Capítulo 9

Nuestro viaje a través de la bahía de Nápoles fue rápido. Tardaron más tiempo los sirvientes en cargar las naves con nuestras pertenencias y provisiones que el que empleamos en navegar desde Ischia a la bahía de Santa Lucía.

El séquito real, formado por su majestad Ferrandino, su prometida, Juana, Jofre, Alfonso, y yo, subimos a bordo de muy buen humor. Mientras la nave zarpaba, Alfonso mandó traer vino y copas, y brindamos una y otra vez por el rey, la casa de Aragón y la ciudad a la que regresábamos. Aquellos fueron los momentos más felices de mi vida; creo que también lo fueron para Ferrandino, pues sus ojos nunca habían estado tan brillantes, ni su sonrisa tan amplia. En un impetuoso instante, sujetó a Juana por la cintura, la atrajo hacia él y la besó apasionadamente, para gran deleite de nuestra asamblea que los aplaudía.

Jofre se burló del predicador Savonarola y de sus negras predicciones acerca de que Carlos VIII traería el fin del mundo.

– Mi padre, Su Santidad, ha ordenado a Savonarola que vaya a Roma y defienda su visión del Apocalipsis, que parecía haber sido un tanto prematura. Savonarola, como el cobarde que es, alega estar enfermo y dice que no puede hacer el viaje.

Nos reímos a mandíbula batiente cuando Jofre propuso un nuevo brindis:

– Por que Savonarola continúe enfermo.

Me alegré de que Esmeralda estuviese bajo cubierta y no pudiera escuchar los insultos al sacerdote que tanto reverenciaba.

A medida que nos acercábamos a la costa napolitana, el silencio se apoderó de nosotros. El Vesubio, que durante nuestro exilio había llegado a representar para mí el faro de la esperanza, aún mantenía su vigilia sobre la ciudad; pero su oscuro púrpura era la única nota de color en el antaño verdeante paisaje que ahora estaba reducido a cenizas. Los campos, las laderas, todo lo que debería estar cubierto con flores, brillante con las cosechas maduras, era negro, como si la gran montaña hubiese entrado de nuevo en erupción.

Solo Ferrandino mantenía la sonrisa; había visto antes esa devastación, en las incursiones con sus capitanes.

– No os desesperéis -nos dijo-. Los franceses pueden haberse asegurado de que no tengamos cosechas esta estación, pero los incendios que han provocado enriquecerán el suelo, y darán con mayor abundancia el año próximo.

A pesar de sus palabras, el resto de nosotros permaneció callado e inquieto. Mientras fondeábamos en la bahía junto a los carbonizados esqueletos de las naves, el Castel dell'Ovo -con su sólida y vieja piedra sin marcas- era una visión reconfortante. Miré con ansia hacia la ciudad, más allá de los muros destrozados por la guerra, y sujeté esperanzada el brazo de Alfonso.

– ¡Mira! -grité-. ¡La iglesia de Santa Clara aún está en pie! ¡También la catedral! -Era verdad; a pesar de las llamas que había visto emerger de su interior, el exterior estaba casi limpio, excepto por algunas manchas de hollín. La catedral no parecía haber sufrido ningún daño.

Pero mientras nuestra pequeña familia íbamos en un carruaje, en dirección al Castel Nuovo, luché por ocultar mi dolor y mi odio; en eso no estaba sola. Incluso la expresión de Ferrandino se había vuelto grave; Juana luchaba por contener las lágrimas, y Alfonso mantenía el rostro vuelto hacia la ventanilla.

Desde la bahía hasta nuestro destino el viaje era corto; pero incluso aquella corta distancia nos permitió ver algo de la destrucción causada por los franceses. Palacio tras palacio, viviendas plebeyas, todo había sido incendiado o reducido a escombros a cañonazos. La armería, en otro tiempo colmada de cañones y soldados, protegida por un doble muro, no era más que un montón de piedras ennegrecidas rematadas con cadáveres que se pudrían entre las piedras.

Juana se tapó la nariz. Yo también noté que, junto con el habitual aroma de agua salada que tanto amaba, la bahía ahora desprendía un sutil pero espantoso hedor: el de la carne en descomposición. Por lo visto, era más fácil librarse de los muertos arrojándolos a las olas que sepultándolos en la tierra.

Los muros que rodeaban el Castel Nuovo mostraban la irregular y serrada sonrisa de un loco.

– No importa -dijo Ferrandino, y señaló a lo alto-. Mirad quién nos saluda.

