Capítulo 23

Lucrecia dio a luz a principios de primavera. Antes del parto, se la llevaron de Santa María, para evitar que sus gritos durante el alumbramiento revelasen a Roma el «secreto» que ya todos conocían. Alimentados por los rumores, los ataques de Savonarola contra el papado se hicieron más virulentos: pidió que se formase un consejo internacional para deponer a Alejandro.

El bebé fue un varón; bautizado con el nombre de Giovanni, por expreso deseo de Lucrecia. No pude evitar imaginar qué pensaría ahora Giovanni Sforza, un hombre que tras el divorcio era despreciado por los Borgia, que el infante llevase su nombre, como si fuese suyo.

El niño fue devuelto al palacio al cuidado de un ama de cría. Se le mantenía en un ala distante, para que sus gritos no molestasen a los adultos. Lucrecia visitaba a su hijo con toda la frecuencia que se le permitía, que a menudo no era suficiente para ella. A veces, cuando estábamos a solas, me confiaba el dolor de su corazón ante el hecho de que no se le permitiese actuar como la madre del niño. En ocasiones, lloraba, con un pesar inconsolable.

Tras el parto, aparecieron de nuevo los pretendientes, ya fuese porque no creían las denuncias hechas por Sforza, o porque no les importaban. Después de todo, los beneficios políticos eran muy grandes.

El Papa y César discutían durante horas sobre estos hombres; algunos nombres los compartían con Lucrecia, y ella a su vez, los compartía conmigo. Estaba Francisco Orsini, el duque de Gravina, y un conde, Ottaviano Riario. El favorito era Antonello Sanseverino, un napolitano; pero era un angevino, un partidario de Francia. Tal unión me situaría a mí en una grave desventaja política dentro de la familia.

También me preocupaba mi papel como amiga y confidente de Lucrecia. Había visto el destino del inocente Perotto y de Pantasilea, y sabía que los Borgia no permitirían que años de lealtad interfiriesen en sus planes. Si alguien debía ser silenciado -no importaba lo muy amado o digno de confianza que fuera- lo era sin más.

La muerte de Pantasilea me provocaba pesadillas. Nunca había visto el cadáver, solo había escuchado la detallada descripción que me había hecho Esmeralda, que para entonces había reunido una más que impresionante red de informadores y espías. A menudo me despertaba jadeando con la imagen del cuerpo de Pantasilea que flotaba como un corcho sobre el oscuro Tíber, y sus ojos muertos se abrían poco a poco para observarme. Su brazo hinchado se alzaba para señalarme con un dedo acusador: tú. Tú eres la causa de mi muerte…

Porque yo me había apoderado de la canterella, el veneno, oculto en el vestido de Lucrecia. No podía dejar de pensar que la pobre doncella había sido asesinada porque había desaparecido el veneno. Deduje que César le había dado el veneno a Lucrecia con determinadas instrucciones. Cuando César se lo había pedido, Lucrecia se había visto forzada a explicar que no estaba.

Pantasilea, por supuesto, había sido la primera acusada.

En los momentos en los que me sentía menos culpable, me convencía a mí misma de que la joven dama de compañía había muerto por la razón que simbolizaba la mordaza encontrada en su boca: sabía demasiado y debía ser silenciada. ¿No había sido ella, después de todo, quien me había empujado al interior del armario como un modo de compartir lo que ella no podía decir: la verdad de la relación entre Lucrecia y César?


Lucrecia no era la única que pensaba en el matrimonio durante aquella primavera y verano.

Un día fui llamada al Vaticano, al despacho de César. La nota estaba firmada: «César Borgia, cardenal de Valencia».

Me senté en la cama con el pergamino en la mano. El momento que más temía había llegado. César exigiría saber el alcance de mi amor y lealtad; no aceptaría más excusas.

Con la vana esperanza de evitar una confrontación privada, me llevé a Esmeralda y a dos de mis jóvenes damas de compañía conmigo; cruzamos a pie la plaza hasta el Vaticano. Allí nos escoltaron dos guardias hasta el despacho del cardenal; en la entrada, un soldado despidió a mis damas.

– Su ilustrísima ha solicitado ver únicamente a la princesa de Squillace.

Esmeralda frunció el entrecejo ante tal descortesía, pero mis damas fueron llevadas a una sala de espera, y yo entré sola en el despacho del cardenal.

