Un verano ardiente dio paso por fin al otoño, y después a un suave invierno. Mi vida en Roma nunca había sido más agradable; Juan estaba muerto, César ocupado con la política y el cortejo en Francia, y yo me encontraba en compañía de mi marido, mi hermano, Lucrecia y Alejandro.
Lejos de los despreciativos comentarios de César y Juan, Jofre estaba más tranquilo y se mostraba más bondadoso. Alfonso era por naturaleza una persona optimista, y su amor por Lucrecia lo hacía todavía más jovial y encantador; consiguió sacar de ella una dulzura que yo solo había atisbado, pero que ahora era una constante en su naturaleza. Como su familia estaba feliz, Alejandro era feliz. Su hija había hecho un buen casamiento, y ahora era una duquesa en lugar de una simple condesa; su hijo mayor estaba a punto de culminar una unión todavía más ventajosa, y ahora existía la perspectiva de tener nietos legítimos.
Debido a nuestro amor compartido por Alfonso, Lucrecia y yo nos hicimos íntimas. Yo comentaba todos los pequeños rasgos de Alfonso, y a Lucrecia le encantaba escuchar historias de su infancia: cómo una vez intentó pegar fuego a la cola del perro faldero de la reina para ver si ardería como una vela; cómo había sido arrastrado a mar abierto cuando tenía cuatro años y casi se había ahogado. Ella me confesó que roncaba, aspiraba grandes cantidades de aire -ah, ah, ah- para después soltarlo con una única y muy sonora exhalación.
Olvidé la canterella que había escondido con las joyas en mi dormitorio. Olvidé de dónde procedía; incluso olvidé la visión de Lucrecia en el abrazo carnal de su padre y el beso apasionado que había compartido con su propio hermano. (Lucrecia comentó con gran alivio que el Papa la había dejado en paz desde el embarazo, ya fuese porque la edad había apagado sus fuegos, o porque ya no deseaba alimentar los rumores provocados por el nacimiento del hijo ilegítimo que creía haber tenido con ella.) También me confesó que Alfonso y ella pasaban todas las noches juntos en su dormitorio, y que él siempre se despertaba allí, por lo que casi nunca estaba en sus propias habitaciones en el ala de hombres del palacio. «Nunca me había atrevido a soñar -me confió, con mucha añoranza- que mi propio marido fuese a ser mi ardiente amante.»Una mañana de invierno, cuando el brillante sol se había llevado el helor del aire, las mujeres decidimos hacer una excursión al viñedo del cardenal López. Hacía demasiado buen tiempo para quedarse dentro, y Lucrecia parecía inquieta por algo que no alcanzaba a descubrir, hasta que se sentó a mi lado en el carruaje y confesó:
– Tengo un secreto. No se lo he dicho a nadie, ni siquiera a Alfonso; pero debo decírtelo a ti.
Yo disfrutaba del calor del sol en mi rostro.
– ¿Secreto? -Por la sonrisa ufana de Lucrecia, sin duda debía de ser algo alegre. Sospeché de una fiesta, o de un regalo que ella había recibido de su nuevo marido.
– Estoy embarazada. Llevo ya dos meses sin la regla.
– ¡Lucrecia! -Muy complacida, la sujeté por los hombros-. Entonces, ¿estás segura? ¿No hay ninguna otra causa?
Ella se rió, encantada con mi respuesta.
– Estoy segura. Mis pechos están muy sensibles. Apenas soporto que Alfonso los toque. Debo comer, comer a todas horas, o si no me pongo demasiado enferma para tolerar el olor de la comida. Debes disimular, y no decírselo a nadie; tengo la intención de sorprenderlo con la noticia en la cena de esta noche.
– Estará entusiasmado y también tu padre. -Sonreí al pensar de hacer de tía del hijo de mi hermano.
Una vez en el viñedo, nos encontramos con el perfecto escenario pastoril: un bosquecillo de altos pinos perpendicular a un claro de hierbas y flores silvestres, luego hileras de viñas, sus nudosos troncos desnudos de hojas y frutos. La tierra bajaba poco a poco, para ofrecer una agradable vista. Habían traído una mesa, y mientras las sirvientas se apresuraban a descargar la comida y el vino, Lucrecia miró el lugar, dejó caer la capa de armiño sobre la hierba y dijo:
– Es el día perfecto para una carrera.
Me eché a reír. Era una propuesta totalmente infantil; sin embargo, cuando mi mirada se cruzó con la de Lucrecia y vi su expresión picara, supe que lo decía en serio.
– En tu estado, madonna… -susurré.
