; en esos días, cada vez que hablaba, había dureza en su tono, un sentimiento de derrota-. Tú tenías razón, Sancha, tendría que haberme quedado en Nápoles y haber insistido en que Lucrecia se reuniese allí conmigo. Ahora estamos todos en peligro por mi culpa.

– Lucrecia no -repliqué con cansancio-, ni el pequeño Rodrigo. El Papa nunca permitirá que alguien de su propia sangre sufra daño.

Alfonso me miró con una expresión desapasionada.

– El Papa ya no controla a César. Olvidas que él no pudo evitar que matase a Juan.

Guardé silencio. No le había contado que había puesto en marcha un plan contra la vida de César; él nunca lo hubiese aprobado. Solo Esmeralda y yo compartíamos el secreto.

Uno de los guardias -con mucha discreción, consciente de que Lucrecia dormía- salió al balcón y se inclinó ante nosotros.

– Doña Sancha -dijo-. Tu marido, el príncipe de Squillace, ha pedido permiso para visitarte. Está esperando en la puerta de los aposentos.

Titubeé, insegura, y miré a Alfonso.

Durante todo ese tiempo mi marido no se había comunicado conmigo. Sabía que no había apoyado la acción de César; sin duda la reprobaba. Pero también sabía que por naturaleza no quería provocar la ira de su hermano mayor.

– Cacheadlo -ordenó Alfonso.

– Ya nos hemos tomado la libertad, duque -respondió el soldado-. No lleva armas. Dice que solo desea que se le permita la entrada para hablar con su esposa.

Me levanté al tiempo que le hacía una seña a mi hermano para que permaneciese donde estaba.

– Yo hablaré con él.

Dejé a Alfonso y crucé en silencio el dormitorio para ir a la antecámara. La habitación ya no estaba abarrotada como lo había estado en los primeros días después del atentado contra la vida de Alfonso. Los embajadores de España y Nápoles se habían marchado y habían dejado atrás a sus representantes, pero los médicos napolitanos descansaban aquí, siempre alerta a cualquier llamada.

Cuando me acerqué a las puertas abiertas, los guardias se apartaron y vi a Jofre.

– Sancha, por favor -dijo, con expresión triste-. ¿Puedo verte unos momentos?

– ¿Debo salir? -pregunté. Alfonso era el objetivo; yo no tenía miedo de mí misma.

Mi pregunta hizo que Jofre se mostrase muy nervioso.

– No -dijo-, estaremos mucho más cómodos allí. -Señaló la antecámara.

Lo pensé. Por un instante, creí que César había enviado a su hermano menor en el papel del asesino menos sospechoso del mundo; luego deseché esa idea. Conocía el corazón de Jofre; a menudo era débil, pero era totalmente incapaz de cualquier malevolencia.

– Dejadle pasar -dije a los guardias.

Jofre entró y me abrazó de inmediato. Su abrazo era de auténtica pasión y dolor mientras susurraba a mi oído:

– Perdóname. Perdóname por no haber venido antes. César amenazó con matarme si venía e incluso padre me prohibió visitarte. Lo intenté antes, sin éxito, pero estaba decidido a verte.

Me aparté un poco y lo miré. En su voz, en su rostro, en todos sus gestos no había otra cosa que sinceridad, y le creí.

Le creí, que no era lo mismo que confiar en él. Tenía buenas intenciones, pero no era lo bastante fuerte para permitirle acceder a mis secretos. Decidí no decirle nada de nuestros planes para llevarnos a Alfonso a Nápoles lo antes posible, o nuestra correspondencia secreta con el rey Federico. Desde luego, nunca le revelaría mi terrible conspiración contra César. Pero la preocupación en sus ojos me hizo llevarlo más adentro, lejos de los ojos y oídos de los guardias y los representantes de los embajadores, más allá de la dormida Lucrecia, al balcón donde estaba sentado Alfonso.

– Don Alfonso -dijo Jofre al verlo-. Querido cuñado, perdóname por los pecados de mi hermano. Se ha dicho con harta frecuencia que no soy un verdadero Borgia; no, no protestes, Sancha, he oído todos esos rumores. Ninguno de mis hermanos ha sido conocido por su bondad, y me han insultado sin piedad por no serlo. Pero quizá todo sea para bien, porque no quiero tener en mis venas una sangre capaz de cometer un crimen tan horrible.

