Capítulo 37

Jofre y yo acordamos que él tendría que reunir valor y esperar a que César regresara de la guerra. Si César se enteraba de la muerte de su padre, volvería a Roma y nombraría a su propio Papa, uno que cedería a su voluntad incluso con mayor facilidad que su padre. No podíamos atacar solo a Alejandro.

Nuestra espera se hizo interminable, mientras César continuaba con su campaña en Las Marcas.

Una mañana, sin embargo, llegó la esperanza. Me despertó el distante eco de los truenos; pero cuando me levanté y abrí las ventanas, me encontré con un cielo limpio de nubes.

Los truenos volvieron a sonar. Comprendí que no era una tormenta que se acercaba, sino los ecos de unos lejanos cañones. Dejé a doña Esmeralda dormida -comenzaba a estar un poco sorda- y me vestí. Entonces levanté a Rodrigo de su catre y lo dejé en el suelo.

Tomados de la mano, los dos salimos a la antecámara, y abrí las puertas. Entonces ya solo tenía un guardia, uno nuevo, Giacomo, un soldado de apenas diecisiete años, a quien le encantaba charlar y cotillear casi tanto como a doña Dorotea, y que confiaba en mí.

Giacomo no estaba aquí sino al final del pasillo, y miraba desde el balcón a un punto en la distancia. Era alto y delgado, y la tensión en sus largos miembros transmitía una leve alarma.

– ¡Giacomo! -llamé-. ¡Oigo cañones!

Se volvió, y avergonzado por haber sido sorprendido fuera de su puesto, regresó de inmediato.

– Perdón, madonna. Son Julio Orsini y sus hombres. El Santo Padre tiene prisioneros a los parientes de Orsini, así que don Julio está dirigiendo una revuelta. Pero no hay nada que temer. El Papa ha llamado al capitán general y a su ejército. -Entonces bajó la voz y entrecerró los párpados con una expresión astuta antes de añadir-: Si se le puede convencer para que venga.


Durante meses, fue imposible convencer a César para que abandonase sus guerras; el Papa tuvo que arreglárselas con los pocos soldados que no se habían marchado con su capitán general. Alejandro ya no podía confiar en el apoyo de la nobleza romana, que desconfiaba y estaba resentida por el trato de César a los condottieri en Senigallia. ¿Por qué iban a luchar por un Papa que casi con toda seguridad después los asesinaría?

La fuerza y el apoyo a Julio Orsini crecieron muy rápido. Una noche, Jofre me miró significativamente mientras cenábamos; y doña Esmeralda estaba sirviendo el vino.

Mi esposo se aclaró la garganta, y después comentó con una naturalidad fingida:

– Su Santidad está desesperado por conseguir ayuda contra los Orsini. Hoy me enteré por boca del cardenal de Monreale que Alejandro ha amenazado a César con la excomunión si no cumple con la llamada papal y regresa a Roma. César no quiere (según el cardenal está rabioso), pero hoy padre recibió noticias de que él y sus hombres ya vuelven.

Tendí la mano a través de la mesa y sujeté la de mi marido; el apretón de Jofre fue decidido y fuerte. Si doña Esmeralda vio algo extraño en la mirada de complicidad que compartí con mi esposo, no dijo nada.

En el calor del verano, meses después de la llamada inicial del Papa, César por fin llevó su ejército a Roma. Durante dos semanas permaneció inaccesible, acampado con sus soldados en la campiña romana. Pero el pequeño ejército de Orsini no era rival para el ejército papal; los nobles rebeldes de Roma fueron ejecutados de inmediato. Jubiloso, Alejandro ordenó que repicasen todas las campanas de la ciudad.


Tras la victoria, mi esposo se presentó a cenar. Rodrigo corrió a la puerta en el instante en que escuchó las pisadas de su tío; cuando Jofre entró, levantó al niño muy alto en el aire, cosa que le hizo chillar de placer; luego lo besó con brusquedad y lo dejó en el suelo. Pese a las repetidas súplicas del niño, Jofre se negó a jugar con él esa noche; le pedí a Esmeralda que acostase temprano al pequeño.

