Capítulo 24

Alfonso llegó a Roma en pleno verano y yo, en mi desesperación por hablar con él en privado, hice de hermana ansiosa y salí sola al encuentro de su comitiva antes de que cruzase el puente de Sant'Angelo, el puente que llevaba a la colina vaticana.

Cabalgaba al frente de su compañía, acompañado por varios mozos, mientras las carretas cargadas con sus posesiones y regalos de boda lo seguían. Enseguida vi sus cabellos dorados bajo el sol brillante. Clavé las espuelas a mi caballo, y cuando él me reconoció, soltó un grito y galopó a mi encuentro.

Desmontamos y nos abrazamos; a pesar de mi preocupación por su inminente casamiento, no pude evitar sonreír de alegría al verlo. Se le veía más hermoso que nunca, vestido en satén azul claro.

– Alfonso, querido.

– ¡Aquí estoy, Sancha! ¡Aquí estoy! No tendré que dejarte nunca más.

Sus escoltas se acercaron al trote.

– ¿Puedo estar un momento a solas con mi hermano? -pregunté.

Ellos aceptaron y cabalgaron de regreso pará unirse a la lenta caravana.

Apoyé mi mejilla contra la suya.

– Alfonso -le susurré al oído-, estoy muy feliz de verte, pero no debes seguir adelante con este matrimonio.

Soltó una risa incrédula.

– Sancha -exclamó en voz alta- este no es el momento ni el lugar.

– Ahora es el único momento y lugar. Una vez que entremos en el Vaticano, ya no podremos hablar con seguridad.

Mi tono era tan desesperado y urgente, que su rostro se ensombreció.

– Ya estoy comprometido. Romper ahora el contrato sería inconcebible, una cobardía…

Contuve el aliento. Tenía muy poco tiempo para exponer mis razones, y mi hermano era una persona muy confiada. ¿Cómo podía transmitirle el alcance de la traición que había presenciado?

– Aquí no sirve de nada la ética. Tú conoces lo que han escrito los poetas aragoneses respecto a Lucrecia -manifesté. Me sentí culpable, al imaginar cómo se sentiría ella de haber sabido lo que le decía a su futuro marido.

– Por favor. -Se sonrojó; sabía muy bien a qué me refería.

– Hic jacet in tumulo Lucretia nomine, sed re Thais: Alexandri filia, sponsa, nurus. -Repetí la cita de Sannazaro. Era un epitafio sugerido por Lucrecia: «Aquí en esta tumba yace Lucrecia de nombre, pero en realidad Tais: hija, esposa y nuera de Alejandro». Pantasilea o cualquier otra persona debió de haber comunicado el incesto de César con Lucrecia a otros, porque incluso los poetas en Nápoles y España habían comenzado a escribir sonetos sobre ella (en este caso comparándola con la antigua pecadora y santa egipcia, Tais, que se había arrepentido de sus incestos).

No necesitaba decir que los rumores eran verdad; Alfonso era lo bastante inteligente para comprender por qué había recitado el verso.

– Sancha -dijo, en voz baja y tensa; sus palabras salían rápidas de sus labios-, incluso si todos los cargos contra ella fuesen verdad, no soy libre. He jurado hacer esto por el bien de Nápoles. Otros hombres, con vínculos con Francia, se han propuesto como maridos, y no podemos permitir ninguna influencia francesa en Su Santidad. Sin un absoluto apoyo papal, la casa de Aragón está condenada. El nuevo rey francés ya se ha proclamado a sí mismo soberano de nuestro territorio; necesitamos tener al Papa de nuestro lado si se produce otra invasión.

Luché para evitar que la angustia se reflejase en mi rostro; la comitiva de Alfonso debía ver en mí felicidad.

– No lo comprendes; tendrás que vigilar cada uno de tus movimientos. Son asesinos -susurré, con una expresión tan risueña como si estuviésemos hablando de trivialidades.

– Como la mayoría de los gobernantes, entre ellos nuestros propios parientes -replicó él-. ¿No soy encantador, Sancha?

– Casi el hombre más encantador que yo haya conocido. -Intentó hacerme sonreír de nuevo, pero yo estaba demasiado desesperada.

– Conquistaré incluso a los Borgia. Me ganaré su confianza. No soy un estúpido; no les daré ningún motivo para que quieran eliminarme. El matrimonio ha aportado a nuestra familia un magnífico premio: el ducado de Bisciglie. -Hizo una pausa; su tono se volvió juguetón mientras intentaba convertir mi desmayo en alegría-. ¿Es Lucrecia absolutamente cruel? ¿Tan mal me tratará? ¿Es una arpía siniestra?

