Doña Esmeralda y mis otras damas esperaron una apropiada media hora antes de regresar de la fiesta a mis habitaciones, momento para el cual mis doncellas ya me habían dejado solo con el camisón y desenredado la redecilla de oro de mis cabellos. Habían deshecho los complicados rizos y estaban acabando de cepillarlos cuando entró Esmeralda, aunque quizá los estaba sacudiendo y mi expresión debía de parecer asustadiza. Por supuesto, las doncellas sabían por el desorden de mis prendas y el vestido rasgado que algo grave había ocurrido, pero también eran lo bastante prudentes para ver que no estaba de humor, así que permanecieron en silencio.
Del mismo modo, comprendí al ver cómo se entrecerraban los ojos de la vieja Esmeralda que ella también lo sabía, pero se abstuvo de hacer preguntas. No tenía ningún sentido confiar en ella; solo reforzaría su desaprobación por el Papa, y seguiría creyendo en las peligrosas opiniones de Savonarola que tan mal recibidas eran en el Vaticano. Además, no tardaría en enterarse de lo que había ocurrido, dado su talento para recoger información. Mientras mi casa fuese el palacio de Santa María en Pórtico, yo no era Sancha de Aragón, princesa e hija natural del rey de Nápoles. Mis dominios ya no eran míos para gobernar, mis palabras ya no podían ser soltadas a la ligera sin temor a alguna represalia; mis acciones ya no eran libres. Yo era doña Sancha, esposa del más joven y menos dotado bastardo del Papa, y vivía y respiraba a placer de Su Santidad.
No dije nada a mis mujeres, y me acosté en mi suntuosa nueva cama, con la cabeza apoyada en la suave almohada de plumas.
La preocupación ocupaba mi mente. Si el Papa recordaba nuestro encuentro, su ira podría ser implacable. César había dicho que ninguna mujer lo había rechazado hasta entonces.
Al mismo tiempo me reproché a mí misma: «No tienes por qué temer por tu vida. Quizá Rodrigo sea capaz de cometer un asesinato político para conseguir un beneficio, pero yo soy su nuera, y él sabe que Jofre me ama. Además, él nunca haría daño a una mujer».
Mis preocupaciones por la reacción del Papa quedaban equilibradas por el recuerdo, recuperado mil veces, de las últimas palabras que me había dicho César; de la pequeña curva de una sonrisa que asomó de sus labios.
«Una pena, madonna, que hayas conocido al menor antes que al mayor.»Ah, cuánta emoción me produjo esa imagen, esa alegría, que me hizo temblar; porque comprendí que no estaba sola en mis sentimientos. El estaba tan hechizado como yo.
A la mañana siguiente, domingo de Pentecostés, me levanté temprano.
Aunque el día anterior me había preocupado de vestirme con la mayor discreción, incluso como una matrona, en deferencia a Lucrecia, aquella mañana me sentía llena de una extraña locura. Ordené a mis damas que buscasen uno de mis mejores vestidos, una encantadora creación de brillante satén verde con un corsé de terciopelo verde bosque y lazos dorados. Las mangas añadidas eran del mismo terciopelo; grandes alas con otras de satén verde claro por debajo y bien ajustadas.
Vi cómo doña Esmeralda apretaba sus labios finos con una expresión recelosa mientras contemplaba todo esto, pero no dijo palabra. Cuando cogió mi cepillo y comenzó a trenzar mis cabellos, dispuesta a recogerlo en un rodete, como hacía todas las mañanas desde el día de mi boda, la aparté.
– Solo cepíllalo. Lo llevaré suelto.
Ella adelantó la barbilla y echó hacia atrás la cabeza en un gesto de reproche.
– Doña Sancha, eres una mujer casada.
– También lo es Lucrecia. Ella lleva el cabello suelto.
Me miró furiosa; sin comentarios, comenzó a cepillar mis cabellos, con muy poca suavidad. Me conocía más que mi propia madre, así que no me quejé ni me permití gritar cuando encontró un nudo rebelde y tiró sin piedad.
Cuando acabó de peinarme, pedí mis alhajas. Colgué alrededor de mi cuello uno de los regalos de boda de Jofre: una esmeralda del tamaño de mi pulgar, que podía notar contra mi garganta; y alrededor de mi frente una tiara de oro, con una esmeralda más pequeña que descansaba justo por debajo de la línea del cabello. El efecto del conjunto hacía que mis ojos brillasen más verdes que las gemas.