Habían puesto una mesa en el balcón para que pudiésemos disfrutar de las noches de verano mientras cenábamos. Jofre pidió un vaso de vino a una de las doncellas que servían los platos. Cuando se lo trajeron, bebió casi la mitad de un solo trago.

Me levanté de mi silla en la antecámara y fui a reunirme con él. Su mirada era distraída, inquieta; se había recortado la barba, aunque con mano poco firme, porque se había hecho un pequeño corte en la mejilla que delataba una gota de sangre seca.

– Traes noticias, marido -comenté, en voz lo bastante baja para que no me oyesen las mujeres en el balcón.

Nuestra atención permaneció puesta en los sirvientes, pero yo escuchaba alerta la respuesta de Jofre:

– César está ansioso por abandonar Roma cuanto antes y regresar a Las Marcas. Pero padre lo ha convencido para que se quede a una fiesta de la victoria; una comida que se celebrará mañana en honor a César, ofrecida por el cardenal Adriano Castelli. Tendrá lugar al aire libre, en un viñedo.

– Prepáralo todo para sentarte entre el Papa y César -le dije-. Luego solo tendrás que pedirle al camarero que te permita servirles las copas, como muestra de tu respeto y estima. Propón varios brindis. -Hice una pausa-. En cuanto se marchen las doncellas, te daré lo que necesitas.


Las doncellas tardaron mucho en disponer la mesa, pero al fin se marcharon. Entré en el dormitorio, donde doña Esmeralda cosía junto al pequeño Rodrigo, dormido.

– Debo coger algo de mi armario -susurré; ella asintió y continuó con su labor mientras yo abría el mueble.

Las puertas abiertas impedían que Esmeralda me viese. Abrí el compartimiento secreto en el fondo y retiré la caja. En su interior guardaba las alhajas que me llevé de mi habitación en el palacio de Santa María, junto con el frasco de canterella. Había vaciado previamente un pequeño recipiente de cristal que había contenido un delicioso perfume de rosas turco, un regalo que Jofre me había hecho años atrás.

Saqué un único rubí y los dos frascos, después guardé la caja en su escondite, cerré las puertas con todo cuidado y me retiré. Durante todo este tiempo, doña Esmeralda no apartó la mirada de su bordado.

En la antecámara Jofre andaba arriba y abajo. Se había servido más vino y se lo había bebido casi todo.

– Tendrás que contenerte mejor -le reproché-, si queremos tener éxito.

– Lo haré, lo haré -prometió, luego echó la cabeza hacia atrás y apuró el contenido de la copa.

Lo miré indecisa, pero no dije nada. En cambio, le entregué el rubí.

– Por si es necesario un soborno.

Luego fui hasta la lámpara y acerqué los dos frascos a la luz. «En el momento correcto», había dicho la bruja. Estaba totalmente convencida de que este lo era.

El vidrio verde brilló con la llama reflejada. Pensé en el sol que iluminaba las aguas de la bahía de Nápoles; en la libertad.

Dentro, el polvo era de un color azul plateado. «Hermosa, hermosa canterella -dije para mis adentros-, canterella, rescátame.»Recordé el momento en el que maté al joven soldado que amenazaba la vida de Ferrandino, entonces no sentí culpa alguna; tampoco sentía culpa ahora; solo una fría y dura alegría.

Con mano firme, destapé primero el frasco vacío… luego, con mucho cuidado, el otro que contenía el veneno. Jofre espió sobre mi hombro, el aliento entrecortado en nerviosos jadeos.

– Apártate -le advertí-. No sea que lo derrame, no sé si también mata al inhalarlo.

El obedeció. Miró en silencio mientras yo vertía el polvo del frasco grande en el más pequeño. «Solo una pequeña cantidad», había dicho Lucrecia; nunca le pregunté cómo había adquirido esa experiencia. Vacié en el frasco casi una tercera parte, bastante para acabar con el ejército papal.

