Capítulo 17

Mis encuentros con César prosiguieron sin interrupción durante los meses siguientes. Salvo por aquella preocupante noche en el jardín cuando hablé de Lucrecia y Alejandro, César se comportó como siempre; hablaba cada vez más de que ya no podía soportar la vida de cardenal. Soñaba con casarse conmigo, dijo, y con un hogar lleno de nuestros hijos. Yo lo escuchaba con un insoportable anhelo, y, al mismo tiempo, una enorme culpa. Mi marido al parecer no sabía nada de mi aventura con su hermano, y su feliz inocencia fustigaba mi corazón traidor.

Solo podía suponer que la pelea de César con su hermano Juan había desalentado a este último, porque Juan no volvió a molestarme durante los calurosos meses de agosto y septiembre.

Entonces, cuando el calor cedió con la llegada de octubre, recibí una carta de mi hermano; sus páginas estaban cargadas de pesar.


Mi querida hermana:

Con la más indescriptible pena debo anunciarte la muerte de nuestro hermanastro, su majestad el rey Fernando II. Murió de una grave infección en los intestinos, y su esposa, la reina Juana, está postrada por el dolor, como lo estamos todos. Ahora descansa en una tumba provisional en Santa Clara, mientras comienza la construcción de su cripta.

Es difícil para mí escribir para transmitirte tan dolorosas noticias. Incluso así, tanto madre como yo tenemos la ilusión de que podamos verte de nuevo en los próximos meses, en la coronación de su majestad, nuestro amado tío Federico.


No pude leer más; dejé caer las páginas al suelo. El destino parecía caprichoso y brutal al permitir que el joven Ferrandino hubiera luchado durante tanto tiempo y con tanto valor para reclamar su trono, para después robárselo al cabo de poco tiempo. Para colmo, él y Juana no habían tenido herederos, así que la Corona se había visto forzada a retroceder una generación, a Federico.

Ahora tenía una excusa para volver a Nápoles, mi hogar. En otras circunstancias, habría aprovechado la oportunidad, pero no podía soportar la idea de regresar de luto por la muerte de Ferrandino; tampoco deseaba abandonar a César, ni siquiera por un instante. Así que permanecí en Roma, y envié mis condolencias a la familia desde lejos.

El mismo mes que me enteré de la muerte de Ferrandino, Juan Borgia fue enviado a la guerra. Con su espada recamada de joyas y el título de capitán general de la Iglesia, salió de Roma al frente del ejército papal en medio de una gran fanfarria.

Muy pronto se colmó de éxitos; para gran amargura y enfado de César. («Dios se burla de mí, al permitir que mi ignorante hermano gane por accidente, y no por capacidad.») En rápida sucesión, el ejército papal se apoderó de diez castillos rebeldes, donde ondeaba el pabellón francés. El Papa estaba ebrio de felicidad; durante las cenas, leía los despachos de Juan; todos ellos rebosaban de orgullosos detalles. Lucrecia sonreía tímidamente, y asentía para animar a su padre cuando él estaba más entusiasmado; los labios de César se tensaban y se afinaban, hasta prácticamente desaparecer.

Entonces Dios castigó a Juan, en la forma de una robusta y temeraria noble llamada Bartolomea Orsini. Ella comandaba a un poderoso ejército que defendía su imponente fortaleza a un día de viaje al noroeste de Roma, en Bracciano, que daba al gran lago del que la ciudad tomaba su nombre. El ejército papal tenía particular interés en derrotar a los Orsini: su traicionera alianza con los franceses y su secuestro de Julia habían permitido a Carlos invadir Roma, y habían obligado a Alejandro a ordenar la retirada de Ferrandino a Nápoles. Era la hora, había decidido Su Santidad, de dar a los francófilos Orsini una lección. Había otras rebeldes familias nobles que tenían tierras dentro de los Estados Papales, y los Orsini debían servir de lección para todos ellos, sabrían lo que les sucedería a aquellos que no se sometían al Papa como su gobernante sagrado y secular.