Alfonso lo había mirado con desconfianza antes de comenzar su discurso, pero una vez que mi hermano hubo escuchado las palabras de Jofre, su expresión se suavizó y le tendió la mano. Jofre se la estrechó con firmeza, y luego se volvió hacia mí.

– Sancha, te he echado mucho de menos. No me gusta estar separado de ti. No puedo soportar verte a ti o a tu hermano prisioneros dentro de tu propia casa.

Sacudí la cabeza con tristeza.

– ¿Qué podemos hacer?

– César no escucha los consejos de nadie, por supuesto. No siente más que desprecio hacia mí. He intentado hablar con padre, pero no ha servido de nada. En realidad… -Bajó la voz-. He venido a avisarte.

Alfonso se rió con sarcasmo.

– Somos muy conscientes de los peligros que nos amenazan.

– Contén la risa -le dije-. Escuchemos lo que mi marido ha venido a decir.

– No deseo saber nada de vuestros planes, ni escuchar una sola palabra de ellos -nos dijo Jofre-. Solo he venido a decirle a Sancha que la quiero y que haré cualquier cosa por ella, y he venido a comunicarte a ti, Alfonso, lo que he escuchado que le decía mi padre al embajador veneciano.

La expresión de Alfonso se volvió de inmediato sombría.

– ¿Qué has escuchado?

Venecia era amiga de Nápoles y enemiga de Francia.

– Durante una audiencia con Su Santidad, el embajador mencionó que había escuchado los rumores de que César era responsable del ataque contra ti -respondió Jofre-. «¡Vaya! En fin, somos Borgia. La gente siempre está creando falsos rumores acerca de nosotros.»

»A esto el embajador veneciano replicó: "Eso es verdad, santidad. Pero siento curiosidad por saber si creéis que es solo un rumor… o un hecho".

»El rostro de mi padre se transformó en aquel momento, y replicó: "¿Estás acusando a mi hijo de atacar a Alfonso?".

»El veneciano se defendió: "Solo estoy preguntando si el capitán general lo atacó o no".

»Fuera de sí, mi padre le gritó: "¡Si César atacó a Alfonso, entonces no hay duda de que Alfonso se lo merecía!".

Consideramos todo esto durante un largo momento.

Por fin, mi hermano manifestó en voz baja:

– Muy bien. Ahora sabemos cuál es la posición de Su Santidad.

Sentí un temor helado. Si el Papa apoyaba en secreto a César y solo fingía ayudar a Lucrecia con el propósito de manipularla, entonces quizá no podíamos retrasar más el asesinato de César. Claro que si lo asesinábamos entonces, el Papa bien podía tomar represalias contra mi hermano… Parecía una situación imposible.

– Quería que lo supieses -afirmó Jofre.

A pesar de mi miedo, estaba impresionada por la lealtad de Jofre.

– Lo que has hecho requiere muchísimo coraje -le dije. Y allí mismo, en el balcón, le di un beso de agradecimiento.

Él no podía quedarse; comprendí que su vida podía estar en peligro. Le cogí de la mano y lo escolté hasta la puerta, donde nos susurramos adiós.

– Solo quiero estar de nuevo contigo -manifestó Jofre.

No quise herirlo diciéndole la verdad: que yo no lo echaba de menos, que añoraba Nápoles y que nunca volvería a respirar tranquila hasta que César estuviese muerto y que Alfonso y yo nos encontrásemos de nuevo en nuestra verdadera casa junto al mar.


Alfonso le confió a regañadientes a su esposa lo que Jofre nos había dicho respecto de su padre. La noticia la inquietó mucho al principio; pero después, admitió que no le sorprendía la inconstancia de Alejandro.

Muy pronto, nuestros discretos arreglos con el rey Federico de Nápoles fueron confirmados: en las horas previas a la madrugada, Alfonso y Lucrecia serían conducidos por un contingente de nuestros soldados hasta una entrada lateral que se usaba muy poco y que comunicaba a un callejón. Los guardias papales en aquella entrada -hombres al servicio del Papa, que podían dar la alarma- habían acudido a nuestros aposentos llamados por Lucrecia, y habían visto las increíbles joyas de su colección, tesoros que serían suyos siempre y cuando contuviesen sus lenguas y cooperasen. A la niñera a cargo del pequeño Rodrigo -que pasaba las noches en sus habitaciones, lejos de sus padres- se le permitió escoger entre las gemas de Lucrecia, y eligió un precioso rubí. A cambio, ella llevaría al niño a sus padres la noche señalada.