Los tapé, y le di a Jofre el más pequeño, lleno hasta la mitad con el polvo gris azulado. Se lo guardó en un bolsillo escondido en su túnica.

– ¿Por qué no me lo das todo? -Su voz tenía un rastro de herida petulancia.

– Porque si nos descubren -respondí con voz tranquila-, necesitaremos algo para nosotros.

Se puso pálido, pero se recuperó y asintió.

Guardé el frasco verde en mi bolsillo secreto en el corpiño.

– Mientras tanto, llevaré esto encima a todas horas, así que si nos capturan…

El asintió de nuevo, esta vez con firmeza, para indicar que no necesitaba acabar la frase.

Ambos nos volvimos hacia el balcón, donde nos esperaba la cena.

– Soy incapaz de comer -dijo Jofre.

– Yo también. Llamaré a los sirvientes para que retiren la mesa.

Jofre se volvió para marcharse; le sujeté la mano y le dije:

– Tengo poca fe en Dios. Pero rezaré por ti.

Sonrió sin ánimos al escucharme, y de pronto me sujetó para darme un beso. No era el beso de un marido casado hacía mucho tiempo, sino el de un joven a una mujer a la que amaba con pasión.

Me aparté, abrumada, todavía en sus brazos; en sus ojos, en su rostro, vi al joven tímido de nuestra noche de bodas.

– Lamento haberte decepcionado, Sancha -susurró-. No volverá a ocurrir.

Con estas palabras nos separamos. Mantuve mi promesa; recé por él durante toda esa noche de insomnio, con mi mano apoyada sobre el corazón.


El día siguiente -el de la comida de César- pasó con una atormentadora lentitud. Aquella noche no tuve noticias de Jofre; tampoco lo había esperado, porque la canterella necesitaba tiempo para actuar.

Pero a la segunda, cuando Jofre no apareció para darme su informe, comencé a preocuparme. A la tercera, ya temblaba. ¿Me había traicionado? ¿Lo habían descubierto y detenido?

Pasé las horas sentada en la antecámara, pensando si debía utilizar el frasco verde que apretaba en mi puño.

Poco antes del alba, el cansancio acabó venciéndome. Fui tambaleante hasta la cama y me dormí, inquieta.

Desperté en mi cama con la visión más increíble: en un primer momento, pensé que soñaba. A mi lado, doña Esmeralda yacía inmóvil; Rodrigo dormía tranquilo en su cuna.

Inclinadas sobre mí estaban Dorotea de la Crema y Caterina Sforza, ambas en camisón.

Parpadeé, pero ninguna de las apariciones desapareció.

– El Papa ha sido envenenado -susurró Dorotea-, César también.

Me senté con una sonrisa, reanimada por una sensación de júbilo.

– ¿Están muertos?

– No -dijo Caterina; su rostro pálido estaba radiante de alegría. Mi corazón casi se detuvo cuando pronunció el monosílabo; ella continuó-: Están muy graves, y temen nuevos ataques. Nuestros guardias se han marchado.

– ¿Giacomo se ha ido? -Me calmé. El rumor decía que la canterella a veces tardaba días en hacer su trabajo. Si los guardias se habían marchado, era señal de que no esperaban que Su Santidad sobreviviese.

– Se ha ido -respondió Dorotea, complacida.

Me apresuré a ir a mi armario y vestirme con un tabardo.

– Asistieron a una fiesta -explicó Dorotea, en tono alegre-. A la noche siguiente, Alejandro sufrió unas fiebres. Nadie le hizo mucho caso, después de todo son los días más calurosos del verano, y todos sufren de un mal u otro, pero entonces, ayer por la mañana, mostró todos los síntomas de la canterella. También César está enfermo. Mi guardia dijo que la mermelada estaba envenenada. Pero nadie más en la fiesta ha caído enfermo. Es posible que el veneno no haya actuado todavía.