Miré hacia lo alto, y por primera vez desde mi llegada a Nápoles, sonreí; el arco triunfal de Alfonso I se mantenía orgulloso y sin marcas, y nuestro carruaje pasó por debajo, ante los guardias que mantenían la reja abierta para nuestra entrada.

En el patio interior, ahora convertido en un montón de tierra pisoteada sin vegetación, un capitán dejó a su pelotón y salió a nuestro encuentro. Se apresuró a abrir la portezuela, y se inclinó.

– Bienvenido, majestad -saludó mientras ayudaba a bajar a Ferrandino-. Debemos disculparnos por el estado del palacio real. Habíamos confiado en tenerlo preparado para vuestra llegada, pero por desdicha, han matado a la mayoría de los sirvientes que trabajaban aquí. Nos hemos visto forzados a reclutar a plebeyos sin preparación y a nobles empobrecidos, y han sido lentos en reparar los daños.

– No tiene importancia -respondió Ferrandino-. Nos sentimos felices de encontrarnos en casa.

Pero la tímida felicidad que sentí tras pasar por las grandes puertas no tardó en desaparecer. El capitán nos llevó a la sala del trono, donde el senescal se reuniría con el rey para hablar de los planes de restauración del palacio y ocuparse de la hambruna del pueblo. Pasamos por pasillos marcados por los duelos a espada y oscurecidos por manchas de sangre. Los retratos de nuestros antepasados habían sido arrancados de sus marcos y destrozados; habían robado los marcos dorados, y los restos de las pinturas aparecían desparramados por los suelos. Las estatuas, las alfombras, los tapices, los candelabros; todas las cosas que había conocido desde la niñez, y creído permanentes, como eterno era el derecho de mi familia a la Corona, habían sido robadas. Caminábamos sobre suelos desnudos, pasábamos junto a paredes vacías.

– Se lo han llevado todo -se lamentó Juana, con profundo pesar-. Todo.

El tono de Ferrandino fue de una dureza sorprendente.

– Así es la guerra. No se puede hacer nada; quejarse es inútil.

Ella guardó silencio, pero el odio en sus ojos no disminuyó.

En la alcoba donde había matado al guardia traidor, la sangre aún manchaba el suelo y las paredes; las huellas de mi acto criminal no habían sido limpiadas.

Nuestra llegada a la sala del trono solo aumentó mi resentimiento. Las ventanas que daban a la bahía aparecían rotas; los afilados trozos de cristales estaban esparcidos por el suelo; había botellas de vino rotas en todos los rincones. Unas campesinas barrían los cristales a toda prisa.

– Su majestad, el rey Ferrandino -anunció el capitán.

Las mujeres detuvieron su trabajo, tan atónitas de ver al monarca con sus cortesanos que una de ellas se persignó en vez de inclinarse. Otra sirvienta arrodillada en el escalón superior que llevaba al trono, y que estaba frotando el asiento desnudo con un paño, se volvió desde la cintura y se inclinó lo mejor que pudo. La gran silla había sido golpeada con sables; profundas huellas marcaban los brazos y las patas.

El cojín del trono estaba a un lado en el suelo; lo habían rajado y manchado con un líquido oscuro que en un primer momento creí que era sangre. Me acerqué para ver qué era y retrocedí ante el olor de orina.

– Majestad, altezas -dijo la criada-. Perdonadme. Había tantas cosas que limpiar… los franceses cometieron actos horribles en todas partes del palacio antes de escapar. Incluso mancillaron el trono.

– El único modo de que los franceses hubiesen mancillado nuestro trono -repliqué en el acto-, hubiese sido que el rey Carlos hubiese sentado en él su asqueroso trasero.

Al escucharme, todos en nuestra compañía se rieron, aunque había poco humor en aquellas risas.

Las puertas del despacho del rey estaban abiertas; en el interior, la gran mesa de Ferrante se había convertido en una montaña de astillas, y los restos sin usar estaban apilados junto a la chimenea. Unas pocas sillas rústicas, confiscadas de la casa de un plebeyo, reemplazaban las finas piezas que una vez habían adornado la habitación. El senescal esperaba allí.

– Me disculpo por las condiciones, majestad. Pasará algún tiempo antes de que podamos importar el mobiliario adecuado.

– No tiene importancia -contestó Ferrandino; luego entró para mantener su reunión.

El resto de nosotros fuimos a nuestras viejas habitaciones donde ya habían llevado los equipajes; no tenía la menor esperanza de que quedasen los muebles. Me llevé una sorpresa al ver a doña Esmeralda -que había navegado en el mismo barco con nosotros, pero viajado en otro carruaje con las demás damas de compañía- sentada en el suelo de mi alcoba, con las faldas aplastadas a su alrededor y una expresión de odio en su rostro.