– ¡No seas ridícula! -replicó-. ¡No podría estar más sana! Además, estoy tan nerviosa al pensar que se lo diré a Alfonso, que si no hago algo, me volveré loca de tanta energía.
La observé con una sonrisa; había ganado un poco de peso desde la boda con mi hermano, y rebosaba vigor. Estaba acostumbrada a caminar y a cabalgar; una corta carrera no le haría ningún daño, embarazada o no.
– Entonces, corre, duquesa -dije. Miré las hileras rectas de los viñedos-. Es el lugar ideal.
– Entonces corramos. -Lucrecia señaló la primera interrupción en la hilera-. Aquella es la meta. La primera que la alcance ganará.
Me quité la capa y el tabardo; los dobladillos eran largos y me harían tropezar.
Lucrecia se quitó su tabardo mientras yo le preguntaba:
– ¿Cuál es la apuesta?
Ella frunció el entrecejo, mientras pensaba, y después alzó la comisura de los labios.
– Un diamante. Tú coges uno de los míos o yo te lo cojo a ti.
– Pero ¿quién escoge? -insistí.
– El perdedor -respondió, de pronto tímida.
Me crucé de brazos y sacudí la cabeza, y ella se echó a reír.
– De acuerdo, de acuerdo, elige el vencedor. Entonces supongo que tendré que ganar.
Nos recogimos las faldas, le pedimos a doña Esmeralda que diese la señal y echamos a correr.
No era una competición equilibrada. Yo era más alta y de miembros más largos y llegué a la meta primera, en medio de una gran nube de polvo.
– Tendré que escoger tu mejor diamante -proclamé.
Lucrecia puso los ojos en blanco e hizo una gran demostración de preocupación, cuando ambas sabíamos que no tenía intención de reclamar mi premio.
Lucrecia exigió la revancha; cuando me negué (porque no quería que se cansara demasiado), insistió en correr con las jóvenes damas de compañía. En un momento, había cuatro damas que se ponían en posición de carrera, a la espera de que doña Esmeralda diese la señal: dos en cada una de las anchas hileras.
Me sentí un tanto preocupada, porque el rostro de Lucrecia estaba bastante arrebolado, y había comenzado a sudar, pese al frescor del día. Decidí insistir en que se sirviese la comida, para que se acabasen todos los esfuerzos, pero en ese momento doña Esmeralda llamó a las participantes para la salida.
Cuando comenzó la última carrera, me aparté de las hileras, y fui hacia donde estaban doña Esmeralda y la mesa, cargada ahora con una tentadora variedad de comida; Lucrecia sin duda estaría hambrienta después de tanta actividad.
Yo miraba a lo lejos cuando escuché el sutil y preocupante sonido de un cuerpo y de huesos que chocaban contra la tierra.
Siguió un grito. Me volví a tiempo de ver cómo doña Esmeralda corría con toda la rapidez que le permitía su corpulencia hacia dos mujeres que se hallaban en uno de los caminos. En aquel mismo instante, vi a la segunda mujer en mitad de la caída, sus faldas de brocado verde levantadas por encima de ella en el aire; yo también corrí, como doña Esmeralda, hasta llegar junto a Lucrecia y la joven dama de compañía que había caído sobre ella, y que ahora se levantaba lentamente para apartarse de su señora.
– ¡Lucrecia! -grité, y me arrodillé a su lado. Estaba inconsciente y pálida como un muerto. Miré con expresión acusadora a la pobre dama de compañía, que temblaba, con los nudillos en la boca-. ¿Qué ha pasado?
– No lo sé, madonna -respondió con voz llorosa-. Corría, y creo que tropezó con la zapatilla, cayó y no pude detenerme a tiempo… -Nos miró, su rostro joven estaba aterrorizado al pensar en la reprimenda o el castigo, pero ella no nos interesaba, porque no había sufrido ningún daño. Lucrecia había soportado todo el peso de la caída.
Palmeé las mejillas de mi cuñada; estaban frescas, pero no se recuperaba del desmayo. Miré a doña Esmeralda, decidida.
– La duquesa de Bisciglie está embarazada -dije-. Debemos llevarla de regreso al palacio de inmediato, y llamar a un médico y a la comadrona.
Doña Esmeralda soltó una exclamación ante esa noticia, luego corrió a buscar a los jóvenes cocheros de nuestro carruaje, que habían ido a cazar. Al cabo de media hora, estábamos de nuevo en el carruaje. Esmeralda y yo acostamos a Lucrecia sobre nuestras faldas y yo mantuve la mano apoyada en su frente, preocupada por la posibilidad de que tuviera fiebre, al tiempo que me maldecía a mí misma por haber permitido que se corriese la primera carrera.