– Venid a mirar -nos llamó Caterina, feliz como un niño, y sujetó mi mano. Nos llevó escaleras abajo hasta la logia. El edificio desierto, sin un carcelero a la vista. Miramos la plaza, y a lo largo de la calle, al Vaticano.

Las puertas estaban cerradas; soldados armados montaban guardia.

Caterina se inclinó tanto por encima de la balaustrada, que temí que fuese a caer; la sujeté por el brazo. Ella me apartó, impaciente.

– Déjame.

– ¿Qué haces? -pregunté.

Ella, con la más dulce y pura de las sonrisas que jamás había visto, me respondió:

– Escucho las campanas.


Al mediodía siguiente, mientras doña Esmeralda atendía a Rodrigo y yo empaquetaba mis cosas en el dormitorio -en un intento por tranquilizarme con ese acto de esperanza- Jofre apareció en la puerta. Sus hombros estaban inclinados por un peso invisible; su rostro descompuesto. No portaba buenas noticias; mis manos en la capa de terciopelo doblada, que me disponía a colocar en el baúl, se tensaron.

– Doña Esmeralda, necesito hablar con mi esposa a solas. -Sus palabras sonaron espesas como la de un borracho; pero no era el vino lo que afectaba a su voz, sino el miedo. Su boca estaba tan seca que la lengua se le pegaba en el paladar y los dientes.

Esmeralda asintió y sujetó la mano del pequeño Rodrigo. Al pasar a mi lado, me dirigió una mirada. Mi vieja dama de compañía no era una tonta; en su rostro redondo y arrugado había una expresión de absoluta comprensión. Sin duda había notado la angustia de Jofre y mi inquietud, y las relacionaba con los envenenamientos en el Vaticano.

En su astuta mirada no había reproche, sino aprobación.

Tan pronto como ella se hubo marchado con el niño, me acerqué a Jofre y pasé mis manos por sus hombros y a lo largo de sus brazos. Su túnica estaba húmeda, él temblaba. Sus ojos castaños estaban inyectados en sangre por la falta de sueño; en su bigote, brillaban las gotas de sudor.

– Habla, esposo.

El se acomodó los rizos.

– No han muerto. Me temo que están mejorando.

– ¿Qué ha pasado?

– Los nervios -contestó, sin mirarme por la vergüenza-. Derramé el polvo. Casi todo. Me llevé las copas de vino detrás de un árbol, pero no podía sujetarlas y al mismo tiempo sujetar el frasco… solo quedaba un poco.

– ¿Cuál es su estado actual? -Mi pregunta era urgente; no había tiempo para consolarlo.

– Padre es quien está peor. Algunas veces no sabe dónde está o quién está con él. Pero los vómitos y el flujo sanguinolento se han detenido, y esta mañana ha podido beber un poco de caldo. Durante la fiesta, bebió el vino puro; un vino de Trebbia, muy fuerte, pero César vertió un poco del suyo después de que se lo serví, y lo mezcló con agua. También está enfermo, demasiado débil para abandonar el lecho, pero no tanto como padre. Me suplicó que me sentase con él. Se recuperará, lo sé… finalmente me excusé, y le dije que necesitaba descansar. -Tendió una mano y se sujetó a mi brazo cuando le fallaron las rodillas; solté la capa de terciopelo, y lo llevé hasta la cama, donde se sentó.

Se cubrió el rostro con las manos.

– Te he fallado, Sancha. Ahora tendremos que tomar el veneno nosotros.

A la vista de su debilidad, podría haberme enfadado, pero en cambio sentí una calma antinatural. Una convicción irrazonable y misteriosa como la fe me dominó; sabía más allá de cualquier duda que Jofre me había ayudado a dar los primeros pasos para cumplir con mi destino. Ahora me tocaba a mí completarlo.

– No -afirmé-. No sufriremos ningún daño. Solo necesito un poco más de tu ayuda. Háblame de su situación. ¿Están custodiados?

Jofre sacudió la cabeza.