– Tu cama -dijo, furiosa-. Tu preciosa cama. Esos cabrones le prendieron fuego; todo el techo está manchado con humo.

Me quedé asombrada, porque nunca la había escuchado utilizar tal lenguaje. Pero a su marido lo habían matado mientras luchaba contra los angevinos; hombres de descendencia francesa, y sin duda a sus ojos en nada diferentes a aquellos que habían marchado con Carlos.

– No tiene importancia -manifesté como un eco de Ferrandino-. No tiene importancia, porque esos cabrones se han ido, y nosotros estamos aquí.


Me quedé en Nápoles. Los primeros meses fueron difíciles. La comida era escasa y, dado el coste de la reconstrucción, el senescal no nos permitía importar vino o comida; dependíamos en gran medida de los pocos cazadores y pescadores que habían sobrevivido a la guerra. Bebíamos agua, y teníamos que apañarnos sin nuestro habitual grupo de sirvientes; a menudo ayudaba a doña Esmeralda, mi única asistente, a realizar tareas serviles.

Sin embargo cada día traía mejoras, y nos sentíamos llenos de optimismo, sobre todo desde que Ferrandino tenía el apoyo de su pueblo.

Entonces, en un momento de frustración, Jofre, cansado de tantas privaciones, dijo que estaríamos mejor en Squillace. De inmediato solicité una audiencia con Ferrandino, y sin demora recibí permiso para verle.

Para aquel entonces, él ya tenía una mesa -aunque no era tan grande como la de su antecesor- y una silla adecuadas. Estaba de muy buen humor y ahora que el reino se había estabilizado y habían cesado los ocasionales combates, había fijado una fecha para la ceremonia de la coronación oficial y su boda con Juana.

– Una vez dijiste que mi presencia te traía buena suerte -le dije-. ¿Aún lo crees?

Sonrió, y con un leve tono de burla en su voz, respondió:

– Así es.

– Entonces permite que mi marido y yo permanezcamos en Nápoles. Firma un decreto oficial por el que yo no pueda regresar a Squillace a menos que lo requiera una emergencia.

– Te lo dije una vez, Sancha -manifestó con expresión grave-. Puedes pedirme cualquier cosa y lo tendrás. Este es un favor muy pequeño y que te concederé sin vacilar.

– Gracias. -Besé su mano. Creí que por fin había acabado con la despiadada traición de mi padre, y que estaba en mi casa para quedarme.


Mi marido se mostró disgustado por la promesa que había conseguido de Ferrandino, pero carecía del coraje para protestar. Llegó el otoño y con él, según Jofre, una orden papal donde ordenaba al apocalíptico Savonarola que dejase de predicar, un escrito al que el predicador no hizo el menor caso. Llegó el invierno. Para Navidad el Castel Nuovo comenzaba a recuperar su aspecto anterior. Hacíamos lo posible para ayudar a los más castigados por la miseria y la hambruna provocadas por la destrucción ordenada por Carlos de la cosecha de aquel año; en cuanto a nosotros, la realeza, disfrutamos de nuestra primera fiesta para celebrar la Navidad.

Para entonces, doña Esmeralda y yo dormíamos en una cama de verdad, y las ventanas del palacio habían sido reparadas o cubiertas con gruesas telas para impedir el paso del aire helado. Adormilada después del banquete, había ido a acostarme cuando Esmeralda me llamó desde la antecámara.

– ¡Doña Sancha! ¡Donna Trusia está aquí!

– ¿Qué? -Me senté, atontada por el sueño. Por un momento, el anunció pareció muy natural: era Navidad, y mi madre había venido a visitar a sus hijos, como había hecho todas las fiestas. Me había olvidado de que se había marchado a Sicilia; incluso me había olvidado de la rebelión, y de los franceses-. ¿Qué? -repetí, esta vez sobresaltada, a medida que recuperaba la conciencia. Me cubrí los hombros con un chal y salí a la antecámara.

Instantes antes de ver a mi madre, confié que hubiese recuperado el sentido común y hubiera aceptado mi oferta de volver a vivir en Nápoles. Se me partía el corazón al pensar en ella, aislada del mundo, atrapada con un hombre que quizá la amaba a su torturada manera, pero que nunca había sabido cómo demostrar ese amor; ahora que se había vuelto loco, ni siquiera se daba cuenta de su presencia.