– No, no y no. -Solté un suspiro de desdicha al comprender que había sido derrotada. Nada impediría el matrimonio.

– Decías en tus cartas que ella y tú sois amigas. Pareces haber sobrevivido hasta ahora.

– Bueno, sí. -Hice una pausa-. En realidad, Lucrecia ha sido muy bondadosa conmigo.

– Entonces no es un monstruo despiadado. No estoy aquí para juzgarla. La trataré bien y seré un buen marido, Sancha. No se me ocurre mejor manera para ganarme a su padre y a César.

Apoyé mi mano en su barbulla mejilla.

– No podrías ser otro tipo de marido, hermano. Pero ruego a Dios que tengas cuidado.


Entré en la ciudad con él. César esperaba para recibirlo delante del Vaticano. El recibimiento del cardenal de Valencia fue al mismo tiempo cordial y distante; estaba valorando a un hombre que quizá podía ejercer una influencia no deseada en su hermana, y creo que estaba preocupado con toda razón. Hice todo lo posible para no mostrar mi agitación interior.

Por fin desmontamos; seguí a mi hermano mientras subíamos los escalones del Vaticano para entrar en el edificio y en la sala del trono, donde Alejandro lo esperaba, vestido en satén blanco, con su pesada cruz de oro y diamantes sobre el pecho.

Lucrecia estaba sentada en el cojín de terciopelo a su lado. Como su prometido, vestía de azul claro; en su caso, un vestido de seda, con ribetes de plata y aljófares en el corpiño, y un casquete a juego; sus mejillas estaban arreboladas, y casi parecía bonita, con los rizos dorados que caían por debajo de los hombros. Al ver a Alfonso, su rostro se iluminó como un faro; se sintió hechizada por él desde el primer instante.

Alejandro también pareció hechizado. Mostró una amplia sonrisa y dijo:

– ¡El novio, y el nuevo duque de Bisciglie! ¡Bienvenido, Alfonso! ¡Bienvenido, mi querido hijo, a nuestra familia! ¡Ya lo ves, Lucrecia, los rumores eran verdad; tu futuro marido es un hombre muy apuesto!

Alfonso se arrodilló obedientemente para besar la zapatilla del Papa; una vez cumplida la formalidad, Alejandro se levantó y bajó del trono para pasar un brazo por los hombros de su futuro yerno.

– Ven, ven. ¡Hemos preparado una buena cena, aunque creo que no deberíamos comer mucho, porque mañana será el banquete de bodas!

Se echó a reír, y Alfonso sonrió. En el ínterin, Lucrecia dejó su pequeño cojín y descendió los escalones. Cuando Alfonso se encontró con ella, se inclinó para besarle la mano.

– Donna Lucrecia -dijo, y solo mi hermano podía hablar con una sinceridad que hizo que sus siguientes palabras sonasen convincentes-, brillas como una estrella en la noche. Comparado con tu belleza, todo lo que te rodea es oscuridad.

Ella sonrió como una niña; Alejandro pareció radiante al escuchar tan bonitas palabras.

Colocó de nuevo el brazo sobre los hombros de Alfonso, y ambos se dirigieron hacia los aposentos papales y el banquete, mientras Lucrecia los seguía con una expresión soñadora. César iba después, sus facciones con una expresión amable, pero la mirada penetrante; yo iba a la retaguardia, con una sonrisa helada.


La boda se celebró en la Sala de los Santos, donde había tenido lugar el desdichado matrimonio con Giovanni Sforza. Los invitados eran pocos, en su mayoría miembros del Vaticano y algunos cardenales.

Lucrecia estaba encantadora con su vestido de satén negro y una faja dorada recamada con diamantes. Alfonso y ella podían parecer como hermanos, con sus rizos dorados y sus ojos claros; de la misma manera en que, por una de esas ironías, a mí se me podría tomar por hermana del moreno César, que se había vestido de terciopelo negro para la ocasión. En deferencia a la novia, yo vestía un sobrio atuendo napolitano.

Durante la boda, yo estuve junto a Jofre; con César muy cerca, al otro lado de mi marido. Mientras el cardenal Giovanni Borgia pedía a los novios que repitiesen los votos, el capitán general en funciones de las fuerzas papales, Juan de Cervillón, desenvainó una preciosa espada enjoyada y la sostuvo sobre las cabezas de los nuevos duques de Bisciglie; simbolizaba que nunca les separaría ninguna causa. Mientras miraba la resplandeciente hoja, pensé en la carta de la bruja: el corazón atravesado por dos espadas. Había borrado gran parte del incidente de mi memoria, pero ahora lo recordé con toda su fuerza ante la visión del arma de De Cervillón.

