Capítulo 5

A primera hora de la mañana siguiente, Jofre y yo iniciamos el viaje a nuestro nuevo hogar en el extremo sur de Calabria. Mantuve mi promesa de ser valiente: abracé a mi hermano y a mi madre y los besé sin derramar una lágrima; todos repetimos las promesas de visitarnos y escribirnos.

El rey Alfonso II, por supuesto, no se tomó la molestia de despedirse.


Squillace era una roca calcinada por el sol. La ciudad estaba colgada en lo alto de un empinado promontorio. Nuestro palacio, muy rústico para las costumbres napolitanas, se alzaba lejos del mar; la vista quedaba tapada en parte por el viejo monasterio fundado por el erudito Casiodoro. La costa era escabrosa y árida, y carecía de la graciosa curva de la bahía de Nápoles; las hojas desteñidas de los raquíticos huertos de olivos eran el único verdor. La contribución más importante a las artes de toda la región, de la que el populacho estaba muy orgulloso, era la cerámica marrón rojiza.

El palacio era un desastre; el mobiliario y las persianas estaban rotos, los cojines y los tapices destrozados, las paredes y los lechos agrietados. La tentación de ceder a la autocompasión y maldecir a mi padre por enviarme a un lugar tan horrible era grande. En cambio, me ocupé de transformar el palacio en una vivienda adecuada para la realeza. Pedí que trajeran el mejor terciopelo para reemplazar el brocado comido por las polillas en los viejos tronos, mandé rehacer los muebles y encargué el mejor mármol para reemplazar el desnivelado suelo de terracota en la sala del trono. Las habitaciones privadas de la pareja real -la del príncipe a la derecha de la sala del trono, la de la princesa a la izquierda- estaban incluso en peor estado de abandono, lo que me obligó a encargar más telas y a contratar a más artesanos para poner las cosas en orden.

Jofre tenía otra forma de mantenerse ocupado. Era joven, y estaba lejos de su dominante familia por primera vez; ahora que era el amo de su propio reino, no tenía idea de cómo comportarse con la corrección debida; así que no lo hizo. Muy poco después de nuestra llegada a Squillace, recibimos la visita de un grupo de los amigos romanos de Jofre, todos ansiosos por celebrarla buena fortuna del nuevo príncipe.

En los primeros días después de nuestro matrimonio -incluido el tiempo pasado en nuestro cómodo carruaje durante el viaje al sur- Jofre había intentado sin mucho entusiasmo cumplir su promesa de convertirse en mejor amante. Pero tendía hacia la ineptitud y la impaciencia; su propio deseo lo abrumaba muy pronto, y por lo general satisfacía sus necesidades sin ocuparse de las mías. Después de la ternura y las lágrimas que había mostrado en nuestra noche de bodas, pensé que había encontrado a alguien tan bondadoso como mi hermano. Muy pronto supe que las bonitas palabras de Jofre no salían tanto de la compasión como del deseo de apaciguar. Había una gran diferencia entre la bondad y la debilidad, y la agradable naturaleza de Jofre nacía de esto último.

Esto quedó del todo claro cuando aparecieron los amigos de Jofre a la semana de instalarnos en Squillace. Todos ellos eran jóvenes nobles; algunos estaban casados, pero la mayoría no, y ninguno de ellos era mayor que yo. También había un par de parientes, que habían ido hacía poco a Roma para sacar el máximo partido de sus vínculos con Su Santidad: el conde Hipólito Borja de España, que aún no había italianizado su apellido, y un joven cardenal de quince años, Luis Borgia, cuyos aires de relamida grandeza de inmediato provocaron mi desagrado. El palacio era un caos; había andamios por todas partes, había que reemplazar las cerámicas rotas de los suelos y ni siquiera estaba colocado el mármol en la sala del trono. Don Luis no perdía ocasión de comentar qué patética era nuestra vivienda y nuestro principado, sobre todo comparado con la magnificencia de Roma.

Cuando llegó el grupo, interpreté mi papelee anfitriona lo mejor posible, dado el entorno rural. Serví el banquete y escancié nuestro mejor Lachrima Christi, traído desde Nápoles, dado que el vino local era imbebible. Me vestí de negro, como debe vestir una buena esposa, y durante el festín, Jofre me exhibió con orgullo; los hombres me halagaron con innumerables brindis a mi belleza.