Una vez que Alfonso, Lucrecia y el niño estuviesen fuera del Vaticano, un grupo de dos docenas de napolitanos bien armados los estarían esperando con caballos y un carruaje, y los escoltarían fuera de Roma antes de que César o el Papa descubriesen su desaparición.

Yo ya había decidido ir con ellos y llevarme a doña Esmeralda conmigo, aunque no le había dicho nada de eso a Jofre.

La fuga tendría lugar al cabo de una semana; siempre que Alfonso continuase mejorando.

Por desdichada que me sintiese, confinada en una pequeña habitación en el Vaticano, rodeada de guardias y siempre temerosa por la vida de mi hermano, saber que nuestro encierro muy pronto se acabaría alegró mi ánimo. El humor de Lucrecia también comenzó a mejorar, a medida que se acercaba el momento, sobre todo cuando quedó claro que Alfonso estaría lo bastante fuerte para viajar.

A menudo miraba los retratos de las sibilas, en particular aquella con el resplandeciente pelo dorado. Su expresión era fiera, su impresionante mirada fija en un lejano y terrible futuro.


En el ínterin, nos visitó el embajador de Venecia en persona, que confirmó la historia que Jofre nos había relatado. Nos ofreció con toda generosidad su ayuda; se lo agradecimos y le dijimos que lo llamaríamos si surgía la necesidad.

Sin duda su presencia en nuestras habitaciones despertó el interés en Su Santidad, porque Lucrecia muy pronto fue llamada a una audiencia con su padre.

Regresó de ella temblorosa pero decidida. Alfonso le formuló la pregunta con una mirada.

– Mi padre me ha hablado de su conversación con el embajador -dijo Lucrecia-. Dice que perdió la paciencia por el tono agresivo de las preguntas del hombre, y que lo malinterpretó. -Esto no me sorprendió en absoluto, porque el Papa estaba enterado de la visita del veneciano-. Lamenta su afirmación de que Alfonso merecía el ataque de César. Incluso me ha pedido que os transmitiese sus disculpas personales.

– Si Su Santidad desea disculparse -replicó Alfonso con frialdad-, ¿por qué no lo hace en persona?

Lucrecia miró a su esposo, y vi un destello de angustia en sus ojos. A pesar de su cólera ante el intento de asesinato contra su marido, una parte de su ser -aquella que ansiaba el afecto natural de un padre- deseaba creer las palabras de su progenitor. Sentí una punzada de desconsuelo.

– Quizá está avergonzado de César -manifestó Lucrecia-. Quizá no ha venido porque se siente avergonzado.

– Lucrecia… -comenzó Alfonso, pero ella lo interrumpió en el acto.

– Me recordó que estamos protegidos por sus soldados y que no hemos sufrido ningún daño en todo este tiempo. Le duele saber que creemos que dio su apoyo a un ataque contra ti. Nos ha ofrecido toda la ayuda que deseemos.

– No puedes confiar en él, Lucrecia -dijo Alfonso con ternura.

Ella asintió, pero su expresión reveló su tormento interior.


Al día siguiente -como si hubiese oído las palabras de Alfonso- el Papa apareció. Los soldados se apartaron sin darle el alto a nuestro visitante, o anunciarlo; después de todo, estaban a su servicio.

Alejandro, para sorpresa de todos, se presentó sin ningún asistente, y cuando Alfonso, Lucrecia y yo lo miramos desde nuestros asientos en la antecámara, en compañía de los doctores napolitanos Galeano y Clemente, hizo un gesto con su mano nudosa para que permaneciésemos sentados. Por respeto a nuestra intimidad, los médicos se retiraron.

– No he venido como Papa -manifestó Alejandro, después de que ellos se hubiesen ido-, sino como padre.