Cuando llegamos de nuevo al palacio, Lucrecia ya había vuelto en sí; aunque estaba un tanto confusa y tuvimos que recordarle que se había caído.
– ¡Aquella maldita zapatilla! -se lamentó mientras trataba de apartar al cochero que intentaba llevarla al interior del palacio, aunque al final acabó por ceder. Después de que él, en respeto al decoro, la dejara a la puerta de su dormitorio, las mujeres la rodeamos y la ayudamos para llevarla a la cama.
Cada paso le producía dolor.
– Es solo la espalda -dijo con indiferencia-, y un poco de dolor de cabeza. Estaré bien por la mañana.
La comadrona la esperaba, y Lucrecia se sometió obediente a un examen. Cuando la mujer mayor salió del dormitorio, doña Esmeralda y yo nos levantamos de un salto de nuestros asientos para escuchar su dictamen.
– La duquesa ha sufrido un fuerte golpe en la cabeza y en la espalda -informó la comadrona-. No tiene fiebre ni sangra ni hay ninguna otra señal que indique la pérdida del niño; pero aún es demasiado pronto para saberlo.
Doña Esmeralda y yo consultamos con la mayor de las damas de compañía de Lucrecia, y yo decidí que no llamaríamos al médico. Su llegada podría ser advertida por otros, y su aparición siempre indicaba una enfermedad grave, mientras que la comadrona era consultada a menudo por problemas femeninos de menor importancia. No tenía sentido alarmar al Papa y a Alfonso. Retendríamos a la comadrona, y vigilaríamos a Lucrecia durante las horas siguientes para ver cómo evolucionaba.
Para aquel momento, ya era de tarde. Por fortuna, aquella noche no habría cena familiar, dado que se esperaba que las mujeres regresáramos tarde de nuestra excursión.
A petición de Lucrecia, entré en el dormitorio y me senté a su lado. Tenía náuseas y se negaba a comer o a beber; le dolía mucho la cabeza y apenas podía mantener abiertos los ojos. Sin embargo, insistió en mostrarse alegre y conversar conmigo, con la frente cubierta con paños fríos.
– Todos estos problemas por una estúpida zapatilla -me dijo-. La izquierda estaba demasiado floja. Por un momento pensé en quitármela y correr descalza. Tendría que haberlo hecho. Nos hubiésemos evitado todo este lío.
– Doña Esmeralda nunca te lo hubiese permitido con este tiempo fresco -repliqué en tono ligero, con el mismo buen humor, aunque me torturaban la culpa y la preocupación-. Habría temido que pillases la gripe; así que tendrías que haber calzado la maldita zapatilla de todas maneras.
– Alfonso estará tan preocupado… -susurró-. ¿Se lo has dicho?
– Todavía no.
– Bien. -Cerró los ojos-. Entonces la sorpresa tendrá que esperar hasta que me sienta mejor. -Exhaló un suspiro-. No tardará en enterarse de mi caída. Vendrá por aquí en algún momento después del anochecer.
– Es un joven fuerte -dije-. Se recuperará del susto.
Ella esbozó una sonrisa, y luego guardó silencio. Al cabo de un rato, se sumergió en un sueño ligero. Me sentí más tranquila, al creer que se había aliviado su malestar y que muy pronto mejoraría. Pero la comadrona insistió en permanecer cerca.
Lucrecia se despertó unas pocas horas después del ocaso, con un terrible y aterrador gemido. Me incliné hacia delante y le sujeté la mano. Le castañeteaban los dientes; sufría tanto que ni siquiera podía hablar.
La comadrona levantó las mantas y la examinó; luego, con una expresión sombría que me destrozó el corazón, sacudió la cabeza.
– Sangra -me informó-. Debemos esperar lo peor. -Se volvió hacia doña Esmeralda y le ordenó que trajese toallas, una sábana y una palangana con agua, y luego me miró de nuevo, con una expresión grave fruto de años de tristes experiencias-. Será mejor, doña Sancha, que os marchéis.
– ¡No! -gritó Lucrecia, en medio de sus gemidos. Su piel se veía blanca, perlada de sudor-. ¡Sancha, no me dejes!
Le apreté con fuerza la mano.
– No te dejaré -afirmé, llena de una fuerza que no sentía-. Me quedaré contigo hasta que me digas que me marche.
Se relajó solo un instante porque, enseguida, otra punzada de dolor hizo que apretara mi mano con una fuerza tremenda.
Esmeralda regresó a la habitación, después de ordenar a las criadas que fuesen a buscar los objetos necesarios.
– Llama a Su Santidad y al duque de Bisciglie a la antecámara -le dije a Esmeralda-, Es hora de que se les avise.