César estaba sentado a una gran mesa dorada de ébano taraceado. Tomos de la ley canónica encuadernados en cuero llenaban las estanterías detrás de él; una lámpara de aceite iluminaba la mesa. Cuando el soldado me escoltó al interior, César se levantó y me invitó con un gesto a ocupar la silla tapiz? ^a en terciopelo al otro lado de la mesa.

Me senté. En cuanto el soldado salió, César se apresuró a levantarse y arrodillarse delante de mí. Vestía la túnica y el capelo púrpura; el dobladillo de seda susurró contra el suelo de mármol.

– Doña Sancha… -dijo. Habían pasado meses desde que se había acostado conmigo; sin embargo, a pesar de la formalidad de la situación, hablaba con el afecto familiar de un amante-.

He recibido la notificación oficial de mi padre de que muy pronto me liberará de la carga de la vida monástica.

Yo no era tan tonta como para demostrar mi inquietud; decidí mantener el tono cordial.

– Me alegro por ti. Esto sin duda será un gran alivio.

– Es más que eso -replicó-. Es una gran oportunidad… para nosotros. -Me sujetó la mano y la retuvo en la suya; antes de que pudiese reaccionar, él deslizó una alianza de oro en mi dedo meñique.

Era el anillo de mi madre; el anillo que Juan me había robado el día de la violación. Conseguí, a través de un acto de supremo autocontrol, no hacer una mueca.

– ¿Cómo lo has conseguido? -susurré.

– ¿Importa? -preguntó con una sonrisa-. Doña Sancha, tú sabes que eres, y siempre has sido, el gran amor de mi vida. Haz que mi felicidad sea completa. Di que te casarás conmigo cuando sea libre.

Desvié la mirada, con profundo desagrado, pero me obligué a transmitir una emoción del todo diferente. Permanecí silenciosa durante unos momentos mientras buscaba las palabras adecuadas; pero no encontraba ninguna que pudiese salvar mi vida.

– Yo no soy libre -respondí-. Estoy ligada a Jofre.

Él se encogió de hombros, como si eso fuese una menudencia.

– Podemos ofrecerle a Jofre el cardenalato; estoy seguro de que lo aceptará. No es ningún problema lograr que se anule el matrimonio.

– No lo creas -respondí, en tono neutro-. El cardenal Borgia de Monreale en persona fue testigo de nuestro primer acto marital. No hay ninguna duda de que el matrimonio fue consumado.

Los primeros rastros de irritación aparecieron en su voz cuando comenzó a comprender que su caso estaba perdido, y no sabía la verdadera razón, algo que le enojaba todavía más.

– El cardenal Borgia está en nuestras manos. Dirá aquello que queramos. ¿No me amas? ¿No deseas ser mi esposa?

– No es eso -manifesté con ansia-. No deseo avergonzar a Jofre. Tal acto sin duda lo destrozaría.

Él me miró como si yo fuese una loca.

– Jofre lo superará. Hay un cardenalato para él, una posición que le dará poder y riquezas más que suficientes para aliviar su dolor. Podemos enviarlo a Valencia, para que la situación sea menos incómoda; vosotros dos no os veréis nunca más. -Hizo una pausa-. Madonna, no eres tonta. Todo lo contrario; eres de una inteligencia brillante. Te das cuenta de que voy a ser el capitán general del ejército de mi padre.

– Así es -respondí en voz baja.

– Yo no soy el imbécil que era Juan. Veo las oportunidades que ofrece tal posición. Pretendo extender el territorio de los Estados Papales.

– Siempre he sabido que eres un hombre de una gran ambición -declaré, en el mismo tono libre de crítica.

– Pretendo -añadió, la voz dura, la expresión apasionada mientras se me acercaba- unificar Italia. Pretendo ser su gobernante. Te estoy pidiendo que seas mi reina.

Me obligué a fingir una expresión de sorpresa. A simular que no había escuchado las mismas palabras mientras estaba oculta en el armario de Lucrecia.

– ¿No me amas? -preguntó en tono lastimero, y dejó que se viese la fuerza de sus emociones-. Sancha, había creído que no estaba equivocado respecto a la profundidad de los sentimientos que compartimos el uno por el otro.

Sus palabras derribaron mis defensas. Agaché la cabeza.