Mi atuendo parecía más propio de un baile que de una misa.
Así engalanada, fui a la habitación de mi marido; y en el pasillo delante de su puerta, descubrí a una de las cortesanas de la noche anterior que salía de su habitación. Era obvio que había pasado la noche allí y que luego la había despedido un sirviente, porque su salida no tenía nada de ceremoniosa: llevaba el pelo suelto, las zapatillas en una mano, el vestido puesto con tanta prisa que la camisa no sobresalía de las aberturas en las mangas ni estaba esponjada como debía. Sus pequeños pechos estaban a punto de escapar del corpiño mal abrochado.
Se movía encorvada de una manera hasta tal punto ridícula que el efecto me pareció cómico. Sus desordenados mechones mostraban un dudoso tono rojo; los ojos azul cerúleo me miraron con alarma cuando me detuve y le corté el paso.
Adopté el papel de la esposa ofendida; me erguí todo lo posible y le dirigí una mirada fulminante digna de Lucrecia.
– ¡Madonna! -susurró asustadísima; luego se inclinó hasta casi rozar el suelo con los mechones. En tal posición retrocedió, para después volverse y echar a correr por el pasillo; el golpeteo de los pies desnudos contra el suelo de mármol sonó como bofetadas.
Después de unos discretos momentos de espera, entré en la habitación y el ayuda de cámara de Jofre me dijo que su amo aún dormía debido a los efectos del vino.
Desayuné sola en mi habitación, y luego empecé a aburrirme. En el palacio reinaba el silencio; sin duda, Jofre no era el único al que se le habían pegado las sábanas.
Todavía faltaban horas para la misa. Sería una ocasión para desplegar toda la fanfarria, dada la importancia eclesiástica de la fecha: el domingo de Pentecostés, aquel raro acontecimiento ocurrido mil quinientos años atrás, cuando el fuego de Dios había prendido de tal manera en los apóstoles que habían predicado en lenguas que nunca habían aprendido.
Tal milagro me parecía absolutamente distante y carente de sentido aquella mañana: mi ánimo iba del entusiasmo al terror por lo que había ocurrido en mi primer día entre los Borgia. Inquieta bajé la escalera, pasé por la logia de suelo de mármol y salí al hermoso patio ajardinado que había visto el día anterior desde mi balcón. El día era soleado y cálido. El jardín inundado de fragancias: naranjos en miniatura que crecían en tiestos de terracota bordeaban uno de los senderos; los perfectos globos de los arbustos aparecían cargados con flores blancas. Al otro lado había rosales muy bien cuidados, con sus delicados pimpollos.
Caminé sola, hasta que quedé fuera de la vista de mi balcón, de la vista de todos -o así lo creí-, hasta que por fin, debido al calor cada vez mayor, me senté en un banco bajo la sombra de un olivo, para abanicarme.
– Madonna -susurró un hombre. Me sobresalté, dominada por la súbita convicción que Rodrigo había enviado a un asesino para cobrarse su venganza. Solté una exclamación y me llevé una mano al pecho.
A mi lado había un hombre vestido todo de negro; podía tratarse de una sotana, excepto que el cuello y los puños eran de terciopelo, y la prenda de seda.
– Perdóname; te he sobresaltado -dijo César.
La austeridad de sus ropas sirvió para subrayar la severa belleza de sus facciones. Apenas se parecía a sus dos hermanos; su pelo era negro, lacio, cortado en un estilo sencillo que le caía a medio camino entre la barbilla y los hombros; el flequillo ocultaba en parte su despejada frente. La barba y el bigote estaban recortados con esmero, y los labios eran finos y sus manos, delgadas, en absoluto se parecían a las de su padre; tenía la tez morena de Rodrigo pero la belleza de su madre Vannozza. Había una elegancia en él, una apostura y una dignidad que, a pesar de todas las joyas y prendas, ningún miembro de su familia podía igualar. En Lucrecia y el papa Alejandro había intuido connivencia; en César, intuía una sorprendente inteligencia.
– De ningún modo es culpa tuya -señalé-. Estoy inquieta después de los acontecimientos de anoche.