Sonreí; me mostré brillante y encantadora y atenta con los hombres que querían impresionarme con relatos de su coraje y su riqueza. Cuando se hizo tarde y todos estaban borrachos, me retiré a mis habitaciones y dejé a mi marido y a sus invitados.

Me desperté poco antes de la madrugada a causa de los gritos ahogados de un niño. Doña Esmeralda, que dormía a mi lado, también los oyó: alarmadas, nos miramos un instante, luego recogimos nuestras capas y corrimos hacia el lugar de donde procedía el sonido. Nadie con conciencia podía hacer caso omiso de algo tan conmovedor y doloroso.

No tuvimos que ir muy lejos. En el instante en que abrí la puerta que comunicaba mi antecámara con la del trono, me encontré con una bacanal que superaba todo lo imaginable. El suelo a medio levantar estaba cubierto de cuerpos abrazados; algunos se retorcían con la ebria pasión, otros permanecían inmóviles y roncaban por el exceso de vino. Eran los amigos de Jofre, y unas putas, comprendí con disgusto, aunque como mujer no me correspondía comentar nada sobre los pecadillos de los invitados de mi marido.

Sin embargo, cuando miré hacia los dos tronos, la ira se apoderó de mí.

Jofre, sentado en el suyo un tanto de lado, estaba desnudo de cintura para abajo; sus zapatillas, las medias y los calzones yacían en una pila en el escalón de la tarima y sus desnudas piernas estaban entrelazadas muy prietas con las de una mujer que estaba sentada sobre sus muslos. No era una cortesana de sangre noble, era la más vulgar y sucia de las putas locales -quizá le doblaba la edad a Jofre-; llevaba los labios pintados de un rojo fuerte y los ojos delineados con gruesos trazos de kohl; era esquelética, pobre, fea. Su barato vestido de satén rojo estaba recogido hasta la cintura, por lo que podía verse que no llevaba enagua debajo; sus pequeños y fofos pechos sobresalían por encima del corpiño para que mi joven esposo pudiese sujetarlos con las manos.

Jofre estaba tan borracho que no vio mi entrada y continuó montando a la muchacha, mientras ella soltaba exagerados gritos con cada movimiento.

Estas conductas eran de esperar por parte de los miembros de la realeza; no tenía ningún derecho a quejarme, excepto por la falta de respeto que Jofre mostraba hacia el símbolo del gobierno. Aunque había intentado prepararme para la inevitable infidelidad de Jofre, sentí la punzada de los celos.

Pero era el sacrilegio que se cometía junto a mi esposo lo que no podía soportar.

El cardenal Luis Borgia, que tanto adoraba todas las cosas romanas, estaba sentado en mi trono. Iba desnudo; la túnica roja y el capelo cardenalicio debían de haberse perdido en alguna parte en medio de la asamblea carnal. Sobre su falda se balanceaba uno de nuestros sirvientes de la cocina, un niño de unos nueve años, Matteo, que llevaba los calzones bajados hasta las rodillas. Las lágrimas caían por las mejillas del pequeño; era él quien había gritado, suyos eran los gritos que se habían convertido ahora en gemidos de dolor mientras el joven cardenal lo penetraba vigorosa, brutalmente, y lo aferraba por la cintura de forma que el niño no pudiera arrojarse al suelo. Matteo luchaba contra aquel movimiento sujetándose a los brazos del trono.

– ¡Basta! -grité. Furiosa por la crueldad y la irreverencia del cardenal, olvidé toda modestia y solté mi capa, que cayó al suelo; vestida solo con mi enagua, me acerqué sin más a Matteo e intenté apartarlo.

El cardenal, con el rostro desfigurado por la furia y la borrachera, se aferró al niño.

– ¡Déjalo que grite! ¡Le he pagado!

No me importó. El niño era demasiado pequeño para comprender por qué le habían pagado. Tiré de nuevo con más fuerza; la sobriedad me confería una decisión de la que Luis carecía. Se aflojaron sus manos y me llevé al niño lloroso para encomendárselo a una enfurecida doña Esmeralda. Ella se lo llevó para que lo atendiesen.

Indignado, Luis Borgia se levantó demasiado rápido dada su borrachera. Se tambaleó y cayó sentado en el escalón que conducía a mi trono, luego apoyó un brazo y la cabeza sobre el nuevo cojín de terciopelo, ahora manchado con la sangre de Matteo.