César me relató todo el incidente con gran detalle y alegría. El triunfo inicial de Juan en la guerra había dotado al duque de Gandía, capitán general de la Iglesia, de una insolencia cada vez mayor. Le había escrito una carta amenazadora a Bartolomea; ella se rió y escupió en la misiva. Él escribió imperiosas cartas a su ejército, para exigirles su rendición, y prometerles seguridad si desertaban de sus puestos y pasaban a combatir en el bando de los Estados Papales.

Los hombres de Bartolomea se rieron de él.

«Ven -dijeron-. Ven y pelea. Ven y aprende qué es la verdadera guerra, capitán general.»

Juan observó los impresionantes parapetos del castillo de Bracciano; incluso trazó unos simples planes de batalla para asaltarlos. Pero al final, según César, que había leído la carta que el gran capitán general había enviado a Su Santidad, Juan comprendió que en aquel caso la situación era muy diferente: que existía la posibilidad de que su ejército fuese derrotado.

Así que, sin pompa, su ejército dejó Bracciano al amparo de la noche y se dirigió hacia el norte, a un castillo menos imponente defendido por un ejército menor en Trevignano. Bartolomea, victoriosa, dejó la bandera francesa izada a tope del mástil.

En Trevignano, los hombres de Juan libraron una feroz batalla mientras él enviaba órdenes desde un lugar apartado. No fue fácil, pero el ejército de Alejandro conquistó el castillo y saqueó la ciudad.

No hubo momento para el descanso, porque mientras tanto, otros miembros de la familia Orsini, encabezados por el patriarca Cario, habían recibido dinero de los franceses y reclutado un ejército compuesto de soldados de Toscana y Umbría. Avanzaron rumbo al sur hacia la fortaleza de Soriano, defendida por un cardenal Orsini que consideraba que el Papa debía limitar sus poderes a la Iglesia, y no meterse en los asuntos terrenales de los nobles en los Estados Papales.

El ejército de Juan se vio obligado a encontrarse con sus enemigos allí, a varios días de marcha al norte de Roma. Los Orsini eran hábiles estrategas; consiguieron separar parte de las tropas del capitán general, las derrotaron y lanzaron un contraataque. Esa vez, Juan quedó atrapado en medio del combate y no pudo escapar a la seguridad de los flancos. Recibió una herida leve en el hombro y perdió quinientos hombres.

Esa era una posibilidad que nunca había tenido en cuenta; se retiró de inmediato y su ejército se rindió.

Ahora, durante la cena, Alejandro rabiaba; se levantó de la silla, paseó y gritó; contra Juan por su idiotez, contra sí mismo por no haber empleado más hombres, más caballos, más espadas. Vaciaría hasta el último cofre en Roma, juró, incluso vendería su tiara…

Pero a la postre, Su Santidad era un hombre práctico. Hizo un trato con los Orsini: aceptó cincuenta mil ducados de oro y otras dos fortalezas a cambio de la promesa de desistir de la guerra. Alejandro también accedió a pedirle a mi tío, el rey Federico, que liberase a los Orsini que estaban prisioneros en Nápoles.

Mientras tanto, ordenó a Juan que regresara a casa.


En Roma, los días de otoño eran frescos, una promesa del helado invierno que llegaría. Muchos en Italia lo llamarían un tiempo moderado, porque la nieve casi nunca manchaba los antiguos edificios y plazas. Pero yo estaba acostumbrada a inviernos que se diferenciaban muy poco de los veranos, así que esperaba la venidera estación con cierto miedo.

Pasaba el mayor tiempo posible lejos de mis damas: nunca había tenido talento para el disimulo, y descubrir la verdadera naturaleza de la relación entre Lucrecia y su padre me había preocupado. Me enfadé en secreto con César; si yo fuese un varón, me dije a mí misma, habría matado a Alejandro mucho tiempo atrás para proteger a Lucrecia, y al demonio con las consecuencias.

