El huevo se ha roto -dijo Alfonso. Vestía, como siempre, de satén azul claro; su expresión, de una severidad poco habitual, era una advertencia-. Esta vez no se puede reparar…»Una húmeda mañana de agosto me desperté con una exclamación y con el sonido de los gritos de Esmeralda en la antecámara. Corrí y la encontré acurrucada, con las manos aferradas al pecho, como si sufriese un tremendo y punzante dolor.
– ¡Esmeralda! -Corrí a su lado y sujeté sus carnosos brazos. Ahora era mayor, y estaba bastante rolliza; pensé de inmediato en el ataque de apoplejía de Ferrante y la ayudé a sentarse en una silla-. Siéntate, querida… -Me levanté, encontré la jarra de vino y le serví una copa, que acerqué a sus labios-. Ten, bebe. El guardia irá a buscar al médico.
Ella bebió un sorbo, tosió, y luego con un gesto de su mano, susurró:
– ¡No quiero un doctor! -Me miró, los ojos llenos de pesar, y dijo con voz angustiada-: ¡Oh, doña Sancha! Si esto fuese algo que un médico pudiese solucionar… -Respiró jadeante, y luego añadió-: No llames al guardia. Acabo de hablar con él. Me comunicó las noticias…
– ¿Qué ha pasado?
– Nuestro Nápoles dijo, y se enjugó las lágrimas con una punta de su amplia manga-. Oh, madonna, se me parte el corazón… tu tío, Federico, ha sido derrocado del trono y se ha marchado al exilio. El rey Fernando el Católico y el rey Luis han conspirado y unido sus ejércitos; comparten el gobierno de Nápoles. Hoy, las banderas francesa y española ondean juntas en el Castel Nuovo. Fernando es ahora el regente de la ciudad.
Solté una larga exhalación mientras me arrodillaba a su lado. La muerte de Alfonso me había robado la razón y la felicidad, pero siempre había quedado la débil y distante ilusión de que algún día podría regresar a casa: al palacio real, con Federico y sus hermanos, y con la familia que había conocido. Ahora eso también me había sido arrebatado.
La real casa de Aragón ya no existía.
Estaba demasiado atónita para hablar. Doña Esmeralda y yo permanecimos en silencio y sufrimos durante unos momentos hasta que dije con todo conocimiento, con mis labios temblando de odio:
– César Borgia… cabalgó con el ejército del rey Luis hasta la ciudad.
Ella me miró, asombrada.
– Sí, madonna… ¿cómo lo sabes?
No respondí.
Volví a caer en una aturdida desesperación, de la que ni Esmeralda ni la pócima del médico podían sacarme. Mi único descanso llegaba durante mis paseos con doña Dorotea; ella llevaba todo el peso de la conversación mientras yo escuchaba, muda y desinteresada.
Un día, me trajo noticias de Lucrecia, que había regresado a Roma aquel otoño en respuesta a la imperiosa orden de su padre. Dorotea relató el encuentro entre el Papa y su hija. En la sala del trono papal, en presencia de las damas de Lucrecia, los servidores del Papa y el chambelán, Su Santidad le dijo a Lucrecia que César y él habían considerado a los pretendientes de su mano. Habían escogido a uno: Francesco Orsini, duque de Gravina. Orsini había propuesto matrimonio a Lucrecia unos años atrás pero le habían rechazado en favor de mi hermano. Ahora, Alejandro la informó de que se convertiría en la duquesa de Gravina. Desde el punto de vista político, esta era la mejor opción.
No, le dijo Lucrecia a su padre. No quería tener ninguna relación con aquel hombre.
Sorprendido, Alejandro le había preguntado la razón.
«¡Porque todos mis maridos han sido muy desafortunados!», había replicado Lucrecia furiosa, y se había marchado de la sala sin pedir el permiso de Su Santidad.
La noticia se propagó por toda Roma. Cuando el duque de Gravina se enteró de su negativa, se mostró muy ofendido (o quizá consideró ciertas las palabras de Lucrecia), y retiró su propuesta de inmediato.