– Los únicos guardias que quedan ahora rodean el Vaticano. El resto ha huido, como la mayoría de los sirvientes… pero si se enteran de que padre y César mejoran podrían regresar.

– Entonces debemos actuar con rapidez. ¿Quién está con ellos ahora?

– Don Micheletto Corella está con César… -Jofre hizo una mueca de odio-. No es por lealtad. Espera como un halcón, dispuesto a atacar en el momento en que Alejandro muera, o César empeore… y entonces él robará todo el tesoro y el poder que pueda. Padre está solo excepto por el chambelán, Gas- parre, que de verdad llora por él.

Por un instante, me quedé perpleja. El destino requería que el golpe fatal fuese hecho por mi mano; pero Jofre no podía hacer que pasara por delante de los guardias como un visitante de los aposentos Borgia sin despertar sospechas.

Miré a través de la ventana los pequeños y distantes cuerpos que se movían por la plaza de San Pedro, las oscuras olas de calor que se levantaban de los adoquines. Era verano, el tiempo del carnaval, y de pronto me vi transportada a otro viñedo, a otra fiesta, sentada entre Juan y César, cuando me sentí intrigada por la aparición de un invitado con disfraz.

Me acerqué a la capa de terciopelo negro que había dejado caer al suelo, y la recogí del mármol. Tenía capucha; ocultaría mi pelo. Me volví hacia mi marido.

– Necesito una máscara -dije-. Una que cubra el rostro entero, y un vestido de cortesana. Cuanto más chillón, mejor.

Jofre me miró sin comprender.

– Tú conoces a esas mujeres -añadí con impaciencia-. Tú sabes dónde encontrar esas cosas. Deprisa; tenemos tiempo hasta que el sol se ponga.


La máscara que Jofre me trajo era hermosa: de cuero y cortada de forma que imitaba las alas de mariposa, con bordes de bronce, y pintada de un color rojo oscuro y verde azulado. Me cubría solo la mitad del rostro, y dejaba a la vista mis labios y la barbilla, pero mi marido había encontrado un abanico a juego hecho con plumas de faisán. El vestido de satén era de un escarlata deslumbrante, con un escote muy bajo; algo que yo nunca habría vestido. Le pedí a Esmeralda que cortase un trozo de tela del dobladillo para hacer un pequeño bolsillo, «como el que hiciste para mi estilete». Ella lo hizo sin preguntar; tampoco dijo ni una palabra mientras me ayudaba a ponerme el vestido de cortesana; luego me miró mientras yo me ajustaba la máscara y me cubría con la capa negra. Una vez que escondí mis cabellos con la capucha, y abrí el abanico de plumas para ocultar mis labios y la barbilla, mi disfraz quedó completo. Solo faltaba una cosa: oculté en el bolsillo el frasco que contenía el resto de canterella.

Jofre me miró con expresión de lujuria; por una vez, me sentí halagada y celosa, porque su reacción me recordó a todas las prostitutas con las que había estado durante nuestro matrimonio. Contuve mi cólera y le ofrecí el brazo.

– Salgamos a dar un paseo, don Jofre -dije con coquetería-. Hoy me complacería disfrutar del aire nocturno en la plaza de San Pedro.

Intentó sonreír, pero el terror se lo impidió; advertí que llevaba la daga, sujeta a la cadera, por si acaso nuestros esfuerzos fallaban de nuevo. Sujeté su brazo con fuerza, en un gesto de consuelo, y salimos del silencioso castillo de Sant'Angelo. No había ningún guardia.

Dada la gravedad de lo que me disponía a hacer, mis sentidos tenían aquella peculiar agudeza que había experimentado durante la locura: cada paso que Jofre y yo dábamos resonaba con una tremenda intensidad. Había muy pocos transeúntes en el puente, sin duda porque la mayoría estaban en su casa, ante el temor de los crímenes y la inquietud provocada por la muerte de un Papa. Observé las luces distantes de los palacios y las embarcaciones que se movían en las oscuras aguas del Tíber; nunca había olido tan fuerte a pantano, con todo el hedor de diez años de carne en putrefacción.