– Nunca he amado tanto a un hombre -confesé, con pesar. Conocía mi corazón: podía dejarme corromper en un suspiro, y convertirme en la malvada reina del rey César.

Eso le dio esperanza; me acarició la mejilla con el revés del dedo.

– Entonces, todo arreglado. Nos casaremos. Eres demasiado protectora con Jofre; confía en mí, es un hombre. Lo superará.

Aparté mi rostro de su mano extendida y dije con firmeza:

– No me has escuchado, cardenal. Mi respuesta es no. Estoy impresionada y conmovida, pero no soy la mujer que buscas para tal papel.

Con el rostro enrojecido, bajó la mano y se levantó; sus movimientos eran tensos por la ira reprimida.

– Es evidente que no lo eres, madonna. Puedes retirarte.

No hizo ningún otro intento de convencerme; su herida dignidad no se lo permitía. Sin embargo sabía, mientras me levantaba y salía para ir a reunirme con mis damas, que él estaba confuso, incluso herido, por mi rechazo. No podía creer que la razón que le daba -la preocupación por Jofre- fuera la verdadera.

Me sentí tranquilizada cuando él pareció incapaz de adivinar el verdadero motivo: que yo sabía que él era un asesino.

Esperé la represalia por mi negativa. Guardé mi estilete debajo de la almohada, a mano; incluso así, aquella noche dormí inquieta. Cada susurro de la brisa en la ventana, cualquier crujido en el pasillo al otro lado de la puerta me parecían los sonidos de un asesino que se acercaba. Había rechazado a César, y creía mi vida perdida. No esperaba vivir más allá de unos pocos días; vivía cada mañana que me levantaba como la última.


Le dije a Lucrecia que había rechazado la propuesta de su hermano. No me sentía del todo tranquila al confiar en ella, dado su aparente talento para la duplicidad; también lo había consultado con doña Esmeralda, pero ni siquiera los cotilleos que ella conocía coincidían en cuanto al verdadero carácter de Lucrecia. Sin embargo, necesitaba averiguar la gravedad de las represalias que debía esperar de César.

Ella escuchó mis noticias con una expresión solemne. Fue sincera; no dijo que no debiera temer represalias. Pero me tranquilizó.

– Debes comprender -manifestó- que desde entonces he hablado con mi hermano. Conserva la ilusión de que recuperes el sentido común. No le creo capaz de hacerte ningún daño físico; su corazón es tuyo para siempre.

Eso fue un consuelo; no obstante, estaba inquieta mientras pensaba en las represalias que César podría tomar, en cuanto comprendiese que yo nunca cedería.

Lucrecia y yo continuamos nuestra amistad, y nos encontrábamos casi a diario. Una mañana a finales de primavera, entró en mis habitaciones para pedirme que la acompañase a dar un paseo por el jardín, y yo acepté con entusiasmo.

Cuando estuvimos a una distancia prudencial de nuestras damas, que caminaban varios pasos detrás de nosotras, y se entretenían con sus conversaciones, Lucrecia dijo con coquetería:

– Me has hablado a menudo de tu hermano, Alfonso, y afirmas que es uno de los hombres más apuestos de toda Italia.

– No es una afirmación -repliqué, de buen humor-. Es la verdad. Es un dios dorado, madonna. Lo vi el último verano en Squillace, y solo puedo decir que es todavía más apuesto.

– ¿Es bondadoso?

– No ha nacido hombre más dulce. -Me detuve, y la miré, dominada por una súbita y maravillosa convicción-. Todo esto ya lo sabes. He hablado muchas veces de él. Lucrecia, dime, ¿es que vendrá a visitarnos a Roma?

– ¡Sí! -Asintió y aplaudió como una niña feliz; le sujeté las manos, con una sonrisa de felicidad-. Pero ¡Sancha, es todavía mejor que eso!

– ¿Qué puede ser mejor que una visita de Alfonso? -pregunté. ¡Qué tonta era, qué ignorante!

– El y yo vamos a casarnos. -Ella esperó, sonriente, a mi entusiasta reacción.

Solté una exclamación. Me sentí arrastrada a un horrible y oscuro vórtice, entre Escila y Caribdis.

Sin embargo, no sé cómo, conseguí librarme. No pude -no podía- sonreír, pero conseguí salvar la situación al sujetarla en un fuerte y solemne abrazo.