Poco tiempo después, al atardecer y llevada por la inquietud, salí a caminar por los pasillos. Se acercaba el invierno, y mantenía mi capa bien ceñida de camino hacia la logia, para respirar el tonificante aire nocturno.
Incluso antes de salir del rellano, escuché las campanas de San Pedro que repicaban el toque de difuntos.
Asomada al balcón, pálida como el armiño blanco que la abrigaba, había una mujer pequeña y delgada, acompañada por guardias que se mantenían a una respetuosa distancia. Tan distraída estaba por las campanas, que casi tropecé con ella antes de advertir su presencia.
Era una de las más hermosas criaturas que había visto, más hermosa incluso que la antigua amante del Papa, la delicada Julia. Tenía la piel de alabastro, el pelo dorado, los ojos azules más brillantes que cualquier gema; en su porte había una particular dignidad y gracia, y en su mirada una profunda tristeza. Comprendí de inmediato por qué César había querido poseerla.
– Caterina Sforza -susurré.
Ella volvió sus sorprendentes facciones hacia mí y me miró. No había hostilidad en su mirada, ninguna condescendencia, solo un dolor rayano en la locura.
Se apartó un poco, para dejar espacio. Era una clara invitación, por lo que entré en el balcón para ponerme a su lado.
Continuó en silencio con la mirada puesta de nuevo en la plaza delante del enorme edificio de piedra de San Pedro, donde una comitiva fúnebre iluminada con antorchas salía poco a poco de la catedral. Por el número de participantes, supuse que el difunto debía de ser una persona de cierta importancia. Por fin, doña Caterina suspiró.
– Otro cardenal, sin duda -dijo, con una voz más fuerte y resonante de la que había esperado-, muerto para financiar las guerras de César. -Hizo una pausa-. Cada vez que escucho el toque de difuntos, rezo para que sea por el Santo Padre.
– Yo rezo para que sea por César. Es un candidato mucho más digno para la muerte.
Ella inclinó su preciosa cabeza y me observó sin reparos.
– Verás, es mejor si Alejandro muere primero -me explicó-. Porque si su hijo lo precede, él no tendrá más que buscar a otro César, pero que mande a su ejército y continúe con el terror Borgia. Es un juego que juegan juntos: el Papa solo finge que no es capaz de controlar la crueldad de César, cada mano sabe lo que hace la otra en todo momento. Pero si Alejandro muriese… -Se acercó un poco más y bajó la voz en tono conspirador-. Sin duda, te dije hace mucho tiempo aquello que el embajador veneciano me comentó sobre César…
Mantuve una sonrisa cortés.
– Nunca hemos hablado, madonna. -No podía culparla por su confusión; yo misma no estaba en pleno poder de mis facultades mentales.
No pareció escuchar mis palabras.
– Fue hace tiempo, antes de que asesinase al último marido de Lucrecia. César estaba muy ocupado en enfrentar a España contra Francia y a Francia contra España, a la espera de ver qué alianza le ofrecía más ventajas. -Se rió-. Era tan inconstante… llegó al extremo de ir a ver al embajador de Venecia y le juró alianza a Venecia. Dijo que no confiaba ni en Francia ni en España para protegerlo si algo le ocurría al Santo Padre. El embajador le respondió con la mayor sinceridad: «Sin duda necesitarás ayuda, es verdad; porque si algo le ocurre alguna vez a Su Santidad, tus asuntos no durarán una semana». -Se rió de nuevo, y dirigió su atención otra vez a las antorchas que se movían en silencio por las oscuras calles de Roma.
Seguí su mirada y contemplé las minúsculas llamas, las pequeñas siluetas negras de los acompañantes que se perdían en la noche. Nacido de la locura o no, el fantasma de mi hermano había dicho la verdad: había intentado matar al hombre equivocado.