En realidad yo también era cómplice, porque guardaba ese terrible secreto con el fin de salvar mi propio pellejo. Yo no era mucho mejor; era una adúltera, que traicionaba a su marido. Yo era tan amiga de Lucrecia como se podía ser; ella confiaba en mí hasta cierto punto, aunque yo comprendía por qué no confiaba en nadie. Bailábamos juntas en las fiestas, nos reíamos, jugábamos al ajedrez (Lucrecia era una gran aficionada y siempre ganaba) y en ocasiones salíamos a cabalgar juntas por las pinedas romanas, escoltadas por los guardias y nuestras damas.

Sin embargo, nuestra amistad me corroía; no podía olvidar los celos que me había mostrado respecto a los afectos de su padre; ni tampoco podía olvidar el aparente sincero éxtasis en su voz cuando había presenciado su apareamiento con Alejandro.

Intenté justificarlo en mi mente, como quizá hubiese hecho Alfonso: tal vez, después de vivir tantos años en una casa corrupta, había dejado de percibir los límites entre el bien y el mal. También podía ser que sus ardientes gemidos hubiesen sido solo un esfuerzo para protegerse de la furia de Alejandro.

Comía poco, perdía peso, y vagaba por los enormes y laberínticos jardines detrás del palacio de Santa María como un espectro durante el día, y como un fantasma negro en las noches que tenía una cita con César.


El 24 de enero de 1497, Juan, glorioso duque de Gandía, famoso capitán general de la Iglesia, entró de nuevo en Roma; esta vez, incluso, con más fanfarrias y festejos, como si volviese victorioso y no derrotado.

Su Santidad solo tuvo palabras de elogio para su inepto hijo; todas las maldiciones que Alejandro le había dedicado durante la guerra estaban ahora olvidadas. Durante la cena, escuchamos cómo el Papa le decía a Juan que él era la gran esperanza del papado; cómo llevaría la gloria a la casa Borgia cuando estuviese recuperado para regresar a la batalla. Juan, a su vez, respondió con su sonrisa insolente. (Cuándo se «recuperaría» Juan nunca fue mencionado; y nunca vi prueba alguna de la herida que lo había hecho huir frente al enemigo.)Sabía que César era un hombre de férrea voluntad; sin embargo, sus celos hacia su hermano le trastornaban tanto que no podía ocultarlos del todo. Una noche, después de culminar nuestro encuentro amoroso, me contó con gran detalle cómo se podría haber derrotado sin grandes esfuerzos a Bartolomea, y el modo de expandir los territorios de los Estados Papales. Lo explicó mientras yacíamos boca arriba y contemplábamos la cúpula dorada del techo.

– Si pudiésemos conseguir el respaldo de un ejército mucho más poderoso -se lamentó César-, la Romaña podría ser nuestra. Mira. -Con el índice trazó el contorno de la bota de Italia en el techo, y luego señaló la parte superior izquierda-. Allí está la frontera occidental con Francia, y allí a la derecha, Milán. Casi en la misma línea al este se encuentra Venecia. -Bajó el dedo en diagonal-. Luego abajo hasta Florencia. Al norte está la región denominada la Romaña, muy lejos al noroeste de Roma, en el centro.

»Es sencillo forzar la lealtad de los barones en los Estados Papales pero Juan no tiene la dureza, la astucia, para hacerlo. Yo sí.

– Se sentó con un movimiento brusco, entusiasmado, la mirada todavía fija en las imaginarias tierras que podían conquistarse-. Una vez que los Estados Papales estén unidos y si conseguimos el apoyo de España, y quizá -me dirigió una astuta mirada de soslayo- Nápoles, podríamos conquistar toda la Romaña. -Abrió la mano, y señaló hacia la amplia zona que se extendía al noroeste desde Roma hasta la costa-. Imola, Faenza, Forli, Cesena… Las fortalezas caerían ante nosotros, una tras otra en hilera.