Una mirada a donna Trusia arrancó de mí una exclamación de horror. Esperaba ver a una sonriente y radiante belleza; en cambio, de pie junto a la puerta, acompañada por doña Esmeralda, había una vieja vestida de negro. Incluso sus cabellos dorados estaban cubiertos con un velo, como el sol tapado por nubes de tormenta. Se la veía frágil, consumida, con una palidez cenicienta y sombras grises debajo de los ojos. Era como si toda la desdicha y el dolor de mi padre se hubiesen transferido a ella, para robarle la alegría y la belleza que habían sido suyas.

Mi madre se dejó caer en la silla más cercana y habló a Esmeralda sin mirarnos a ninguna de las dos.

– Ve a buscar a mi hijo.

Aparte de eso, no dijo nada más; no necesitaba hacerlo, porque supe de inmediato qué había ocurrido. Acerqué una silla a la de ella, y le cogí la mano; ella agachó la cabeza, poco dispuesta a devolverme la mirada. Esperamos en silencio. Noté un dolor que me oprimía en la base de la garganta, pero no me permití llorar.

Al cabo de un rato, apareció Alfonso. El también miró a nuestra madre y comprendió en el acto qué había sucedido.

– ¿Ha muerto? -susurró.

Trusia asintió. Mi hermano se arrodilló ante ella y abrazó sus faldas, la cabeza apoyada en su regazo. Ella le acarició los cabellos; yo la miré, como a una extraña, porque mi mayor pena no era la muerte de mi padre, sino el sufrimiento que provocaba en las dos personas a las que más amaba.

Al cabo de unos minutos, Alfonso alzó la cabeza.

– ¿Estaba enfermo?

Mi madre se llevó la mano a la boca y sacudió la cabeza; por un largo momento, no pudo hablar. Cuando consiguió recuperarse un poco, apartó la mano, y con un tono que parecía ensayado, comenzó su relato:

– Fue hace tres semanas… parecía haber recuperado la cordura, a darse cuenta de lo ocurrido; pero entonces dejó de dormir y reapareció la locura peor que antes. Estaba furioso, inquieto, a menudo se paseaba como una fiera y gritaba, incluso cuando estaba solo en su habitación preferida. Recordaréis la habitación, aquella con la gran silla y el candelabro encima.

»Aquella noche -continuó, con creciente dificultad-, me despertó un fuerte sonido chirriante que llegaba de la habitación de Alfonso. Temí que se hubiese hecho daño, así que corrí a verlo de inmediato. Me llevé una vela, dado que él siempre estaba sentado en la oscuridad.

»Lo encontré empujando la silla a través de la habitación y cuando le pregunté por qué lo hacía, me respondió enojado: "Me he cansado de la vista". ¿Qué otra cosa podía hacer? -Hizo una pausa, dominada por un súbito remordimiento-. Los sirvientes estaban todos dormidos, así que dejé la vela y lo ayudé lo mejor que pude. Cuando se dio por satisfecho, lo dejé en la oscuridad.

»Me volví a la cama con una extraña agitación. No podía dormir, y solo unos momentos más tarde, escuché otro sonido; este no tan fuerte, pero había algo en… algo que me hizo saber de inmediato… -Se llevó las manos al rostro y agachó la cabeza bajo el peso del recuerdo.

A partir de aquel momento, ella solo pudo hablar a trompicones, así que este es un resumen de lo que relató.

Mi padre había llevado una segunda silla, mucho más liviana que la que utilizaba como un imaginario trono, y la colocó debajo del pesado candelabro de hierro forjado colgado del techo; entonces se subió al asiento. Se había hecho con un trozo de cuerda; la anudó el fajín real, donde llevaba las alhajas y las medallas conseguidas por sus victorias en Otranto.

Anudó la cuerda a un brazo del candelabro y se pasó el fajín alrededor del cuello.

El sonido que había oído mi madre era el de la silla más ligera que había caído.

A menudo, el corazón sabe cosas antes de que la mente las deduzca; el impacto de la madera contra el mármol provocó en Trusia tanta alarma que corrió, sin chal ni vela, a la habitación de mi padre.

Allí, a la débil luz de las estrellas y del faro de la bahía de Mesina, vio la sombra oscura del cuerpo de su amante, que se balanceaba lentamente colgado del fajín.

Sin expresión alguna, sin tono, mi madre afirmó:

– Ahora ya nunca tendré descanso, porque sé que sufre en el infierno. Está en el bosque de los Suicidas, donde moran las arpías, porque se colgó en su propia casa.

Todavía arrodillado delante de ella, Alfonso le sujetó las manos.