Por primera vez desde que había llegado al castillo de Sant'Angelo, pensé en la canterella no como un medio para acabar con mi vida, sino como la solución a los problemas que afrontaba toda Italia. Regresé a mis habitaciones y continué pensando durante horas. Poseía el arma, pero no el suficiente conocimiento de su uso; tampoco tenía los medios de llegar hasta el objetivo. Me vigilaban a todas horas: no podía ir al Vaticano y ofrecerle a Su Santidad un vaso de vino. Esmeralda, también, era vigilada de cerca; ya no tenía la libertad para ponerse en contacto con un asesino a sueldo.
«Estoy preparada -le susurré a la bruja en la oscuridad-. Pero si debo cumplir con mi destino, debes enviarme ayuda. No puedo hacer esto sola.»
Al atardecer del día siguiente, cuando me encontraba en la antecámara con doña Esmeralda a la espera de que trajesen la cena, las puertas se abrieron sin la habitual llamada de cortesía. Nos volvimos; los dos guardias que vigilaban la entrada se inclinaron primero ante doña María, y luego ante la propia Lucrecia.
Doña Esmeralda se levantó y miró con furia a las dos mujeres, los brazos cruzados sobre el pecho en un silencioso rechazo a nuestras visitantes.
Yo no dije nada, pero me levanté para mirar a Lucrecia. Vestía unas faldas de seda azul verdosa, con un corpiño de terciopelo y mangas a juego; en su cuello resplandecían las esmeraldas, y los diamantes brillaban en la redecilla de oro que cubría su pelo. Vestía con todo lujo, al estilo romano, mientras que yo había vuelto a vestir el negro napolitano sin adornos.
Pero toda la indumentaria y las joyas no podían disimular la palidez, o poner una chispa de vida en aquellos ojos hundidos y angustiados. La pena la había consumido; cualquier belleza que alguna vez hubiera poseído había desaparecido.
Al verme, me dedicó una sonrisa titubeante y abrió los brazos.
No le di la bienvenida. La miré con firmeza, mis brazos a los costados, y vi cómo la sonrisa se convertía en una expresión del velado dolor y culpa.
– ¿Por qué has venido? -pregunté. No había rencor en mi tono, solo rudeza.
Ella hizo un gesto a doña Esmeralda y a doña María para que saliesen al pasillo; luego, ordenó a los guardias que cerrasen las puertas para darnos intimidad.
Una vez segura de que nuestras palabras no tendrían testigos, respondió:
– He venido a Roma, pero no me quedaré mucho tiempo. -Su voz era suave, con un leve tono de vergüenza-. Necesitaba ver por mí misma cómo estabas. Oí decir que no te encontrabas bien, y me preocupé.
– Todo lo que has oído es verdad -respondí con voz monótona-. Me desquicié. Pero de vez en cuando recupero la razón.
– También es verdad lo que dicen de mí -manifestó Lucrecia, con un rastro de ironía-. Me obligan a casarme de nuevo.
No tenía respuesta para tal anuncio; no cuando el fantasma de Alfonso estaba entre nosotras, en un silencioso reproche.
La mirada de Lucrecia no se fijaba en mí, sino en un punto distante en el pasado, como si su explicación fuese una disculpa a mi hermano, y no a mí. Su rostro se volvió tenso, lleno de desprecio y autorreproche hacia sí misma.
– Rehusé al principio, pero soy un bien político demasiado valioso como para tener mi propia opinión. Mi padre y César… no necesito decirte la presión a la que me sometieron. -Un leve rubor coloreó sus mejillas, cuando un recuerdo provocó su furia; se rehízo, y por fin me miró a la cara-. Pero los convencí para que me dejasen elegir y ellos dar la aprobación final. Escogí, y ellos solo lo aprobaron. -Respiró-. Escogí a un D'Este de Ferrara.
– Un D'Este -susurré. Mis primos en la Romaña. César nunca se había atrevido a atacarlos; su ejército era demasiado poderoso. El me había dicho hacía mucho tiempo que preferiría hacerlos sus aliados.