Una vez cruzado el puente, entramos en la plaza de San Pedro. El año que me llevaron a Sant'Angelo -el año del Jubileo- estaba lleno a rebosar de peregrinos; ahora estaba desierto, salvo por unos pocos rezagados.

Mi corazón se aceleró cuando nos acercamos a las puertas del Vaticano, donde unos jóvenes soldados de expresión agria me miraron con desconfianza; había menos que por la mañana. Sujeté con fuerza el abanico; lo sostuve junto a mi cara. Pero al reconocer a Jofre, los guardias se apresuraron a saludarlo y abrieron las puertas sin formular ninguna pregunta.

Subí por última vez los escalones del palacio papal.

Me dolía caminar por esos conocidos salones; el aire olía a traición y a dolor. Cuando entré en los aposentos Borgia, los dorados y la decoración ya no me parecieron sorprendentes o gloriosos, sino siniestros.

Entré en la Sala de las Sibilas. Ya no había rastros de sangre y le habían devuelto su anterior lujo desde la última vez que la había visto; desvié la mirada, y apelé a toda la frialdad de mi corazón.

– Aquí -dijo Jofre, y me llevó a la Sala de los Santos, el escenario de innumerables celebraciones. La habían convertido en un hospital. Habían instalado una gran cama con dosel; en las mesas había palanganas y vendas además de botellas de agua y vino, una copa y medicinas. Como había dicho Jofre, Alejandro había sido abandonado por todos, salvo por Gasparre, que dormitaba en una silla junto a la cama del pontífice.

En mitad del lecho -debajo del brillante fresco en el que Lucrecia daba su rostro a santa Caterina- yacía el Papa. Le habían quitado el capelo, y quedaba a la vista la coronilla calva y unos pocos mechones de pelo blanco como los de un bebé. Vestía un camisón de lino; habían subido la sábana para cubrirle las delgadas piernas y la mitad de su protuberante vientre. Dormitaba, con los párpados hinchados y negros entreabiertos; la piel gris y las mejillas hundidas le daban un aspecto cadavérico.

Solté el brazo de Jofre. Se acercó a Gasparre y apoyó una mano en su hombro para despertarlo; luego susurró algo al oído del sobresaltado chambelán. No sé qué dijo; solo agradecí que la mentira de mi marido funcionase, porque Gasparre se levantó sin más y salió de la habitación.

Me volví hacia Jofre.

– Esposo, quizá sería mejor que tú también te fueses.

– No -respondió con firmeza-. Me ocuparé de sacarte de aquí sana y salva.

Me acerqué a la mesa y dejé mi abanico, luego serví una pequeña cantidad de vino en la copa. Mientras Jofre vigilaba la entrada, yo saqué el frasco verde, vertí la mitad de su contenido en el líquido y lo agité. Era una dosis enorme, suficiente para cincuenta hombres, pero aunque tenía la frialdad necesaria para cometer un asesinato, no era cruel.

Deseaba que Alejandro muriese rápidamente, sin sufrimiento.

Cuando me consideré preparada, llamé a Jofre con un gesto.

Él se apartó de la puerta para sentarse en el borde de la cama, y apoyó una mano en el brazo del viejo.

– Padre.

Los párpados de Alejandro se movieron; miró a su hijo, confuso.

– ¿Juan?

– No, padre. Soy yo, Jofre. -Las lágrimas aparecieron en los ojos de mi esposo; su rostro se transformó con un súbito dolor. Con la copa en la mano, me coloqué a su espalda.

Alejandro parpadeó y me reconoció de inmediato a pesar de la máscara que ocultaba la mitad superior de mi rostro.

– ¿Sancha? -Su voz era débil, jadeante, pero mantenía un rastro de buen humor; pareció complacido al verme-. Sancha, has venido a visitarme… ¿ya es la estación del carnaval? -Fue como si hubiese olvidado el asesinato de mi hermano y mi encierro. Me habló como si fuese Lucrecia; buscaba el consuelo femenino-. Sancha, ¿dónde está Juan?