– ¡Cómo te atreves! -dije, con mi voz temblando de ira-. ¡Cómo te atreves a hacerle daño a un niño, le hayas pagado o no, y cómo te atreves a faltarme al respeto al realizar semejante acto en mi trono! Ya no eres un huésped bienvenido en este palacio. Te marcharás en cuanto amanezca.

– Soy el invitado de tu marido -balbució-, no el tuyo, y harías bien en recordar quién manda aquí. -Se volvió hacia mi marido; Jofre mantenía aún los ojos cerrados, los labios todavía entreabiertos, mientras embestía el cuerpo de la puta-. ¡Jofre! ¡Alteza, prestad atención! ¡Vuestra nueva esposa es un maldito marimacho!

Jofre parpadeó; sus movimientos cesaron.

– ¿Sancha? -Me miró titubeante, demasiado borracho para darse cuenta de las implicaciones de la situación, para sentir vergüenza.

– Estos hombres deben marcharse -manifesté, con una voz clara y fuerte para asegurarme que me escuchaba-. Todos ellos, por la mañana, y las rameras deben irse ahora.

– ¡Puta! -gritó el cardenal, y después inclinó la cabeza sobre el flamante cojín de terciopelo de mi trono, y vació el contenido de su estómago.


Tras mi insistencia, los huéspedes de Jofre se marcharon a la tarde siguiente. Mi esposo estuvo indispuesto la mayor parte del día; no fue hasta última hora que hablé con él de los acontecimientos de la noche anterior. Apenas recordaba nada, ya que sus amigos lo habían empujado a beber. Afirmó no recordar nada de las putas, y por supuesto aseguró que él nunca hubiese mancillado el honor del trono cometiendo voluntariamente semejantes actos, de no haber sido por la incitación de sus amigos.

– ¿Es ese comportamiento habitual en Roma? -pregunté-. Porque aquí no podrá ser, ni en ninguna otra parte donde yo viva.

– No, no -me aseguró Jofre-. Fue mi primo Luis; es un lujurioso, pero nunca debería haber permitido que me emborrachara hasta perder los sentidos. -Hizo una pausa-. Sancha. No sé por qué busqué consuelo en los brazos de una puta, cuando tengo la esposa más adorable de toda Italia. Tú lo sabes… tú eres el amor de mi vida. Sé que soy torpe e insensato; sé que no soy el más listo de los hombres. No espero que correspondas a mi amor. Solo que te apiades de mí…

Entonces suplicó mi perdón, de manera tan lastimosa que cedí, porque no tenía ningún sentido hacer que nuestras vidas fuesen desagradables solo por despecho.

Pero recordé su debilidad, y tomé nota del hecho de que mi marido era fácil de convencer, y no un hombre en el que se pudiera confiar.

Menos de dos semanas después, recibimos a un nuevo visitante, este enviado por Su Santidad, el conde de Marigliano. Era un hombre mayor, pulcro y majestuoso, con los cabellos canosos y un vestido discreto y elegante. Le di la bienvenida con una excelente cena; me quedé mucho más tranquila al ver que, a diferencia de los demás amigos de Jofre, no parecía en absoluto interesado en la juerga.

En cambio me sorprendió lo que sí le interesaba.

– Doña Sancha -dijo con voz grave, mientras disfrutábamos de las últimas botellas de Lachrima Christi después de la cena (los amigos de Jofre se habían bebido casi todas las que habíamos traído de Nápoles)-. Debo ahora abordar un tema muy difícil. Lamento tener que hablar de estos asuntos contigo en presencia de tu marido, pero ambos debéis ser informados de los cargos que se han presentado contra ti.

– ¿Cargos? -Miré al viejo con una expresión incrédula; Jofre también se mostraba sorprendido-. Me temo que no lo entiendo.

El tono del conde era a la vez firme y delicado.

– Ciertos… visitantes de tu palacio han dicho haber sido testigos de conductas indebidas.

Miré a mi esposo, que observaba su copa con expresión culpable, y la hacía girar en sus dedos de forma que las gemas facetadas reflejaran la luz.

– Hubo un comportamiento incorrecto -repliqué-, pero nada tiene que ver conmigo. -No tenía la intención de complicar a Jofre, pero tampoco permitiría que mi acusador consiguiese su venganza-. Dime, ¿uno de los testigos fue el cardenal Luis Borgia?

El conde asintió con un gesto apenas perceptible.

– ¿Puedo preguntar cómo lo sabes?