– César está de acuerdo porque cree que conseguirá más soldados -explicó Lucrecia-. Se me pidió que los visitase, para que el viejo duque, mi posible suegro, pudiese asegurarse de que yo era una «madonna de muy buen carácter». -Me dirigió una fugaz sonrisa irónica-. Pasé el examen del viejo Er- cole. Pero lo que no le dije a padre o a César es que los D'Este nunca se dejarán convencer para luchar por el papado. Son buenos católicos, pero son prudentes: no confían en el papa Alejandro o en su capitán general. El duque Ercole insiste en que vaya a Ferrara para casarme con su hijo, y que viva allí, algo que he aceptado con ansias. Nunca más regresaré a Roma. Me quedaré con mi nuevo esposo, rodeada por una fuerte familia y un poderoso ejército que no se someterá a la voluntad de los Borgia. -Su voz se cargó de emoción-. Su nombre es Alfonso.
Tardé un momento en comprender que había dicho el nombre de su futuro marido: Alfonso d'Este, el primo de mi hermano.
– Ya lo ves -añadió-, este puede ser nuestro último encuentro, Sancha. -Me miró con triste afecto-. Si hay algo que pueda hacer por ti para ayudarte en estas circunstancias…
– Lo hay -respondí en el acto-. Puedes hacer por mí un último acto de bondad.
– Lo que sea. -Esperó ansiosa, expectante.
– Puedes decirme qué cantidad de canterella hace falta para matar a un hombre.
Se quedó atónita un instante. Luego se recuperó y permaneció muy quieta. A través de la mirada distante, por su expresión, adiviné que viajaba de regreso al convento de San Sixto, cuando estaba embarazada de César y se sentía tan desesperada que había pensado en acabar con su vida.
Vi que recordaba la desaparición del frasco de veneno.
De nuevo me observó con atención; nuestras miradas se cruzaron, ambas firmes. En aquel silencioso intercambio compartimos la complicidad en una conspiración tan firme y explícita como cualquiera elaborada por su hermano y su padre. «Para matar a un hombre», había dicho. Ella sabía, por la firmeza en mi actitud, por la manera de alzar la barbilla, que no tenía la intención de utilizar yo misma el contenido del frasco.
Nunca como en ese momento había estado tan segura de su lealtad, o su gratitud.
– Solo una pequeña cantidad -respondió-. Es muy potente. Un tanto amarga, así que échala en la comida; algo dulce, como la miel o la mermelada, o en el vino. De este modo, la víctima no lo notará.
– Gracias.
En el instante siguiente, fue como si nunca hubiésemos hablado de tales cosas; su expresión cambió sin más. Una mirada de nostalgia apareció en sus ojos, una súplica. Me apresuré a responder antes de que ella pudiese formular la pregunta.
– No pidas mi perdón, Lucrecia, porque nunca te lo daré.
Se apagó la última luz de esperanza en sus ojos, como se apaga una llama.
– Entonces rogaré a Dios para que me lo dé -manifestó con voz solemne-. Solo te pido que me recuerdes.
Cedí. Me adelanté para abrazarla con fuerza.
– Eso puedo hacerlo.
Ella me rodeó con sus brazos.
– Adiós, Sancha.
– No -respondí con voz triste, mi mejilla contra la suya-. Hasta nunca.
Antes de la partida de Lucrecia hacia Ferrara, hubo numerosas celebraciones en la ciudad. En las noches claras, Dorotea y yo observábamos desde la logia cómo una legión de nobles y dignatarios vestidos con sus mejores galas caminaban por las calles y las plazas para ir al Vaticano y presentar sus respetos a la futura esposa. Hubo fuegos de artificio y salvas de artillería; Dorotea disfrutaba de esas distracciones, que solo aumentaban mi odio.
Una mañana, mientras leía en mi antecámara, se abrieron las puertas. Alcé la mirada, ante esa inesperada intrusión.
César Borgia estaba en la entrada.
La guerra lo había envejecido, y también la viruela; incluso su barba, que ahora mostraba signos de un prematuro encanecimiento, no podía ocultar las grandes cicatrices en sus mejillas. También había canas en su pelo, que era más ralo, y había oscuras sombras debajo de sus ojos cansados.