Di un paso para ponerme delante de mi marido.

– Duerme, santidad. Como también deberíais hacer vos. Tened. Esto os ayudará.

Acerqué la copa a sus labios. El bebió; primero tosió, pero después se recuperó y consiguió beber varios sorbos. Mientras yo apartaba la copa, hizo una mueca.

– Es amargo.

– Los remedios más eficaces siempre lo son -contesté-. Ahora descansad, santidad.

– Dile a Jofre que deje de llorar -dijo malhumorado, luego exhaló un suspiro y cerró los párpados hinchados.

Con el dorso de la mano le acaricié la arrugada mejilla. La piel era suave y fina como el pergamino.

Yo también exhalé un suspiro, y con él vino un largo y penetrante dolor en mi pecho, como alguien que retira una espada. Supe entonces que no necesitaba hacer nada más: la canterella y yo habíamos cumplido nuestros propósitos.

– Está hecho -le susurré a Jofre-. Sin él, César no tiene poder. Podemos irnos.

Pero Jofre sujetó la mano del pontífice dormido y respondió:

– Me quedaré con él.

Le besé la cabeza en respuesta, y lo dejé allí. Tenía la intención de regresar de inmediato al castillo de Sant'Angelo… pero en cambio mis pies buscaron un sendero conocido, escaleras arriba, en un viaje que había hecho, a escondidas, por las noches, muchos años atrás, a los aposentos de César.

Las puertas de la antecámara y el dormitorio estaban abiertas. Mantuve el abanico cerca de mi rostro; esperaba encontrarme allí con Micheletto Corella y había pensado decirle que era una cortesana amiga de César, una enamorada que necesitaba ver por sí misma que se curaría.

Pero la habitación estaba vacía, salvo por el hombre en la cama. Corella, como no podía ser de otra manera, había abandonado a su amo. César estaba desnudo y gemía, sus largas piernas y el torso envuelto en las sábanas; sus pies mostraban un color púrpura oscuro, hinchados casi hasta el doble de su tamaño. Una única vela ardía en una mesa cercana, pero incluso aquella débil luz le hacía sufrir; cerraba los ojos y se sujetaba la cabeza en agonía.

Entré con mucho sigilo y me detuve delante de la cama, insegura de mis motivos. Nunca había visto a aquel hombre más indefenso o abandonado; los sirvientes o Corella se habían aprovechado de su estado, porque habían desaparecido los tapices, las alfombras de piel y los candelabros de oro. En realidad, se habían llevado todos los artículos de valor; solo quedaban los techos dorados y los frescos. No sentí piedad, solo asombro por haber amado alguna vez a un hombre de una perversidad sin igual, asombro por haberme dejado engañar hasta tal punto.

Por fin su torturada mirada -los ojos oscuros y sombríos en un rostro de un blanco fantasmal, enmarcado por el pelo oscuro que colgaba en mechones húmedos y enredados- se posó en mí. Intentó taparse, para recuperar algo de dignidad, intentó levantar la cabeza pero no pudo. Comprendí por qué no era necesario matarlo: el mayor tormento para él era sobrevivir, despojado de poder. Sin el respaldo del papado, nadie le sería leal. Con su crueldad y su traición hacia sus propios hombres, se había ahorcado a sí mismo; de la misma manera que el rey Alfonso II se había colgado del gran candelabro de hierro en Sicilia.

– ¿Quién eres? -jadeó.

Hablé desde detrás del abanico, con la voz ahogada.

– Estás acabado -respondí-. Tu padre está muerto.

El soltó un gemido; no de dolor, sino de rabia.

– ¿Quién eres? -preguntó de nuevo-. ¿Quién habla?

Bajé el abanico, me quité la capucha y levanté la máscara para mostrarle mi rostro; le mostré una altivez real digna de mi padre en su coronación. Sin sus partidarios, no era más que un lloroso cobarde.

– Llámame Justicia -respondí.

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