– Descubrí al cardenal en una situación comprometida -respondí-. La situación era tal que le exigí que abandonase el palacio tan pronto como fuese posible. No se mostró complacido.

De nuevo, el viejo asintió mientras valoraba la información.

Jofre se había sonrojado con lo que parecía ser una combinación de ira y vergüenza.

– Mi esposa no ha hecho nada malo. Es una mujer de elevada moral. ¿Qué cargos se han presentado contra ella?

El conde bajó la mirada en una muestra de renuencia y modestia.

– Que ella ha recibido no a uno, sino a varios hombres en diversos momentos en sus aposentos privados.

Solté una corta risa de incredulidad.

– ¡Eso es absurdo!

Marigliano se encogió de hombros.

– No obstante, Su Santidad está muy preocupado, hasta el punto que ha decidido llamaros a ambos a Roma.

Por infeliz que fuese en Squillace, no tenía el menor deseo de ir a vivir entre los Borgia. Al menos en Squillace estaba cerca del mar. Jofre también parecía inquieto al pensar en regresar a su ciudad natal. Hablaba muy de vez en cuando de su familia, nunca demasiado; por lo poco que había dicho, había deducido que se sentía intimidado por ellos.

– ¿Cómo podemos desmentir estos cargos? -pregunté.

– He sido enviado aquí para llevar a cabo una investigación oficial -respondió Marigliano. Aunque distaba mucho de sentirme cómoda con la idea de ser investigada por un representante papal, me gustaba la sinceridad del viejo conde. Era amable pero directo, un hombre íntegro-. Requeriré acceso a todos los sirvientes de la casa para poder entrevistarlos.

– Puedes hablar con cualquiera -manifestó Jofre en el acto-. Estarán muy felices de decirte la verdad acerca de mi esposa. -Sonreí a mi marido, agradecida por su apoyo.

– También está la cuestión de su extravagancia -continuó el conde-. Su Santidad no está complacido con la cantidad de dinero que se ha gastado en el palacio de Squillace.

– Creo que es una pregunta que tú mismo puedes responder con tus ojos -le dije-. Te bastará con mirar a tu alrededor y juzgar si nuestro entorno es demasiado lujoso.

Ante eso, incluso Marigliano tuvo que sonreír.


La investigación concluyó al cabo de dos días. Para entonces, el conde había hablado con todos los sirvientes, señores y damas de compañía; me aseguré también de que hablase en privado con el pequeño Matteo. Toda nuestra corte tuvo la prudencia de no implicar a Jofre en ninguna fechoría.

Yo misma escolté a Marigliano hasta su carruaje. Se demoró para que su ayudante se adelantara, de forma que él y yo pudiésemos hablar en privado.

– Doña Sancha, dado lo que sé de Luis Borgia no tenía duda cuando comencé esta investigación de que eras inocente de los cargos. Ahora sé que, además de inocente, eres una mujer que ha inspirado gran afecto y lealtad en todos aquellos que te rodean. -Miró en derredor con un aire un tanto furtivo-. Mereces saber toda la verdad. Las acusaciones del cardenal no fueron el único motivo por el que fui enviado aquí.

No podía imaginar qué intentaba insinuar.

– Entonces, ¿por qué?

– Porque estos testigos hablaron de tu gran belleza. Tu marido la ha descrito en sus cartas con los términos más líricos, algo que ha despertado el interés de Su Santidad. Pero ahora se dice que tú eres incluso más hermosa que La Bella.

La Bella. Ese era el apodo que se daba a Julia Orsini, la actual amante del Papa, de quien se decía que era la mujer más hermosa de Roma y quizá de toda Italia.

– ¿Qué le dirás a Su Santidad?

– Soy un hombre sincero, madonna. Debo decirle lo que es verdad. Pero también le diré que eres el tipo de mujer que es leal a su marido. -Hizo una pausa-. Aunque para serte sincero, alteza, no creo que este último dato signifique ninguna diferencia.

Esta vez no tuve ningún placer en el halago. Si no había querido casarme con Jofre Borgia no era porque había estado enamorada de otro hombre, sino porque quería quedarme en Nápoles con mi hermano, y porque Jofre no era más que un niño. Ahora tenía otra razón para lamentarme: un suegro con lascivas intenciones, que resultaba ser el jefe de toda la cristiandad.

– Que Dios te bendiga y proteja, alteza -dijo Marigliano, y luego subió a su carruaje para regresar a Roma.