– ¿Qué hay de los D'Este? -lo interrumpí. Era una familia muy poderosa que tenía un ducado en la Romaña desde hacía generaciones. Su jefe, Ercole, era un hombre pío, muy leal a la Iglesia.

César lo consideró por un momento.

– El ejército de los D'Este es demasiado poderoso para derrotarlo; preferiría aliarme con ellos y conseguir que luchasen a nuestro lado.

Asentí satisfecha. Los D'Este eran mis primos por el lado de donna Trusia.

– Luego tomaremos Florencia -continuó César-. Nunca se ha recuperado de la pérdida de Lorenzo Médici; su política todavía está sumergida en el caos. Mientras nuestro ejército sea lo bastante fuerte para derrotar a los franceses…

– ¿Qué pasa con Venecia? -pregunté, a un tiempo divertida y curiosa. Nunca había visto tanta pasión en él fuera del acto amoroso, y me sorprendió su gran ambición-. Allí, no tienes familia ni barones a los que derrotar. Los ciudadanos gozan de considerable libertad; no rendirán sin más su Consejo y aceptarán a un único gobernante.

– Será difícil -admitió, con expresión muy grave-, pero posible, con los hombres suficientes. Una vez que vean nuestros otros triunfos, quizá estén más dispuestos a abrirnos sus puertas.

Me reí, no para burlarme, sino asombrada ante su decisión. Era obvio que había analizado la cuestión a fondo; hablaba como si ya hubiese conseguido esas ciudades.

– Supongo que pretendes ir hasta la puerta trasera de Francia y arrebatar Milán a los Sforza. Eres un hombre con una suprema confianza.

Me miró con una amplia sonrisa.

– Madonna, no tienes idea.

– Si estás tan ocupado librando guerras -pregunté, solo medio en broma, porque nunca había olvidado las palabras de César que me habían tocado tanto el corazón-, ¿cuándo tendrás tiempo para llevarme a Nápoles y darme hijos?

La fiereza en sus ojos y expresión se suavizó; su tono se volvió cariñoso.

– Para ti, Sancha, encontraré el tiempo.

Pero Alejandro había tomado su decisión: César lo sucedería como Papa, mientras Juan aseguraría el poder secular de la casa Borgia. No importaba que César no estuviera de acuerdo con las decisiones de su padre y Juan careciese de aptitudes. La decisión de Alejandro era irrevocable.


Una fresca tarde me alejé en las profundidades del jardín y me encontré en un laberinto de ligustros y rosales.

Aquel día, mi mente se centraba de nuevo en los hijos; mejor dicho, en la falta de ellos. Cuando llegué a Roma, Alejandro se burló de Jofre y de mí al preguntar cuándo tendríamos hijos; pero, después de un tiempo, cuando no vino ninguno, cesaron sus comentarios. Aquello no parecía preocupar mucho a Jofre, pero creo que ambos nos mirábamos en secreto y nos preguntábamos: «¿Seré estéril?». «¿Será a causa del testículo izquierdo de Jofre, que nunca ha bajado del todo?» La verdad era que, durante los dos primeros años de matrimonio, no había querido tener hijos, por lo que había hecho un uso constante de agua y zumo de limón. Durante los últimos meses, sin embargo, se me ocurrió que un hijo no solo mejoraría mi posición a los ojos de Su Santidad, sino que también quizá me diese cierta seguridad física.

Si bien era por todos sabido entre los miembros de la casa Borgia que Jofre no era hijo de Alejandro, había sido reconocido como heredero en una bula papal, y por lo tanto sus hijos serían considerados nietos de Rodrigo y merecedores de todos los derechos. Además, para los Borgia, la apariencia era mucho más importante que los hechos. Yo adoraba a César con tanta desesperación que pensar en tener a sus hijos era algo mágico; el amor transformaba la idea del deber de la maternidad en un privilegio.

Llegué a una esquina del laberinto y me encontré en un cul de sac, donde un querubín de bronce derramaba agua de una gran jarra a una fuente de mármol.