«¡Nunca apelaré a la maldad!», había proclamado, altiva. Desde luego, en aquel momento no podía pensar en ninguna maldad peor a la de verme obligada a casarme con César.

«Entonces condenarás a muerte a aquellos a los que más amas», había afirmado la bruja.

Observé la ceremonia sin otra emoción que el miedo. Pero Alfonso y Lucrecia eran todo sonrisas. No podrían parecer más felices; me aferré a ello con desesperación, con la esperanza de que evitaría a mi hermano el dolor que yo había padecido a mano de los Borgia.

Alfonso dio su respuesta con voz fuerte y segura; la respuesta de Lucrecia fue suave y tímida, mientras lo miraba con sincero amor. Una mirada a sus ojos y a los de Alfonso, y lo supe: habían sido alcanzados por el mismo rayo que me había herido el día que conocí al cardenal de Valencia.

Muy pronto el legado declaró a la pareja marido y mujer. Radiantes, Alfonso y Lucrecia salieron del salón cogidos del brazo, escoltados por el capitán De Cervillón y el cardenal Borgia.

Por desdicha, mientras el resto de nosotros comenzábamos a salir de la capilla privada para ir a la sala del banquete, se inició una discusión.

– La princesa de Squillace es hermana del novio, y su grupo tiene que ir en segundo lugar -insistió doña Esmeralda con voz estridente. No tardó en apartar a empellones a uno de los acompañantes de César; sus sirvientes exigían precedencia sobre los míos. Es imposible ocultar del todo los sentimientos personales a los sirvientes, y la gente de César y la mía apenas tardaron unos segundos en iniciar una pelea. Uno de los sirvientes de Jofre se adelantó para exigir:

– ¡Dejad pasar al príncipe y a la princesa de Squillace!

En respuesta, recibió un puñetazo en la barbilla, y cayó de espaldas a los brazos de uno de sus compañeros. Doña Esmeralda y mis damas de compañía comenzaron a chillar; no ayudó que la comitiva de Su Santidad se viese envuelta también en la refriega.

Continuaron los puñetazos y se desenvainaron espadas; los sirvientes del Papa, aterrorizados, corrieron a refugiarse detrás del altar y escaparon de la capilla, con lo que dejaron a Alejandro desprotegido en medio de la pelea.

– ¡Ya está bien! -gritó el Papa al tiempo que agitaba los brazos; su mantón dorado estuvo a punto de ser atravesado por una espada, y corrió el peligro de deslizarse de sus hombros-. ¡Ya está bien! ¡Esta es una ocasión feliz!

Sus súplicas quedaron ahogadas por los gritos. El sirviente de Jofre se recuperó lo suficiente para derribar a su atacante; la pareja impidió cualquier entrada o salida de la capilla.

– ¡Basta! -La voz de Jofre se añadió al escándalo-. ¡Dejad esta idiotez de inmediato!

La tarea de detenerlos correspondió a César. Sin decir una palabra, desenfundó una daga y con un rápido y fluido movimiento se inclinó sobre los dos combatientes, con la punta de la hoja al alcance de la garganta de cualquiera de los dos. La fiereza de su mirada convenció a ambos de que no vacilaría en derramar sangre, incluso ahí, y en ese momento, en el casamiento de su hermana.

En la habitación reinó el silencio.

– Separaos -dijo César, con voz baja y un tono letal, que sin embargo todos escucharon.

Los sirvientes obedecieron y se levantaron, con los ojos muy abiertos y sumisos.

– ¿Dónde está la comitiva de Su Santidad? -preguntó César, con el mismo tono calmado, bajo y totalmente aterrador.

Su sirviente señaló al altar, y a los escalones que llevaban hacia las habitaciones privadas del Papa.

– Ocultos, ilustrísima.

– Ve a buscarlos. Él va a salir, y debe ser escoltado.

El sirviente corrió hasta el altar y subió los escalones. César, todavía con la daga en la mano, pero baja, miró al sirviente de Jofre, el otro participante en el altercado.

– Sin duda necesitará ayuda -manifestó el cardenal.

Con una rapidez exagerada, el sirviente de Jofre se marchó. Pasaron unos minutos antes de que toda la comitiva apareciese, pero al final, el Papa pudo salir de la capilla. Con mucha cortesía, o por lo menos en apariencia, César insistió en que mi comitiva saliese la siguiente.