Muy pronto tuve una preocupación mayor que la de pensar en un amoroso suegro, un Papa con pretensiones de convertirme en su nueva amante.

Un mes después de mi boda, las noticias llegaron hasta Calabria: Carlos VIII, rey de Francia, planeaba invadir Nápoles.

Re Petito, lo llamaba la gente, «El pequeño rey», porque había nacido con la columna corta y encorvada, y los miembros retorcidos; se parecía más a una gárgola que a un hombre. También había nacido con ansias de conquista, y no les costó mucho a sus consejeros convencerlo de que los angevinos de Nápoles anhelaban un rey francés.

Su reina, la encantadora Ana de Bretaña, había hecho todo lo posible para disuadirlo de sus sueños de invasión. Ella y el resto de Francia eran católicos devotos y leales al Papa, que se escandalizaría por una intrusión en Italia.

Preocupada, escribí a mi hermano Alfonso para saber la verdad sobre ello. Tardé semanas en recibir una respuesta que me dio poco consuelo.


No temas, querida hermana.

Es verdad que el rey Carlos está hambriento de conquistas; pero en este mismo momento, nuestro padre está reunido con su santidad Alejandro en Vicovaro. Han formado una alianza militar, y han planeado a fondo su estrategia; una vez que Carlos se entere de esto, le asaltarán las dudas y renunciará a su tonta idea de una invasión. Además, con el Papa tan claramente a nuestro lado, el pueblo francés nunca apoyará un ataque a Nápoles.


Alfonso intentó presentar todo lo que me decía en los términos más positivos, pero comprendí su carta demasiado bien. La amenaza francesa era real; hasta tal punto que mi padre y el Papa estaban trazando los planes de batalla en un lugar en las afueras de Roma. Le leí el texto a doña Esmeralda.

– Es tal como predijo el sacerdote Savonarola -manifestó con voz sombría-. Es el fin del mundo.

Me burlé.

No daba el menor crédito a ese loco florentino que se proclamaba a sí mismo el ungido de Dios, ni a las masas que acudían a escuchar su apocalíptico mensaje. Girolamo Savonarola clamaba contra Alejandro desde la seguridad de su pulpito en el norte y criticaba a la familia gobernante de su propia ciudad, los Mèdici. El fraile dominico se había presentado en persona a Carlos de Francia y había afirmado que él, Savonarola, era el mensajero de Dios, escogido por Él para reformar la Iglesia y expulsar a los paganos amantes del placer que se habían apoderado de ella.

– Savonarola es un loco -señalé-. Cree que el rey Carlos es el azote enviado por Dios. Cree que san Juan predijo la invasión de Italia en el Apocalipsis.

Ella se persignó ante mi falta de reverencia.

– ¿Cómo puedes estar tan segura de que él está equivocado, madonna? -Bajó la voz, como si le preocupase que Jofre, al otro lado del palacio, pudiese escucharla-. Es la perversidad del papa Alejandro y la corrupción de sus cardenales lo que ha acarreado esto sobre nosotros. A menos que se arrepientan, no tendremos ninguna esperanza…

– ¿Por qué Dios iba a castigar a Nápoles por los pecados de Alejandro? -pregunté.

Para esto, ella no tenía respuesta.

De todos modos, doña Esmeralda comenzó a rezarle a san Genaro; yo empezaba a inquietarme. No solo estaba amenazado el trono de la familia; además, mi hermano menor ya no era demasiado joven para luchar. Le habían adiestrado en el arte de la espada. Si surgía la necesidad, lo llamarían para empuñar una.

La vida prosiguió el resto del verano en Squillace. Era amable con Jofre, aunque dado su débil carácter, era incapaz de amarlo. En público éramos afectuosos el uno con el otro, a pesar de que visitaba mi dormitorio cada vez menos y pasaba más noches en compañía de las putas locales. Hice todo lo posible por no demostrar dolor o celos.

Llegó septiembre, y con él las malas noticias.

Recibí carta de Alfonso.


Querida hermana:

Quizá ya lo hayas escuchado: el rey Carlos ha llevado a sus tropas a través de los Alpes. Los pies de los soldados franceses pisan suelo italiano. Los venecianos han llegado a un acuerdo con ellos, y, por lo tanto, su ciudad se librará, pero los ojos de Carlos están puestos ahora en Florencia.