También descubrí que no estaba sola. Allí se encontraba Juan, vestido con una túnica de satén roja y calzas color azafrán; por una vez no llevaba la capa o el turbante. Había empezado a dejarse crecer el bigote desde el comienzo de su fracasada campaña pero, como Jofre, la barba apenas le crecía.

Me observó, los brazos enjarras, las piernas separadas y bien plantadas en el suelo, con su habitual expresión burlona.

– Ah -exclamó, en tono casi ufano-. Un precioso día de sol. Un poco fresco… lo ideal para el romance.

– Entonces tendrás que ir a buscarlo a otra parte -respondí. Mi mano derecha se movió en un gesto instintivo hacia el estilete oculto-. No lo encontrarás conmigo.

Algo cambió en su expresión, se volvió más dura.

– Soy un hombre decidido -afirmó, en un tono que me hizo mirar en derredor para saber si había alguna ayuda a mano-. Dime, doña Sancha -se acercó un paso, y yo retrocedí uno a mi vez-, ¿cómo es que te sientes tan atraída hacia César, y en cambio solo muestras desprecio hacia mí?

– César es un hombre. -Puse especial énfasis en la última palabra.

– ¿Acaso yo no lo soy? -Separó las manos en un gesto de pregunta-. César no es más que un ratón de biblioteca. Sueña con batallas, pero lo único que conoce es la ley canóniga. Que hable de estrategia tanto como quiera, pero solo sabe hablar en latín. Nunca se ha puesto a prueba en la batalla como yo.

– Es verdad -repliqué-. Has sido puesto a prueba, y no has dado la talla. En el instante en que una espada mordió tu carne, huiste llorando como un niño.

Las comisuras de su boca se curvaron hacia abajo. Se movió más rápido de lo que esperaba, y me asestó un puñetazo en la barbilla que me arrojó hacia atrás contra los arbustos.

– ¡Puta! -gritó-. Te enseñaré a respetar a quienes son mejores que tú. Lo que quiero, lo tendré y ni tú ni César podréis impedirlo.

Agité los brazos; las espinas cortaron mi carne y rompieron mi vestido. Antes de que pudiese recuperar el equilibrio, Juan se abalanzó sobre mí; me sujetó por los brazos, me sacó de los arbustos y me lanzó sobre el sendero de grava.

Un instante antes de que pudiese ponerse encima de mí, empuñé el estilete y asesté una puñalada desde su pecho izquierdo hacia arriba, hasta su hombro derecho. Cortó el fino satén con extrema facilidad, y también noté cuando cortó la carne; un alarido de Juan y una mancha oscura en el pecho de su túnica lo confirmaron.

Esperaba que huyese, como había hecho en la guerra; sin embargo, retrocedió por un instante, con una expresión de desmayo y sufrimiento mientras se tocaba la herida, y luego se miró los dedos en busca de sangre. La visión de esta -aunque era poca- encendió el fuego del odio en sus ojos, y gritó un nombre con voz ronca.

– ¡Giuseppe!

Se escuchó el rumor de las hojas entre los arbustos, y apareció un sirviente. Giuseppe era el doble de ancho y la mitad de alto que Juan. Entonces me asusté de verdad. Conseguí sentarme y moví de un lado a otro mi daga. El hombre se rió, pero la preocupación se reflejaba en sus ojos.

Con mucha habilidad, me tumbó de nuevo y me sujetó las muñecas con tanta fuerza que pareció que iba a destrozarme los huesos; me vi obligada a soltar el arma. Llené mis pulmones, y grité de furia en su rostro, al tiempo que rezaba para que hubiese alguien en el jardín que mirase desde la logia; pero la única respuesta fue el gorgoteo del agua en la fuente del querubín.

Giuseppe se acuclilló junto a mi cabeza y mantuvo mis manos sujetas mientras yo lanzaba puntapiés; mientras tanto, Juan se alzó, triunfante, y se desabrochó la bragueta.