Tras la ceremonia se celebró una larga cena, y después un baile. Alfonso se mostró, como siempre, poseedor de tal encanto y buena disposición que incluso los Borgia se sintieron contagiados. Por primera vez desde que yo había llegado a Roma, el Papa bailó; primero con Lucrecia, y después conmigo. A pesar de su corpachón, tenía la misma gracia atlética que su hijo César.

Me sentí muy feliz al ver que no había cortesanas presentes; ni siquiera Julia, la amante del Papa. Parecía dispuesto a convencer a Alfonso de que los rumores respecto al escándalo Sforza y al nacimiento del hijo de Lucrecia eran infundados; en cualquier caso, me sentí más tranquila al ver que la celebración no daba paso al habitual comportamiento lujurioso de los Borgia. El Papa bebió mucho menos vino que de costumbre, por una vez atento a la felicidad de Lucrecia. Incluso César se mostró agradable.

Alfonso y yo interpretamos una danza napolitana para Su Santidad; los ojos de mi hermano brillaban, y su sonrisa era sincera. Sabía que parte de su alegría era producto de saber que los dos estaríamos juntos de nuevo; pero también veía que su placer con Lucrecia era verdadero. Como manifestó Alejandro alegremente durante la cena, «habían sido víctimas de la flecha de Cupido. ¡Mirad a esos dos! Es como si el resto de nosotros no existiésemos. ¿Debemos retirarnos con la mayor discreción para no perturbarlos?».

No podía entender por qué mi hermano menor, que podía escoger a las más hermosas y honorables mujeres, se había enamorado de Lucrecia; solo podía rezar por su felicidad.

Después de muchos bailes, se ofreció una representación teatral en un pequeño escenario que se había instalado en la sala de recepción. En uno de los cuadros una doncella vestida de maravilla convencía al unicornio para que apoyase su cabeza en su regazo. Quien interpretaba a la doncella era nada menos que Julia, la amante del Papa, pero esta no era la mayor ironía, porque por fin reconocí, por su cuerpo y sus movimientos, al hombre debajo de la pesada máscara del unicornio, una pieza enorme con un cuerno dorado, y agujeros para los ojos y la boca.

Era César Borgia, que encarnaba al más puro símbolo de la castidad y la lealtad.

Cuando ya se acercaba el alba, Lucrecia y Alfonso se retiraron juntos, escoltados por un sonriente Giovanni Borgia; mi pobre hermano estaba a punto de verse sometido a la misma indignidad que yo: tener al lujurioso cardenal como testigo de su primera unión sexual con su esposa. Al menos, reflexioné, Alfonso no tendría que soportar la vergüenza añadida de que su propio padre estuviera presenciando el proceso; me pregunté si el cardenal haría algún comentario sobre rosas.


Unas pocas semanas después del matrimonio, a César se le concedió lo que había soñado durante años: la oportunidad de presentar su caso ante el consistorio de cardenales y pedirles que lo librasen de una vocación para la que nunca había sido llamado. A cambio, juró que se entregaría al servicio de la Iglesia y que iría de inmediato a Francia, donde haría todo lo necesario para salvar a Italia de otra invasión de un rey francés.

No había ninguna duda de que a César se le concedería su petición como tampoco había habido duda de que Lucrecia sería declarada virgo intacta.

César consiguió su deseo. En cuanto se le concedió, de inmediato comenzó a buscar a la esposa adecuada. Me preparé para lo peor, a la espera de recibir otra llamada a su despacho: para mi asombro, Lucrecia me informó que había escogido a Carlota de Aragón; mi prima, la hija legítima de mi tío Federico, el rey de Nápoles.

Me sentí extasiada; creí que había subestimado a César. Lucrecia había dicho que él se interesaba por mí, y quizá por eso no había querido coaccionarme ni causarme ningún daño. Tal vez incluso su elección de esposa hacía que la posición de Alfonso, como príncipe de Nápoles, fuese más segura en la casa Borgia.

Carlota se encontraba en aquel momento en Francia, para recibir educación en la corte de la muy católica y partidaria de los Borgia la reina Ana de Bretaña, la viuda del re Petito, Carlos VIII, que había muerto aquella primavera. César se vistió con sus mejores prendas, y, montado en su caballo blanco con arreos de plata, emprendió su viaje al norte. Estaba seguro de conseguir la mano de Carlota, porque el nuevo rey, Luis XII, deseaba el divorcio de su lisiada y estéril esposa, la reina Juana, para poder casarse con Ana, a la que amaba.

César era la persona que, como hijo del Papa, podía dejar la resolución de divorcio en manos de Luis, por un precio.

Con un suspiro de alivio le observé partir, convencida de que los problemas de mi país por fin se habían acabado.

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