– Eres tan hermosa como el primer día que te vi, Sancha -dijo con voz nostálgica, suave como el terciopelo. Sus halagos se desperdiciaron. Mis labios esbozaron una mueca al verlo; sin duda solo podía ser portador de malas noticias.
Entonces vi al niño que sujetaba su mano y solté un sonido que era tanto una risa como un sollozo.
– ¡Rodrigo! -Dejé caer el libro y corrí hacia el niño.
Hacía más de un año que no veía a mi sobrino pero lo reconocí de inmediato; los rizos rubios y los ojos azules eran los de mi hermano. Lo habían vestido con una principesca túnica de terciopelo azul oscuro.
Caí de rodillas ante él y abrí los brazos.
– ¡Rodrigo, mi amor! ¡Soy tu tía Sancha! ¿Me recuerdas? ¿Sabes cuánto te quiero?
El niño -que ahora tenía casi dos años- se apartó en un primer momento y se frotó los ojos con los puños, avergonzado.
– Ve con ella -murmuró César, y lo empujó con suavidad-. Es tu tía, la hermana de tu padre… ella y tu madre se querían mucho. Estuvo presente el día en que tú naciste.
Por fin, Rodrigo me abrazó con impetuoso afecto. Lo sujeté en mis brazos, sin comprender por qué César me concedía esta preciosa visita, y por un momento no me importó. Era una verdadera delicia. Apoyé mi mejilla contra los suaves cabellos del niño mientras César hablaba, con una torpeza poco habitual.
– Lucrecia no puede llevarse al niño a Ferrara. -No se solía permitir que un hijo de un matrimonio anterior fuese criado en la casa de otro hombre-. Pidió que tú lo criases como tuyo. No vi ningún mal en ello, y por eso te lo he traído.
A pesar de mi alegría no pude resistirme a lanzar un dardo.
– ¡Un niño no debe ser criado en una prisión!
César me respondió con una asombrosa gentileza:
– No será una prisión para él, sino un hogar. Se le otorgarán todos los privilegios; será libre de ir y venir, de visitar a su abuelo y tíos cada vez que lo desee. Cualquier cosa que necesite le será provista de inmediato, sin preguntas. Ya he dispuesto que tenga los mejores tutores cuando llegue el momento. -Hizo una pausa, y luego reapareció la frialdad y la arrogancia que yo conocía muy bien-. Después de todo, es un Borgia.
– Es un príncipe de la casa de Aragón -repliqué en tono ardiente, sin soltar al niño ni un momento.
Al escucharme, César me obsequió con una sonrisa, pero solo había en ella humor y no malevolencia.
– Muy pronto llegarán los sirvientes con sus cosas -añadió, y luego me dejó. No podía entender cómo un monstruo podía ser a veces tan humano.
Llamé a doña Esmeralda, para mostrarle mi nueva y más preciosa joya; las dos cubrimos al asombrado niño con mil besos.
Lucrecia me había traicionado y Alfonso había muerto, pero me habían dejado el mayor de todos los regalos: su hijo.
A partir de aquel momento, desapareció todo rastro de mi locura. El pequeño Rodrigo me devolvió la ilusión y la voluntad. Comprendí que no había destruido todo aquello que amaba, y comencé a pensar cómo escapar con el niño a Nápoles, ahora gobernado por el rey Fernando de España. Nunca podría regresar al Castel Nuovo, pero sería bienvenida en la ciudad que adoraba. Mi madre, mis tías e incluso la reina Juana vivían allí. Estaría con mi familia. Las mujeres que habían conocido a mi hermano conocerían ahora a su hijo.
Tenía el arma para conseguir mi objetivo; gracias a Lucrecia, tenía el conocimiento para utilizarlo. Ahora lo único que faltaba eran los medios para llevarlo a la práctica.
Recuperada la cordura, permanecí paciente, dispuesta a esperar el momento, a pensar con todo cuidado en cómo cumplir con el destino que la bruja había predicho.