– ¿Así que la yegua todavía está sin domar? -dijo a su secuaz-. La cabalgaremos de todas maneras.

No le hice el acto fácil ni agradable; tuvo que utilizar todo su peso para sujetarme, y era de constitución más menuda que César, así que la tarea requirió un considerable esfuerzo de su parte. Pero al final, él era el fuerte y yo la débil, así que consiguió violarme. Me forzó a abrir las piernas, hundió los dedos hasta muy adentro en la carne de mis muslos y me lastimó. Luego me penetró con tanta brutalidad que tuve que morderme el labio inferior para no darle la satisfacción de escuchar mis gritos de dolor.

Mientras Giuseppe me sujetaba los brazos, Juan continuaba moviéndose, gemía, maldecía, me insultaba con nombres profanos que ningún hombre se atrevería a usar ni siquiera con la más infame de las putas, mientras que sus embestidas clavaban los guijarros en mi piel. El acto pareció prolongarse una mortificante eternidad. Mientras sucedía, me obligué a alejarme del horror de lo que estaba ocurriendo, a distanciarme de la furia rayana en la locura: «No estoy aquí -me dije a mí misma-. No estoy aquí, y esto no está ocurriendo de verdad». Luché para no gritar e intenté evocar los recuerdos de la infancia, de mí misma, segura y feliz, mientras jugaba con mi hermano Alfonso.

La indignidad a la que Juan me sometía lo excitaba sobremanera; no pasó mucho tiempo antes de que soltase un grito y alzase el tronco con la mirada perdida.

Con un profundo suspiro, se apartó de mí con intencionada brusquedad; su caliente fluido se derramó por mis piernas.

– Ya está, puta. Ahora puedes decir que has conocido a un hombre. -Apartó una de mis manos de la sujeción de Giuseppe, y miró mi dedo meñique, donde llevaba un anillo de oro que me había dado mi madre.

– Un recuerdo -dijo con una sonrisa-. Eso es lo que necesito de mi nueva amante; así recordaré siempre este momento. -Me lo robó, y luego se levantó, victorioso-. Ahora, doña Sancha, si tienes una pizca de sentido común en esa cabeza de mujer, abandonarás a César y vendrás a suplicarme más.

En respuesta, le escupí. Para mi desdicha, Giuseppe todavía me sujetaba, así que mi escupitajo no llegó a su destino. Juan se rió mientras se acomodaba las calzas, y luego le dijo a su sirviente:

– Tómala si quieres. A mí no me importa. Todos los coños son iguales.

Se alejó, orgulloso como un pavo real.

En cuanto al sirviente, volví la cabeza hacia atrás, todo lo que pude para mirarle a los ojos, y susurré:

– Si me tocas te juro que morirás.

– Perdonadme, madonna -replicó para mi asombro-. Para salvar mi propia vida, tuve que ayudar en este acto, pero no os haré ningún daño, y rezaré cada día a Dios para que me perdone, aunque no lo espero de vos.

Luego se marchó.

Me tumbé de lado y de inmediato recogí mi estilete; durante el brutal acto, no me había permitido olvidar dónde estaba. Temblorosa, lo guardé en mi corpiño cubierto de polvo. La ira, la vergüenza y el dolor eran tales que apenas podía ponerme en pie; de algún modo, conseguí levantarme y recuperar el control de forma que mi rostro no fuera una máscara de terror; luego, obligué a mis temblorosas piernas a que me llevasen.


Regresé a mis habitaciones y despedí a todas mis damas; a todas excepto a doña Esmeralda. Le permití que me bañase, aplicase un ungüento en los peores morados y luego me vistiese con un camisón limpio.

Después comencé a temblar con tanta violencia, que temí que se me partiría el cuerpo en dos; a continuación, llegó un torrente de jadeos, como una tormenta. Pero no podía llorar porque un hombre me hubiese herido; no podía llorar aunque al final se lo conté todo. Mientras lo hacía, Esmeralda me abrazó muy fuerte, como una madre haría con un niño.

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