Con un suave gemido y un gran suspiro, porque la edad continuaba haciendo sentir sus efectos en él, se sentó delante de nosotros tres y se inclinó para apoyar las manos en las rodillas cubiertas con satén blanco.

– Alfonso, hijo mío -prosiguió-, le pedí a Lucrecia que te ofreciese mis disculpas y explicase mis apresuradas palabras al embajador veneciano. Comprendí al pensarlo que podían ser mal interpretadas. También deseo dejar claro que, si bien César es mi hijo y también el capitán general de mi ejército, a menudo estamos enfrentados. Le he reprochado de la forma más severa su participación en el ataque, aunque continúa negándolo. César es un soldado, con un corazón de piedra, no como yo. -Miró con sus ojos amarillentos a mi hermano-. Debes comprenderlo, nunca levantaría una mano contra mi propia sangre. No forma parte de mí; tampoco lo apoyaría. Mi corazón se partió de nuevo al escuchar lo que César había hecho contra ti.

Con esta última frase, admitía de forma indirecta la culpa de César en la muerte de Juan. Sabía que el viejo había llorado desde lo más profundo de su corazón el asesinato de Juan, y por primera vez, se me ocurrió que Alejandro podría estar diciendo la verdad. Quizá no había tenido conocimiento previo del intento de asesinato contra mi hermano. Después de todo, él había hecho todo lo que Lucrecia y yo le habíamos pedido. Si de verdad apoyara a César, habría bastado con que se negara a llamar a su médico, y prohibiese que los soldados de Lucrecia vigilasen las puertas de los aposentos. Podría habernos forzado a todos a ver cómo Alfonso se desangraba hasta morir.

«No -me dije a mí misma, horrorizada al ver que estaba comenzando a dejarme convencer por las palabras de Alejandro-. No, hace esto porque se da cuenta de que está perdiendo a su hija, y dirá lo que sea para intentar retenerla en Roma.»Hizo una pausa; ninguno de nosotros habló, porque todos estábamos sorprendidos por su sincero discurso.

– Ruego cada noche a Dios para que perdone a mi hijo por sus acciones -continuó Alejandro en tono triste-. También rezo a Dios para que se apiade de mí por ser un viejo tonto y no saber encontrar la manera de evitar que sucedan estas cosas terribles. Ruego, Alfonso, que algún día puedas perdonarme por mi negligencia. Mientras tanto, te digo que cualquier protección, cualquier ayuda que requieras mientras estés bajo mi techo, te la concederé con agrado. -Se levantó, y otra vez soltó un pequeño gemido. Alfonso también se levantó, y Su Santidad se apresuró a indicarle que volviese a sentarse-. No. Siéntate, descansa.

Pero Alfonso permaneció de pie.

– Gracias, santidad, por vuestra visita y vuestras palabras. Dios sea con vos. -Su tono era cortés, pero yo conocía a mi hermano. No había creído ni una palabra del discurso del Papa.

– Y con vosotros. -Alejandro nos bendijo a todos con la señal de la cruz, y se marchó.


Tras la visita de su padre, Lucrecia se mostró muy triste. Quizá por fin había comprendido que rompería con su familia para siempre al marcharse a Nápoles, y que nunca volvería a ver vivo a su padre. Lo lamenté por ella, pero al mismo tiempo no pude reprimir mi creciente alegría al pensar que muy pronto me libraría de las traiciones de los Borgia; más aún, esperaba con ansias el momento de tener noticias de la muerte de César.

Nos marcharíamos en plena madrugada del 20 de agosto.

Dos días antes, el 18 de agosto, comenzó como una tranquila mañana; muy feliz para mí. En mi mente, ya había dejado atrás las posesiones que había adquirido en Roma. No me atrevía a correr el riesgo de pedirle a Jofre que me trajese nada para llevarme a Nápoles. El se sentiría dolido por mi abandono, pero si de verdad me amaba y quería seguirme, encontraría la manera.

Mientras tanto, me daba por satisfecha con viajar a Nápoles solo con los dos vestidos que tenía conmigo. No me importaba no volver a ver mis alhajas.