– Y con razón, madonna. Juro que haré todo lo que esté en mi poder para impedir que tan desagradable violación de la decencia ocurra de nuevo.
Bajé la mirada, como una niña tonta contenta de lucir uno de sus mejores vestidos.
– Temo que Su Santidad…
– Su Santidad todavía duerme. Te lo repito, considero mi deber reparar las relaciones entre vosotros dos. Ahora que es mayor, beber demasiado lo vuelve olvidadizo. Pero sea lo que sea lo que recuerde de anoche, lo guiaré por el sendero que más ayude a tus intereses.
– Estoy en deuda contigo -le respondí, y entonces recordé que la cortesía lo obligaba a estar de pie al sol, mientras yo estaba sentada muy cómoda en el frescor de la sombra-. Por favor… -le invité a que se sentase a mi lado y después añadí-: Hasta ahora he causado una impresión muy poco favorable a tu familia.
Antes de que pudiese continuar, él se apresuró a replicar:
– Has impresionado mucho por lo menos a uno.
Sonreí al escuchar el cumplido, pero insistí:
– Tu hermana no me quiere. No lo entiendo, y me gustaría remediarlo.
Por un momento, César dirigió su mirada hacia las distantes colinas verdes.
– Siente celos de cualquiera que aparte de ella las atenciones de mi padre. -Se volvió para mirarme, la expresión ansiosa-. Comprende, doña Sancha, que su propio marido, Giovanni, no quiere vivir con ella. Esto es motivo de mucha vergüenza, algo que mi padre ha intentado remediar en repetidas ocasiones suplicándole a Giovanni que regrese a Roma. Además, mi padre siempre la ha mimado, y ella a él; pero cuando vea que no eres una enemiga real de sus afectos, llegará a confiar en ti. -Hizo una pausa-. Se comportó de la misma manera con doña Julia; tardó mucho tiempo en comprender que el amor de un padre por otra mujer y el amor por su hija no son una misma cosa. No quiero insinuar, por supuesto, que tú podrías llegar a relacionarte de esa manera con Su Santidad…
– No -manifesté con firmeza-. De ninguna manera. Aprecio tus comentarios, cardenal.
– Por favor. -Me dedicó una sonrisa; los dientes por debajo del bigote eran pequeños y regulares-. César. No soy cardenal por vocación, sino por la insistencia de mi padre.
– César -repetí.
– Lucrecia puede ser muy afectuosa -manifestó con un claro cariño-, y muy apasionada en sus lealtades. Por encima de todo, le encanta divertirse, jugar como una niña. Tiene muy pocas oportunidades para hacerlo, dadas las responsabilidades de su posición. Tiene la inteligencia de un hombre. Mi padre confía en ella como consejera, más incluso de lo que confía en mí.
Le escuché, al tiempo que asentía, y hacía un esfuerzo por mantenerme concentrada en sus palabras y no en el movimiento de sus labios, en el ángulo de sus altos pómulos, en los destellos rojos de su barba, causados por el juego de luz entre la fronda. Pero sentada a su lado, sentí cómo mi regazo se calentaba cada vez más, como si los músculos, los huesos y los órganos de cintura para abajo se estuviesen fundiendo y se derramasen hacia fuera formando un charco como la nieve que se derrite con el sol brillante. Acabó su declaración; mis sensaciones interiores debieron revelarse en mi expresión, porque un curioso aspecto de vulnerabilidad, de ternura, lo dominó. Se inclinó hacia mí y apoyó la palma en mi mejilla.
– Esta mañana pareces una reina -murmuró-. La reina más hermosa del mundo, con los ojos más divinos del planeta entero. Hacen que las esmeraldas parezcan vulgares.
Me emocioné con sus palabras; me apoyé contra su mano, como una gata que busca una caricia. Lo que sentía por César era hasta tal punto poderoso que nada me costó olvidar mis votos matrimoniales.
De inmediato, apartó la mano como si se hubiese quemado, y se levantó de un salto.
– ¡Soy un perro! -proclamó-. ¡Un hijo de puta, el mayor rufián entre los hombres! ¡Confiaste en mí para que te protegiese del comportamiento libidinoso de mi padre, y ahora yo no soy mejor que él!
– Hay una diferencia -dije, con un esfuerzo para evitar que mi voz temblase.
El se volvió hacia mí, angustiado.
– ¿Cómo puede ser? ¡Tú eres la esposa de mi hermano!