Dediqué mis días a cuidar de Rodrigo. Le llevó tiempo aceptar que nunca volvería a ver a su madre; sobre todo echaba de menos a su niñera, que también se había marchado a Ferrara como parte de la comitiva de Lucrecia. Muchas noches, doña Esmeralda y yo pasábamos la noche en blanco debido a sus llantos; pero en realidad, nunca dormí mejor que desde la llegada del niño. Por fortuna, Jofre también disfrutaba de la compañía de su sobrino; le gustaba jugar con el niño, y las noches que mi marido venía a cenar, llevaba a Rodrigo a la cama.
Pasó un año tranquilo; el verano transcurrió en un santiamén y el invierno regresó de nuevo, demasiado pronto. El niño creció. César pasó la mayor parte del tiempo con su ejército; hice todo lo posible por ser paciente.
Llegó la Navidad, y el Año Nuevo.
Una noche a principios de enero, Jofre se presentó a cenar, pero en esta ocasión se detuvo en el umbral, pálido y tembloroso, sin sonreír; incluso cuando Rodrigo apareció corriendo para saludarlo, no se inclinó para levantar al niño como era su costumbre, sino que apoyó una mano con aire ausente en la cabeza del desilusionado chiquillo.
– Marido -pregunté, preocupada-, ¿no estás bien?
– Estoy bien -respondió, sin convicción-. Esta noche necesito hablar contigo en privado.
Asentí, y arreglé de inmediato con doña Esmeralda que se llevase al niño temprano a la cama, y a los criados, que sirviesen la comida y el vino, y se marchasen.
Una vez que todos se hubieron marchado, Jofre abrió las puertas, despidió a los guardias y luego permaneció unos momentos en el pasillo vacío; después se asomó al balcón para asegurarse de que realmente estábamos solos. Entonces se acercó a la mesa y se sentó en una silla. La luz de las velas creaba destellos en su barba cobriza bien recortada, que no alcanzaba a ocultar la débil barbilla.
Levantó la copa para que le sirviese vino; le temblaba tanto la mano que cuando vertí en ella el líquido rubí, se derramó por el borde. En cuanto acabé de llenar la copa, bebió un buen trago, la dejó a un lado y soltó un gemido.
– Mi hermano es el mismísimo demonio. -Se inclinó con los codos apoyados en la mesa, y se sujetó la frente con dedos temblorosos.
– ¿Qué ha hecho ahora?
– Mi padre y él ya no están satisfechos solo con la Romaña. César ha avanzado sobre Las Marcas, y ha tomado Senigallia. -Yo nunca había estado en Senigallia, pero había oído hablar de ella; una hermosa ciudad al sur de Pesaro, en la costa oriental, con unas playas de arena que decían que parecían de terciopelo, por la suavidad y la finura del grano.
– ¿Por qué te sorprendes? -le interrumpí con tono acre-. Sin duda siempre has sabido que la ambición de tu hermano no tiene límites. Nunca tendría bastante con la Romaña. -Jofre miró con expresión lúgubre el plato sin tocar el muslo de pollo asado con castañas.
– Entonces, no sabes cómo tomó la ciudad.
Sacudí la cabeza.
– Llamó a todos los condottieri de las ciudades de la Romaña para que cabalgasen con él. -Eran los cabezas de las casas nobles derrotadas; los habían obligado a servir como comandantes en el ejército de César, y dirigir a sus propios hombres bajo las órdenes de los Borgia. Todos habían jurado lealtad a punta de espada-. Así que marcharon hacia Senigallia -prosiguió Jofre-. Ante el poder del ejército papal, la ciudad le abrió sus puertas y se rindió sin lucha. Pero es aquí cuando el relato se vuelve espantoso… -Se estremeció-. No puedo creer que comparta la misma madre con ese hombre; es más traicionero que los turcos, más sanguinario que aquel que en Valaquia llaman el Empalador.
»César quería más que la ciudad como recompensa. Invitó al interior a todos los condottieri con la excusa de que recorriesen el castillo y cenasen con él, para celebrar la gran victoria.