Así que aquella mañana yo estaba alegre, Alfonso inquieto y Lucrecia sombría, porque pensé que ella ya había comenzado a echar de menos a su familia y Roma. Nos comportamos con la mayor naturalidad de la que fuimos capaces para que ningún visitante sospechase que nuestro tiempo en la Sala de las Sibilas llegaba a su fin. Lucrecia pidió que le trajesen al pequeño Rodrigo y jugamos con él toda la mañana; resultó ser una alegre distracción para nosotros, porque ya gateaba, y teníamos que perseguirlo por todo el aposento para evitar que hiciese travesuras. Al final, el niño se quedó dormido en los brazos de su padre; Lucrecia los miró a los dos durante una hora con un amor tan profundo que me sentí conmovida.

Sin embargo, al mediodía, ella envió al pequeño Rodrigo de nuevo con sus niñeras para que le diesen de comer y nos quedamos con nuestros propios pensamientos.

Por la tarde, adormilada después de una noche de insomnio llena de pensamientos acerca de Nápoles, fui con Lucrecia al dormitorio, donde ambas nos desplomamos en nuestros colchones. Me quedé dormida casi en el acto, aunque dudo que Lucrecia lo hiciese; recuerdo, segundos antes de que mis sentidos se quedaran en suspenso, que oí que se movía inquieta.

Me despertó el eco de unas pisadas, y una voz de hombre que daba una orden; después el eco de más pisadas cuando los soldados se retiraban. El sonido provocó tal ansiedad en mí, incluso antes de despertarme del todo, que mi corazón latió con furia. Me levanté de la cama y corrí a la antecámara.

Los guardias papales que nos habían protegido se habían marchado; en su lugar había un pelotón de soldados desconocidos, y un comandante de cabellos oscuros y capa roja con un digno porte militar que me recordó al difunto Juan de Cervillón.

La mayoría de los soldados habían desenvainado las espadas. Mientras miraba, un par de ellos se acercaron a don Clemente y a don Galeano, y sujetaron las manos de los médicos a sus espaldas con cadenas.

– Doña Sancha -me saludó el comandante con la mayor cortesía-, ¿puedo preguntar dónde está vuestro hermano, el duque?

– Estoy aquí -dijo Alfonso.

Me volví. Mi hermano estaba en el umbral, con una mano apoyada en la pared. En la otra mano empuñaba la daga, y en sus ojos brillaba la mirada de un hombre dispuesto a luchar hasta la muerte.

Lucrecia corrió desde la antecámara para colocarse delante de su marido.

– Don Micheletto -dijo, con claro desprecio-, no tenéis ningún derecho a despedir a nuestros guardias; estaban aquí por orden de Su Santidad. Llamadlos de nuevo y llevaos a vuestros hombres con vos.

Reconocí el nombre, aunque no el rostro. Micheletto Corella era el lugarteniente de César.

– Doña Lucrecia -respondió él, de nuevo con la misma cortesía, como si sus hombres portasen regalos de frutas y flores en lugar de espadas-, me temo que no puedo obedecer, tengo órdenes de mi amo, el capitán general, y estoy obligado a seguirlas. Estoy aquí para arrestar a todos los hombres, incluido el duque, acusados de conspirar contra la casa Borgia.

Una sensación fría y ardiente a la vez consumió todo mi ser. Al parecer la conspiración contra César había sido descubierta y atribuida a mi hermano.

– Eso es una mentira -exclamó Alfonso-, y lo sabéis perfectamente, don Micheletto.

Micheletto no reaccionó a la defensiva.

– Solo cumplo con mi deber, don Alfonso. Me han dicho que vos, junto con otros conspiradores, estabais planeando asesinar a César y a Su Santidad. Tengo que escoltaros a la prisión del castillo de Sant'Angelo.

– ¡Mi padre nunca apoyará esto! -protestó Lucrecia-. Ha garantizado la protección de don Alfonso; es más, ya ha declarado su oposición a César en este asunto, y se pondrá furioso al saber que estáis aquí, con la intención de arrestar a mi marido. ¡Si ponéis una mano sobre él, os costará la vida! ¡Yo misma me ocuparé de que así sea!

Micheletto consideró sus palabras con mucha seriedad; la incertidumbre apareció en su rostro.

– No tengo el deseo de desobedecer a Su Santidad, porque él es mi supremo comandante. Estoy dispuesto a esperar si queréis consultar con él. -Eso no era irrazonable, porque en ese momento Alejandro solo estaba dos puertas más allá-. Estoy dispuesto a marcharme sin mis prisioneros si él así lo ordena.