– Soy la esposa de tu hermano -susurré.
– Entonces, ¿cómo puede ser diferente mi comportamiento del de mi padre?
– No estoy enamorada de tu padre. -Me arrebolé, sorprendida por mis propias palabras, por su atrevimiento; parecía no tener ningún control sobre mí misma o sobre mis acciones. Estaba, como le había ocurrido a mi madre, totalmente indefensa.
Sin embargo, no lamenté mis palabras. Cuando vi el anhelo y la alegría brillar en sus ojos, le extendí mi mano. Él la tomó y se sentó a mi lado.
– No me había atrevido a soñar… -tartamudeó, y después comenzó de nuevo-. Desde el primer momento en que te vi, Sancha…
Guardó silencio. No podría decir cuál de los dos inició el beso. Él me sujetaba; me apretaba contra su cuerpo, me besaba una y otra vez, en algunos momentos mordía con ternura mis labios. Le sujeté una mano y la puse sobre uno de mis pechos.
– Aquí no -murmuró él, aunque no apartó la mano-. Ahora no. Es muy grande el riesgo de que nos sorprendan.
– Entonces, esta noche -dije, trémula ante mi propia audacia-. Tú conoces el lugar y la hora más segura.
– Aquí. Dos horas después de la medianoche.
De este modo nuestra complicidad quedó sellada. Aquellas palabras sonaron dulces como la música en mis oídos; había olvidado hasta la última palabra de la predicción de la bruja, años atrás, cuando dijo que mi corazón destruiría todo lo que amaba. Incluso si hubiese recordado su profecía en aquel soleado momento en el jardín con César, no lo hubiese comprendido, no hubiese tenido la presciencia de ver cómo nuestra pasión del uno hacia el otro a lo largo de los años se desarrollaría de una forma tan horrible e inexorable.
Cuando por fin Jofre se levantó y se vistió, era ya hora de que me escoltase hasta San Pedro para la misa de Pentecostés. Lo hizo con los ojos entrecerrados por el dolor que le causaba la brillante luz romana, mientras ambos caminábamos con nuestro séquito hacia la venerable catedral junto al Vaticano.
Afortunadamente para mí, el exceso de bebida y la noche pasada con la cortesana habían dejado a Jofre apagado y silencioso; si bien miró un momento la magnificencia de mi vestido, no hizo ninguna pregunta sobre la causa del súbito cambio de estilo de mi vestuario. Tampoco pareció notar mi nuevo entusiasmo.
No podía evitar sonreír. Me sentía abrumada cada vez que recordaba el beso de César. Ya no me preocupaba lo que pudiesen pensar de mí Su Santidad o Lucrecia. Ya no me importaba si el Papa recordaba o no mi rechazo, o si tenía la intención de vengarse: mientras viviese lo suficiente para encontrarme con César en el jardín, mi felicidad sería completa. Todos mis pensamientos, todas mis emociones, se dirigían a aquel momento futuro, cuando mi amor y yo estaríamos solos.
Entramos en la catedral. San Pedro había sido construida doce siglos atrás, y el interior reflejaba el paso de los años. Había esperado grandeza y gloria, pero las paredes interiores se veían agrietadas y se desmoronaban; el suelo estaba gastado y desnivelado hasta tal punto que tuve que tener mucho cuidado para no tropezar. Ni los centenares de velas que habían encendido, ni el resplandor de los adornos dorados y púrpuras del altar conseguían aliviar la penumbra; el perfume del incienso aumentaba la sensación de agobio, la falta de aire fresco. Era como caminar dentro de una inmensa cripta. Supongo que esto era lo apropiado, puesto que san Pedro estaba enterrado debajo del altar.
Sin embargo, nada de esto conseguía disminuir mi alegría. Me separé de mi marido, y fui a ocupar mi lugar con las mujeres de la casa Borgia. Lucrecia no había llegado, pero la delicada y etérea Julia ya estaba allí, junto a Adriana siempre con los ojos alerta y con sus damas de compañía. Las mujeres estábamos delante, en el centro de la nave, de cara al altar, mientras que a un costado habían erigido un gran trono para Su Santidad, y a su lado los asientos para los cardenales y los hombres de la familia Borgia. Muchos cardenales ya habían ocupado sus lugares, pero me descubrí buscando a uno: César.