– Sancha -dijo ella, su voz ahogada contra mi hombro-, Sancha, eres tan dulce. Nunca he visto a nadie más emotivo.

En cuanto conseguí controlarme, me aparté con una sonrisa forzada.

– ¿Durante cuánto tiempo me has ocultado este secreto?

En silencio, maldije a Alfonso. No me había dicho nada de esa propuesta de matrimonio. Si lo hubiese hecho, quizá yo hubiese tenido la oportunidad de advertirle, de explicarle el peculiar círculo del infierno en el que estaba a punto de entrar. Pero escribirle quedaba descartado; mis cartas sin duda serían interceptadas y leídas por Alejandro y César dada la importancia política de esa unión. Estaba obligada a esperar hasta que él llegase a Roma como el novio.

Pero ¿acaso no había oído él las acusaciones de Giovanni Sforza? ¿Había sido tan tonto como para no creerlas? Además, toda Italia sabía que Lucrecia acababa de dar a luz. Sin duda Alfonso aceptaba la mentira de que Perotto había sido el padre y estaba dispuesto a pasar por alto la juvenil indiscreción de Lucrecia.

Todo esto era culpa mía, me dije a mí misma, por haberle ocultado a Alfonso la triste realidad de la vida en Roma.

Yo había querido protegerlo. Como una buena Borgia, había aprendido a mantener la boca cerrada.

– No mucho -replicó Lucrecia en respuesta a mi pregunta-. Padre y César no me lo han dicho hasta esta mañana. ¡Soy tan feliz! Por fin, tendré un marido de mi misma edad; uno que es apuesto y bondadoso. ¡Soy la mujer más afortunada de Roma! Tu hermano ha aceptado vivir aquí. Viviremos todos juntos en Santa María. -Me sujetó la mano-. Estaba tan desesperada solo unos meses atrás que quería quitarme la vida. Pero tú me salvaste, y por eso te estaré siempre agradecida. Ahora vuelvo a tener esperanzas.

César no podía haber escogido mejor manera de hacerme callar, de que vigilase mis maneras y me comportara como él deseaba. Sabía de mi amor por Alfonso; había hablado a menudo de él en las cenas familiares y en nuestros encuentros íntimos. César sabía que haría cualquier cosa para proteger a mi hermano menor.

– Me alegro por ti -dije.

– Sé lo mucho que lo has echado de menos. Quizá padre y César pensaban lo mismo cuando lo eligieron. -La ingenuidad de su declaración me asombró.

– No tengo la menor duda -señalé, a sabiendas de que Lucrecia captaría la ironía.


Aquella noche al entrar en mi dormitorio, me encontré a doña Esmeralda que lloraba arrodillada ante la imagen de san Genaro.

– El fin del mundo está a punto de llegar -gimió, con el pequeño crucifijo de oro que llevaba colgado alrededor del cuello entre sus manos-. Lo han matado. Lo han matado, y todos lo pagaremos.

La ayudé a levantarse y la obligué a sentarse en el borde de la cama.

– ¿A quién, Esmeralda? ¿A quién te refieres?

– A Savonarola -contestó-. Los delegados de Alejandro. No quiso dejar de predicar, así que lo colgaron, y después quemaron su cuerpo. -Sacudió la cabeza-. Dios castigará a Alejandro, madonna -susurró-. Escucha bien mis palabras: ni siquiera un Papa puede actuar con tanta maldad.

Apoyé mis manos en sus hombros.

– No temas por ti, Esmeralda. Si es verdad que Dios ve en todos los corazones, entonces ve en el tuyo, y sabe que eres una buena mujer. Nunca tendrá motivo para castigarte.

A duras penas podía decir lo mismo de mí.

Cuando Esmeralda por fin se quedó dormida, pensé durante horas en la situación de mi hermano. Recordé las palabras de mi abuelo Ferrante: «Si lo quieres, cuídalo. Los fuertes tenemos que cuidar de los débiles. No tienen el corazón para ser lo que es necesario para sobrevivir».

Haría cualquier cosa por salvar la vida de mi hermano, y César lo sabía muy bien. Acepté que su elección del novio de Lucrecia era parte de un plan destinado a obligarme a casarme con él.

Pensar que en otro tiempo me llenaba de deleite ahora me hacía estremecer… porque sabía que, para proteger a Alfonso, tendría que abandonar al pobre Jofre y casarme con un asesino.

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