Lucrecia se encaminó hacia las puertas abiertas de par en par y sin vigilancia. Al pasar a mi lado me cogió por el codo.

– Ven -me ordenó-. Entre las dos, convenceremos a mi padre. Estoy segura de que vendrá y hablará con don Micheletto en persona.

Me solté de su mano, sorprendida por su ingenuidad. ¿Es que la astuta Lucrecia de verdad creía que era seguro dejar a Alfonso sin protección, armado solo con una daga y unos pocos sirvientes desarmados para defenderse a sí mismo contra un pelotón de los hombres de César?

– Me quedaré -insistí.

– No, ven -dijo ella-. Entre las dos podremos convencerlo.

Ella intentó de nuevo sujetar mi brazo.

«Está loca -pensé-. Loca, o es más tonta de lo que podía creer.» Me aparté de ella y manifesté:

– Lucrecia, si una de las dos no se queda con mi hermano, está perdido.

– Ven -repitió, y en esa ocasión, su tono sonó a hueco. Ella me cogió de nuevo, y esa vez, tras comprender el juego y dominada por la ira, busqué mi estilete.

Entonces sentí terror. La protección que Alfonso me había dado hacía tanto tiempo había desaparecido. Alguien -mientras yo dormía, o estaba distraída- me lo había robado, alguien que sabía que Corella vendría y que se produciría esa escena.

Pero solo tres personas sabían de la existencia del estilete: Alfonso, que me lo había dado, Esmeralda, que me vestía… y César que me había rescatado la noche que lo utilicé contra su padre borracho.

Miré a Lucrecia con una cólera indescriptible ante su traición; ella desvió la mirada.

Me lancé entre Micheletto y mi hermano. No podía hacer más que intentar proteger a Alfonso con mi propio cuerpo. De inmediato, un par de soldados se echaron sobre mí. Juntos, me empujaron hacia delante, más allá de don Micheletto y sus hombres, para sacarme al pasillo. Me tambaleé y caí con todo el peso sobre el frío mármol.

Enredada en mis faldas, intenté levantarme; solo lo conseguí después de que Lucrecia hubiese salido del aposento.

Las puertas se cerraron detrás de ella con un golpe que resonó por todo el largo pasillo vaticano.

Mientras se cerraban, Lucrecia se desplomó de rodillas, al mismo tiempo que el cerrojo se deslizaba al otro lado de la gruesa madera.

La miré, incapaz de comprender la monstruosidad de sus acciones, pero eludió mi mirada. Sus ojos, enfocados en algún lugar muy distante, se veían muertos; carentes de cualquier luz o esperanza.

Grité con tanta fuerza y furia que sentí como si se me quemasen los pulmones y mi garganta quedara en carne viva.

– ¿Por qué? ¿Por qué?

Me lancé hacia delante y me agaché para ponerme a su nivel; de haber tenido mi estilete, la hubiese matado. En cambio, le di de puñetazos, aunque sin mucha fuerza, porque el dolor me había dejado sin energías y notaba mis miembros pesados y entumecidos.

Ella no reaccionó; como un cadáver, no hizo ningún movimiento para defenderse.

– ¿Por qué? -grité de nuevo.

Ella se volvió hacia mí como si lo hiciese desde muy lejos, y susurró:

– Rodrigo.

Tras decir esa única palabra, comenzó a llorar en silencio, sin expresión, como el hielo que se derrite.

Al principio, creí que se refería al Papa, y me aparté asqueada: ¿acaso era alguna conspiración que ella y su padre-amante habían planeado? Luego, al ver la pureza de su dolor, comprendí con súbito espanto que se refería a su hijo.

El niño. César debía de haberla amenazado con la única cosa que podía hacer que traicionara a su marido, porque solo había una persona en todo el mundo a quien Lucrecia amaba más que a Alfonso.

En aquel momento cuando la odiaba más que nunca, la comprendí mejor que nunca.

Grité a voz en cuello el nombre de mi hermano, levanté los brazos y golpeé en vano contra las pesadas puertas hasta que mis manos se lastimaron; mientras, Lucrecia lloraba.

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