– ¡Sancha! -jadeó Lucrecia-. Estarán tan preocupados… ¿Serás tú quien se lo digas?
– Yo se lo diré -le aseguré, y recogí el paño que descansaba en su frente. El lado que había estado apoyado en la piel estaba ahora caliente, así que lo volví hacia el lado más fresco, y con mucha suavidad le refresqué la frente-. Seré muy cuidadosa y me aseguraré de que no se preocupen demasiado.
– Sí, sí. Se preocupan tanto… -susurró Lucrecia, y luego apretó las mandíbulas cuando la sacudió otro espasmo.
Dado que Alfonso residía en el palacio, él llegó primero; envié a doña Esmeralda a la antecámara para decirle que Lucrecia se había caído en el viñedo, y que muy pronto tendría más noticias, tan pronto llegase Su Santidad. Esmeralda era una hábil conversadora, e interpretó su parte a la perfección; escuché su tono pausado y seguro mientras hablaba con Alfonso. Entró de nuevo en la habitación con un gesto de confianza; sin duda mi hermano creía que su esposa solo se había torcido un tobillo.
Pero pronto los gritos de Lucrecia se hicieron tan fuertes que Alfonso, en la antecámara, sin duda podía oírlos. Debían de haberlo angustiado hasta la médula, así que me separé de Lucrecia para ir a explicarle la situación. El Papa llegó en el preciso momento en que abrazaba a mi hermano.
Ante la visión de nuestras agitadas expresiones, Alejandro reaccionó con su habitual exceso emocional; las lágrimas aparecieron de inmediato en sus ojos.
– ¡Dios bendito! ¡Suena como si estuviese a punto de morir! No imaginaba que esto fuese hasta tal punto grave… Sancha, ¿qué le ha sucedido a mi hija?
Me aparté de Alfonso.
– Lucrecia es joven y fuerte; sin duda sobrevivirá a esto. Al parecer estaba embarazada, pero el niño se ha perdido. Corría con sus damas en el viñedo…
– ¡Corría en el viñedo! ¿Quién lo permitió? -reclamó Alejandro, con una furia nacida de la pena-. ¿Sabía que estaba embarazada?
– Creo que lo sabía. Fue un simple accidente, santidad. El ejercicio no podía hacerle daño. Se le salió una zapatilla y tropezó, y otra muchacha cayó encima de ella.
– ¿Quién? -El tono de Alejandro sonó vengativo.
Alfonso mientras tanto no hacía caso de las protestas de su suegro; escuchó la información, luego se tapó el rostro con las manos y susurró:
– Embarazada…
En aquel mismo momento, Alejandro reclamó saber el nombre del culpable. Alfonso descubrió su rostro y preguntó:
– ¿Estás segura de que Lucrecia se pondrá bien? -Volvió su mirada preocupada hacia la habitación de su esposa donde sonaban los gemidos.
Apoyé una mano en el hombro de mi hermano.
– Ahora sufre, pero la comadrona dice que es joven, que sobrevivirá a esto, si Dios quiere. -A Alejandro, le mentí-: No recuerdo cuál de las muchachas cayó, santidad. Fue un acto divino, y no culpa de la muchacha que la zapatilla de Lucrecia estuviese suelta.
El Papa se cubrió el rostro y gimió con un sufrimiento casi mayor que el de su hija.
– ¡Ah, mi pobre hija! ¡Mi pobre Lucrecia!
– Sed fuertes -les dije a ambos-. Lucrecia me ha pedido que me quede con ella. Pero vendré y os daré noticias tan pronto como pueda.
Los dejé para que se consolasen mutuamente, y volví junto a Lucrecia.
Los sufrimientos de Lucrecia continuaron durante otras dos horas, después de lo cual parió un feto sanguinolento; vi a la pobre y apenas formada criatura, mientras la comadrona la sujetaba con una toalla y la observaba. Era demasiado pronto para saber si se había perdido un niño o una niña.
Por fortuna, los gemidos de Lucrecia cesaron en el acto. Pero lloró al saber que ya no llevaba a la criatura. La hemorragia que siguió fue escasa, una buena señal, y finalmente se durmió en un sueño que la comadrona consideró beneficioso.
Me tocó a mí informar al padre y al marido de la buena y la mala noticia: que Lucrecia había tenido un aborto, que no había sufrido un daño permanente y que sin duda se recuperaría a corto plazo.
Mantuve mi promesa a Lucrecia. Volví a su habitación, donde dormité en un gran cojín de terciopelo mientras ella dormía toda la noche. No me marché hasta la mañana siguiente, hasta que me aseguré de que todo estaba bien.
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