– Dante es pura alegoría, madre. En el peor de los casos, padre está en el purgatorio, porque no sabía lo que hacía. Ni siquiera sabía que estaba en Mesina cuando hablé con él. Ningún hombre podría condenar a otro por un acto inconsciente; y Dios es más compasivo y sabio que cualquier hombre.

Mi madre lo miró con una expresión de patética esperanza, y luego se volvió hacia mí.

– Sancha, ¿crees que es posible?

– Por supuesto -mentí. Pero si uno creía en Dante, el rey Alfonso II estaría ahora mismo en el séptimo círculo del Infierno, en el río de sangre donde hierven las almas de aquellos «tiranos que negocian en sangre y saqueo». Si había alguna justicia, estaría atrapado junto a su señor, Ferrante, torturador, creador del museo de los muertos.

Había otro lugar al que pertenecía; en los más profundos abismos del Infierno, en las fauces de Satanás, el lugar reservado para los grandes traidores. Porque él no había traicionado solo a su familia, sino a todo su pueblo. Allí no había azufre, fuego, ni calor; solo el más terrible de los fríos, cruel y amargo.

Frío como el corazón de mi padre, frío como la mirada que tan a menudo había visto en sus ojos.


Mi madre se quedó en Nápoles y se recuperó poco a poco de su pena. En cuanto a mí, llevada por la desesperación, recé a un Dios del que dudaba: «Mantén mi corazón libre del mal; no permitas que me convierta en alguien como fue mi padre». Después de todo, ya había matado a un hombre. A menudo me despertaba, jadeando, con la sensación de que sangre caliente salpicaba mi frente, mis mejillas, y me imaginaba que me limpiaba los ojos y contemplaba el asombro en los ojos moribundos de mi víctima. «Un noble acto», decían todos. Había salvado al rey. Quizá había salvado a Ferrandino, pero seguía sin haber nada noble en quitar una vida.

A pesar de la tragedia de la muerte de mi padre -cuyas circunstancias fueron ocultadas al público y a la servidumbre y nunca más se volvieron a mencionar en nuestra familia-, la vida en Nápoles volvió a ser alegre. Ferrandino y Juana se casaron en una gloriosa ceremonia real, el palacio había sido rehabilitado y era de nuevo una lujosa morada, los jardines comenzaban a recuperar su anterior belleza. Bajo la influencia de Alfonso, Jofre se convirtió en un marido fiel.

Pasaron cinco meses. Para el mes de mayo del año 1496, ya me había acomodado en mi contento, y ya no soñaba todas las noches con los disparos de cañón y la sangre caliente, ya no cerraba los ojos y veía la silueta del cuerpo de mi padre colgado en la oscuridad. Tenía la promesa de Ferrandino de que mi marido y yo nos quedaríamos en Nápoles; tenía la compañía de mi madre y de mi hermano, y no quería nada más. Por primera vez, comencé a pensar en criar a mis hijos e hijas en Nápoles, entre los miembros de mi familia, que solo les darían amor.

El papa Alejandro, sin embargo, tenía otros planes.

Estaba cenando con mi madre y mi hermano cuando Jofre apareció con un pergamino en la mano, y una expresión de temor en el rostro. Deduje de inmediato que estaba obligado a notificarme el contenido de la carta y que le aterraba mi reacción.

Tenía buenos motivos para estar asustado. La carta era de su padre. No dudé que la discusión entre nosotros sería desagradable, así que me disculpé, y ambos salimos para hablar de ello en privado.

Según Alejandro, «la guerra en Nápoles nos ha recordado a todos nuestra propia mortalidad, y la fragilidad de todas las vidas. Deseamos vivir el resto de nuestros años rodeados por nuestros hijos».

Todos ellos, incluido Jofre, y sobre todo su esposa.

Recordé al conde de Marigliano, que nos había visitado en Squillace en nombre de Alejandro, cuando se me había acusado de ser infiel a Jofre. Me había advertido discretamente que algún día Su Santidad ya no sería capaz de contener la curiosidad: querría ver con sus propios ojos a la mujer con la que se había casado su hijo menor, la mujer que todos afirmaban era más hermosa que su amante, La Bella.

Maldije, agité los puños ante el pobre y acobardado Jofre. Insistí en que no iría a Roma, aun a sabiendas de que mi negativa estaba condenada al fracaso. Acudí a Ferrandino y le supliqué que convenciese a Su Santidad para que me dejase permanecer en Nápoles pero ambos sabíamos que la palabra de un rey tenía mucho menos poder que la de un Papa. No se podía hacer nada. Después de esperar tanto tiempo que me devolviesen Nápoles, ahora volvían a arrebatármela.

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