Aún tenía que llegar. Pasó algún tiempo antes de que escuchásemos el sonido de las fanfarrias; por fin, apareció Su Santidad, vestido con una túnica de satén blanco, un capelo a juego y su larga capa dorada. Me saludó con una sonrisa beatífica; si me guardaba algún rencor, no lo demostró. En cuanto a mí, me incliné con el debido respeto. Lo seguía César, que ocupó el asiento al costado del trono; Jofre se sentó detrás, y el resto de los asientos fueron ocupados por los cardenales.
Detrás de César iba Lucrecia, con una docena de asistentes. Vestía una túnica de seda azul gris que resaltaba sus ojos. Tan alegre era mi humor, tan feliz mi corazón, que le dediqué una amplia sonrisa de bienvenida cuando se puso a mi lado; la abracé con tal entusiasmo que se sorprendió.
Por ser domingo de Pentecostés, habían invitado a dar el sermón a un prelado español que estaba de visita. Estaba tan ansioso de impresionar a la distinguida audiencia con su erudición, que habló y habló durante un tiempo insoportable. Nunca había comprendido que el fuego de Dios, que había dado una sobrenatural sabiduría a las lenguas de los hombres, pudiese ser un tópico tan árido y aburrido.
Habló durante más de una hora; un tiempo imperdonable durante el cual Su Santidad sufrió dos ataques de tos y numerosos cardenales se movieron en sus sillas sin disimular la impaciencia. Uno de los viejos Borgia echó la cabeza hacia atrás, y, con la boca abierta, comenzó a roncar sonoramente.
No pude contenerme. Comencé a reírme. Logré reprimir el sonido lo suficiente como para no llamar la atención del Papa, pero todo mi cuerpo se sacudía con el esfuerzo. Mi encuentro con César me había dejado con un extraño humor infantil; en cualquier otro momento, no me hubiese permitido comportarme con tanta indignidad.
Sin embargo, mis risas eran tan incontenibles que Lucrecia, aquella criatura cauta, acabó por contagiarse. Jadeé en busca de aliento, encontré su mirada… y las dos tuvimos que apoyarnos la una en los brazos de la otra ante el riesgo de desplomarnos sobre el suelo gastado.
En aquel instante, un pensamiento se apoderó de mí. Las pobres mujeres estábamos obligadas a estar de pie, nuestros pies se cansaban durante el interminable sermón, mientras que los hombres tenían la comodidad de las sillas. Pero a mi izquierda había una angosta escalera que llevaba hasta los bancos de madera construidos para los miembros del coro que cantaban el Evangelio. Ese domingo, los bancos estaban vacíos.
Tironeé de la manga de Lucrecia, y señalé con un movimiento de ojos los bancos por encima y detrás de nosotras. Sus propios ojos se abrieron; al principio con un ligero horror al pensar en tal atrevimiento. El protocolo requería que permaneciésemos en nuestros lugares durante el sermón, y que estuviéramos quietas; esto era sobre todo importante para un familiar del Papa. Pero mientras pensaba en aquella travesura, el horror dio paso a una picara alegría.
Pasé entre las damas, e, incapaz de disimular mi risa, subí la escalera como una niña, y luego me dejé caer en un banco con una absoluta falta de decoro.
Lucrecia me siguió; aunque subió la escalera con un ruido y una dificultad exageradas, cosa que atrajo más la atención sobre ella y aumentó lo escandaloso del acto. Se sentó y soltó un suspiro tan largo y sonoro que el prelado que daba el sermón se detuvo y frunció el entrecejo, molesto por la interrupción. Mis damas y las suyas estaban obligadas a seguirnos; lo que causó tal cantidad de ruidos que el prelado perdió el hilo del discurso y repitió la misma frase tres veces antes de recuperar la compostura.
Miré al Papa; sonreía sin disimulo, encantado por las travesuras de sus mujeres. Miré a César; él no sonreía, pero en sus ojos oscuros brillaba el humor.
Sin mirarla, me incliné hacia Lucrecia y susurré:
– Por favor, créeme: no tengo ninguna intención para con tu padre. No deseo más que ser la esposa de tu hermano.
Ella fingió no escucharme. No obstante, después de unos momentos, la miré y vi que me miraba; sonreía con aprobación. Me había ganado otra amiga en el Vaticano.