No debes preocuparte. Hemos reunido un considerable ejército al mando de Ferrandino el príncipe de la Corona, que llevará a sus hombres hacia el norte para detener al enemigo antes de que llegue a Nápoles. Yo me quedaré aquí con nuestro padre, así que no debes preocuparte por mí. Nuestro ejército, una vez que se haya reunido con las fuerzas papales, será invencible. No hay motivo para asustarse, porque su santidad Alejandro ha declarado públicamente: «Perderemos nuestra mitra, nuestras tierras y nuestras vidas, antes que abandonar al rey Alfonso en su necesidad».


No pude ocultar más mi angustia. Jofre hizo todo lo posible para consolarme.

– No irán más allá de Roma -prometió-. El ejército de mi padre lo detendrá.

Mientras tanto, los franceses avanzaban deprisa. Habían saqueado Florencia, ese centro de la cultura y el arte, y luego habían continuado implacables su camino hacia el sur.

«Nuestras tropas progresan -escribió Alfonso-. Muy pronto se reunirán con el ejército papal y detendrán al ejército de Carlos.»El último día de diciembre del año 1494, la predicción de mi hermano fue puesta a prueba. Cargados con los valiosísimos bienes robados, los franceses entraron en Roma.

Jofre recibió la noticia de la invasión a través de una carta escrita por su hermana mayor Lucrecia. Esta vez me correspondió a mí consolarlo, dado que ambos nos imaginábamos sangrientas batallas en las grandes plazas de la ciudad santa. Durante días sufrimos al no tener noticias.

Una aciaga tarde, cuando yo estaba sentada en mi balcón escribiendo una larga epístola a mi hermano -la única manera satisfactoria de tranquilizar mis nervios-, escuché el estruendo de cascos. Corrí a la balaustrada y vi a un solitario jinete que cruzaba la entrada del castillo y desmontaba.

El estilo de sus prendas era napolitano; dejé caer la pluma y corrí escaleras abajo al tiempo que ordenaba a doña Esmeralda que fuese a buscar a Jofre.

Entré presurosa en el gran salón, donde el jinete ya esperaba. Era joven, con los cabellos, la barba y los ojos negros, y vestía las prendas de un noble, de color marrón oscuro; estaba cubierto de polvo, y agotado por el duro viaje. No traía carta alguna, como yo había esperado; el mensaje que portaba era demasiado crucial para ponerlo por escrito.

Pedí que le sirviesen vino y comida, y él bebió y comió con ansia mientras yo esperaba impaciente a mi marido. Por fin, entró Jofre; le dimos licencia al pobre hombre para que se sentase, y nos acomodamos mientras escuchábamos su relato.

– Vengo a petición de vuestro tío, el príncipe Federico -me dijo el jinete-. Ha recibido noticias directas del príncipe heredero Ferrandino, que como sabéis estaba en Roma al mando de nuestras fuerzas.

La palabra «estaba» provocó de inmediato mi alarma.

– ¿Qué noticias hay de Roma? -preguntó Jofre, incapaz de contenerse-. ¿Mi padre, su santidad Alejandro, mi hermano y mi hermana, están bien?

– Lo están -contestó el mensajero. Jofre se echó hacia atrás con un suspiro-. Hasta donde sé, están sanos y salvos detrás de los muros del castillo de Sant'Angelo. La que ahora es grave es la situación de Nápoles.

– Habla -le ordené.

– El príncipe Federico me ha encomendado que transmita lo siguiente: el ejército del príncipe de la Corona Ferrandino entró en Roma y entabló combate con el ejército francés. Sin embargo, las fuerzas del rey Carlos superaban en número a las de Nápoles, por lo que Ferrandino tenía que confiar en la ayuda prometida por Su Santidad.

»Sin el conocimiento del Papa, la familia Orsini había conspirado con los franceses y secuestrado a Julia, que es conocida como La Bella, la favorita de Alejandro. Cuando Su Santidad se enteró de que donna Julia estaba en peligro ordenó a su propio ejército que se mantuviese al margen y al príncipe Ferrandino que se retirase de la ciudad.

»El príncipe Ferrandino, enfrentado a una derrota segura, se vio forzado a obedecer. Ahora va de regreso a Nápoles, donde se preparará para enfrentarse de nuevo al ejército francés.

»Su Santidad, mientras tanto, recibió al rey Carlos en el Vaticano y allí negoció con él. A cambio del regreso de donna Julia, ofreció a su hijo don César (tu hermano, príncipe Jofre) como rehén para cabalgar con los franceses. De esta manera, ha garantizado al re Petito el paso seguro a Nápoles.