»Los comandantes obedecieron; no tenían motivos para esperar otra cosa que no fuera una recompensa por su lealtad. Pero mi hermano… ordenó a sus hombres que los rodeasen. Cerraron las puertas para aislarlos de sus propios hombres. Por la mañana, César los había matado a todos. A algunos los estranguló, a otros los apuñaló y a otros los colgó… -Extendió un brazo sobre la mesa y apoyó la frente sobre él.
Permanecí impávida al otro lado de la mesa, mientras intentaba pensar en el horror de lo que acababa de escuchar. Las grandes familias nobles que habían gobernado orgullosas durante siglos se habían visto de pronto impotentes, destrozadas. Por fin los Borgia controlaban de verdad la Romaña.
El murmuró sin levantar la cabeza:
– Padre y César ya han escogido a los nuevos gobernantes; todos estaban a la espera de recibir el aviso para asumir el mando de cada ciudad. -Levantó entonces la cabeza y añadió con tristeza-: los cardenales mueren casi a diario en Roma. Su riqueza se añade a los cofres de la Iglesia, y todo se utiliza para financiar las guerras. Padre no habla de otra cosa. Está orgulloso de César, orgulloso de sus victorias… no puedo soportarlo. -Comenzó a temblar con tanta violencia que se oían sobre la mesa los golpes del plato que tenía a su lado-. Ahora que están llenos de arrogancia, nada los detendrá. Dado que Lucrecia se ha marchado a Ferrara, ya no pueden manipularla… así que ahora sus ojos se han vuelto hacia mí. Padre me comentó ayer que necesitarían parte de nuestras riquezas… para las guerras. Me habló de Squillace, y de otras propiedades que tengo en Nápoles, y de mis joyas y oro, de cómo podrían ser muy útiles para César y para la Iglesia. Su tono fue muy amenazador. He comenzado a temer por mi seguridad… aparte de mi dinero, no les sirvo de nada. ¿Qué puede impedir que yo sea su próxima víctima?
Ante su cobardía, no pude contener la lengua.
– ¿Por qué tiemblas ahora, Jofre? ¿Por qué muestras tanta sorpresa? Sin duda no eres tan tonto como para no haber visto lo que te rodeaba todos estos años, y has preferido permanecer ciego y sordo. Tú sabes tan bien como yo que Perotto y Pantasilea eran inocentes, que los asesinaron porque sabían demasiado. Fuiste un testigo mudo del ahorcamiento de don Antonio, el invitado del cardenal Sforza. Tú sabes que el Tíber se ha llenado a rebosar durante años con las víctimas de tu padre y tu hermano. Y lo peor de todo, dejaste que César asesinase a tu hermano Juan, y a mi Alfonso, y no hiciste nada para proteger a ninguno de los dos. No te quejes a mí, tu esposa; vivo dentro de las murallas de una prisión, con las mujeres que han sido violadas por César.
Soltó un gemido de desesperación.
– Lo siento, siento todo lo que ha ocurrido… pero ¿qué puedo hacer?
– Si fueses un hombre, me librarías de todo esto -dije en voz baja e implacable-. Si fueses un hombre, hace tiempo que tendrías que haber utilizado una espada contra tu perversa familia.
Frunció el entrecejo, pero su mirada era fiera y su voz muy baja cuando confesó:
– Entonces quiero ser un hombre ahora, Sancha. Quiero ser libre para ir a Squillace y pasar el resto de mis días allí en paz.
Ante la claridad de sus intenciones y la vehemencia de sus palabras guardé silencio. Ahí estaba lo que había estado esperando; pero necesitaba estar segura de la firmeza de Jofre. Podría haber escogido a un cómplice de mayor fortaleza. No obstante, cuanto más lo miraba, más decisión veía en sus ojos, más segura estaba de tener ahí mi oportunidad. Por fin, dije en voz queda:
– Te ayudaré, esposo. Sé el modo de detener el terror. Pero debes abandonar a los Borgia y jurarme lealtad solo a mí, hasta la muerte.
Se levantó de su asiento, se acercó a paso rápido a mi lado y luego se agachó para besar mi zapatilla.
– Hasta la muerte -juró.