Miré al mensajero durante un largo momento antes de susurrar:

– Nos ha traicionado. Por el amor de una mujer, nos ha traicionado… -Tal era mi cólera que no podía moverme, solo podía mirar incrédula al joven noble. A pesar de su discurso de entregar la mitra, las tierras y la vida, Alejandro había abandonado al rey Alfonso sin perder nada a cambio.

El cansado noble bebió un largo trago de vino antes de continuar.

– Tampoco las cosas van bien en Roma, alteza. Los franceses han saqueado la ciudad. -Se volvió hacia Jofre-. Vuestra madre, Vannozza Cattanei; su palacio ha sido saqueado, y se dice… -Bajó la mirada-. Perdón, alteza. Se dice que cometieron actos indignos en su persona.

Jofre se llevó una mano a los labios.

– Doña Sancha -continuó el jinete-, vuestro tío, el príncipe Federico, os envía este mensaje urgente: Nápoles necesita la ayuda de todos sus ciudadanos. Se teme que la presencia de los franceses estimulará un levantamiento entre los barones angevinos. El príncipe requiere que vos y vuestro esposo aportéis todos los hombres y las armas que Squillace pueda proporcionar.

– ¿Por qué te ha enviado mi tío, y no mi padre, el rey? -pregunté. Estaba convencida que a mi padre no le importaba en absoluto mantenerme informada, que solo era otro insulto más.

Pero la respuesta del mensajero me sorprendió.

– Ha sido necesario que el príncipe Federico se ocupase de los asuntos del reino. Lamento ser yo quien os lo diga, alteza. Su majestad no está bien.

– ¿No está bien? -Me levanté sorprendida por lo mucho que me había inquietado esta noticia, por el mero hecho de que me importase-. ¿Qué le ocurre?

El joven rehuyó mi mirada.

– No le aflige nada físico, alteza. Nada que los doctores puedan curar. Él… a él le ha afectado mucho la amenaza francesa. No es el mismo.

Me dejé caer en mi silla, sin hacer caso de la aguda mirada que me dirigió mi esposo. La imagen del jinete que tenía delante desapareció: solo veía el rostro de mi padre. Por primera vez, no hice caso de la crueldad de aquellas palabras, de la expresión burlona dirigida hacia mí. En cambio vi la mirada oscura y angustiada de sus ojos, y comprendí que no debería sorprenderme saber que estaba desequilibrado mentalmente. Después de todo, era el hijo de Ferrante, que no solo había matado a sus enemigos, sino que había cubierto sus pieles embalsamadas con magníficos vestidos y les había hablado como a los vivos.

No tendría que haberme sorprendido en absoluto; debería haber comprendido desde el principio que mi padre estaba loco, que mi suegro era un traidor, y que los franceses estaban, a pesar de todos los esfuerzos de Alfonso para convencerme de lo contrario, de camino a Nápoles.

Me levanté y permanecí de pie.

– Puedes comer y descansar todo lo que quieras -le dije al mensajero-. Luego, volverás para decirle al príncipe Federico que Sancha de Aragón ha escuchado su llamada. Lo veré en carne y hueso no mucho después de tu regreso.

– ¡Sancha! -protestó Jofre-. ¿No has prestado atención?

Carlos lleva a su ejército a Nápoles. ¡Es demasiado peligroso! Tiene mucho más sentido quedarnos aquí en Squillace. Los franceses tienen pocos motivos para atacarnos. Incluso si deciden apoderarse de nuestro principado, pasarán algunos meses…

Me volví hacia él con un revoloteo de faldas.

– Mi querido esposo -repliqué con una voz más fría y más dura que el hierro-, ¿no has prestado atención? El tío Federico ha pedido ayuda, y no se la negaré. ¿Tan pronto has olvidado que tú, en virtud de tu matrimonio conmigo, eres un príncipe de Nápoles? No solo debes proveer tropas, tu propia espada debe alzarse en su defensa. Si no vas tú, yo cogeré tu espada y la enarbolaré.

Jofre no supo qué replicar; me miró, pálido y un tanto avergonzado porque le reprochara su cobardía delante de un extraño.

En cuanto a mí, salí de la sala y volví a mis aposentos para decir a mis damas que comenzasen a hacer el equipaje de inmediato.

Regresaba a casa.

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